EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
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Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 38: CAPÍTULO 37

Capítulo 37

Eran casi las dos de la madrugada cuando Edward terminó la última página del capítulo tres. La sacó de la máquina de escribir y se puso a leerla; luego dirigió una mirada a la mesa que usaba como escritorio y examinó el esquema por capítulos que habían hecho entre Kristen y él. Necesitaba dos capítulos más para presentárselos al editor de Nueva York. Kristen había terminado la reseña del libro y a Edward no le había quedado más remedio que admitir que la muchacha, con su experiencia como agente y como redactora, había escrito la reseña mejor de lo que lo hubiese hecho él mismo.

Un rápido vistazo a aquella última página le bastó para darse cuenta de que el asunto iba viento en popa, aunque no tan aprisa como a él le hubiese gustado. Los dos capítulos que aún le faltaban por hacer no los podría escribir de ninguna manera en los dos días que quedaban de alquiler. Les habían avisado previamente de que el apartamento no estaría libre una vez expirase el contrato de arrendamiento.

Se levantó de la mesa y apagó la luz. Caminó a oscuras a través de la habitación y se puso a mirar por la ventana. Al otro lado de La Croisette distinguió a la gente que entraba y salía del casino. Cerca de la esquina unas cuantas prostitutas ofrecían su mercancía. El negocio no iba muy bien, pues se aproximaba el final de la temporada.

Oyó un roce de seda y se dio la vuelta. Kristen salía del dormitorio. Llevaba puesta una bata corta de dicho tejido y se acercó para reunirse con él en la ventana.

— ¿Has terminado el capítulo? —le preguntó.

Edward asintió.

—Pero es el tercero —dijo—. No conseguiré tener acabados los cinco capítulos en los dos días que nos quedan de estancia en el apartamento.

—Pues buscaremos otro —sugirió Kristen—. Ahora que se termina la temporada hay muchos vacíos.

Él movió la cabeza de un lado a otro.

—Ya estoy harto de esta clase de sitios. Los franceses no son demasiado considerados con sus inquilinos. Además de la renta, te hacen pagar las sábanas, las toallas y un depósito por las llamadas telefónicas, depósito que estoy seguro nadie ha podido recuperar jamás.

— ¿Y entonces qué quieres hacer? —le preguntó ella—. ¿Volver a Roma?

—Eso no serviría de mucho. Allí no tengo nada más que unos cuantos baúles.

Kristen lo miró.

—Te conozco —le dijo—. Algo te ronda por la cabeza.

Edward asintió.

—El contrato de alquiler expira el miércoles. Todos los miércoles hay un barco que hace escala en Cannes y recoge pasajeros con destino a Nueva York. El viaje dura ocho días. Puedo terminar los dos capítulos que me faltan en el barco. Y después estaremos en casa.

—Un viaje por el océano es algo muy romántico —observó Kristen—, pero también muy caro. ¿Podemos permitírnoslo?

Edward se echó a reír——Si es bueno, por fuerza tiene que ser caro.

—Pero cada día, para cenar, hay que ponerse un traje de noche diferente. Y yo sólo tengo el que me compré para la fiesta de la contessa.

—Pues cómprate alguno más. Ahora que se acaba la temporada deben de ser muy baratos.

— ¿Seguro que podrás trabajar en el barco?

—Claro —contestó él—. Hay que tenerlo todo a punto para que tú y el abogado os encarguéis de conseguir un buen contrato por el libro.

— ¿Y luego qué piensas hacer? —quiso saber Kristen.

—Escribir el libro y hacerme rico.

Ella lo miró.

—Y para mí, ¿qué planes tienes?

Edward la rodeó con los brazos y se inclinó para besarla.

—Tú vienes conmigo —le dijo.

 

 

—No me lo puedo creer —le comentó ella enfadada—. Dicen que el barco está todo reservado, que no queda ni un solo camarote. Y que no saben si la semana que viene habrá sitio.

Edward consultó el reloj. Eran poco más de las once de la mañana.

— ¿Con quién has hablado? —le preguntó a la muchacha.

—Sólo hay dos personas en las oficinas. El director y una secretaria. Se mostraron muy amables conmigo, pero no ha habido forma de conseguir nada.

—El dinero habla por sí solo —le dijo él—. ¿Les has ofrecido una propina?

—Claro que lo he hecho. No soy tonta. Pero no ha servido de nada.

—Muy bien —comentó Edward—. Tenemos unos cuantos amigos aquí. Veamos si pueden hacer algo. Voy a llamar a la contessa por teléfono.

Kristen descolgó el auricular y le dio a la telefonista el número de la condesa. Habló rápidamente en francés y luego colgó el teléfono.

—La contessa está en el yate camino de Capri y no se puede comunicar con ella.

—Aún me queda otra posibilidad —dijo Edward. Cogió el teléfono y llamó a la villa de Gianpietro. El hombre que se encargaba de la casa lo fue a avisar.

—Edward, amigo mío —le saludó Gianpietro—, Me alegro de oírle. ¿Está usted bien?

—Muy bien —dijo Edward—. ¿Y usted?

—Mucho mejor. Ahora tengo una chica nueva. Es una modelo sueca, y lo mejor del caso es que ésta no tiene interés en ser artista de cine.

— ¿Qué ha sido de Mara?

—La he enviado a Roma con tu antigua secretaria. Mara lloró mucho, pero en cuanto le di algo de dinero se le secaron las lágrimas de repente. —Gianpietro se echó a reír—. He tenido suerte..., todo ha ido bien.

—Enhorabuena —le dijo Edward—, Me preguntaba si tendría usted algún buen contacto en «Italian Lines». Quiero marcharme el miércoles a Nueva York, pero me dicen que no hay sitio, que está todo reservado.

— ¿Qué necesita, amigo mío?

—Un buen camarote doble. Grande, a ser posible, pues tengo que trabajar durante la travesía.

— ¿Su director editorial está con usted?

—Sí. Alquilamos un apartamento en Cannes.

—Deme el número de teléfono —le pidió el italiano—. Le llamaré antes de media hora.

—Gracias —dijo Edward.

—Ciao —se despidió Franco.

Kristen miró a Edward cuando éste colgó el auricular.

— ¿Quién era ese hombre?

—Gianpietro —le explicó él—. Digamos que es algo así como un banquero. Ha financiado muchas películas italianas y era socio de la contessa en la película que escribí para Santini. De hecho fue él quien se encargó de cobrarle a Santini el dinero que me debía.

— ¿Por qué ha hecho todo eso por ti? —le preguntó Kristen.

—Se empeñó en que escribiera un guión para su novia. Me ofreció por ello una buena suma de dinero, pero no se me ocurrió nada. Además, yo deseaba estar contigo.

—Todo eso suena a Mafia —dijo Kristen.

—Es muy probable que pertenezca a ella —convino Edward sonriendo—. Pero es que a mí todos los italianos me parecen de la Mafia.

— ¿Y si no podemos conseguir sitio en el barco?

—Pues nos vamos en avión —dijo Edward—. Ya estoy harto de estos apartamentos franceses. Podemos alquilar una buena suite en un hotel de Nueva York y trabajar allí.

Kristen lo miró.

— ¿Qué tiene de malo mi apartamento?

— ¿Y tu madre?

—Hace dos años que murió.

—Lo siento, no lo sabía.

—Me quedé yo con el apartamento —le explicó ella—. Hay sitio de sobra para los dos.

—Entonces iremos allí —convino él. Sonó el teléfono y lo cogió—. ¿Diga?

—Edward —le dijo Gianpietro—, ya tiene usted el camarote. Es muy bueno, de primera clase. Vaya en seguida a las oficinas de «Italian Lines». Todo está arreglado.

—Eso es estupendo, Franco. Estoy seguro que nadie más que usted puede hacer una cosa así. No sé cómo agradecérselo.

—Usted es mi amigo —afirmó el italiano—. Y para eso están los amigos. Para ayudarse.

—No sé qué decir.

El italiano le habló en tono tranquilizador.

—No tiene que decir nada. Buena suerte, Edward. Y bon voyage.

Edward colgó el teléfono y alzó la mirada hacia Kristen.

—Ya tenemos hechas las reservas para el barco. Hay que pasar por las oficinas de «Italian Lines» cuanto antes.

Kristen lo miró fijamente.

—No puedo creerlo.

Edward se echó a reír.

—Mueve el culo y vayamos antes de que alguien se nos adelante.

 

 

El segundo turno para cenar era a las nueve. Era el de los pasajeros de primera clase. A los de segunda se les servía en el mismo comedor, pero en el turno de las siete. El maître se acercó a Edward y a Kristen en cuanto los vio aparecer por la puerta del comedor. Les saludó haciendo una inclinación de cabeza.

— ¿Los señores Cullen?

Edward sonrió.

—En efecto.

El personal de aquel barco lo tenía todo muy bien organizado. El maître sabía perfectamente que no estaban casados, pero era un hombre de la antigua escuela.

—Tenemos varias mesas disponibles. Pueden ustedes elegir la que más les guste —continuó el maître—. Una mesa para dos, o una de las dispuestas para seis personas, que compartirán con otros pasajeros.

—Una para dos —le dijo Edward al tiempo que le tendía un billete de diez dólares.

—Buena elección —comentó el maître haciendo una reverencia—. Tenemos una mesa encantadora para ustedes. —Le hizo una seña a un camarero—. La mesa sesenta y nueve.

Siguieron al camarero por un lado del comedor hasta llegar a una de las amplias portillas. El empleado retiró la mesa. Con gesto solemne les colocó las servilletas y les entregó el menú. Luego hizo una inclinación de cabeza.

—Me permito aconsejarles el caviar —dijo—. Es «Malossol» gros grain, y lo servimos acompañado de vodka ruso.

Edward se volvió hacia Kristen.

—Me encanta el caviar —dijo ésta.

Él le hizo un gesto de aprobación al camarero que, tras hacer otra inclinación de cabeza, se retiró.

Edward se volvió de nuevo hacia la muchacha.

—A mí esta mesa me resulta muy agradable —dijo—. El sesenta y nueve es mi número preferido.

Transcurrió más de hora y media antes de que se levantaran de la mesa. Cuando, al salir, se detuvieron un momento delante de la puerta del comedor, Edward se volvió hacia la muchacha y le habló.

— ¿Volvemos al camarote o te apetece más dar un paseo por cubierta?

—Demos un paseo, por favor. En mi vida había comido tanto como hoy.

Al parecer a muchos pasajeros les sucedía lo mismo, pues la cubierta se hallaba muy concurrida. Edward y Kristen se acercaron a la barandilla de la cubierta de popa y se acodaron en ella para contemplar el agua que resplandecía a la luz de la luna.

Kristen miró hacia el cielo.

—Hay luna llena.

Edward asintió.

—Dicen que la luna llena hace más ardientes a las mujeres.

Ella se echó a reír.

— ¿Quién te ha dicho eso?

—No me acuerdo —repuso él.

—Te lo acabas de inventar —le acusó la muchacha.

—Es posible —aceptó Edward—. Pero prefiero eso a pensar que te lo produce todo lo que has comido. Caviar, pasta, pescado, sorbete, scaloppine de ternera al limón, tarta de chocolate y helado.

—No me lo recuerdes. Ésta es la primera noche a bordo y nos quedan aún siete por delante. A este paso engordaré veinte kilos.

—Tendrás que hacer ejercicio —le indicó Edward—. Hay un gimnasio a bordo.

—Nunca me ha gustado la gimnasia, ni siquiera cuando iba al colegio.

—Pues quedémonos en el camarote. Puedo sugerirte otra clase de ejercicio que quizá te gusta más.

Edward abrió la puerta del camarote y la sostuvo para que la muchacha entrase primero.

— ¡No puedo creerlo! —exclamó Kristen cuando él cerró la puerta.

— ¿El qué? —preguntó él haciéndose el inocente.

—Mira la cama. La camarera ha colocado en mi lado un camisón negro. No tengo ningún camisón negro.

—Te lo compré ayer y se lo entregué a la camarera al subir a bordo.

Entonces Kristen señaló hacia la mesa.

— ¡Champán y rosas! Nadie podrá discutirme nunca que eres un romántico de pies a cabeza. ¿Te portarás así cada vez que vayamos de viaje?

Edward le mostró un pequeño sobre.

—Cocaína —dijo sonriendo—. Me dijiste que te gustaría probarla conmigo.

La muchacha se le quedó mirando.

— ¿Me pondré como una loca?

—Loca de contento —asintió él, riendo. Llenó las copas de champán—. Bon voyage, cariño.

Bon voyage, querido.

Kristen dio un sorbo de champán y luego dejó la copa sobre la mesa.

—Voy a cambiarme ahora mismo. No puedo esperar más sin ponerme el camisón nuevo.

—Primero esto —le indicó Edward enseñándole una diminuta cuchara—. Se hace así.

Inspiró rápidamente una vez por cada orificio nasal y luego se la tendió a ella.

Kristen lo miró con cierta aprensión.

—No te hará daño —le aseguró Edward—. Aspira fuerte.

La muchacha hizo exactamente lo que él le decía. Luego estornudó.

—Quema.

—Dale un poco de tiempo —le pidió Edward. Luego los ojos de la muchacha empezaron a brillar—. ¿Qué tal ahora?

—Maravilloso. De repente ya no me siento llena ni cansada.

—Entonces vamos a desnudarnos.

Se quitó la chaqueta, la camisa y la corbata y se volvió hacia Kristen.

El vestido se encontraba ya en el suelo y la muchacha, desnuda, estaba tendida en la cama sosteniendo el camisón entre los pechos y las piernas.

— ¡Jesús! —exclamó Edward, sorprendido—. Pareces una auténtica puta francesa.

Kristen se echó a reír.

—Eso es lo que siempre he querido ser —le dijo—. Ahora quítate los pantalones y ven aquí.

 

Capítulo 37: CAPÍTULO 36 Capítulo 39: CAPÍTULO 38

 
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