EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55494
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 28: CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 27

Eran cerca de las seis cuando el abogado recogió todos los papeles relativos a los acuerdos y se dispuso a guardarlos en el portafolio.

—Me voy ya —dijo—. Mis suegros vienen esta noche a cenar.

Edward asintió.

—Muy bien.

Don le dirigió una mirada llena de simpatía.

— ¿Le gustaría acompañarnos?

—Francamente, no. Pero gracias de todas formas.

—Debería usted salir a cenar por ahí, o a ver una película. No creo que lo pase muy bien si se queda aquí sentado usted solo. La primera noche tras la firma de los documentos para el divorcio suele ser una tortura.

Edward lo miró con curiosidad.

— ¿Usted ya sabe lo que es?

Don hizo un gesto afirmativo.

—He pasado por ello. Éste es mi segundo matrimonio.

Edward se quedó pensativo durante un momento.

—Supongo que cada cual cree que estas cosas sólo le suceden a él.

Don sonrió.

—Aquí el divorcio es casi un estilo de vida.

Edward asintió y le estrechó la mano.

—No creo que tenga ningún problema —le dijo—. Gracias por todo.

—Le llamaré a principios de semana, tan pronto como me devuelvan el acuerdo oficial.

Edward cerró la puerta tras el abogado y decidió descorchar una botella de «Scotch». Se bebió tres grandes tragos seguidos. Sintió que el licor le quemaba al pasar por la garganta y le hacía toser.

— ¡Mierda! —exclamó. Luego conectó la radio y se desplomó en el sofá. Giró el dial hasta que encontró una emisora que ponía música exclusivamente. No estaba de humor para escuchar las noticias que se emitían a aquella hora. Se tomó otra copa y recostó la cabeza hacia atrás, sobre el almohadón. De pronto se sintió agotado. Los ojos le ardían, por lo que se los frotó lenta e insistentemente. No eran lágrimas lo que tenía; él no solía llorar. Después se quedó dormido.

Le pareció oír el llanto de un bebé y abrió los ojos. La habitación se encontraba a oscuras. Lo que oía era el zumbido de la radio, pues la emisora ya había dejado de lanzar sus ondas al aire. La desconectó y encendió la lámpara situada en una mesita, junto al sofá. La botella medio vacía de «Scotch» parecía mirarle fijamente. Sacudió la cabeza en un intento por aclararla. No se había dado cuenta de que hubiese bebido tanto. Ya era más de la una de la madrugada. Dejó vagar la mirada por la habitación. Era extraño, pero nada le resultaba familiar. Luego se percató de que aquella sensación era debida al silencio. Antes siempre había ruidos en la casa. Ahora no. Encendió un cigarrillo. El chasquido de la cerilla le resonó con fuerza en los oídos. Aspiró profundamente el humo y lo expulsó muy despacio por la nariz. Se miró las manos, que le temblaban. Continuó fumando. Además del temblor en las manos, tenía un dolor de cabeza de padre y muy señor mío.

Lentamente y con grandes esfuerzos consiguió ponerse en pie y se dirigió a la cocina. Sacó del frigorífico una botella de «Pepsi» y cogió un frasco de aspirinas «Bayer» de un estante. Se metió en la boca tres tabletas y se las tragó ayudándose con la «Pepsi». Se acabó la botella y subió las escaleras hacia el dormitorio.

Encendió la luz y se quedó en el quicio de la puerta contemplando el interior de la habitación. Todo estaba hecho un auténtico desorden. Los armarios de Bella se encontraban abiertos de par en par. Las perchas estaban desparramadas por el suelo, los cajones de la cómoda y los del armario se veían vacíos. Al mirar hacia el cuarto de baño, observó que las puertas del armario que había en él se hallaban abiertas. Sólo quedaban en su interior la espuma de afeitar y la maquinilla. De forma inexplicable, habían desaparecido hasta el cepillo de dientes y la pasta dentífrica.

Se dio la vuelta y se encaminó al cuarto de Renesmee. La cuna y el resto del mobiliario ya no estaban allí; la habitación parecía completamente vacía sólo con la estrecha cama y el diminuto armario que Rosa utilizaba para guardar sus escasas pertenencias. Se preguntó si Rosa habría tenido tiempo de llevarse sus cosas al salir apresuradamente de la casa aquella noche. No se molestó en comprobarlo abriendo el armario. De todas formas le era indiferente. Desde aquel día la muchacha no había vuelto por allí.

Cerró la puerta y se dirigió al despacho. Se acercó al escritorio. Las hojas del manuscrito seguían pulcramente amontonadas encima de la mesa. Había una hoja de papel sobre la máquina de escribir. La cogió. La letra era de Bella.

 

¡Jódete!

No eres más que un farsante de mierda. No sabes escribir. Todo lo que has hecho es una auténtica basura. No eres capaz de escribir ni una miserable tira de cómic. Y no sólo escribes mal, sino que tampoco sabes joder. Ahora que tengo un hombre de verdad, me he dado cuenta de lo que es realmente joder. Te costará cien años aprender lo que él es capaz de hacer en un minuto. Y si crees que tienes una polla fuera de lo común, olvídalo. La suya es el doble de grande que la tuya y él sabe hacer más cosas con ella de las que tú nunca podrías imaginar. Eres un niño, no un verdadero hombre. Para lo único que sirves es para masturbarte.

Te quiere,

Bella.

 

Airado, Edward arrugó el papel y lo arrojó al otro extremo de la habitación.

— ¡Zorra! —exclamó. Luego recogió el papel del suelo, lo alisó y lo colocó delante de él sobre el escritorio. Se quedó mirándolo y empezó a sonreír. Aquella mujer era idiota, pensó. Firmaba la nota poniendo «Te quiere».

Cogió la fotografía de su esposa que tenía en un marco sobre la mesa y la contempló. Rápidamente sacó el cristal del marco y luego, con cuidado, dobló la nota de modo que tapase la parte inferior de la fotografía; la colocó de forma que los ojos de ella, que miraban hacia abajo, parecieran estar leyendo la hoja de papel. Sonrió mientras ponía de nuevo el cristal en su lugar y depositaba el marco sobre el escritorio. Si alguna vez necesitaba algo que le recordase lo que era capaz de hacer una mujer, aquello le serviría perfectamente.

Empezaba a sentir hambre. No había tomado nada desde la hora de comer del día anterior. Volvió a la cocina. La nevera estaba vacía. Una botella empezada de leche, algunas de «Pepsi» y un par de cervezas era todo lo que había. Nada más. Se rascó la cabeza. Al día siguiente tendría que ir al mercado para comprar provisiones.

Salió de la casa, subió al coche y condujo hasta un restaurante, un drive-in situado entre Sunset y Cahuenga, que estaba abierto toda la noche. Ya eran más de las dos de la madrugada, y el establecimiento se hallaba casi vacío. Maniobró con el coche hasta acercarse al bordillo, apagó el motor y bajó el cristal de la ventanilla.

Poco después una monada rubia ataviada con una gorra de marinero francés —tenía incluso la borla roja— y una camisa de algodón de manga corta que a duras penas le cubría hasta los ajustados pantalones cortos, se dirigió hacia él caminando encaramada a unos zapatos rojos de tacón alto. Ajustó una bandeja de pinza en la portezuela del coche.

— ¿Café? —le preguntó al tiempo que le ofrecía un vaso de papel lleno de dicha bebida.

—Sí, por favor.

La muchacha depositó sobre la bandeja el vaso, dos terrones de azúcar y una cucharilla de madera.

—El plato especial de esta noche consiste en dos salchichas de buey con un panecillo, chiles y patatas fritas.

—Parece apetitoso. ¿Y si añadimos una cerveza?

—Lo siento, son más de las dos —le indicó ella—. La ley nos prohíbe servir vino o cerveza después de esa hora.

— ¿Podría traerme entonces un vaso de agua?

—Desde luego. Pero si desea un refresco, tenemos de todas clases.

—Me he traído un amigo —dijo Edward levantando la botella de «Scotch» para que ella pudiera verla—. Se llama Johnnie.

La muchacha se echó a reír.

—Johnnie Walker es un amigo de todo el mundo. Hasta mío.

—Traiga un vaso más y haremos las presentaciones.

—No puedo beber en horas de trabajo. Me echarían de aquí si lo hiciera.

—Podemos disimular. Usted traiga un vaso de más.

Edward la observó mientras la camarera se dirigía a la barra. Encendió la radio del coche. La única emisora que seguía en antena difundía música mexicana. No estaba mal; iba bien para comer chiles. La muchacha regresó con la bandeja y dos vasos de agua. También traía, en un plato de papel, las salchichas con chiles y un tenedor de madera; las patatas fritas estaban en un recipiente cuadrado igualmente de papel. La mostaza y el tomate se servían en sobres de aluminio.

Edward echó whisky en uno de los vasos. Al intentar ponerlo en la bandeja volcó el recipiente de patatas fritas.

—Lo siento —se disculpó mientras sostenía la botella de «Scotch» fuera del coche y señalaba las patatas fritas.

La camarera sonrió y se arrodilló para recoger el recipiente. Al mismo tiempo cogió la botella y bebió un buen trago. Luego se puso en pie.

—No se preocupe, señor —dijo con la cara sonrosada por el licor—. Le traeré otro.

Edward se había comido media salchicha cuando la muchacha regresó con las patatas.

—Es usted muy hábil —le dijo ella sonriendo.

—Cuando uno se empeña, siempre se encuentra la forma.

—Me estaba haciendo falta.

— ¿Cuánto tiempo dura su turno?

—Seis horas —respondió la muchacha—. Dentro de quince minutos terminaré la jornada.

— ¿Se irá usted a su casa?

—Al menos eso es lo que debería hacer. A mi marido le gusta encontrarme en casa cuando llega. Trabaja en «Hughes Aircraft», en el turno de noche, y suele llegar a casa alrededor de las cinco.

—Eso nos deja dos horas y media —observó Edward—. Johnnie tiene un hermano gemelo en mi casa que está por abrir.

—No sé —dijo ella, dudando—. No tengo coche. Vivo a dos manzanas de aquí. Por eso cogí este trabajo.

—Yo la llevaré a casa a tiempo —le prometió él—. Tú, Johnnie y yo haremos un estupendo ménage à trois.

—Ni siquiera sé cómo se llama usted —dijo la muchacha.

—Yo tampoco sé cómo te llamas tú —replicó Edward—. Pero, ¿qué más da? Dejémoslo tal como está.

— ¡Qué malo eres! —dijo la muchacha sonriendo. Miró hacia el interior del local y luego a Edward. Sin pronunciar palabra, colocó el ticket sobre la bandeja. Edward se apresuró a sacar un billete de cinco dólares.

—Quédate con el cambio —le dijo.

La muchacha cogió el ticket y el dinero. Miró a Edward durante un momento.

— ¿A qué te dedicas? —le preguntó.

—Escribo guiones de películas.

— ¿En unos estudios?

—En la «Triple S».

—A lo mejor podrías conseguirme una entrevista —dijo ella—. Yo actuaba en todas las representaciones del colegio.

—Es posible.

La camarera lo miró fijamente.

—Voy a quitarme el uniforme. Otra chica vendrá a llevarse la bandeja. Recógeme en la manzana siguiente.

Edward se quedó mirando cómo la muchacha entraba en el local y se dirigía a la parte de atrás. Ya había dado cuenta de la segunda salchicha cuando vio salir a la rubia por una puerta lateral. Hizo sonar el claxon y casi de inmediato salió otra chica a recoger la bandeja. Edward condujo con cuidado marcha atrás hasta la calle y siguió los pasos de la rubia. La encontró esperando justo en la mitad de la manzana siguiente. Detuvo el coche junto al bordillo y abrió la puerta.

La muchacha se instaló junto a él en el asiento. La botella de «Scotch» estaba entre ambos. Ella la cogió y se echó a reír.

—Si eres tan duro como nuestro amigo Johnnie —le dijo—, vamos a corrernos una juerga de miedo.

Él vio cómo la muchacha destapaba la botella y se la llevaba a los labios.

—Buen whisky —afirmó ella pasándole la botella—. Etiqueta negra. El mejor.

Edward hizo un gesto negativo con la mano.

—No me gusta beber mientras conduzco.

—Muy prudente —dijo ella. Se llevó de nuevo la botella a la boca. Cuando llegaron a casa la botella estaba completamente vacía, y la muchacha se había cogido una buena borrachera. Edward le abrió la portezuela para ayudarla a salir del coche, pero a ella le cedieron las piernas y se cayó en la pequeña superficie de césped que había un poco más allá de la acera.

Edward la levantó sosteniéndola por las axilas y volvió a meterla en el coche.

—Será mejor que te lleve a tu casa —le dijo.

—Me pondré bien —repuso ella—. Lo único que necesito es comer algo. En el restaurante nunca tomo nada, me horroriza la basura que sirven allí.

—Pero es que no tengo nada en casa. Por eso he tenido que ir al drive-in.

—Lástima —dijo ella—. Lástima.

— ¿Dónde vives? —le preguntó Edward.

—A un par de manzanas del restaurante.

Edward subió de nuevo al coche y encendió el motor. No tardaron mucho en llegar a casa de la muchacha. Le costó casi diez minutos trasladarla desde el vehículo hasta la puerta.

Ella se apoyó contra el quicio, tambaleándose.

—Gracias por esta velada tan agradable —le dijo educadamente.

—No hay de qué —contestó Edward. Y se marchó a su casa.

Ésta continuaba tan silenciosa como cuando salió de ella. Parecía cosa de locos. Jamás imaginó que pudiera sentirse tan solo. Se tomó otras tres aspirinas y un par de copas más y subió al dormitorio. Entró un momento en el despacho, cogió la fotografía donde había colocado la nota de Bella y la llevó hasta la mesita de noche.

La miró mientras se desnudaba y, siguiendo la rutina, guardaba pulcramente la ropa. Luego se metió en la cama y apagó la luz. Pero el sueño le rehuía. Empezó a dar vueltas. Aquel extraño silencio era demasiado para él.

Puso la radio, pero sólo encontró la misma emisora mexicana de un rato antes. Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo mirando obsesivamente la fotografía. Lo apagó al poco rato y extendió la mano para hacer lo mismo con la lámpara. La fotografía parecía mirarlo fijamente. De repente Edward se enfadó sobremanera.

— ¡Puñetera! —gritó al tiempo que lanzaba la fotografía al otro lado de la habitación. El ruido del cristal al romperse le disipó la ira. Era prácticamente el mismo sonido que había escuchado al romper el vaso con el pie el día de su boda. Era justo, pues, que el matrimonio terminase con la misma ancestral ceremonia. Se quedó dormido de inmediato.

 

 

Le pareció oír que el teléfono sonaba a lo lejos. Se dio la vuelta en la cama y abrió los oídos. Eran las nueve de la mañana. Se incorporó y levantó el auricular.

— ¿Diga?

— ¿Edward? Soy Kristen Shelton. Te llamo desde Nueva York.

—Buenos días —dijo él.

— ¿Te he despertado? Siento mucho lo de tu divorcio. Pero si ello te ha deprimido, es posible que unas cuantas buenas noticias te levanten el ánimo.

—Las buenas noticias me ayudarán —repuso él encendiendo un cigarrillo. Le pareció notar un aroma de café que llegaba desde el piso de abajo. No podía ser más que una ilusión.

—Santini, el productor italiano, te necesita para que hagas dos películas en Europa. Te garantiza treinta y cinco mil dólares por cada una. Ya me ha enviado el contrato y un cheque de diez mil dólares como depósito.

—Creí que en la fiesta sólo lo había dicho por hablar de algo.

—Pues es evidente que lo decía en serio. Ponte al habla con él. Está en Roma. Se muestra ansioso por que empieces cuanto antes.

El aroma del café no era una ilusión. Rosa apareció en la puerta del dormitorio llevando en las manos una bandeja con la cafetera y algunos bollos dulces. Edward la miró en silencio mientras la muchacha depositaba todo aquello sobre la cama, a su lado, y salía de la habitación. Él dio un sorbo de café. Estaba caliente y resultaba reconfortante.

— ¿Cuanto antes? —Le dijo a Kristen—. ¿Y qué pasa con el contrato que tengo con A. J?

—Me da la impresión de que A. J. va a dejar correr todo ese asunto —le confió Kristen—. Me ha dicho Kathy que Steve Cochran no quiere hacer la película y que Judi le ha asegurado a A. J. que tampoco la hará a menos que le firme otro contrato más sustancioso. A. J. ya le ha rescindido el que tenía.

— ¿Y eso en qué situación me coloca a mí? Ya tengo el borrador prácticamente a punto.

— ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en acabarlo?

—Una semana.

—Todavía no has firmado ningún contrato —le indicó Kristen—. Puedes entregar el borrador y seguir tu camino tranquilamente. No sé por qué, pero tengo la sensación de que para A. J. supondrá un gran alivio.

Edward tomó otro sorbo de café. Si deshacía el trato con A. J. no quedaba nada que le atara a aquel lugar. Toda su vida allí giraba alrededor de la industria cinematográfica. No tenía amigos de verdad.

—Al parecer estás muy enterada de todo —le dijo—. ¿Has hablado ya con A. J?

Kristen vaciló un momento antes de responder.

—Soy un buen agente —le dijo—. No deseo que te hagan la puñeta. A. J. me ha dicho que no se interpondrá en tu camino.

Edward se quedó callado.

—Y otra cosa —añadió ella—. He hablado con el editor jefe de «Rinehart». Tienen interés en publicar tu novela.

—Te has movido mucho.

—Soy tu agente —repuso ella—. He probado suerte con «Rinehart». El manuscrito está en estos momentos en «Doubleday». Pueden hacer que la novela produzca más a causa de esos clubs de lectores que tienen en marcha.

—Ya me siento mejor, Kristen. Lo que estás haciendo va más allá de tus obligaciones.

—Nada de eso, Edward. —Hizo una pausa—. Creo que te encuentras ante dos buenas oportunidades. Puedes aprovecharlas las dos, ¿no te parece?

Edward lanzó un suspiro.

—De acuerdo. Hagámoslo.

—Bien, ya te tengo preparado el contrato y los billetes. Puedes firmarlo cuando pases por aquí camino de Europa.

—Te veré entonces. Dentro de una semana, digamos. ¿Te parece bien?

Hubo otra pausa.

—La oficina se hará cargo de todo, Edward. Sólo hay que firmar un papel. Estará todo preparado.

— ¿No quieres estar presente?

—No es cuestión de querer o no, Edward. Tengo unos sentimientos muy confusos hacia ti, y no sé bien cómo manejarlos. Trabajo para ti, pero, sinceramente, creo que me sentiría mejor si no nos viéramos en estos momentos.

Edward fijó la mirada en el teléfono durante unos instantes.

—Me asustas, Kristen.

—Tienes un buen director con quien trabajar, nuevos horizontes en el mundo del cine. También hay un editor dispuesto a invertir dinero en tu novela. Es todo un mundo nuevo. Lo suficiente para asustar a cualquiera. Así que, ¿para qué mezclar además una mujer en todo eso? Ya has tenido bastante por ahora, ¿no? Lo que te conviene es ponerte a trabajar y no andarte con romances.

—Ahora hablas realmente como un agente.

 

—Como un agente no, Joe. Me importas de verdad. No es sólo por el talento y por el dinero que vas a ganar, sino por ti mismo. Y ahora adiós, Edward.

Éste colgó el teléfono.

— ¡Rosa! —gritó.

Oyó los pasos de la muchacha en las escaleras; luego apareció en la puerta.

— ¿Qué haces aquí?

—He venido a buscar la ropa, señor —le comunicó ella—. Cuando vi que seguía dormido y que no había nada para desayunar en la cocina, fui al mercado para comprarle algo.

—Gracias. —La miró de cerca. La muchacha tenía en la cara algunas pequeñas magulladuras y señales de un ojo amoratado—, ¿Qué te ha pasado? —le preguntó.

—Mi papá me pegó por quedarme sin empleo —repuso ella—. Tengo que conseguir otro trabajo o me mandará a México con mi madre.

—Lo siento —dijo Edward.

—Usted no tiene la culpa, señor. —Lo miró—. Quizá yo pueda hacer de ama de llaves para usted. Cocinaría y limpiaría lo mismo que antes y sólo le cobraría veinte dólares al mes.

Edward la miró fijamente. Eran diez dólares menos al mes de lo que le había estado pagando hasta entonces.

—No podría bajarte el sueldo —le dijo—. Pero no me quedaré aquí mucho tiempo. Pronto me iré a trabajar a Europa.

—Aunque sólo sea una semana, trabajar me servirá de mucho, señor —le pidió ella—. Quizás en ese tiempo consiga encontrar otro empleo.

Edward pensó durante unos instantes. La muchacha le sería de gran ayuda. Él solo no podría ocuparse de la casa.

—De acuerdo —dijo al fin.

Rosa se le acercó y le besó apresuradamente la mano.

—Gracias, señor. Mil gracias.

—De nada —dijo él.

—Siento todo lo que ha sucedido, señor.

—Aquello ya ha pasado. Ahora ambos debemos esperar el mañana con ilusión.

 

Capítulo 27: CAPÍTULO 26 Capítulo 29: CAPÍTULO 28

 
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