EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55468
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 25: CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 24

El cartero se hallaba de pie ante la puerta. Le entregó a Edward un paquete que, como siempre, tenía las palabras «Manuscrito rechazado» escritas en él. Luego le tendió el libro de entregas para que lo firmase.

—Otra vez será, señor Cullen —dijo con evidente simpatía—. Lo siento.

—Los escritores estamos acostumbrados a que nos rechacen los originales —le confesó Edward filosóficamente al tiempo que le devolvía el libro de entregas.

Se sentó ante la mesita del salón para abrir el paquete. Esta vez Cayo había añadido algún extra. Junto con los habituales cuarenta sobrecitos de cocaína, había una bolsa de papel de estaño con marihuana de Jamaica, de olor fuerte y penetrante. Movió la cabeza de un lado a otro. De nuevo se le había olvidado alquilar un apartado de correos.

Rosa vino desde la cocina trayendo una taza de café. La colocó sobre la mesita, delante de él, y dirigió una mirada fugaz al paquete.

—Marihuana —dijo sonriendo.

Edward levantó la mirada hacia ella.

— ¿Qué sabes tú de eso?

Sí, sí.Se echó a reír—. Marihuana mexicana es la mejor'.

— ¿Tú fumas? —le preguntó él con curiosidad.

La muchacha asintió.

—Lo hacen hasta los niños desde que tienen cinco o seis años. Para tranquilidad. Es bueno para dormir.

— ¿Quieres un poco? —le ofreció Edward.

—Ya tengo —repuso Rosa—. Si usted lo desea, mi familia puede traerle toda la que quiera. Tengo mucha.

Él se echó a reír.

—Gracias. Puede que algún día te tome la palabra. —Cogió uno de los sobrecitos blancos y lo abrió para que ella pudiera observar bien el polvo blanco. — ¿Sabes qué es esto?

—Cocaína.

— ¿También la usas?

—No, señor. Demasiados nervios, no duermo.

Edward se echó a reír.

—Eres lista —le confesó—. Pero dicen que a veces es muy buena para el amor.

—Para el amor—le confió ella—, en México hacemos un té mezclado con peyote y marihuana. Proporciona bellos sueños.

—No lo sabía —dijo Edward.

—Es una antigua medicina india. Mi padre la usa siempre. Muy bueno.

— ¿Cuántos años tiene tu padre? —le preguntó Edward.

—Cuarenta y tres años —dijo ella—. Tiene muchas amigas, como usted.

— ¿Y tu madre qué dice?

—Nada. Los hombres son así.

Él levantó la taza y bebió un sorbo de café.

— ¿Desayuno, señor? —le preguntó la muchacha.

—Creo que no. Tengo que ir a los estudios.

— ¿Volverá la señora este fin de semana?

—No, no regresa hasta el lunes.

— ¿Cenará usted en casa estos días?

—Sí —dijo él—. Este fin de semana pienso trabajar aquí, en casa.

—Bueno, señor—asintió ella.

Un rayo de sol que penetraba por la ventana caía directamente sobre las espaldas de la muchacha.

—Te di dinero para que te compraras ropa interior y te la pusieras bajo el vestido.

—Tenía intención de hacerlo en cuanto le trajera el café, señor —dijo ella con voz inexpresiva.

Edward la miró fijamente.

— ¡Eres una perra provocativa!

—No, señor—le contradijo ella con cortesía—. De verdad que iba a ponérmela.

El estaba seguro de que la muchacha mentía.

—Vuélvete de espaldas —le dijo un poco enfadado.

En silencio, ella se dio media vuelta. Edward le levantó la parte de atrás de la falda hasta más arriba de las caderas y le propinó un par de azotes, uno en cada nalga. La muchacha no se quejó a pesar de la marca, primero blanca y luego rosácea, que la mano de él produjo en la piel.

—A ver si esto te ayuda a recordarlo.

Rosa giró la cabeza y lo miró por encima del hombro. No tenía expresión alguna en el rostro, y mantenía la falda subida por encima de las caderas.

—Es usted igualito que mi padre, señor —dijo con toda tranquilidad—. Pero él me pega más. Y más fuerte.

Edward la miró fijamente.

— ¡Te gusta, perra!

—Es algo que forma parte de las obligaciones de una mujer, señor —dijo ella.

Edward no tenía ninguna respuesta para darle. Se trataba sólo de un estilo de vida diferente.

 

 

Keyho entró en el despacho y echó una mirada en torno suyo.

—Muy lujoso —dijo para cumplir—. Te estás convirtiendo en un personaje importante. Vas ascendiendo de posición.

Edward se echó a reír.

—Está lleno de mierda.

—Venga —dijo el otro—. Éste es uno de los mejores despachos del departamento de guiones.

—He tenido suerte.

—Ésta es una de las ventajas que se consiguen por hacer que una película produzca un millón de dólares —dijo Keyho.

—Prefería que me hubieran dado dinero —apuntó Edward—. Puedo pasar perfectamente sin el despacho.

—Con el tiempo también te llegará el dinero —afirmó Keyho—. Lo único que has de hacer es jugar bien las cartas que tienes en la mano.

—Tonterías —dijo Edward. El teléfono sonó y lo descolgó.

La metálica voz de Judi resonó en su oído.

—Los de publicidad no acceden a darme los vales. Dicen que tu nombre no significa nada para los periodistas ni para los fotógrafos. Prefieren que se me vea con otras estrellas. Ya sabes, gente como Van Johnson, Peter Lawford o Mickey Rooney.

—Eso también te lo podría haber dicho yo —le indicó Edward—. Entonces, ¿te han conseguido una cita con alguno?

—Me han dicho que se están ocupando de ello —le respondió Judi.

—Bueno, otra vez será.

— ¿No estás enfadado conmigo? —Le preguntó la muchacha—. No me queda otra opción. Tengo que proteger mi imagen como estrella. Lo entiendes, ¿verdad?

—Desde luego —dijo él. Luego colgó el teléfono y miró a Keyho, que seguía sentado al otro lado de la mesa—. Era Judi —le explicó—. Ahora que es una estrella sólo quiere citas con otras estrellas. La muy zorra.

—Así es Hollywood. Es lo que estaba diciendo. Tienes que jugar bien las cartas.

Edward lo miró.

—Te escucho —dijo.

—Tendrías que contratar a alguien que se ocupara de tus relaciones públicas.

— ¿Para qué? —Preguntó Edward—. Soy escritor, no una estrella de la pantalla.

—Los escritores también pueden convertirse en estrellas. Piénsalo. Dashiell Hammett, Faulkner, Scott Fitzgerald, Hemingway, todos son escritores que han logrado convertirse en estrellas.

—Yo no tengo aún tanta categoría —dijo Joe—. Esas personas tienen un gran bagaje a sus espaldas.

— ¿Y qué? —Inquirió escuetamente Keyho—. Unas buenas relaciones públicas te harán tan famoso como cualquiera de ellos. Éste es un negocio que se basa en las fanfarronadas, pero que eso no te haga subestimarlo. Precisamente los que más fanfarronean son los que mejor se dejan impresionar. Si te ven en letras impresas con la frecuencia suficiente, se creerán que eres la mismísima reencarnación de Shakespeare.

—No sé —dijo Edward, dudando—. Además, no conozco a ningún agente que pueda encargarse de eso.

—Yo sí —dijo Keyho—. Mi sobrino, el hijo de mi hermana. Trabaja en los estudios «Columbia», en el departamento de publicidad. Al mismo tiempo, y por su cuenta, se encarga de otros clientes. Piensa abrir pronto su propia oficina como independiente.

— ¿Es caro?

—Depende de lo que quieras que haga. Cinco artículos a la semana, veinticinco pavos; diez artículos, cincuenta dólares; ilimitado, cien a la semana.

—Eso es mucho dinero —dijo Joe—. ¿Cómo puedo estar seguro de que va a cumplir?

— ¿Qué te parecería unas líneas en la columna de Winchell el lunes?

—Si es capaz de hacer eso, le besaré el trasero en los escaparates de «Macy's».

—No hace falta. Y si además intercala algunas palabras en la emisión de Winchell del domingo, ¿te parece bien cien por adelantado?

—Lo has conseguido —dijo Edward. Colocó el paquete postal sobre el escritorio—. Y cambiando de tema, ¿qué me dices de la mercancía?

—El mismo precio que la última vez. Me cobraré de ahí los cien pavos de mi sobrino.

—Te daré además una bolsa de marihuana lo suficientemente grande como para hacer cien bolsitas de cinco dólares. Tú me das lo mismo que la otra vez y de ese modo todos salimos ganando algo.

— ¿Es buen costo? —le preguntó Keyho.

Edward abrió la bolsa de papel de estaño.

—Te colocarás sólo con olería.

Keyho la olfateó.

—Trato hecho. —Extendió la mano para coger el paquete.

— ¿Cuándo voy a conocer a ese sobrino tuyo?

— ¿Te parece bien el lunes a la hora de comer? Te traeré aquí al muchacho. Se llama Gene. Te gustará.

—Si no cumple lo acordado no hace falta que lo traigas. Me pagas entonces los cien dólares extras y ya está.

—Cumplirá —dijo Keyho con determinación—. Otra tía suya es la secretaria personal de Winchell.

 

 

—A. J. desea hablar contigo —le dijo Kathy por teléfono—. Espera un momento, te pongo con él.

Por la voz se notaba que A. J. estaba muy satisfecho de sí mismo.

— ¿Cómo va el trabajo, Edward? ¿Cuándo voy a poder ver algunas páginas?

—Pronto, A. J. —repuso Edward—. Sigo trabajando en ello.

—Ya lo sé. Pero no es por eso por lo que te llamo. Acabamos de recibir una remesa de delicatessen neoyorquinas directamente de Barney Greengras, de Manhattan. He pensado que a lo mejor te gustaría venir a nuestra casa de Malibú el domingo sobre las doce del mediodía para una comida ligera. Habrá allí gente muy interesante.

—Gracias A. J. —respondió Edward—, Iré con mucho gusto.

—Kathy te dará la dirección. Hasta entonces. A lo mejor tenemos ocasión de hablar un poco sobre el guión. Se me han ocurrido algunas ideas nuevas.

—Eso me resulta aún más atractivo que las delicatessen. Hasta el domingo.

Colgó el teléfono y miró el reloj. Eran las doce y media, hora de ir a comer. Se dirigía hacia la puerta cuando el sonido del teléfono lo detuvo. Lo cogió.

—Edward Cullen.

— ¿Qué haces en el despacho? —le preguntó Blanche.

—Trabajar —respondió Edward—. Se supone que es para eso que vengo aquí.

—Pensé que a lo mejor estabas haciendo algo más interesante —apuntó ella—. Como toquetearte el pene, por ejemplo.

—No en esta pecera. Escucha, tengo la impresión de que todos los teléfonos que pasan por la centralita están intervenidos.

—Imposible —dijo ella—. ¿Te ha invitado A. J. para que vengas a casa el domingo?

—Sí.

— ¿Dónde vas a comer hoy?

—Pensaba bajar al restaurante.

— ¿Por qué no vienes a comer conmigo?

—No me daría tiempo de volver a los estudios.

—No seas tonto. Hoy es viernes —le recordó ella—. Nadie va a los estudios el viernes por la tarde. Edward notó cierto apremio en la entrepierna. —Estaré ahí dentro de una hora —dijo.

Capítulo 24: CAPÍTULO 23 Capítulo 26: CAPÍTULO 25

 
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