EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55498
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 3: CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 2

Aro Vulturi medía casi un metro setenta, tenía el rostro enjuto y unos ojos inexpresivos que solía llevar ocultos bajo el ala del sombrero de fieltro que se ajustaba a la cabeza. Había otros dos hombres sentados a su lado ante la mesa redonda cuando Edward se instaló al lado de su padre.

—Así que tú eres el escritor —le dijo a Edward con una voz sorprendentemente aguda.

—Sí, señor —respondió éste.

Vulturi miró al padre de Edward.

—Es un chico con buena presencia, Carlisle. ¿Cuál es el problema?

—Lo han clasificado como Uno-A y su madre está a punto de volverse loca.

— ¿Lo han llamado ya para el reconocimiento médico?

—Sí —dijo Carlisle—. Lo han citado dentro de tres semanas.

Vulturi se quedó en silencio durante un momento.

— ¿En «Grand Central»? —Preguntó al fin—. Entonces va a resultar más caro. Habría sido más sencillo si lo hubieran llamado desde una oficina de reclutamiento local.

— ¿Pero se puede hacer? —le preguntó Carlisle con ansiedad.

—Todo se puede hacer —indicó Vulturi—. Pero ya te digo que será bastante caro.

— ¿Cómo de caro? —le preguntó el padre de Edward.

—Dos de los grandes al contado y el veinticinco por ciento de los beneficios del Banco en lugar del diez que me venías dando hasta ahora.

Edward miró a su padre.

—No vale la pena, papá. Tengo cuatro posibilidades sobre diez de convertirme en un Cuatro-F.

—Grosser K'nocker —dijo su padre, enfadado—. ¿Qué te hace estar tan seguro?

Edward guardó silencio y entonces Carlisle se volvió hacia Vulturi.

— ¿No hay otra solución, Aro?

Aro hizo una pausa y movió la cabeza negativamente de un lado a otro. Miró a Edward, pero cuando habló lo hizo dirigiéndose a Carlisle.

— ¿Tiene algún empleo?

—No —repuso Carlisle—. Trabaja en casa. Tiene una máquina de escribir en la habitación.

— ¿Es capaz de trabajar en un almacén? —le preguntó Aro.

— ¿Qué clase de almacén? —inquirió Carlisle a su vez.

—Es un sitio limpio —le aclaró Aro—. Todo lo que tiene que hacer es coger los mensajes telefónicos y, de vez en cuando, repartir algún paquete.

Carlisle permaneció callado.

—Ello hará que nos resulte más fácil cambiarle la clasificación —continuó Vulturi—. El almacén está en Manhattan, y si tu hijo se consigue una habitación por allí podríamos hacer que los papeles de reclutamiento se perdieran y darle otros nuevos bajo algún alias. —Miró a Edward—. ¿Te importaría trabajar con un shvartzer?

Edward negó con la cabeza.

—No, no me importa.

—Ganarás veinticinco dólares a la semana.

—Eso lo hace aún más atractivo —comentó Edward—. Pero, ¿me quedará tiempo para escribir?

—Tendrás todo el tiempo que quieras —afirmó Aro—. Los clientes no entran nunca en el almacén.

—No quiero que mi chico vaya a terminar en la trena —apuntó el padre.

—Carlisle, ¿crees que yo te haría una cosa así? —le dijo Aro.

—Ya sé que no —respondió Carlisle—, pero a veces las cosas no salen como uno piensa.

—Te lo garantizo —dijo Aro—. Y si confías en mí puedes olvidarte del veinticinco por ciento del Banco; volveremos a la cantidad de antes.

— ¿Y los dos grandes? —presionó el padre de Edward.

—Eso tendrás que pagarlo. El dinero no es para mí, sino para los muchachos que se ocupan del papeleo.

Carlisle se quedó pensando durante un momento y luego le ofreció la mano al otro.

—Trato hecho.

Aro se la estrechó; después se volvió hacia Edward.

— ¿Tienes aquí la tarjeta de reclutamiento y el aviso para el reconocimiento?

—Sí, señor —dijo Edward.

—Dámelos.

Edward sacó los papeles del bolsillo y se los entregó por encima de la mesa. Aro los examinó durante un momento y se los dio a uno de los hombres que estaban sentados a su lado, quien se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Kronowitz —dijo Aro—. Tendremos que cambiarte de nombre. ¿Se te ocurre algún otro?

—Edward Cullen es el seudónimo con el que firmo todo lo que escribo —le indicó Edward.

—Ése servirá —asintió Aro. Se volvió hacia el hombre que tenía al lado—. Toma nota.

El hombre hizo lo que el otro le indicaba.

Aro se volvió de nuevo hacia Edward.

—Apunta el nombre y la dirección que te voy a dar. Mañana a las diez de la mañana tienes que estar allí. —Aguardó a que Edward sacase una pluma y una pequeña libreta—. «Caribbean Imports», en la esquina de la calle Cincuenta y tres y la Décima Avenida. Pregunta por un hombre que se llama Cayo. Puedes conseguir el número de teléfono en la guía.

—Sí, señor —dijo Edward.

— ¿Algo más, Carlisle? —le preguntó Aro.

—Nada más. Gracias, Aro —le dijo Carlisle—. Te estoy muy agradecido.

—Para eso están los amigos —le indicó Aro. Se puso en pie y lo mismo hicieron los dos hombres que lo acompañaban—. Saldré por la cocina —dijo; luego se volvió hacia Edward—. Buena suerte, muchacho.

—Gracias, señor Vulturi —repuso éste.

Su padre esperó a que Vulturi y los amigos que lo acompañaban se hubieran marchado, y luego miró a su hijo.

—Si por mí fuera te habría dejado ir al Ejército para que te matasen.

Edward se quedó en silencio.

Carlisle lo miró y movió tristemente la cabeza de un lado a otro.

— ¿Quieres comer?

—No, gracias. Mamá me obligó a desayunar justo antes de venir aquí.

El padre se puso en pie. Era un hombre alto y corpulento, de casi un metro noventa de altura.

—Entonces vámonos. Es jueves, y las tardes de los jueves siempre hay mucho trabajo.

Jake se acercó presuroso a la mesa.

— ¿Qué os creéis que es esto? ¿Una sala de reuniones? —se quejó—. Nadie come.

Carlisle lo miró con desprecio. Luego arrojó un billete de diez dólares sobre la mesa.

—Esto te compensará —dijo. Y salió del local.

Edward se detuvo a la puerta del restaurante y miró a su padre.

—He de irme. Tengo una cita en la revista.

— ¿No se te ocurre nada más que decir?

Edward alzó la mirada hacia su padre; luego se puso de puntillas y lo besó en los labios.

—Gracias, papá.

En los ojos de Carlisle se veía el brillo producido por las lágrimas que pugnaban por salir.

—Hasta la noche, tateleh.

 

 

Salió de la estación de Metro de la calle Canal. El traqueteo de los camiones que iban y venían por el túnel Holland era ensordecedor. Se detuvo en la esquina y esperó a que cambiaran las luces de semáforo para cruzar a la acera de enfrente. Allí se hallaba el edificio donde estaban emplazadas las oficinas de la revista.

El edificio era un antiguo almacén completamente remozado, aunque el viejo montacargas se utilizaba ahora también para las personas. El ascensorista levantó la verja de tela metálica para permitirle subir. Edward dejó el ascensor en la quinta planta y cruzó las puertas de cristal opaco de las dependencias de la revista. Un sencillo letrero pintado en negro rezaba: Searchlight Comics.

Caminó por el largo pasillo. A un lado, junto a las ventanas, se hallaba el departamento artístico. Allí los ilustradores y artistas trabajaban inclinados sobre los tableros de dibujo y los caballetes. A lo largo del pasillo, pero en la parte interior, se hallaban los despachos que ocupaban los empleados de la editorial así como los del departamento de administración. Los despachos, sin puerta y con forma de cubo, estaban alineados uno junto al otro como si fueran las celdas de una prisión, pero con paredes de cristal. Se detuvo y miró hacia el interior de uno de los despachos.

El señor Hazle, el redactor jefe del grupo de revistas, estaba casi oculto detrás de una enorme pila de manuscritos y trabajos artísticos que tenía sobre el escritorio. Miró a Edward por encima de ellos y le hizo una seña para que entrase.

—Pasa, Edward —le dijo—. Precisamente estaba pensando en ti.

Edward sonrió.

—Hola, señor Hazle. Supongo que hoy habrá algún cheque para mí.

—Tendrás que esperar un día más —le indicó el señor Hazle mientras le escudriñaba a través de las gafas redondas con aquellos ojos de lechuza que tenía en la parte delantera de la calva cabeza—. La razón por la que deseaba hablar contigo es para decirte que nos ha gustado mucho tu artículo para Spicy Adventure (aventura picante).

—Eso está muy bien —dijo Edward, que seguía de pie. En aquella reducida oficina no había sitio más que para una silla.

—He estado hablando con el jefe —continuó Hazle—. A él también le ha gustado, pero dice que mil quinientas palabras son demasiadas para una historia de ese tipo. Con las ilustraciones ocupará diez páginas, y no tenemos espacio para ello. Hemos puesto un límite de cinco páginas por cada artículo.

— ¿Y qué vamos a hacer? —le preguntó Edward.

—El jefe dice que le ha gustado tanto que quiere que lo conviertas en un serial; quizá de unos veinte capítulos, uno en cada número.

Edward lo miró.

—Mil doscientas palabras por capítulo a un centavo cada palabra, sólo son doce dólares por historia. Sé que los dibujantes ganan más que eso. Sacan veinticinco dólares por página.

—Así es esta revista —le dijo Hazle—. Nuestros compradores no leen, sólo les apetece mirar esos dibujos a base de culos y tetas.

—Aun así, yo debería ganar más —dijo Edward.

—Tengo una idea. Al jefe le ha gustado la historia, especialmente el personaje femenino, Honey Darling. Quizá pueda convencerle para que lo conviertas en varios artículos largos que salgan sucesivamente uno cada mes, en aventuras diferentes en las que intervenga siempre Honey Darling. De ese modo te pagará a dos centavos por palabra, y las historias largas alcanzan las setecientas cincuenta palabras. Con eso sacarás quince dólares al mes y no te impedirá escribir otras colaboraciones para nosotros.

— ¿Cree usted que el jefe estará de acuerdo?

—Iré ahora mismo a preguntárselo —dijo Hazle—. Sólo tienes que darme tu palabra de que estás de acuerdo.

—La tiene —le dijo Edward.

—Espérame en una de esas sillas que hay en el pasillo. Volveré dentro de unos minutos.

Edward se instaló en el pasillo mientras Hazle se encaminaba al extremo del mismo y entraba en el único despacho cerrado que había en toda la planta. Edward sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno. Dio una profunda chupada y observó a la chica que estaba sentada ante una máquina de escribir al lado del corredor.

Ella le dirigió una rápida mirada y luego continuó escribiendo a máquina. Edward siguió mirándola mientras se fumaba el cigarrillo.

Un momento más tarde la muchacha se volvió hacia él y lo llamó.

— ¿Es usted Edward Cullen?

El asintió.

—Me lo parecía —dijo ella—. He leído la mayor parte del material que nos envía. Es usted bastante bueno, quizás el mejor escritor que ha pasado por aquí. Hasta el mismo Hazle lo reconoce.

—Eso está muy bien —dijo Edward.

—Es usted demasiado bueno para trabajar aquí —continuó la muchacha—. Debería probar suerte en otras revistas de más calidad.

—No tengo las relaciones necesarias. Se necesitan buenos contactos, de otro modo ni siquiera leen los relatos.

—Entonces tendría que buscarse un agente.

—Para eso también se necesitan influencias. Los agentes no quieren desperdiciar el tiempo con principiantes.

Ella lo miró durante un momento.

—Voy a darle el nombre de un agente que conozco —le indicó—. Pero no le diga a Hazle que he sido yo quien se lo ha dado.

—No lo haré, se lo prometo.

La muchacha miró por encima del hombro para asegurarse de que Hazle no se acercaba. Luego mecanografió rápidamente el nombre en una hoja de papel y se la tendió a Edward a través del pasillo.

—Métasela en el bolsillo. ¡Rápido! —dijo evidentemente nerviosa.

— ¿Cómo se llama usted? —le preguntó Joe al tiempo que se guardaba la hoja de papel.

—También le he apuntado ahí mi nombre y el número de teléfono —dijo ella—. Pero llámeme sólo los domingos. Es el único día de la semana que tengo libre.

—Muy bien, la llamaré. Muchas gracias.

La muchacha volvió a la máquina de escribir al ver que Hazle regresaba por el pasillo. Edward levantó la mirada hacia aquel hombre calvo.

—El señor Kahn quiere verte —le dijo Hazle.

Edward siguió al redactor jefe hasta la única oficina cerrada. No era muy grande, pero en uno de los lados había cuatro ventanas. Las paredes estaban forradas de madera imitando caoba y había una mesa de despacho fabricada con el mismo material. En las paredes se podían ver colgadas algunas ilustraciones que habían sido portadas de la revista.

El señor Kahn era un hombre grande y jovial con la cabeza poblada por una espesa mata de pelo; llevaba unas gafas enormes con montura de carey. Se levantó y le ofreció la mano.

—Edward —dijo con voz de barítono—, me gusta conocer a escritores de talento, y considero que usted es uno de los mejores que tenemos.

—Gracias, señor Kahn —le dijo Edward.

—Le he dicho a Hazle que estoy de acuerdo con ese trato. Tiene usted los dos centavos por palabra. Nos gusta recompensar el talento.

—Gracias, señor Kahn.

—No hay de qué, Edward —dijo el editor—. Venga por aquí siempre que quiera verme. Somos como una gran familia. —Volvió a sentarse detrás del escritorio—. Lástima que no podamos charlar durante más tiempo, pues hay mucho trabajo por hacer.

—Lo entiendo, señor Kahn. Y gracias de nuevo —dijo Edward mientras seguía a Hazle hasta el pasillo.

Hazle entró de nuevo en aquel pequeño despacho semejante a una celda.

—Habría apostado cualquier cosa a que aceptaría —dijo sonriendo.

— ¿Por qué estaba tan seguro? —le preguntó Edward.

— ¿Recuerdas la escena del relato en que el árabe le corta el sostén a Honey Darling con la cimitarra para que las tetas se le muevan en libertad?

—La recuerdo.

—El señor Kahn me dijo que al imaginarse aquella escena tuvo la erección más grande que había experimentado desde que leyera Aphrodite, de Pierre Lovy.

—Entonces quizá debería usted haberle pedido tres centavos por palabra —le comentó Edward riendo.

—Sólo es cuestión de tiempo —le aconsejó Hazle—. Ahora hay que ponerse a trabajar. Primero tienes que dejar a punto para la imprenta las mil quinientas palabras convirtiéndolas en tres relatos de setecientas cincuenta palabras cada uno.

 

Capítulo 2: PRIMERA PARTE Capítulo 4: CAPÍTULO 3

 
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