EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
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Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 40: EPÍLOGO

EPÍLOGO

Cuando se abrió la puerta del «747» para que desembarcasen los pasajeros, yo estaba el primero en la cola. Tuve que esperar un momento a que el oficial de inmigración cogiera la lista de pasajeros que le entregó la azafata, y luego salí a la rampa. Un jefe de servicio de la compañía «Air France» se me acercó.

—Bien venido a casa, señor Cullen —dijo sonriendo al tiempo que me cogía el portafolios de la mano y me guiaba hacia la terminal—. ¿Ha tenido un buen vuelo?

Yo le estreché la mano, aunque ni siquiera sabía cómo se llamaba.

—Muy bueno, gracias.

Lo seguí apresuradamente sin hacer uso del bastón que siempre llevaba conmigo. Había pasado más de un año desde que yo ingresara en el hospital con una cadera rota.

—Si tiene la bondad de entregarme el resguardo del equipaje —me dijo—, le conduciré en seguida hasta la Aduana. El coche y el chófer ya le están esperando.

—No traigo equipaje —le indiqué—. Tengo un guardarropa completo aquí y otro en Francia. Ello me hace ahorrar mucho tiempo.

—Muy sabio —asintió él—. En ese caso iremos directamente a la Aduana.

El oficial de aduanas que me tocó en suerte era una mujer. Le mostré la tarjeta de inmigración y el pasaporte. Ella me echó una rápida ojeada.

— ¿Es usted Edward Cullen, el escritor?

—En efecto —le dije.

—Me alegro de conocerle, señor Cullen. Acabo de leer su último libro. Ya ocupa uno de los primeros puestos en la lista de ventas.

—Se echó a reír—. Es una historia fantástica, realmente salvaje —añadió.

—Un poco —le respondí yo.

La mujer se puso más seria.

— ¿Dónde está su equipaje?

Deposité el portafolios sobre el mostrador y lo abrí.

—Aquí.

— ¿Nada más trae esto? —me preguntó.

—No, nada más —le indiqué yo—. Tengo todo lo que necesito aquí, en mi casa.

Se quedó callada durante un momento; luego apretó varias teclas de la computadora que tenía delante.

— ¿Algo que declarar? —Inquirió aquella mujer—. ¿Regalos, joyas, perfumes?

—Nada —dije. Viajo ligero de equipaje.

La mujer apretó otra vez las teclas de la computadora; luego se volvió hacia mí, me entregó el pasaporte y firmó la tarjeta de inmigración.

—Entregue la tarjeta al salir. Me gustan mucho sus libros, señor Cullen, se lo digo en serio. Son muy excitantes.

—Gracias —contesté yo.

Ella me miró.

—He leído en los periódicos que esta noche da una fiesta para celebrar sus bodas de plata. Veinticinco años en la lista de los libros más vendidos.

—En efecto, así es.

—Tiene que ser maravilloso —dijo ella—. Usted siempre va por el mundo asistiendo a todas las fiestas y acontecimientos importantes.

—Podría ser peor —le comenté riendo.

—Buena suerte —me deseó.

—Gracias de nuevo —le dije mientras me iba. Le di las gracias al jefe de servicio de la compañía «Air France», y luego me puse á buscar el coche con la mirada. El aire de aquella parte del país no era precisamente de lo mejor; puede que, en los días buenos, tuviera el ochenta por ciento de monóxido de carbono. Pero aquél era un buen día. Sólo me atraganté un poco.

El «Rolls» descapotable de colores azul y plata se abrió camino entre el tráfico hasta detenerse delante de mí. Larry se apeó de un salto y dio corriendo la vuelta al coche para abrirme la puerta.

—Bienvenido a casa, jefe. —Sonrió—, Le estaba esperando aquí mismo, pero uno de esos policías me obligó a marcharme. De todas formas, no ha ido tan mal. Sólo he tenido que dar un par de vueltas al aeropuerto.

Me senté en el asiento delantero, junto al conductor.

—Echa la capota y enciende el aire acondicionado —le dije—. El aire apesta y hace un calor de mil demonios.

Larry hizo todo lo que le había dicho en un momento; luego nos adentramos en la vorágine del tráfico. Me miró.

—Tiene usted muy buen aspecto —me comentó—. ¿Qué tal se las arregla para caminar?

—Lo voy haciendo mejor poco a poco —le dije—. Ya no tengo demasiados problemas.

—Eso está bien.

— ¿Dónde está la señora Cullen? —le pregunté.

—En el restaurante, muy ocupada con los últimos toques para la fiesta. Luego irá a casa. Espera al peluquero y al maquillador a las cinco y media.

—Ah, muy bien —dije yo.

—Le ha llamado el médico. Quiere que se ponga usted en contacto con él en cuanto llegue —dijo Larry.

—Muy bien. —Cogí el teléfono y lo llamé. La enfermera contestó—. Soy Edward Cullen. Creo que el doctor está esperando mi llamada.

Se oyó un ruido y Ed se puso al aparato.

— ¿Cómo diantres estás? —me preguntó.

—Vivo. No sé cómo, pero lo he conseguido.

— ¿Ya estás en casa?

—No. Te llamo desde el coche. Acabamos de salir del aeropuerto.

—Iré a verte a tu casa dentro de media hora —me comunicó—. Quiero echarte un vistazo lo antes posible.

—Me parece muy bien. Allí estaré.

—A propósito —dijo—. Felicidades por el último libro. Ya está el número uno en las listas.

—He tenido suerte.

—Estupendo. Hasta luego.

Colgué el teléfono y miré a Larry.

— ¿Qué tal ha ido todo por aquí?

—Bien —repuso el chófer—. En general no hay gran cosa de particular cuando usted no está. —Me dirigió una fugaz mirada al mismo tiempo que situaba el coche en el carril de adelantar—. He leído en el Enquirer que las chicas que bailan en las discotecas de Francia van todas con las tetas al aire. ¿Es cierto?

—Sí —dije yo.

— ¡Jesús! —Exclamó Larry—. ¿Cómo pueden soportarlo? Si yo me pusiera a bailar en la pista y viera a las chicas de esa guisa tendría una erección capaz de reventar la cremallera de los pantalones.

Me eché a reír.

— ¿Ves? Yo no tengo ese problema. No olvides que, aunque me las arreglo bastante bien para caminar, aún no estoy en condiciones de bailar.

Había mucho tráfico en la autopista, por lo que Ed llegó a casa antes que yo. Lo encontré en el bar, dando buena cuenta de un whisky escocés con agua. Me miró mientras me acercaba caminando hacia él.

—Ya veo que caminas realmente bien, muchacho —dijo poniéndose en pie y abrazándome.

Yo también lo estreché entre mis brazos.

—Sí, me encuentro bastante bien.

— ¿Para qué llevas ese bastón? —me preguntó al tiempo que lo cogía y lo examinaba.

—Es que cuando me canso me duele un poco la pierna.

—Eso es normal —comentó. Tocó la empuñadura del bastón—. ¿Oro de ley?

Asentí.

— ¿Qué esperabas de mí? ¿Acero inoxidable? Echaría a perder mi reputación.

— ¿De dónde lo has sacado?

—Me lo regaló cierta chica en Francia —le dije.

— ¿Kristen? —me preguntó.

— ¿Qué otra podría ser?

Me devolvió el bastón. Me situé detrás del bar y me serví un whisky con agua. Luego me senté frente a Ed, que seguía al otro lado de la barra.

—Salud —dije.

—Salud —repuso—. ¿Qué tal ha ido el verano en Francia?

—Muy bien. Pensé que irías a vernos.

—No he podido. He estado muy ocupado.

—Me han contado que te has divorciado —le dije—. Deben de ser los divorcios los que te mantienen ocupado.

—Mierda —dijo—. No tengo suerte con las mujeres.

—A lo mejor has tenido suerte al librarte de ésta. Míralo desde ese punto de vista.

—Me gustaría encontrar una buena mujer y ser feliz.

—Eso es muy fácil —le dije—. Pero no hace falta casarse con ella.

—Sin embargo tú sigues casado. ¿Cómo te las arreglas? No haces más que meterte en un lío u otro.

Sonreí.

—Pero siempre vuelvo a casa con mamá —le comenté—. Y ella lo sabe.

—Respiras con dificultad.

—Dieciocho horas en avión y esta mierda que aquí llaman aire son suficiente para destrozar a cualquiera. Sobre todo cuando se tiene asma.

Ed sacó el fonendoscopio del bolsillo.

—Quítate la camisa y deja que te ausculte.

— ¿Otra vez jugando a los médicos? —gruñí.

—Es que soy médico —contestó poniéndose muy serio—. Así que haz lo que te digo.

Me quité la camisa y comenzamos la consabida rutina de inspirar y espirar.

—Por cierto —me dijo—. No me cansaré nunca de decirte que lo que tienes no es asma, sino enfisema. Y que no mejoras en absoluto. ¿Sigues fumando?

—Sí.

—Déjalo ahora y ganarás cinco años de vida. Te lo puedo asegurar.

— ¿Cinco años o cincuenta mil kilómetros? —le pregunté riendo.

—Hablo en serio. De momento vas tirando, pero más adelante la cosa puede empeorar.

—Lo tendré en cuenta —le dije mientras me ponía la camisa—, Pero en cuanto me siento ante la máquina de escribir, extiendo la mano para buscar un cigarrillo.

—Relájate. Trabaja menos. No tienes necesidad de trabajar tanto. El dinero ya no es tan importante para ti. Sé que tienes la vida resuelta.

—No lo entiendes —le dije—. No hay manera de que un escritor pueda dejar de trabajar... al menos mientras le quede una idea en la cabeza. Y nunca viviré lo suficiente como para escribir todo lo que me gustaría. Ni siquiera aunque viviera ciento cincuenta años.

A Ed se le suavizó el semblante.

—Sabes que estás un poco chalado, ¿verdad?

—Sí. Pero siempre me queda alguna montaña por escalar. De todas formas, gracias por intentarlo.

—Pásate el viernes por mi consulta. Sólo para un chequeo de rutina.

—De acuerdo.

—Nos veremos esta noche —dijo mientras se levantaba—. Intenta echar un sueñecito antes de la fiesta. Has tenido un día muy ajetreado.

Me asomé a la ventana y vi cómo se alejaba por el sendero con el coche. Luego subí al dormitorio, me tendí en la cama y cerré los ojos. Dormir no estaría mal, pero aún podía oír el zumbido de los motores del avión rugiéndome en los oídos.

 

 

Noté que una mano me rozaba el hombro.

—Hola, nena —dije sin moverme—. Estoy durmiendo.

Ella colocó delicadamente una mejilla contra la mía.

—Lo siento, amor mío. No quería despertarte, pero son las seis y llevas durmiendo ya cuatro horas. El peluquero y la manicura te están esperando. Tenemos que estar en el restaurante antes de las ocho, que es la hora a la que los invitados empezarán a llegar.

—Que se jodan —dije. Entonces me llegó el aroma de un perfume desconocido para mí—. ¡Cielos! —exclamé—. Debo haberme equivocado de casa.

Ella se echó a reír.

—He probado un perfume nuevo. Y ahora deja de remolonear y saca ese culo de la cama. —Me cogió una mano y se la puso entre las piernas—, Dime si te parece ahora que te has equivocado de casa.

La atraje hacia mí y la besé.

—Hola, mamá.

— ¿Ya estás despierto del todo? —me preguntó.

—Sí.

Se levantó.

—Entonces ponte en marcha. Al fin y al cabo, la fiesta es tuya.

La seguí hasta el cuarto de baño. Estaba desnuda. Me quedé observándola detenidamente.

— ¿Qué has hecho? —le pregunté—. Sólo hace tres días que te vi en Francia y de repente te has quedado en los huesos.

—No estoy en los huesos —me corrigió ella riendo—. En Francia engordé mucho. Siempre comía y bebía demasiado. Así que he tomado unas cuantas saunas. Es estupendo... Casi mágico. He sudado lo mío hasta perder algunos kilos. ¿Te gusta?

— ¿Nos da tiempo de irnos a la cama un rato? —le pregunté.

Ella se echó a reír.

—Después de la fiesta. Ahora vete a tu cuarto de baño y deja que el peluquero y la manicura hagan su trabajo.

En el piso superior del restaurante «Bistro» todo era de colores blanco y plata. Hasta las flores estaban pintadas con purpurina plateada. Las tarjetas que indicaban el puesto que cada cual ocuparía en la mesa estaban impresas con letras en relieve de color plata, y el techo se hallaba cubierto de cintas blancas y plateadas. En el gran salón —que al mismo tiempo servía de bar— contiguo al comedor había unas enormes letras plateadas pintadas en el espejo instalado detrás de la barra.

 

«BODAS DE PLATA – EDWARD CULLEN - 25 AÑOS EN LAS LISTAS DE ÉXITOS.»

 

Gene, que era quien se encargaba de mis relaciones públicas, me sonrió.

—Ésta va a ser la mejor de todas sus fiestas. Hemos contratado dos bandas de música, una de ellas de rock, la otra más tranquila. Después de la cena habrá un espectáculo con una docena de chicas que hemos traído del «Casino de París» de Las Vegas. Y hemos hecho la mejor lista de invitados de la ciudad. Son todos de primera. Desde personalidades del cine y de la televisión, hasta políticos y personajes de la alta sociedad. Cien invitados en total. E incluso he instalado dos mesas para los chicos de la Prensa. Vienen de todas las partes del mundo para cubrir el acontecimiento. Prensa, Radio y Televisión. Kristen y yo nos hemos roto la cabeza para colocar las tarjetas de la forma más adecuada en las mesas. ¿Le gusta?

Me eché a reír y lo abracé.

— ¿Ni siquiera me saludas?

Él me miró y se echó a reír también.

—Tiene usted un aspecto estupendo —me dijo—, ¿Qué ha hecho para conseguirlo?

Sonreí.

—Un poco de maquillaje —le confié—. Pero tienes razón. Esto es estupendo.

Cuando ya habían transcurrido tres cuartas partes de la cena, miré hacia el otro lado de la habitación. Gene tenía razón. Todo el mundo estaba allí. Y yo me sentía afónico y casi sin voz después de tantos saludos y entrevistas por las que había tenido que pasar. Me encontraba bastante fatigado. El día había sido muy largo y el cansancio empezaba a hacer sentir su efecto.

Al otro lado del comedor distinguí a Kurt Niklas, quien le estaba diciendo algo al oído a Gene; luego éste se me acercó. Se inclinó y me habló en voz baja.

—Me dice Kurt que abajo hay un anciano  con un aspecto muy distinguido. Dice que es un antiguo amigo suyo. Por lo visto el viejo lleva un smoking precioso, varios anillos y los gemelos de diamantes más grandes que ha visto en su vida después de los de Sammy Davis. Dice que viene de Irlanda, o algo así.

— ¿Cayo? —le pregunté lleno de curiosidad.

Gene hizo un gesto afirmativo.

—Hazlo subir —le dije.

—Trae con él a una chica negra impresionante.

—Tráelos a los dos y dile al camarero que coloque dos sillas aquí, a mi lado.

— ¿Qué sucede? —me preguntó Kristen una vez que Gene comenzó a alejarse.

—Abajo hay un amigo mío de mucho tiempo atrás —le dije—. No recuerdo si te he hablado de él alguna vez.

Los camareros estaban sirviendo los postres y el café cuando Gene condujo a Cayo y a la chica hasta mi mesa. Yo ya me había puesto en pie. Nos dimos un fuerte abrazo. Le miré a la cara. Aquel hombre apenas había cambiado, no se le veía ni una sola arruga. Pero la larga cabellera se le había vuelto blanca. Le miré a los ojos. El viejo estaba llorando.

—Cayo

—Edward —dijo él lentamente—. Edward, hombre, ni siquiera sabía si te acordarías de mí.

—Eres un loco hijo de puta —le dije—. ¿Cómo no voy a acordarme de ti? —Me volví hacia Kristen. Realmente me encontraba casi sin voz—. Kristen, éste es Cayo, un viejo amigo. Cayo, te presento a mi esposa Kristen.

Ella se puso en pie y le tendió la mano. Cayo la tomó entre las suyas y se inclinó para besarla.

—Kristen, gracias por haberle hecho tanto bien a este hombre. Era un buen chico y yo lo quería de verdad.

—Me alegro mucho de conocerle —dijo Kristen—. Por favor, siéntese con nosotros.

—No, no —se excusó rápidamente Cayo—. No quiero ser el intruso de la fiesta. Sólo quería ver a este hombre una vez más y decirle lo orgulloso que me siento de él.

—Por favor, siéntese con nosotros —insistió Kristen—. Además, ya están apagando las luces; el espectáculo va a empezar de un momento a otro. Siéntese ahí, al lado de Edward.

Cayo hizo una inclinación de cabeza.

—Gracias, Kristen. —Señaló a la chica que lo acompañaba—. Ésta es Lolita, mi chica más joven.

—Hola —saludó la muchacha.

Yo recordaba aquel tono en la voz de Cayo. El tiempo no lo había transformado.

—Ahora, Lolita —le indicó con suavidad—, vas a saludar a mis amigos como una chica educada. Exactamente de la manera en que te ha enseñado tu mamá.

—Encantada de conocerla, señora Cullen. Y a usted también, señor Cullen —dijo Lolita haciendo una ligera inclinación.

No pude evitar sonreír mientras se sentaban. Todas las luces de la estancia se apagaron. Entonces un joven vestido con un frac blanco y plateado subió al escenario.

—Señoras y caballeros —comenzó—, puesto que el señor Cullen ha llegado en el día de hoy de Francia, el «Casino de París» de Las Vegas tiene el placer de presentarles esta noche a sus chicas para que les ofrezcan a todos ustedes una de las más auténticas versiones del can—can.

La orquesta empezó a sonar y las chicas salieron volando al escenario. Edward le habló a Cayo en un susurro.

— ¿Dónde demonios has estado metido?

—Me retiré. Ahora vivo en Cleveland —contestó el viejo también en voz baja—. Tengo un apartamento en Honolulú para pasar el invierno. Estos viejos huesos ya no pueden soportar el frío. Me enteré casualmente de lo de tu fiesta al oír la noticia por televisión, en el hotel. Estaba aquí de paso, en una escala del avión.

—Me alegro de verte —le dije.

—He leído todos tus libros. Cuando me jubilé tuve tiempo para leerlos todos. Hasta el primero, aquel que escribiste sobre mí.

—Mira el espectáculo —le dijo Edward riendo. Buscó la mano de Kristen y la apretó con fuerza—. Yo trabajaba para él cuando tú vendiste mi primer relato corto —le dijo al oído.

—Entonces él es...

—Sí —le susurró Edward—. El que salía en el libro.

Justo entonces sonó la fanfarria y empezó el paso final de la danza. Las muchachas entrelazaron los brazos en el escenario y levantaron la pierna con precisión doce veces; luego, de repente, le dieron la espalda al público y se subieron las faldas para enseñar el trasero. Los presentes comenzaron a aplaudir con entusiasmo. Los traseros desnudos llevaban impresa una letra en cada nalga, y en el último de ellos había un enorme signo de admiración de color plateado, por supuesto. Todas juntas formaban las siguientes palabras: ¡FELICIDADES, EDWARD CULLEN! Luego el escenario quedó a oscuras al tiempo que las chicas hacían mutis por el foro.

El aplauso continuaba cuando las luces se encendieron de nuevo. Edward se inclinó y besó a Kristen.

—Gracias —le dijo. Luego se volvió hacia Cayo, pero el viejo ya se había marchado.

Empezó a levantarse dispuesto a ir tras él. Kristen lo sujetó con la mano.

—Deja que se vaya —le dijo suavemente—. Quería compartir un recuerdo contigo, y ya lo habéis hecho.

—Pero...

Kristen lo interrumpió.

—Aquél era otro mundo. No se lo estropees. Éste no es su mundo.

Edward se quedó callado.

— ¿Acaso es el mío? —le preguntó por fin él al cabo de unos instantes.

—Tu mundo, amor mío, está donde tú quieras que esté. Siempre podrás crearlo con tu forma de escribir y en él estaremos quien tu quieras que este.

 

 Fin

Capítulo 39: CAPÍTULO 38

 
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