EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55495
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 33: CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 32

Era una villa típica mediterránea que estaba situada en la cima de un promontorio que se alzaba ante el mar, en Villefranche. Delante del edificio principal se hallaba la pequeña casa de invitados que Gianpietro le ofreciera a Edward. No estaba decorada con el mismo estilo que la casa principal. Edward pensó que en tiempos pasados debía de haber estado destinada a los criados. Pero, a pesar del reducido tamaño de las habitaciones, era cómoda, y estaba lo suficientemente alejada como para que no llegaran hasta allí los ruidos procedentes de la villa. Una escalera conducía a la playa de guijarros.

Edward colocó la máquina de escribir sobre una mesa, delante de un gran ventanal. Desde allí se podía ver toda la bahía de Villefranche hasta St. Jean Cap Ferrat. Miró en dirección a la villa. Se distinguía una esquina de la escalinata que los moradores de la casa principal utilizaban para bajar a la playa. También había un embarcadero, amarrada al cual se hallaba una pequeña «Riva».

 

La misma tarde en que habían llegado, a última hora, Gianpietro bajó a la casa de invitados.

— ¿Le gusta la casa? —le preguntó a Edward.

Éste sonrió.

—Es perfecta. Gracias.

El italiano sonrió a su vez.

—Me imaginé que le gustaría. Aquí tiene toda la intimidad necesaria para trabajar. No le molestará nadie.

—Gracias de nuevo.

—Tengo que pedirle un favor —comenzó Gianpietro.

—Usted dirá.

—Mara quiere hablar inglés americano. Aquí es difícil encontrar un profesor sólo para un mes, por lo que Rose se ha ofrecido a ayudarla. Está dispuesta a quedarse aquí el mes completo, incluso después de que usted se vaya.

—No veo ningún inconveniente.

—Gracias, Edward —dijo Gianpietro sonriendo. Hizo un gesto con la mano, señalando hacia la bahía—, ¿Qué le parece la Côte d'Azur?—Lo que he tenido ocasión de ver hasta ahora me parece realmente precioso.

—Es el jardín del mundo —afirmó Gianpietro—. Instálese aquí como mejor le convenga y suba a la villa a las seis. Tomaremos una copa allí y cenaremos en el «Hotel de París», en Monte Carlo. Después iremos al casino y remataremos la noche en una sala de fiestas.

Edward se echó a reír.

—Veo que no pierde usted el tiempo.

—Sólo dispongo del fin de semana para distraerme; luego tengo que ir a Roma a trabajar. Volveré todos los viernes por la noche.

—Debería usted quedarse más tiempo —le dijo Edward.

—Imposible. —Se encogió de hombros en un movimiento muy expresivo—. Hasta los fines de semana, cuando estoy aquí, me veo obligado a atender algunos negocios. Esta noche, por ejemplo, vendrán a cenar con nosotros unos socios franceses que llegan de Marsella.

Edward asintió.

—Comprendo.

El italiano lo miró.

— ¿Cree que Mara tiene talento suficiente para llegar a ser una estrella?

Edward le dirigió una mirada franca.

—Nadie lo sabe. Tiene presencia, pero el resto está en manos de los dioses. En cualquier caso, hay una cosa a su favor: no le teme al trabajo.

Gianpietro asintió con el semblante muy serio.

—Eso es cierto. Pero yo preferiría que se lo tomase con más calma para poder así tener un hijo. Es lo que más deseo en el mundo.

— ¿Y Mara no está de acuerdo?

—Dice que hasta que no estemos casados no quiere ni oír hablar de ello. No desea que la tachen de putana, como a otras muchas actrices que conocemos.

—Pues cásese con ella —le sugirió Edward.

—Para los americanos eso es muy fácil, pero no para los italianos. Yo ya estoy casado, y aunque hace más de diez años que no vivo con mi mujer, no puedo divorciarme.

—Lo siento —dijo Edward sintiendo una repentina simpatía por aquel hombre.

Gianpietro se echó a reír.

—No es una situación tan mala. Al estar casado es evidente que no puedo volver a hacerlo. Y en los últimos diez años me he enamorado de varias chicas; Mara es la cuarta. Es más fácil quitarse de encima a una novia que a una esposa.

—No se me había ocurrido —dijo Edward—. Pero supongo que tiene usted razón.

—Claro —afirmó Gianpietro—, Piense en todos los problemas que han tenido Rossellini y la Bergman. Y ahora Ponti y la Loren. Su mujer nunca le concederá el divorcio. O Vittorio De Sica, que tiene dos esposas, una legal y la otra no, que viven muy cerca la una de la otra. Las casas se hallan casi al lado, y cada mujer vive con sus propios hijos.

— ¿Y están enteradas de que existe otra mujer?

El italiano se encogió de hombros.

— ¡Quién sabe! Posiblemente sí, pero nunca hablan de ello. No es de extrañar que él a veces parezca a punto de volverse loco y se pase el tiempo jugándose el dinero en el casino.

— ¿Conoce usted a De Sica? —le preguntó Edward.

—Muy bien.

— ¿Cree usted que estaría dispuesto a hacer una película con Mara?

—Ese hombre siempre anda necesitado de dinero —dijo Gianpietro.

—Si a mí se me ocurriera un argumento —insinuó Edward—, no un guión... sólo el argumento, de forma que él pudiera elegir a sus propios guionistas... ¿estaría usted dispuesto a dárselo a De Sica?

Gianpietro asintió.

—Desde luego. Y si le gusta, puedo asegurarle que haría la película con Mara.

— ¿Está usted seguro? —le preguntó Edward.

Gianpietro se echó a reír.

—Hay muchas maneras de apretarle las pelotas a un hombre. De Sica me debe casi setenta mil dólares. —Hizo una pausa—. ¿Se le ha ocurrido a usted alguna idea?

—No estoy seguro —repuso Joe—. De Sica es un director de categoría. No sé si se avendría a trabajar con un escritor como yo.

—Me debe setenta mil dólares —repitió Gianpietro—. Por ese dinero estará dispuesto a trabajar hasta con un mono del zoológico.

—Se me está ocurriendo una historia de amor, pero diferente a las demás. Normalmente el soldado americano deja embarazada a la chica, ésta tiene el hijo y luego él los abandona a ambos. El protagonista de mi historia, que es un cretino, se empeña en quedarse con el bebé y se lo lleva a los Estados Unidos. La muchacha, a fin de seguirle los pasos, se abre camino en la vida mediante el robo y la prostitución, hasta que se encuentran en una pequeña ciudad del medio oeste americano. Finalmente la chica, al ver que el niño goza de todas las comodidades, más de las que ella misma habría podido darle, deja al niño con el padre y se vuelve a su casa, a Italia.

—De Sica lo hará. Desde luego, querrá que usted colabore con otros guionistas, pero eso no tiene importancia. Él se sentirá más a gusto con gente que escriba en italiano. Dentro de unos días concertaré un encuentro entre ustedes.

— ¿Y si no le gusta?

—Que se joda. Siempre quedan Ponti o Rossellini, y una docena más. Todos me deben dinero. —Se encaminó hacia la puerta—. Déjelo todo en mis manos. Lo único que tiene que hacer es vestirse para la cena de esta noche.

El restaurante del «Hotel de París» tenía abiertos los ventanales y había situado en la calle una terraza con suelo de madera que llegaba casi hasta el borde de la acera. Las paredes exteriores estaban formadas por un seto de preciosas flores que impedía que los turistas y viandantes se detuvieran a observar a los numerosos clientes, en general señoras esculturales y hombres que transpiraban riqueza y poder por todos sus poros. Cada mesa estaba dispuesta con bellos manteles y preciosas vajillas, y, como adorno, contaban también con bellos y artísticos centros de flores.

Gianpietro había reservado una mesa para diez en un rincón, un lugar apartado. Además de Mara, Rose, Edward y él, había invitado a tres hombres franceses y a sus respectivas damas. Por desgracia ninguno de ellos hablaba inglés, o al menos fingían no hablarlo. Le dieron los habituales apretones de mano al estilo francés en el momento de las presentaciones, y después actuaron como si Edward no existiera. Los hombres hablaban siempre en un tono monótono, y las mujeres no abrían la boca para nada. Nadie reía, y Edward no tardó mucho en darse cuenta de que aquello era una reunión de negocios, no una cena de placer. Le dirigió una sonrisa a Rose y se concentró en la comida, que era magnífica. Edward no se sentía en absoluto incómodo.

La cena se sirvió en silencio y con rapidez. Edward tenía la impresión de que todo había sido arreglado de antemano, pues en cuanto terminaron de cenar, los franceses y sus damas se despidieron.

Gianpietro se quedó de pie ante la mesa hasta que los invitados hubieron salido; luego volvió a sentarse.

—Los franceses son todos iguales. No tienen modales.

Mara le dijo algo en italiano. Parecía enfadada.

Gianpietro inclinó la cabeza hacia un lado.

—Se trata de negocios —se disculpó.

La muchacha seguía enojada.

—No pensarás dejarme aquí sola este verano mientras andas por ahí de un lado a otro.

—Sólo son dos semanas —dijo el italiano—. Luego regresaré. —Llamó al camarero para pedir la cuenta y se volvió de nuevo hacia Mara—. Podemos hablar en el coche de camino a casa. Éste no es el lugar apropiado. Podrían oírnos.

—Creí que iríamos al casino —dijo ella.

—Ahora no tengo tiempo para eso —repuso rotundamente Gianpietro—. A las seis de la mañana salgo desde Niza en el expreso de Roma.

 

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