EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55497
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 11: CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 10

El ruido del motor le llegó claramente desde el callejón cuando el tío Carlisle sacó marcha atrás el coche del garaje. Bella bajó de un salto de la cama y se acercó a la ventana. A la débil y grisácea luz matinal, vio cómo el coche daba la vuelta y se alejaba. Volvió a la cama sin hacer ruido.

Edward, tumbado encima de las mantas, dormía a pierna suelta. Lo miró detenidamente. Era extraño. Le daba la impresión de que aquel hombre hubiera estado allí siempre, en la misma cama que ella. En varias ocasiones la muchacha había pensado que si alguna vez se decidía a hacerlo después experimentaría un sentimiento de culpabilidad y arrepentimiento. Pero no era así. En vez de eso se sentía disgustada consigo misma por lo estúpida que había sido. ¿Por qué se habría estado negando durante tantos y tan largos años lo que más anhelaba? Tocó levemente con la mano el hombro de su primo.

Éste se dio la vuelta despacio sin despertarse. Bella notó que la excitación se apoderaba otra vez de ella al ver la fuerte erección matutina que tenía su primo. Le cogió suavemente el falo con la mano. Edward abrió los ojos mientras el sueño le desaparecía de aquellas oscuras pupilas. Observó la mano de ella y luego la miró a la cara. No dijo nada.

Una suave y tranquila sonrisa afloró al rostro de la muchacha.

—Es precioso —dijo.

Él continuó en silencio.

— ¿Por qué hemos esperado tanto tiempo para hacerlo? —le susurró Bella.

Su primo movió la cabeza de un lado a otro.

—Yo ya quería, pero eras tú la que...

—Me porté como una estúpida —le interrumpió ella—. Pero tenía miedo.

—Ahora que lo hemos hecho una vez, ya encontraremos la manera de arreglarnos.

Bella negó con la cabeza.

—No —dijo suavemente—. Ha sido precioso, pero es mejor dejarlo así. Si nos empeñamos en seguir adelante, acabará convirtiéndose en algo sórdido que nos destruirá a todos. A la familia entera.

Edward notó que el pulso le latía con fuerza.

—Estoy empezando a excitarme.

—Yo también estoy húmeda —dijo Bella. Luego miró hacia abajo—. ¡Maldita sea! —exclamó, sorprendida—. ¡Las sábanas están manchadas de sangre!

— ¿Qué ha pasado? —le preguntó él evidentemente nervioso—. ¿Te ha venido el período?

Bella bajó de la cama.

—No, cretino. Es que era virgen.

Edward la miró con la boca abierta.

—Tengo que quitar las sábanas de la cama ahora mismo —le indicó ella rápidamente—. ¡Si tu madre lo descubre y averigua lo que ha pasado, me matará!

A su pesar, Edward sintió cierta sensación de orgullo. Ni siquiera cuando estaba en la escuela secundaria había desvirgado a una chica.

—Mi madre no tiene por qué enterarse. Dile que se te ha adelantado la regla.

—A tu madre no la puedo engañar —susurró Bella—, Lleva la cuenta mejor que yo misma.

 

 

Cuando Edward llegó al apartamento, Cayo ya le había llevado allí la máquina de escribir, el papel y varias cajas de manuscritos que estaban en la tienda. Se puso rápidamente a deshacer los bultos.

El apartamento no estaba mal. Los muebles se veían un poco desvencijados, pero aún servían. En el cuarto de estar había un sofá de tres plazas, de cuero sintético, con una butaca a juego colocada junto a una mesita. Había además otras dos mesas con lámparas a cada lado del sofá. En un rincón de la habitación habían puesto una mesa pequeña de comedor con dos sillas; se hallaba situada delante de una de las ventanas que daban a la calle. La cocina estaba disimulada en un armario cerca de la mesa. Las paredes del dormitorio tenían una pintura de color verde oscuro; la cama de matrimonio —en tonos verdes también, pero más claros—, hacía juego con la cómoda y el tocador. Una colcha de tela amarilla que imitaba el satén cubría las sábanas y las almohadas. El cuarto de baño estaba equipado con los típicos sanitarios blancos, y disponía de una cortina amarilla en la ducha y de otra a juego para tapar la ventana. Había dos luces, una en el techo y la otra adosada al armario—botiquín que se hallaba encima del lavabo.

En menos de dos horas Edward había terminado de guardar toda la ropa. Colocó las dos maletas en el estante de arriba del armario y, con mucho cuidado, dispuso la máquina de escribir sobre la mesa del comedor de manera que la luz de la ventana cayera sobre ella. Colocó el papel en blanco y los manuscritos a uno y otro lado de la máquina. Aún estaba calibrando el resultado cuando llamaron al timbre. Atravesó la habitación y fue a abrir la puerta.

Cayo, muy sonriente, se encontraba en el corredor.

— ¿Qué tal?

—Ya he acabado de deshacer las maletas.

El irlandés entró en el apartamento.

—Traigo unas cuantas cosas más para ti. Fred las está subiendo.

Fred era uno de los hombres para todo que trabajaban en los apartamentos.

— ¿Qué es?

—Te traemos un frigorífico nuevo y una cocina portátil. La que hay aquí está estropeada. Esta tarde te instalarán el teléfono. Hay centralita abajo. Todas las llamadas pasan por allí.

— ¿Incluidas las de las chicas?

—Especialmente las de las chicas —respondió Cayo—. La centralita monitoriza cualquier conversación y todas las mañanas te traerán una lista de las citas.

Edward asintió.

—Ya lo entiendo. ¿Quién se encarga de recoger el dinero?

—Tú. Las chicas deben entregarte el dinero por la mañana —le explicó Cayo—. La centralita te permitirá saber cuánto dinero ha recaudado cada una.

—Un poco complicado —dijo Edward.

—No mucho. Acostumbran a sacar un promedio de quinientos dólares por noche, lo que quiere decir cinco clientes a cien dólares la visita. Los servicios especiales, como fiestas en grupo, transformismo o sadomasoquismo se cobran aparte, según el criterio de las chicas.

 Edward miró al irlandés.

— ¿Cómo son estas muchachas?

Cayo se echó a reír.

—Las más guapas del mundo. Cualquiera pensaría que proceden del «Diamond Horseshoe» de Billy Rose. Estas niñas no son como las Lolitas. Son blancas y de la alta sociedad. Probablemente en una semana joderás tanto que te quedarás agotado, a las mismas puertas de la muerte.

—No —dijo Edward sonriendo—. Tengo que trabajar. Escribir y joder al mismo tiempo no son una buena combinación. Las dos cosas ocupan demasiado tiempo.

—Puede ser —comentó Cayo—. Pero eso es un problema tuyo, no mío. —Llamaron de nuevo a la puerta—. Seguramente será Fred con los muebles.

Pero Cayo se equivocó. Una joven se hallaba de pie ante la puerta abierta. Tenía el cabello castaño, largo y liso; llevaba  un amplio jersey marrón y una falda del mismo color. Parecía más una estudiante universitaria que una buscona. Miró a Cayo y comenzó a hablar con voz suave y culta.

—Decidí bajar para conocer al nuevo encargado y ofrecerle mi ayuda en todo lo que sea necesario.

Cayo hizo un gesto de asentimiento.

—Edward Cullen, Allison Falwell.

Allison le tendió la mano.

—Encantada, Edward.

Cayo impidió que Edward se la estrechara.

—Señor Cullen —le indicó a la chica con desaprobación.

Allison miró fijamente a Cayo.

—Pero si parece muy joven.

La voz del antillano se tornó fría.

—Llámalo señor Cullen —repitió.

La muchacha se volvió hacia Edward.

—Encantada de conocerle, señor Cullen. ¿Puedo ayudarle en algo?

—No, gracias —repuso Edward con voz fría pero educada, según la pauta que había marcado Cayo—. Pero si necesito algo, la llamaré.

Cayo cerró la puerta ante la muchacha.

— ¡Perra! —dijo—. Ya verás cómo a no tardar intenta aprovecharse de ti.

— ¿Y qué debo hacer?

—Impedírselo. Si quieres ser un buen chulo trátalas a todas de la misma forma. Y si no te gusta lo que hacen, las sacudes con el cinturón.

—No sé si podré hacerlo —dijo Edward.

Cayo clavó la mirada en el otro.

—Sólo tienes que pensar que quieren rasgarte el culo con esas puñeteras uñas, como hizo Lolita. Entonces te resultará más sencillo azotarlas. —Hizo una pausa antes de seguir—. Recuerda, no importa lo buenas que parezcan. No son más que putas.

 

 

Fue Esme, su madre, la que respondió al teléfono.

—Ya son las ocho —le dijo al reconocerle la voz—. ¿Has cenado?

—Todavía no, mamá. He estado deshaciendo la maleta y ordenando las cosas. Y he tenido que aprender un poco en qué consiste el empleo.

— ¿Hay cerca algún restaurante que sirva comida permitida por las leyes hebreas?

—Hay dos que se encuentran bastante cerca de aquí —respondió Edward.

— ¿Está limpio el apartamento? ¿Es buena la cama?

—Todo está muy bien, mamá —dijo Edward para tranquilizarla—. No te preocupes, ya sé arreglármelas solo. —Cambió de tema—. ¿Ha llegado ya papá?

—No —respondió su madre—. Hoy es una de esas noches en las que tiene que salir a efectuar cobros.

— ¿Y Bella? ¿Está?

—Sí. ¿Le digo que se ponga?

—Sí, mamá, haz el favor.

La voz de su prima le llegó a través del hilo.

—¿Edward?

— ¿Te encuentras bien? —inquirió éste.

—Muy bien. —Bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro—. La casa parece vacía.

—Ya sé lo que quieres decir.

— ¿Cómo va el trabajo? —le preguntó Bella.

—Es un empleo como cualquier otro —dijo sin comprometerse—. Cayo me ha dicho que sólo durará una temporada. Dentro de tres meses o así ya habré acabado.

— ¿Qué vas a hacer entonces?

—No lo sé. Pero con esto habré saldado la deuda y quedaré libre. Seguiré escribiendo y mirando por ahí.

—Tu madre está bastante deprimida. Supongo que lo que le pasa es que te echa de menos.

Edward no dijo nada.

—Y yo también te echo de menos —puntualizó ella.

—Si quieres podemos quedar una noche. Te llevaré a algún restaurante chino.

—No —dijo Bella—. No creo que sea capaz de controlarme si estamos un rato juntos. Es mejor que no nos veamos.

Él se quedó callado un momento. Luego lanzó un suspiro.

—Seguramente tienes razón.

—Pero me llamarás, ¿verdad?

—Claro. Cuídate.

—Tú también —dijo ella; y colgó el teléfono.

Edward se quedó mirando el auricular. No se lo había dicho, pero él también se sentía solo. En realidad era la primera vez que vivía por su cuenta, lejos de casa. En aquel momento llamaron a la puerta y se levantó para abrirla.

Se encontró a Allison en el pasillo.

—He intentado llamarte por teléfono —le indicó ella—. Pero me dijeron en la centralita que la línea estaba ocupada.

Edward asintió.

—Sí, en efecto.

La muchacha le tendió una botella de champán.

—Toma, un cliente me ha regalado esto. Pensé que sería una buena idea que la tomáramos juntos. Una especie de fiesta de bienvenida para ti.

Él se quedó mirándola.

—Aún no he tenido tiempo de comprar copas.

Allison sonrió y le mostró dos copas de champán que llevaba en la otra mano.

—También me he acordado de eso.

Edward vaciló durante un momento; luego se apartó dando un paso hacia atrás.

—Entra.

Cerró la puerta mientras la muchacha se dirigía hacia la mesa.

—Encárgate tú de abrir la botella —le pidió la chica—. Voy al dormitorio a ponerme cómoda.

Era la primera vez en su vida que se veía en la tesitura de tener que abrir una botella de champán. Por fin el corcho salió disparado dando un estampido y Edward vertió rápidamente el líquido en las copas.

—Trae aquí el champán —le dijo la muchacha desde el dormitorio.

Edward cruzó por la puerta. Sólo había encendida una luz, la de la mesita de noche. Allison, desnuda, estaba tendida sobre la colcha. Extendió una mano para coger la copa de champán. Observó que él la miraba.

— ¿Te gusta lo que ves?

Edward se echó a reír.

— ¿Qué quieres que te diga? ¿Que eres fea?

La muchacha dio un sorbo de la copa y después sonrió.

—Entonces, ¿por qué no te quitas la ropa?

Él permaneció un rato en silencio, de pie. Luego bajó rápidamente una mano y se abrió la bragueta.

— ¿Por qué tardas tanto? —le preguntó ella—. Es evidente que ya estás a punto.

—Yo siempre estoy a punto.

—Yo también —dijo ella riendo mientras conducía el falo hasta metérselo en la boca.

Capítulo 10: CAPÍTULO 9 Capítulo 12: CAPÍTULO 11

 
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