EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55481
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

DE ROBBINS

 

Mis otras historias

El HEREDERO

EL ESCRIBA

BDSM

INDISCRECIÓN

EL INGLÉS

SÁLVAME

EL AFFAIRE CULLEN

NO ME MIRES ASÍ

EL JUEGO DE EDWARD

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 37: CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 36

El suave ronroneo de las máquinas del barco le despertó. Consultó el reloj de pulsera. Eran poco más de las siete de la mañana. Bajó de la cama de tamaño tres cuartos que había en el camarote y miró durante unos segundos a Kristen, que estaba profundamente dormida y tenía la cabeza tapada con la sábana. Se puso apresuradamente unas bermudas y una camisa. Salió del camarote procurando no hacer ruido y cerró la puerta con suavidad tras de sí.

Subió por la escalera de caracol hasta la cubierta principal y se dirigió al comedor, donde ya estaba dispuesto un buffet con el desayuno. Cogió un zumo de tomate y se lo fue tomando a pequeños sorbos. A través de las ventanas del barco podría ver la tierra que se deslizaba ante él.

—Esa muchacha va a casarse contigo —le comentó la contessaque se hallaba detrás de Edward.

Éste se volvió, sorprendido. La condesa llevaba puesta una bata de seda encima de un traje de baño muy ajustado.

— ¿Qué le hace pensar así? —le preguntó.

—Hay ciertas cosas que yo sé. —Le ofreció la mejilla a Edward para que le diese un beso—. Buon giorno!

—Buon giorno —repuso él al tiempo que la besaba—, ¿Es usted psicóloga?

—No. Pero ya llevamos tres días juntos. Es más que suficiente para darse cuenta. Sin embargo, no te asustes. Será una buena esposa para ti.

Edward se quedó callado.

— ¿Que tal es en la cama? ¿Lo hace bien? —le preguntó la condesa.

Edward asintió.

—Muy bien.

—Me lo parecía. Da toda la impresión de ser una mujer que ha tenido el sexo bloqueado durante mucho tiempo. Y ahora es la primera vez que se permite a sí misma comportarse con libertad.

— ¿Qué más tiene que decirme, oh, sabia señora? —dijo Edward sonriendo.

—Que me gustaría lamerle el coño —dijo la condesa—. Y presiento que no podré hacerlo nunca. Esa clase de sexo no está hecho para ella. Te quiere, Edward. Es la pura verdad.

— ¿Dónde está su amiguita danesa?

—Aún duerme. Pero ya estoy cansada de ella. No tiene imaginación. También me he aburrido ya de tener aquí a Enrico y a su mujer. Las conversaciones de negocios no ayudan a pasarlo bien. Pero de vez en cuando hay que hacerlo, al menos una vez al año. Es importante no perder de vista los negocios.

—Por lo visto posee usted muchos —apuntó Edward.

—Mi padre no tuvo hijos varones, así que cuando murió no me quedó más remedio que encargarme de todos sus asuntos. —Tiró del cordón de una campanilla para llamar al camarero—. ¿Te gustaría tomarte un buen desayuno americano? —Le preguntó la contessa—. ¿Huevos con bacon?—Sería magnífico.

En ese momento apareció el camarero, que llevaba una chaqueta inmaculadamente blanca. Ella le dijo unas palabras en italiano y el hombre se retiró del salón. La condesa hizo una seña a Edward a fin de que éste le siguiera hasta la mesa dispuesta para desayunar. Se sentó a la cabecera de la misma y situó a Edward a su derecha. En silencio, sirvió una taza de café de una jarra de plata y llenó otra para Edward. Lentamente, comenzó a beber el líquido.

—Insípido —comentó—. Este café es completamente insípido.

Edward no dijo nada.

Ella lo miró. Sacó del bolsillo de la bata una cajita con cocaína y una cucharilla de oro.

—Necesitas algo que te anime —le dijo mientras inspiraba dos veces profundamente y se lo ofrecía a Edward.

Éste lo rechazó moviendo la cabeza.

—Me volvería loco a estas horas de la mañana.

La contessa se echó a reír.

—Entonces deja que te ponga un poco en los dedos, y méteme la mano en la vagina.

Edward tuvo un ataque de risa.

—Anna —dijo entre carcajadas y utilizando por primera vez el nombre de pila—. Realmente eres demasiado. Nos encontramos en el comedor. El camarero está a punto de traernos el desayuno y Dios sabe quién más puede hacer acto de presencia aquí.

—Aunque vengan, nadie se dará cuenta de nada —dijo ella. Levantó el borde del mantel y separó las piernas—. Sólo es un momento. Tengo la vagina escocida. Un poco de cocaína me la refrescará.

— ¿Y el bañador? ¿No puedes quitártelo?

—Ya me encargaré de eso —afirmó ella cogiendo la mano de Edward y espolvoreándole los dedos con cocaína—. Ahora mete la mano debajo del mantel.

Edward la miró e hizo lo que la mujer le indicaba. Notó que ella le sujetaba la mano y se la llevaba hasta la vagina. Se sorprendió al darse cuenta de que la parte inferior del bañador podía abrirse. La condesa se deslizó un poco hacia delante en la silla y atrajo con fuerza la mano de Edward hasta introducírsela en la ya empapada vagina.

—Eso es —dijo ella, jadeante—. Ahora dale dos vueltas y sácala.

Al retirar la mano Edward advirtió que los jugos le corrían por ella. Miró a la condesa, que se sonrojó unos instantes mientras la frente se le perlaba de gotas de sudor. Dejó escapar un largo suspiro y esbozó una sonrisa.

—Lávate en el lavamanos que hay ahí a tu lado, en la mesa. Está perfumado con limones frescos.

Edward se lavó los dedos despacio y luego se secó con la servilleta.

— ¿Te sientes mejor ahora? —le preguntó a la condesa.

Esta se enjugó el sudor de la frente con una servilleta.

— ¿Se me ha estropeado el maquillaje?

—Estás perfecta —le aseguró Edward.

La mujer se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.

—Eres un hombre encantador —le dijo—. Créeme, esa chica tiene mucha suerte.

Edward aún la miraba sin salir de su asombro cuando el camarero entró en el comedor llevándoles el desayuno. Esperó a que el hombre se retirase y luego le habló a la condesa.

—Dime, Anna. ¿Por qué?

La mujer tenía una cierta expresión de tristeza en el fondo de los ojos.

—La vida es tan aburrida, querido —le comentó como si estuviera enfadada consigo misma—. A veces hay que cometer alguna locura.

 

 

La última jornada de fin de semana a bordo del yate terminó el martes por la noche con una exhibición de fuegos artificiales en la bahía de Cannes. El yate de la contessa estaba rodeado de otras embarcaciones, grandes y pequeñas, mientras los cohetes estallaban por encima de ellos. Edward y Kristen habían subido a la cubierta que normalmente se utilizaba para tomar el sol, a fin de ver mejor los fuegos. Los demás se habían quedado en la cubierta de popa, cerca de una larga mesa en la que se había dispuesto el buffet para la cena. La condesa había invitado a unas treinta personas al yate.

—Nunca había visto unos fuegos artificiales como éstos —dijo Kristen mientras miraba las numerosas luces que explosionaban en el cielo nocturno.

—Ni yo —convino Edward—, El verano pasado estuve en el Lido, la playa de Venecia. Allí también hicieron fuegos, pero no eran tan bonitos como éstos.

La muchacha, asomándose a la barandilla, dirigió una rápida mirada a la cubierta de la popa.

—Parece que los dos de ahí abajo no demuestran mucho interés. Ni siquiera los miran.

—Les gusta más comer y beber —dijo Edward.

—He creído notar cierto tufillo de marihuana en algunos invitados —comentó Kristen.

Edward se echó a reír.

—No es marihuana, es hachís. Aquí no hay mucha hierba. Pero la contessa consigue de todo: cocaína, absenta, hash, opio. No tienes más que pedirle lo que desees.

—Kathy me dijo que tú siempre tenías coca y hierba —dijo Kristen.

—En Hollywood sí que tenía. Pero aquí carezco de los contactos necesarios.

—Yo he fumado con Kathy unas cuantas veces. Pero no he probado nunca la cocaína. Me gustaría hacerlo alguna vez. ¿Qué efectos produce?

—Es muy fuerte —dijo él—. Va directa a la cabeza. Pero hay que tener cuidado y no abusar de ella. Si lo haces te entra una fuerte depresión.

—A lo mejor sería divertido que lo tomáramos nosotros dos juntos.

—Se lo diré a la contessa. Es posible que nos proporcione un poco.

Kristen miró hacia abajo inclinándose por encima de la barandilla.

—No sé cómo la contessa consigue reunir tanta gente importante al mismo tiempo. —Se volvió hacia Edward—. He visto a Alí Khan, a Rita Hayworth, a Rubirosa y a Zsa Zsa Gabor. También hay un montón de caras que me resultan familiares, pero no he logrado recordar los nombres.

—La contessa reúne a toda la gente que desea. Puede permitírselo.

Una explosión de luces romanas convirtió de repente la noche en día.

— ¿Te gusta mi vestido? —le preguntó ella.

—Es precioso —repuso él. El vestido negro de seda que llevaba la muchacha se adaptaba perfectamente a su exuberante figura.

—Lo he comprado hoy en una tienda de la Rue d'Antibes —le hizo saber ella—. Cuando me dijeron que esta noche había una fiesta me di cuenta de que no tenía ningún vestido apropiado para ponerme de noche.

—Éste es fantástico.

—Me ha costado doscientos dólares —le comunicó Kristen—. Nunca me había gastado tanto dinero en un vestido.

Edward se echó a reír.

—Yo te lo pagaré. Merece la pena hacerlo sólo por verte con él puesto.

Kristen se apresuró a darle un beso.

—Mientras paseaba por Cannes se me ocurrió una idea. Cannes es una ciudad mucho más pequeña y tranquila que Niza. He encontrado un apartamento de una sola habitación en La Croisette, justo enfrente de la playa. El hotel nos costaría unos cincuenta o sesenta dólares el día. Puedo conseguir el apartamento durante dos semanas por sólo doscientos dólares. Tiene de todo. Baño, cocina...

— ¿Piensas cocinar?

—Soy una buena cocinera —le indicó ella—. Y así podremos ahorrar dinero mientras tú te dedicas a trabajar.

Edward no dijo nada.

—Ya he leído las veintisiete páginas que has escrito. Ahí tienes ya prácticamente el libro entero. Puedo ayudarte a separarlo por capítulos, y luego haremos un esbozo para que tú escribas cinco capítulos siguiendo esas directrices. Sé que puedo vender el libro por una buena cantidad.

Edward la miró fijamente.

— ¿Y nos quedará tiempo para joder?

Kristen se acercó más a él. Le abrió rápidamente la bragueta y le cogió el miembro, que se puso duro casi al instante. La muchacha se lo apretó.

—Yo siempre sé dónde puedo encontrarlo —dijo echándose a reír.

Él levantó las manos en señal de rendición.

—Tú ganas. Le diré a la contessa que nos marchamos mañana por la mañana.

Kristen le cogió el pañuelo del bolsillo de la americana. Se limpió la mano y luego se lo tendió a él.

—Será mejor que te seques —le dijo—. El pene te gotea igual que un grifo.

Capítulo 36: CAPÍTULO 35 Capítulo 38: CAPÍTULO 37

 
14445583 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios