EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55487
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

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Capítulo 7: CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 6

Alice Brandon estaba sentada ante la máquina de escribir con una taza de café a un lado y un cenicero lleno de colillas al otro, como era habitual en ella. El pelo corto y liso, junto con las gafas de montura negra, le proporcionaban un aspecto bastante atractivo. A pesar del calor que hacía en el apartamento llevaba puestas una falda gris de lino y una camisa de algodón de manga larga. Levantó la vista del escritorio cuando Edward entró en la habitación. Tenía la voz cascada a causa del whisky y el cansancio.

— ¿Prefieres un café o un refresco, Edward?

—Una «Coca-Cola» me irá muy bien —le respondió él. Luego se fijó en el aspecto de la muchacha—. Pareces cansada.

A pesar de su apariencia delicada, Alice hablaba como un camionero.

—Estoy jodida. Tengo que dejar de beber como sea. Tantas borracheras acabarán matándome.

Edward se dejó caer en un sillón situado frente a ella.

—Tú sabrás mejor que nadie lo que te conviene.

—Claro que lo sé —afirmó la joven—. Pero no tengo fuerza de voluntad para hacerlo.

Edward no dijo nada.

Alice habló levantando la voz para que se le oyera desde la otra habitación.

—Jane, tráele una «Coca-Cola» a Edward. —Se volvió hacia éste, sacó un billete de cinco dólares de un cajón del escritorio y se lo tendió—. Me hiciste un gran favor. Gracias —le dijo.

—De nada —contestó Edward—. Me alegro de haberte sido de utilidad.

Jane le trajo una botella de «Coca-Cola» y un vaso con varios cubitos de hielo.

— ¿Quieres algo más? —le preguntó a Alice con evidente mal humor.

La otra muchacha la miró fijamente. Jane llevaba la misma bata de chiffon que el día anterior.

— ¡Por el amor de Cristo! —Le dijo Alice—. ¿Es que nunca piensas ponerte alguna ropa decente?

— ¿Y para qué demonios voy a ponérmela? —Replicó Jane—, Ya no salimos nunca. Lo único que has hecho durante la última semana ha sido beber y beber hasta quedarte completamente inconsciente. Ya empiezo a cansarme de esto.

— ¿Por qué no te buscas un puñetero empleo de una vez? —le espetó Alice.

— ¿Haciendo qué? —Le preguntó la otra, enojada—. El único trabajo que da dinero es posar en la «New School», y a ti no te gusta que me exhiba desnuda.

—Antes eras una buena secretaria.

— ¡Seguro! Y ganaba veinte dólares a la semana. Haciendo de modelo puedo sacar quince dólares al día, veinticinco si hago además alguna sesión privada. Y por lo menos puedo hablar con la gente. —Le dirigió una rápida mirada a Edward y luego volvió de nuevo los ojos hacia Alice—. A la única persona que vi ayer fue a este amigo tuyo que tiene cara de culo y que se cree que el sol le sale de la polla.

Salió muy enfadada de la habitación caminando a grandes zancadas.

— ¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Edward a la otra muchacha.

Alice lo miró.

—Creo que se dispone a abandonarme.

Edward se llenó el vaso.

—Pues no te preocupes. Déjala que se vaya.

—No lo entiendes —le dijo Alice a punto de romper a llorar—. Yo la quiero.

El dio un sorbo de la bebida y no dijo nada.

La muchacha lo observó de nuevo.

—Me dijo que intentaste violarla.

Edward la miró a los ojos.

— ¿Y tú te lo crees?

Alice vaciló durante un momento; luego movió la cabeza en sentido negativo.

—No. La conozco bien. Se molesta mucho sólo porque de vez en cuando me gusta sentir una polla dentro de mí.

Edward guardó silencio de nuevo.

— ¿Qué pasó ayer? —le preguntó Alice.

—Se empeñó en que le comiera el coño —respondió él.

— ¿Y lo hiciste?

—Sí.

— ¿Qué te hizo ella a ti?

—Engañarme. Me prometió que me la chuparía, pero se hizo la tonta hasta que consiguió hacerme eyacular en sus manos.

Alice se echó a reír.

—Es una verdadera perra.

—Sí —dijo Edward con cierto sarcasmo.

—Pero tiene el coño más dulce que he catado jamás —continuó ella.

—No basta con un coño dulce. Hay otras muchas cosas en esta vida.

—Todavía no es más que una cría —le indicó la muchacha—. Y no conoce nada mejor.

—De acuerdo —dijo él—. Pero estoy seguro de que acabará haciéndote pedazos.

Alice lo miró durante un momento; luego alargó la mano y cogió un cigarrillo.

—Ya lo sé —dijo apenada—. Pero, ¿qué puedo hacer? La quiero de verdad.

—Lo siento —se excusó Edward.

La muchacha se encogió de hombros.

—Ya me las arreglaré —añadió—. He pasado por esto otras veces. —Levantó la mirada hacia él—. Me han dicho en la oficina que quieren una historia en cinco capítulos sobre la familia Gould. Ya sabes, sobre la construcción del centro de Nueva York, con los Astor y todo eso. Si la cosa va adelante calculo que podré darte trabajo para veinte horas más o menos.

—Sería estupendo —dijo él—. Mientras tanto he encontrado trabajo por las tardes en una tienda; y también he llegado a un acuerdo con la revista para escribir varias historias cortas.

Ella sonrió.

—Ojalá pudieras publicar algo en una revista decente.

—Puede que alguna vez tenga suerte —dijo Joe—. Pero no me quejo. No es que me den mucho, pero me pagan por escribir.

—Eso es —le animó Alice—. Es la forma de jugar. —Aplastó el cigarrillo en el cenicero—. ¿Me dirás en qué acaba todo? ¿Me llamarás una noche para cenar juntos?

—De acuerdo —convino mientras se levantaba para marcharse—. Espero que todo te salga bien.

Alice lo acompañó hasta la puerta.

—Yo también —le dijo.

 

 

Bella cruzó el callejón existente entre las dos casas. El garaje estaba abierto. Abrió la puerta lateral de la casa y entró en la cocina. Al parecer no había nadie. Era lo normal en viernes. El reloj de pared marcaba las seis. Salía temprano del trabajo y sus tíos pasaban la velada en la sinagoga. Generalmente no llegaban a casa hasta tarde, cuando ya eran las diez o las once de la noche.

Se acercó a las cazuelas que había en los fogones de gas y miró el interior. En la olla más grande había asado y patatas redondas, y tsimmes —zanahorias y guisantes cocinados con miel o azúcar negro— en la pequeña. Lo único que tenía que hacer era calentar aquellas cosas a fuego lento. Vaciló durante un momento. En realidad no tenía hambre, así que decidió subir a la habitación y ducharse antes de cenar.

Cuando empezó a subir las escaleras oyó el sonido de la máquina de escribir de Edward. Se detuvo delante de la puerta de la habitación de su primo, que escribía a toda velocidad. Llamó con suavidad.

—Soy yo —le dijo.

—Estoy trabajando —le gritó él a través de la puerta cerrada.

—Ya lo sé. Voy a ducharme antes de cenar. Avísame cuando acabes y—calentaré la cena para los dos.

—Muy bien —respondió Edward.

El sonido de la máquina de escribir se dejó oír de nuevo y Bella entró lentamente en su dormitorio y cerró la puerta. De pronto se sintió cansada. Se quitó el vestido y se tumbó en combinación sobre la cama. Cerró los ojos y se puso a dormitar. Poco después comenzó a soñar.

En realidad no fue un sueño, sino una pesadilla. Su tía Esme le estaba gritando.

— ¡Ni hablar! ¡Para casarte con Emmett tendrás que pasar antes por encima de mi cadáver! ¡Debes de haberte vuelto loca! ¿Acaso tienes dinero para ayudarle? ¿Cómo quieres que se las arregle para abrir una consulta? No podréis ni alquilar un apartamento, y mucho menos comprar los muebles para vivir en él. Mi Emmett va a ser médico, una profesión honorable. Tiene que casarse con una chica de buena familia, alguien con dinero. ¡No con una chica a la que hemos tenido que criar nosotros, una niña a quien nos vimos obligados a recoger para evitar que creciera en medio de la calle!

Notó que las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Pero tía, es que nos queremos. Siempre nos hemos querido, desde que éramos niños.

— ¡Amor, amor! ¡Paparruchas! —Le gritó la tía Esme—. ¡Fuera! ¡Fuera de mi casa! ¡Puta, Jezabel! ¡Fuera!

Bella se volvió hacia Emmett sin dejar de llorar.

—Emmett, díselo tú. ¡Dile que nos queremos!

Su primo la observó fijamente a través de las gafas de concha con aquella mirada solemne tan típica de él.

—Puede que sea mejor pensarlo con más detenimiento —le dijo nervioso—. Cabe la posibilidad de que estemos actuando con demasiada precipitación. Estoy seguro de que mamá sólo desea lo mejor para nosotros.

Lo único que Bella consiguió hacer fue llorar hasta que se le empañaron tanto los ojos que apenas le era posible ver. Luego notó que unas manos fuertes la sujetaban con fuerza por los brazos.

— ¡Emmett! —gritó. Las lágrimas seguían cayéndole por las mejillas. Entonces miró hacia arriba—. ¡Edward!

—Estabas llorando en alto —le dijo él—. Te he oído desde mi cuarto.

Bella se sentó en la cama.

—Lo siento.

—No tienes por qué sentirlo —la consoló—. Todos tenemos pesadillas de vez en cuando.

—Esta era una tontería —le explicó ella. Alzó los ojos hacia su primo—. Creo que realmente le tengo miedo a tu madre. Ya sabes lo que siente por Emmett.

Edward se echó a reír.

—Sí, ya lo sé. Cree que ninguna chica es lo bastante buena para él. Su hijo es médico, nada menos.

—Pero contigo no le sucede lo mismo.

—Yo no soy más que un inútil. ¿Qué otra cosa puede ser un escritor que no trabaja?

—El tuyo es un trabajo diferente.

—Ya lo sé. Y tú también. Pero ella no lo comprenderá nunca —dijo Edward tristemente.

—Deja que me vista —le pidió Bella—. Tengo que calentar la cena.

—No hay ninguna prisa. Voy a seguir trabajando un rato. Avísame cuando estés lista.

Bella se sentó en el borde de la cama hasta que volvió a oír el sonido de la máquina de escribir. Se quitó lentamente la combinación y se miró en el espejo que había encima del tocador. Vio en él que tenía ojeras. Encendió la lamparita de la mesilla de noche y volvió a mirarse en el espejo. Ahora las ojeras parecían aún más pronunciadas. Se quitó con parsimonia el sujetador y la faja. Examinó las líneas rojas que se le habían formado en la carne allí donde las prendas interiores le habían estado oprimiendo. Se frotó los muslos y las caderas y luego se sopesó los pechos. Los sintió pesados y se preguntó si se le estarían haciendo más grandes todavía. Confió en que no fuera así. Un sujetador de copa de la talla treinta y seis ya era más que suficiente. Siempre le había dado un poco de vergüenza el tamaño de aquellos pechos. En el trabajo las miradas de los hombres siempre iban a parar al mismo sitio. Y con frecuencia intentaban tocárselos o hablar de ellos. Ahora los notaba doloridos.

Comprobó la fecha rápidamente. Sólo le faltaban unos días para tener el período. A lo mejor era por eso que se sentía tan pesada. Tenía tendencia a engordar antes de la regla, y quizá fuera también por ese motivo que se sentía tan triste y deprimida. Inconscientemente se tocó el pubis. También estaba hinchado y pesado. Se palpó el clítoris con los dedos, pero en el momento en que se dio cuenta del placer y la excitación que le producía aquel contacto, se detuvo. Siempre se sentía muy excitada justo antes del período, pero no estaba bien que las chicas como Dios manda hicieran las cosas que a ella le apetecía hacer. Se dirigió al cuarto de baño. Seguro que una ducha la haría sentirse mejor.

 

 

La puerta de la habitación de Edward estaba abierta cuando ella pasó por el pasillo en dirección a la cocina. El ruido de la máquina de escribir se dejaba oír cada vez con más fuerza y rapidez.

—Me voy a la cocina —le dijo.

La máquina siguió sonando. Al parecer su primo ni siquiera la había oído. Se quedó dudando durante un momento, y finalmente decidió entrar en la habitación. Se quedó de pie a espaldas de Edward y miró la hoja de papel que había puesta en el carro de la máquina de escribir.

 

La cimitarra, afilada como una navaja de afeitar, cortó en dos el sostén, y al instante los pechos desnudos de la muchacha saltaron hacia afuera. (Motty iba leyendo las líneas escritas en la hoja.) A toda prisa, ella intentó ocultar aquellas hermosas glándulas con las manos, pero fue en vano. Tenía los pechos demasiado grandes y se le desbordaban por entre los diminutos y gráciles dedos. Luego notó el aliento que salía de los cálidos labios del árabe mientras le recorría con ellos la garganta y la nuca, aventurándose cada vez un poco más abajo; notaba que el calor se le hacía más intenso a medida que él se acercaba a los pechos. Honey deseaba gritar para pedir ayuda, pero era inútil. No había nadie cerca. Estaba a merced de aquel salvaje y nadie podría salvarla. Trató de apartarlo con una mano, pero sólo consiguió que aquel hombre se echara a reír y que le enganchase con la cimitarra la banda de tela que le sujetaba los pantalones de odalisca y empezara a cortarla lentamente; la prenda se fue desprendiendo poco a poco y dejó al descubierto las preciosas y sugestivas curvas de las caderas y piernas de la muchacha.

— ¡No! —Gritó Honey—. ¡No, por favor! ¡Todavía soy virgen!

Haroun Raschid esbozó una amplia sonrisa llena de lascivia.

—Naturalmente —dijo con voz fascinante y sexual—. Sólo la sangre de una virgen es lo suficientemente buena como para merecer el amor de un jeque.

La cimitarra centelleó de nuevo. La muchacha, moviéndose con rapidez, echó a correr hacia la puerta de la tienda sin percatarse de que estaba totalmente desnuda. Las cortinas de la tienda se abrieron y dos gigantescos eunucos nubios la apresaron por los brazos.

— ¡Traedla aquí! —les ordenó el jeque.

La condujeron hasta el centro de la tienda mientras ella se debatía en un intento desesperado por escapar.

— ¡Atadle los brazos y las piernas a los dos mástiles del centro!

Los esclavos obedecieron al instante y después se retiraron en silencio. Honey intentó moverse, pero le resultó imposible hacerlo. La habían atado demasiado fuerte. Sacudió los cabellos rubios, que le cayeron alborotados sobre el rostro. Miró fijamente al jeque mientras éste daba vueltas a su alrededor y se regodeaba en la contemplación de los más íntimos rincones del cuerpo desnudo de Honey. No podía verle, pues aquel hombre se había situado justo detrás de ella. Sintió unas manos que le tocaban la espalda y le acariciaban las suaves curvas de las nalgas.

—¡Qué va a hacerme? —le preguntó ella gritando llena de desesperación.

— Ya lo verás —repuso el jeque suavemente. Se colocó ante ella y se quedó allí de pie, inmóvil. Luego alzó la mano derecha y le mostró las suaves tiras de seda de un látigo de nueve colas.

Honey abrió los ojos de par en par a causa del espanto que le produjo aquella visión.

— ¡No me haga daño, por favor! —gritó.

—No, amor mío —le dijo él con dulzura—. Créeme, no sentirás dolor, sólo placer. Un placer que te excitará de tal modo que sólo la magia de nuestro amor será capaz de satisfacerte.

Medio hipnotizada, Honey no conseguía apartar la vista mientras el jeque levantaba ante la muchacha la mano con la que sujetaba el látigo. Al ver que empezaba a caer sobre ella, Honey contuvo la respiración...

 

 

La máquina de escribir se quedó en silencio de pronto. Edward levantó la vista hacia la joven, que estaba muy cerca, y la miró con ojos vidriosos, como si estuviera ausente.

Bella notó que un extraño ardor se posesionaba de ella mientras bajaba los ojos hacia los de su primo.

— ¡Jesús! —Exclamó de pronto al darse cuenta de que él no llevaba puesto nada más que los calzoncillos—. ¡Tienes una erección!

Edward parpadeó y se miró las partes; luego levantó de nuevo los ojos hacia ella.

—Es verdad.

— ¿Cómo puedes escribir mientras tienes una erección? —le preguntó Bella.

—Cuando escribo estas cosas siempre me excito —le confió Edward—. Siento todo lo que escribo como si lo estuviese viviendo. Si escribo sobre lágrimas, lloro; si escribo sobre el miedo, me asusto. Siento realmente cualquier cosa que escriba. Hasta puedo percibir los sentimientos de aquellas personas sobre las que escribo.

— ¿Y cuando se trata de gente real? —inquirió ella con curiosidad.

—Aunque se trate de ti, de mamá, de papá o de Emmett. De cualquier persona.

— ¿Sientes lo que escribes o escribes aquello que sientes?

—No lo sé —repuso Edward—. A veces una cosa viene primero, a veces la otra.

Ella lo miró.

—Veo que todavía sigues con la erección.

Él se abrió la bragueta y sacó el pene sujetándolo con la mano.

—Sí.

— ¿Qué haces para remediarlo?

—O me doy una ducha o me masturbo, ya sabes..., y además siempre queda lo auténtico, lo verdadero; acostarme con alguien. —Levantó la mirada hacia ella—. Has estado leyendo por encima de mi hombro, ¿verdad? ¿No te has excitado?

Bella no respondió de momento. Lo cierto era que sí. Notaba que las ingles le ardían.

—No —dijo al fin con voz ronca.

—Tócalo un poco —la animó él. Recordó una frase de la infancia—. Dale un besito para que se cure.

La muchacha pareció escandalizada.

—Voy a casarme con tu hermano.

—Sí, pero todavía no lo has hecho —le dijo Edward.

Ella dejó escapar un profundo suspiro.

— ¡No eres más que un mierda!

—Es verdad —aceptó él.

Bella permaneció junto a él durante un momento; luego sonrió.

—Creo que no eres tan malo como te gusta hacer creer a la gente.

—Todavía me dura la erección.

—Eso es un problema tuyo. Me voy abajo a preparar la cena.

Capítulo 6: CAPÍTULO 5 Capítulo 8: CAPÍTULO 7

 
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