EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55500
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

DE ROBBINS

 

Mis otras historias

El HEREDERO

EL ESCRIBA

BDSM

INDISCRECIÓN

EL INGLÉS

SÁLVAME

EL AFFAIRE CULLEN

NO ME MIRES ASÍ

EL JUEGO DE EDWARD

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 16: CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 15

—Tenemos que darle un aspecto nuevo al piso principal de la tienda de Beverly Hills —le dijo el señor Black mientras se sentaba tras el escritorio de madera de roble—. Hay que buscar un aire más sofisticado, más neoyorquino. Ahora que la guerra ha terminado tenemos que hacer lo que sea para atraer a los matrimonios jóvenes.

Bella asintió con el semblante muy serio.    

—Estoy de acuerdo.

—Usted que ya ha trabajado en almacenes de Nueva York, sabe perfectamente a qué me refiero.

—En efecto —dijo ella—. Algo del estilo de «Saks Fifth Avenue».

—Exacto. Pero también como «Macy's». Hay que tener en cuenta que nuestra clientela no está dispuesta a dar el salto hasta la categoría de precios elevados. Tenemos que dar la impresión de que somos una tienda de categoría, pero manteniendo los precios al alcance de todo el mundo.

—Como «Bloomingdale's» —apuntó Bella.

—Ha dado usted en el clavo —dijo el señor Black sonriendo. Bajó la mirada hacia los diversos proyectos que tenía extendidos sobre el escritorio—. Tenemos ya algunos bocetos preliminares del piso principal. ¿Le gustaría verlos?

—Muchísimo.

—Obedeciendo a una seña del señor Black, Bella se situó al otro lado del escritorio y, de pie junto a él, se puso a mirar los proyectos. No eran fáciles de entender, pues consistían en una maraña de líneas blancas.

—Esta es la entrada principal —le explicó él señalándosela con el dedo—. Aquí, a la derecha, pensamos situar el departamento de libros. Eso siempre da un cierto prestigio. A la izquierda creemos que iría bien una tienda de peletería, con el mejor aspecto posible; luego, desde la parte delantera hasta el fondo de la tienda, colocaremos los abrigos y vestidos. Es el mejor sitio. Todos los artículos serán de primera clase.

Levantó la vista hacia la muchacha en espera de algún comentario. Ella permaneció en silencio.

— ¿Qué le parece? —le preguntó finalmente.

—No sé —dijo Bella con franqueza—. Usted tiene más experiencia que yo, así que supongo que tiene razón.

 El hombre giró el sillón hacia ella; al hacerlo le rozó el pecho con un hombro y percibió el tenue perfume que se había puesto Bella.

—No soy un ejecutivo de los que necesitan un equipo de personas a su alrededor para que le den constantemente la razón. El motivo por el que la he elegido para este trabajo es porque usted suele expresar sus propias opiniones.

Ella lo observó. El señor Black no la estaba mirando a la cara, sino que tenía los ojos clavados en el escote de la muchacha. Ésta notó que los pezones se le endurecían y enrojeció, turbada. Ahora se sentía enfadada consigo misma por llevar una blusa de seda en lugar de otra que no se le pegara tanto al cuerpo. Sabía que los pezones presionaban con fuerza contra el tejido.

Él levantó la mirada hacia el rostro de Bella con una leve sonrisa dibujada en los labios.

— ¿Qué opina? —le preguntó.

La muchacha tomó aliento. Si era sincera corría el riesgo de quedarse sin empleo, pero así y todo no sabía qué otra cosa decir.

—Todo esto demuestra verdaderamente una gran clase —le contestó—, siempre que sea eso lo que deseamos. Pero creía que lo que pretendíamos era atraer a una nueva clientela más joven. Una clientela que compre artículos en vez de limitarse a mirarlos.

Ahora había conseguido por fin que el señor Black le prestara atención.

— ¿Qué quiere decir?

—Usted me acaba de dar la idea —dijo ella con tacto— al mencionar los almacenes «Macy's». He recibido una carta de una amiga mía que trabaja allí. Están trasladando el departamento de libros de la planta baja a la séptima porque no atrae la atención del público.

— ¿Y qué piensan poner en su lugar?

—Eso no me lo ha dicho —contestó Bella—. No sé si ya lo han decidido.

— ¿Y qué haría usted?

Ella le miró fijamente a los ojos.

—Pondría el departamento de cosmética. Perfumes. Todo tipo de artículos de belleza. En medio de la planta baja, para que el cliente se topara con ello nada más entrar.

—Eso es lo que hace «Woolworth's» —protestó rápidamente el señor Black.

—Y les supone casi el veinte por ciento de las ventas. No veo que tenga nada de malo.

—Pero ellos trabajan una línea de productos barata.

—Daremos un paso más. Ahora que ha acabado la guerra todas las compañías francesas desean introducirse en el país. Tienen fama de distinción y no son mucho más caras que las nacionales. Podemos instalar un mostrador diferente para cada marca. Eso le haría parecer más importante. Y atraeremos el tipo de clientela que deseamos.

—Resultaría muy caro.

—Ellos desean introducirse en el mercado. Apostaría a que están dispuestos a compartir los gastos con usted.

Él la miró.

—Es usted realmente brillante.

—Gracias.

— ¿Tiene alguna otra sugerencia que hacer?

—Todo esto se me acaba de ocurrir. En realidad no lo he considerado detenidamente —contestó la muchacha—. Sé las cosas que compraría en cuanto salieran al mercado: pequeños electrodomésticos. Planchas eléctricas, tostadores, freidoras. Vajillas nuevas, ollas y cazuelas. Prendas de seda, lencería. Realmente tendría que estudiarlo bien.

—Sí, supongo que tendremos que estudiar todo esto con más detalle. —Se dio la vuelta y miró los proyectos de la planta baja—. Hay diez mil metros cuadrados en esta planta. Tenemos que conseguir que cada metro cuadrado sea rentable.

Bella se situó al otro lado del escritorio y le miró a la cara.

—Sí, señor Black.

—No podemos cometer ningún error.

—Lo comprendo.

—Quiero que nuestros almacenes de Beverly Hills sean los que lleven la voz cantante —le dijo él—. Eso aumentará nuestra reputación o nos hundirá del todo. —La miró por encima del escritorio—. Quizá fuera conveniente que hiciéramos un viaje a Nueva York para ver qué se hace por allí. Sus estudios de mercado van muy por delante de los nuestros.

Bella lo miró directamente a los ojos.

— ¿Quiere que vaya a Nueva York con usted?

—Forma parte de su trabajo —repuso él con suavidad—. Y es muy probable que tenga que hacer al menos un viaje a París cada año.

—Nunca he estado en Europa.

—Yo he estado allí muchas veces antes de la guerra. Es muy excitante. Podría enseñarle cosas que usted ni siquiera se imagina que existen.

—Pero soy una mujer casada, y con una hija, señor Black —dijo ella sin demasiada convicción.

—Yo también soy un hombre casado, señora Cullen —le indicó él sin inmutarse—. Pero estamos hablando del trabajo. Nada más.

Bella deseó poder convencerse de aquello, pero ni sus pezones se lo creyeron. Se estremecieron al sentirse acariciados por los ojos de aquel hombre. Evitó mirarlo.

—Antes tendré que hablar de ello con mi marido.

—Hágalo, señora Cullen —dijo él, zalamero—. Puede explicarle que precisamente por eso tiene usted un salario de ochocientos cincuenta dólares al mes, que con las primas puede alcanzar la cifra de mil quinientos o dos mil dólares mensuales. Y eso es un sueldo excelente.

—Me doy cuenta de ello, señor Black—dijo Bella. Le tendió la mano, confiando en que no se le notase el sudor de la palma—. Muchas gracias.

 

 

— ¿Papá se va a trabajar? —balbuceó Renesmee desde la silla en que estaba sentada cuando él entró en la cocina.

Edward se inclinó hacia la niña y la besó.

—Eso es, cariño.

— ¿Me darás caramelos? —La niña sonrió y los tirabuzones de color castaño claro brillaron bajo la luz.

—Claro.

—Ahora —dijo ella imperiosamente.

Edward miró rápidamente a Rosa, y luego hizo un gesto de derrota. Sacó dos «Tootsie Rolls» del bolsillo de la chaqueta y se los dio a la niña.

— ¿Qué se dice, Renesmee?

—Gracias.

Y comenzó a sonreír mientras rompía el envoltorio de uno de los caramelos. Se había concentrado en él, y ya no mostraba interés por su padre.

Se oyó el timbre de la puerta. Edward salió de la cocina, atravesó la sala de estar y fue a abrir. El cartero lo miró.

—Un paquete postal para usted, señor Cullen.

Edward cogió la caja rectangular. Las palabras «Manuscrito devuelto» estaban escritas con lápiz rojo varias veces sobre el envoltorio. Le firmó al cartero en el libro de entregas.

—Lo siento, señor Cullen —le dijo aquél—. Mala suerte. Éste es el segundo en lo que va de mes.

Edward lo miró. El cartero asentía compasivamente.

—Así es como funciona —le dijo.

—Puede que la próxima vez tenga más suerte —le indicó el cartero—. Que pase usted un buen día.

—Igualmente —le deseó Edward mientras cerraba la puerta.

Se quedó mirando el paquete. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que el cartero tuviera tanto interés en aquello que repartía. Rompió rápidamente la cuerda y desgarró la envoltura del paquete. Miró dentro de la caja. No era un manuscrito lo que había en ella. En su lugar aparecían cuarenta sobres de papel cuidadosamente doblados, cada uno de los cuales contenía un cuarto de gramo de cocaína. A veinticinco dólares cada sobre, significaban mil dólares para él. Y a Cayo sólo le pagaba doscientos cincuenta. Cerró la caja. Esta vez decidió que tenía que alquilar un apartado de correos. Era una suerte que A. J. le hubiese llamado para que acudiera a una entrevista. Una vez en los estudios de grabación de música tardaría menos de una hora en deshacerse de todos aquellos sobres. Los músicos eran la mejor clientela para cualquier clase de droga. Si pudiera contactar con distribuidores de marihuana se haría millonario.

Volvió a la cocaína. Renesmee ya tenía toda la cara manchada de chocolate. Rosa estaba ante la pila, haciendo la colada. Se volvió hacia ella.

—Dile a la señora que me quedaré en los estudios hasta la tarde —le dijo.

—Sí, señor —contestó la muchacha mientras escurría un pañal—. Tengo pollo a la veracruzana para comer, ¿le parece bien?

—Muy bien. A las ocho.

—Sí, señor —dijo ella.

Eran aproximadamente las diez cuando detuvo el «Chrysler Airflow» de antes de la guerra en la calle, justo enfrente de la Oficina de Empleo del Estado de California, que estaba situada en el centro de la ciudad de Hollywood. El aparcamiento ya se encontraba lleno, y había una fila de automóviles esperando para entrar. En cuanto un coche salía, otro entraba. Echó un rápido vistazo calle abajo. Aparcó el coche a unas manzanas de Fountain; había limusinas con chófer en las inmediaciones, parecía que se escondieran para que no las viera la gente corriente. Sonrió para sus adentros. «El club de California», llamaban a aquello en los estudios. A veces había tantas estrellas de cine haciendo cola para recibir el cheque semanal del desempleo, que aquel lugar se había convertido en una parada obligada para los autobuses de turistas.

Pasó ante la entrada para el público y se dirigió a la parte posterior del edificio, a la entrada para empleados. Entró por ella saludando con la mano al anciano vigilante vestido de uniforme. Al fondo del pasillo unas letras negras sobre el cristal esmerilado de la ventanilla rezaba simplemente: «Sr. Ross». Llamó ligeramente con los nudillos y abrió la puerta.

Jack Ross, un hombre muy corpulento y con el pelo ralo, levantó la vista del escritorio. Sonrió y le hizo una seña a Edward para que pasase.

— ¿Cómo te va, Edward?

Este movió la cabeza de un lado al otro.

—Como siempre, Jack. Me han dado la hoja rosa.

Ross alcanzó un impreso de un montón que tenía al lado.

—Muy bien —dijo—. Nos ocuparemos de ello inmediatamente.

Edward asintió.

—Hay un problema. Las Navidades se nos echan encima. Y se tarda casi seis semanas en cobrar el primer cheque.

Ross lo miró, burlón.

—Así son las normas.

—A lo mejor podemos forzarlas un poco —dijo Edward.

—Realmente en estos días tenemos muchísimo trabajo —le explicó Ross—. Siempre sucede lo mismo cuando se acercan las vacaciones.

—Ya lo sé. Ya he visto las limusinas escondidas a la vuelta de la esquina.

Ross sonrió.

—Hasta las grandes estrellas se están dejando ver por aquí: Fiona Massey, Richard Arlen…

—Es la época más apropiada para ponerse alegre.

Ross observó los impresos.

—Puedo ponerles fecha de hace siete semanas, pero te costará algo. Veinticinco dólares por adelantado y el diez por ciento de cada cheque que cobres.

—Estupendo —dijo Edward poniendo los veinticinco dólares sobre el escritorio.

El dinero desapareció en el bolsillo de Ross. Rellenó los impresos rápidamente y se los tendió a Edward.

—Fírmalos en los tres lugares señalados.

Edward los firmó y se los devolvió.

— ¿Cuándo recibiré el primer cheque?

—Lo tendré aquí mañana por la mañana a las nueve y media. Será lo correspondiente a dos semanas.

—Gracias, Jack —dijo Edward—. Hasta mañana, entonces.

Ross sonrió.

—Te estaré esperando. Ten cuidado, ¿me oyes?

—Lo tendré —repuso Edward—. A ver si comemos juntos un día de éstos.

—Después de las vacaciones. Ahora estoy demasiado ocupado.

—De acuerdo —dijo Edward mientras se dirigía hacia la puerta—. El día que tú quieras. Y gracias otra vez.

Capítulo 15: CAPÍTULO 14 Capítulo 17: CAPÍTULO 16

 
14445884 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios