EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
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Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

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Capítulo 35: CAPÍTULO 34

Capítulo 34

Cuando días más tarde Edward se hallaba en el aeropuerto de Niza esperando a Kristen, que llegaba en un vuelo que hacía escala en París. La campanilla resonó en los altavoces del aeropuerto antes de que una voz femenina, primero en francés y luego en inglés, se hiciera oír por ellos. El avión de Kristen traía dos horas de retraso a causa de las malas condiciones climatológicas reinantes en el aeropuerto de París.

Edward levantó la vista hacia el panel horario situado debajo de un gigantesco reloj. Eran las nueve. La llegada del vuelo, prevista para las nueve treinta, se posponía ahora hasta las once treinta. Lanzó una maldición para sus adentros. Se dirigió al bar-restaurante y se sentó a una mesa. Con cuidado colocó sobre ella las dos docenas de rosas que le había comprado a Kristen y miró al camarero.

—Un whisky escocés con agua.

El camarero movió la cabeza en sentido negativo.

—En las mesas hay que pedir comida, señor.

—Pero yo ya he desayunado —le indicó Edward—. ¿Qué me sugiere que haga?

Y le dio al camarero un billete de cien francos.

—En vista de las circunstancias, señor —dijo éste—, le traeré dos «Scotch» dobles con agua.

—Estupendo.

Miró al exterior del aeropuerto. Había ya un buen número de personas esperando el vuelo que llegaba de París. Al parecer estaban acostumbrados a los retrasos, pues se lo habían tomado con mucha paciencia.

El camarero le llevó los dos whiskies con agua y los puso sobre la mesa. Edward se quedó mirándolos. Levantó uno de los vasos y probó el contenido. El whisky era muy fuerte. A ese paso, cuando Kristen llegase él ya estaría borracho como una cuba. Decidió dar cuenta de las copas y se puso a meditar acerca de lo sucedido en los últimos días.

A las dos de la tarde había llegado a la villa de Gianpietro de regreso de Saint—Tropez. El hombre que se encargaba de la casa salió a recibirle al verlo bajar de un taxi.

—Bon jour, monsieur Cullen —le había dicho a modo de saludo—. Monsieur Gianpietro está al teléfono. Pregunta por usted.

Edward pagó al taxista y siguió a aquel hombre hasta un teléfono situado en el vestíbulo principal.

— ¿Franco? —dijo Edward.

—Edward, amigo mío —le contestó Gianpietro—, El encargado me ha dicho que se había ido a Saint-Tropez con las chicas.

—Sí, pero aquel sitio no era para mí —le explicó Edward—. No había forma de poder trabajar.

—Estará mucho más cómodo ahí, en la villa —le aseguró Gianpietro.

—Probablemente —dijo Edward—. He estado recapacitando" sobre su amable ofrecimiento y he llegado a la conclusión de que no puedo proporcionarle la clase de argumento que usted desea para Mara. Así que he decidido marcharme y empezar a trabajar en mi próxima novela.

—Es posible que tenga usted razón —convino Gianpietro con un manifiesto alivio reflejado en la voz—. Mara se comporta a veces como un auténtico coñazo. Y además no se toma el trabajo con seriedad. Lo único que quiere es que los demás se lo den todo resuelto.

—No parece estar usted muy contento con ella —apuntó Edward—. Espero que yo no tenga nada que ver con esa actitud.

—En absoluto —le dijo el italiano, tranquilizador—. De hecho, ya hace bastante tiempo que tengo puesto el ojo en otra chica. Creo que Mara va a llevarse una buena sorpresa a no tardar.

—Lo siento —dijo Edward—. ¿Me da usted permiso para llamar por teléfono a mi director de edición, a los Estados Unidos? Mañana pienso irme de la villa.

—Todo lo que quiera, amigo mío, ya lo sabe —le dijo el italiano—, Y, por favor, si necesita cualquier cosa, no dude en acudir a mí.

—Gracias, Franco. Lo tendré en cuenta. Arrivederci. —Edward colgó el teléfono y se volvió hacia el hombre que se cuidaba de la casa—. S'il vous plaît —le pidió utilizando todo el francés que sabía—, ¿podría usted pedir por mí una conferencia con Nueva York?

El encargado asintió.

—Avec plaisir —le contestó al tiempo que le entregaba a Edward un pequeño bloc y un lápiz—. Escriba aquí el número, por favor —dijo mientras descolgaba el teléfono.

Edward escribió en el bloc el número de Kristen y se lo devolvió. El hombre habló rápidamente con la telefonista y esperó un rato hasta recibir la respuesta. Edward oyó una aguda voz femenina que sonaba a través del hilo.

—Las líneas están ocupadas en este momento. Tardarán un par de horas en darle la conferencia.

—Está bien —dijo Edward—. Esperaré.

El hombre añadió algunas palabras por el auricular, y luego lo colocó de nuevo en su sitio.

— ¿Desea usted algo más, monsieur.

—Me marcho mañana de la villa —le comunicó Edward—. ¿Cuál es el mejor hotel de Niza?

—El «Negresco», monsieur.

— ¿Cree usted que podría conseguir allí una habitación doble para unos cuantos días?

—Será difícil, monsieur. Estamos en plena temporada y suele estar completo.

— ¡Maldición! —Dijo Edward—. ¿Y no sabe usted ninguna forma de arreglarlo?

—Mi cuñado trabaja en la conserjería. A lo mejor él puede hacer algo.

—Hable con su cuñado —le dijo Edward—. Dígale que le daré cincuenta dólares si me consigue una habitación.

—Haré todo lo que esté en mi mano, monsieur —le prometió aquel hombre.

—Gracias —le dijo Edward al tiempo que le ponía en la mano un billete de diez dólares—. Estaré en la casa de invitados haciendo el equipaje. Cuando den la conferencia con Nueva York, pásemela allí.

Nada más entrar en la casa de invitados sonó el teléfono. Era el hombre que cuidaba de la villa.

—He hablado con mi cuñado y ya tiene hecha la reserva a su nombre.

—Estupendo —dijo Edward—. Muchas gracias.

—Ha sido un placer para mí, monsieur. Y también tendré mucho gusto en llevarle mañana en coche al hotel.

—Gracias de nuevo —dijo Joe. Y colgó el teléfono.

Se acercó al armario y sacó la maleta. La colocó sobre la cama y se quedó mirándola fijamente. De repente se sintió muy cansado.

El viaje desde Saint-Tropez había sido bastante largo y el calor había estado a punto de aniquilarlo. De forma casi automática se tendió en la cama y se quedó dormido.

El sol entraba a raudales por la ventana que quedaba justo enfrente de la cama. Se despertó y miró el reloj. Había dormido durante casi una hora y media. Se refrescó la cara con agua y empezó a sentirse mejor. Cogió el teléfono. El encargado de la villa contestó.

— ¿Todavía no se sabe nada de mi llamada a Nueva York? —le preguntó.

—No, señor —El hombre se mostraba muy educado—. ¿Le apetece a monsieur comer algo?

De repente Edward se dio cuenta de que no había tomado ni un bocado a la hora de comer.

—Sí, me gustaría tomar algo.

—He preparado unos bocadillos de pollo y otros de rosbif. ¿Qué prefiere para beber, vino o cerveza?

— ¿Tiene usted «Coca-Cola»?

—Claro, señor —La voz de aquel hombre denotaba que se había quedado un poco sorprendido por la petición.

—Pues eso quiero —dijo Joe—. Que esté muy fría. Y póngale una buena cantidad de hielo.

—Ahora mismo se lo llevo, monsieur.

Edward colgó el teléfono y empezó a desabrocharse la camisa.

Estaba empapada de sudor. Antes de que acabara de quitársela, sonó de nuevo el teléfono.

—La condesa Baroni, monsieur —le dijo el encargado.

Edward se quedó extrañado.

— ¿Es para mí?

—Ha preguntado por usted, monsieur.

—Muy bien —dijo Edward. Oyó un ruido por el auricular que indicaba que le estaban pasando la llamada—. ¿Diga?

—Aquí Anna Baroni —resonó en su oído la voz de la condesa—. ¿Qué haces ahí viviendo con ese gángster?

—Quería que le diera alguna idea. Pretende hacer una película con su novia como protagonista —le explicó Edward—. Pero no puedo hacer nada, así que he decidido marcharme mañana por la mañana. Voy a reunirme con mi director de edición para empezar a trabajar en el próximo libro.

La condesa se echó a reír.

—Tu director de edición, ¿es hombre o mujer?

—Mujer —repuso Edward esbozando una sonrisa.

—Tenía que habérmelo imaginado —comentó la condesa—. ¿Es guapa?

Edward se quedó pensando durante unos instantes.

—No es eso exactamente —dijo al fin—. Además de ser guapa, tiene estilo.

—Hablas como un escritor. A propósito, y por si no lo sabías, te comunico que yo soy tu editora en Italia. La editorial italiana que va a encargarse de publicar tu novela es de mi propiedad.

— ¿Ha leído usted el libro? —le preguntó Edward.

—No —respondió ella con toda franqueza—. No tengo la paciencia suficiente. Pero el motivo de mi llamada es para invitarte a pasar el fin de semana en mi yate.

Edward vaciló.

—Me encantaría acompañarla, pero mi director de edición es una mujer muy conservadora.

La condesa se echó a reír de nuevo.

—El grupo de personas que habrá en el yate son gente bastante tranquila. A lo mejor esa mujer incluso se lo pasa bien allí. El director de mi editorial y su esposa también se encontrarán a bordo.

—Se lo agradezco —dijo Edward—. Pero es que aún no conozco la fecha exacta de su llegada. A lo mejor no nos da tiempo. La espero mañana o durante el fin de semana.

—De todos modos, llámame —dijo la condesa—. Siempre podéis alcanzarnos en el yate. Sólo tienes que llamar por teléfono a la oficina del práctico del puerto de Antibes. Él me pasará la llamada al barco.

—De acuerdo —convino Edward—. Tendrá noticias mías el viernes. Y gracias otra vez.

—Ciao —se despidió ella riendo. Y colgó.

Tardaron dos horas en darle la conferencia con Kristen. Para entonces Edward ya había guardado todas sus cosas en la maleta y la había cerrado. La voz de Kristen sonaba medio dormida.

— ¿Te he despertado? —le preguntó él.

—Sí. Aquí es más de medianoche. —Ahora ya se había despertado del todo. Un matiz de preocupación se reflejó en la voz—. ¿Pasa algo malo?

 

Nada —respondió Edward—. Mejor dicho, sí. Todo está mal mientras tú no vengas.

—Aún no estamos a día diez. Te dije que no me llamaras hasta entonces.

—Ya lo sé. Hoy es día cinco. Pero seguro que ya has decidido lo que piensas hacer. Estoy en Niza. He tenido que esperar seis horas para que me dieran esta conferencia. Quiero que vengas a la mayor brevedad posible. El día diez se habrá convertido en el quince cuando llegues aquí, y antes de que nos demos cuenta se habrán terminado las vacaciones.

— ¿Has empezado a trabajar en el libro?

—No —respondió Edward—. He andado por ahí tirándome pedos con un productor italiano. Finalmente he llegado a la conclusión de que el asunto no me conviene. Prefiero trabajar en el libro, pero necesito tu ayuda para ponerme en marcha.

Kristen se quedó callada.

—Y además, quiero estar contigo —añadió Edward.

La muchacha lanzó un suspiro.

—No deseo ser una chica más para ti.

—No eres sólo una chica más —le aseguró Edward—, Para mí tú eres algo muy especial. Ahora estoy seguro de ello. Todas las demás ya pertenecen al pasado. He estado engañándome a mí mismo. Te he llamado porque te necesito. No sé qué haré, pero lo que sí puedo asegurarte es que no quiero escribir más guiones. Deseo ser un escritor de verdad. Y no sólo te necesito como persona, sino también para que me ayudes a trabajar.

— ¿Lo que dices es en serio? —le preguntó Kristen con voz dulce.

—Sí.

— ¿Cuándo quieres que vaya?

—Me gustaría que lo hicieses mañana mismo.

—Hoy es martes —le recordó Kristen—. ¿Qué te parece el viernes?

—Lo tendré todo arreglado para entonces. Iré a esperarte al aeropuerto de Niza. Llámame al hotel «Negresco» cuando tengas los billetes. Date prisa.

—Edward —le dijo ella—. No querría arrepentirme.

—No te arrepentirás —repuso él—. Te lo prometo.

 

 

El cuñado del hombre que se encargaba de cuidar la villa de Gianpietro tenía buena mano en el hotel. A Edward le dieron una de las mejores habitaciones. Estaba situada en el quinto piso y tenía dos amplias puertas de cristal que se abrían a una terraza sobre la inmensa explanada que son las playas del Mediterráneo. Edward se fijó en las dos camas gemelas.

El empleado que le acompañó hasta la habitación sonrió.

—A l'americaine —dijo—. La mayor parte de nuestros clientes americanos prefieren camas separadas.

Edward sonrió a su vez.

—A mí me da igual.

Le entregó al empleado cien francos de propina y asintió cuando aquel hombre le dio las gracias. Poco rato después llegó el mozo con las maletas, y tras él otro empleado que le deshizo el equipaje y colocó la ropa en el armario. Edward se dio cuenta de que los billetes de veinte francos se le marchaban volando como aviones de papel. Pero la impresión era buena. El servicio era excelente aunque resultara muy caro.

Abrió la máquina de escribir portátil y la colocó sobre la mesa que había al lado de la ventana. Sacó varias hojas de papel del portafolios. Se le había ocurrido una idea para la novela. No le importaba que todo el mundo dijese que ya había demasiadas novelas sobre Hollywood; ésta sería una historia como nadie había escrito antes, una historia de alcohol, drogas y prostitución. No tendría nada que ver con el mundo del cine.

El teléfono sonó. Era Kristen.

— ¿Te va bien el viernes por la mañana? —le preguntó.

—Perfecto.

— ¿Qué estás haciendo? —inquirió la muchacha después de darle los detalles del vuelo.

—Estoy intentando emborronar algunas cuartillas para enseñártelas cuando llegues. No quiero que dé la impresión de que intento engañarte.

—Eso está muy bien —comentó Kristen.

—Ahora aquí estamos en plena temporada —dijo él— y todos los hoteles se encuentran llenos. Pero he tenido suerte. He logrado que me dieran una de las mejores habitaciones con vista al mar.

—Debe de ser muy bonito.

—Sólo hay un problema. Tiene camas gemelas.

Kristen se quedó callada durante un momento.

—Recuerda que yo pasé dos años en Francia. Sé cómo arreglármelas en esas circunstancias.

Edward se echó a reír.

—Confío en que yo también sepa. Iré a esperarte al aeropuerto. Estoy realmente emocionado.

—Yo también —le confesó ella.

Edward colgó el teléfono y luego se quedó contemplando la máquina de escribir. Ya había escrito cuatro páginas. Miró el reloj. Eran las ocho de la tarde y aún brillaba el sol. De pronto se sintió hambriento. No había comido nada al mediodía. Llamó al conserje.

Éste le reconoció enseguida por la voz.

—Soy Max, señor Cullen. Nos hemos conocido cuando mi cuñado lo trajo a usted aquí.

—Ah, sí, Max. ¿Qué restaurante me sugiere para cenar?

—El restaurante del hotel es muy bueno, monsieur—le contestó el otro.

—Estupendo —dijo Edward—. ¿Puede reservarme una mesa para las nueve?

—Por supuesto, monsieur. ¿Para usted solo?

—Sí —contestó Edward.

—Muy bien, monsieur. Gracias.

El auricular produjo un chasquido al cortarse la línea. Edward colgó el aparato. Se duchó, se vistió, y ya se disponía a marcharse cuando el teléfono volvió a sonar. Era Rose.

— ¿Edward?

—Sí —respondió éste.

—Mara quiere que vuelvas a la villa.

—Dile que se vaya a la mierda.

—Asegura que Gianpietro se enfadará cuando se entere —le explicó Rose.

—Miente —dijo él llanamente—. Ayer hablé con él y no tuvo ningún inconveniente en que me marchase.

La muchacha se quedó callada durante unos momentos.

— ¿Qué vas a hacer? —le preguntó.

Edward decidió mentir un poco.

—Mi director de edición llega mañana por la mañana de Nueva York. Luego empezaremos a trabajar los dos juntos en un libro nuevo.

—Lo siento Edward —dijo la muchacha—. Me gustas de verdad. Lamento que todo esto haya terminado así.

—A mí también me gustas mucho —le comentó él—. Nos lo hemos pasado muy bien. Quizá tengamos otra ocasión.

—Eso espero —dijo Rose sinceramente—. Te deseo buena suerte.

Edward se fue a cenar.

La campanilla de los altavoces del aeropuerto sonó de nuevo. Edward pagó apresuradamente los whiskies. El avión de Kristen acababa de tomar tierra.

Capítulo 34: CAPÍTULO 33 Capítulo 36: CAPÍTULO 35

 
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