EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55463
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

DE ROBBINS

 

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Capítulo 31: CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 30

Edward estaba sacando el smoking blanco del armario cuando la muchacha salió del cuarto de baño. Se dio la vuelta para mirarla detenidamente.

Ella sonrió.

— ¿Te gusta? —le preguntó.

—Es precioso —dijo él—. Pero parece que vayas desnuda bajo el vestido.

—Es que estoy desnuda —le aclaró ella—. Es puro chifón de color carne con algunas cuentas; se adapta perfectamente a las curvas.

—Se te ve con toda claridad el coño y la raja del culo cuando te das la vuelta. Hasta se distingue el color púrpura de los pezones.

La muchacha se echó a reír.

—Eso es el maquillaje. También me he puesto polvos de purpurina plateada. Resulta muy excitante.

 Edward la examinó atentamente. La muchacha estaba maquillada por completo. Llevaba pestañas postizas y sombra de ojos de colores azul y oro; el colorete rosa le iluminaba los pómulos y tenía los labios pintados de rojo escarlata. Se había puesto una peluca de suaves rizos negros que le ocultaba su propio cabello, tremendamente ensortijado.

—Te pareces a una ramera de Harlem que conocí tiempo atrás.

— ¿Me encuentras sexy?

—Muchísimo —respondió él—. Mara se va a tirar de los pelos cuando te vea. No creo que se espere una competencia de esta clase.

La muchacha se echó a reír.

—Ya le expliqué por teléfono lo que pensaba ponerme. Le pareció bien. Ella va a llevar un vestido negro, de encaje, con un escote que por delante le llega hasta el coño y por detrás hasta la mitad de la raja del culo. Dijo que entre las dos dejaríamos a esa actriz americana fuera de combate.

—Nunca entenderé a las mujeres —observó Edward.

—Ni falta que hace. Limítate a pasarlo bien con ellas.

 

 

Los paparazzi llevaban todo el día como si estuviesen de maniobras. Vieri se acercó a Edward.

— ¿Cómo te las has arreglado?

Edward hizo un gesto extendiendo los brazos.

—Ha sucedido, eso es todo.

— ¿Te acuestas con las dos? —le preguntó el otro.

Edward sonrió y no contestó.

—Eres el hijo de puta con más suerte que conozco —dijo Vieri—. Éstas van a ser las mejores fotografías de toda la noche. Las venderé en toda Europa.

—Pues qué bien —le animó Edward—. ¿Ya ha venido Santini?

—Sí. Hace media hora más o menos. Esa chica americana parece un poco idiota. Lleva un simple vestido blanco de organza. Sólo tiene culo y unas tetas enormes; no resulta nada sexy, y además el blanco no sale bien en las fotografías.

Edward se echó a reír.

— ¿Ya sabe el novio de Mara que la has traído tú? —quiso saber Vieri.

—Lo ha arreglado él mismo en persona —le informó Edward—. El coche en el que hemos venido es suyo.

Vieri hizo un gesto de asentimiento.

—Bien —dijo—. Temía que fueras a meterte en problemas. Es un tipo duro.

—No te preocupes —le indicó Edward. Echó a caminar hacia las chicas que continuaban de pie en las escaleras posando para los fotógrafos—. Creo que es hora de entrar.

—Párate un momento cuando llegues al último escalón —le pidió Vieri—. Así podré haceros una foto con el coño de las chicas transparentándose a través del vestido.

—Concedido —dijo Edward. Subió hasta el final con las dos muchachas, se detuvo allí un momento con ellas y luego se dio la vuelta al mismo tiempo que el portero les abría la puerta.

La sala de la mansión era casi tan grande como un salón de baile y se hallaba completamente abarrotada de gente. Edward creyó reconocer a muchos de los presentes, pero no recordaba sus nombres. En un susurro, y tapándose disimuladamente la boca con la mano, Rose se los fue identificando uno a uno. Edward la miró, agradecido. Aquella chica era la secretaria perfecta.

Avanzaron con parsimonia hacia la sala; todo el mundo les besaba la mano a las muchachas. Edward le entregó la invitación al mayordomo con el nombre de las dos chicas escritos debajo del suyo.

El lacayo los anunció en voz alta.

—El dottore Edward Cullen, la signorina Mara Benetti y la signorina Rose Panzoni.

Bajaron por las escaleras hasta la sala de baile. Un camarero se acercó a ellos con una bandeja en las manos repleta de copas de champán. Edward se apresuró a coger sendas copas para sus acompañantes y otra para él.

—Salute.

Mara sonreía. Allí se encontraba a sus anchas. Sabía perfectamente que todos los presentes las miraban.

—Salute —le contestó a Edward. Y añadió en aquel su inglés con fuerte acento italiano—. ¿Has localizado ya a ese grandísimo hijo de perra?

—Aún no —dijo Edward con la sonrisa en los labios.

—Voy a sacarle los ojos —dijo Mara dulcemente—. Y también a esa putana que lo acompaña.

Joe se echó a reír.

—No te preocupes. Nadie se acuerda de ellos. Todos están cegados por el resplandor de tu belleza.

Mara asintió con el semblante muy serio.

— ¿Crees que soy más hermosa que ella?

—Sin duda alguna —se apresuró a decir Edward—. Eres la más hermosa de la fiesta.

Rose también se mostró de acuerdo.

—Si yo fuera un hombre me arrojaría ahora mismo a tus pies.

—Eres encantadora —dijo Mara sonriendo—. Y Edward también. Me alegro mucho de haberos invitado a la fiesta.

Rose y Edward cambiaron una rápida mirada. ¿Quién había invitado a quién? ¿Quién había sido invitado por quién? Sonrieron ligeramente.

—Yo también me alegro —dijo Edward.

En un extremo del salón había una orquesta, a cuyos sones la gente había empezado a bailar. El fresco aire de la noche penetraba por los grandes ventanales. En la habitación contigua había un buffet rebosante de comida y un gran número de invitados que hacían cola para cenar.

Un sirviente de uniforme se acercó a Edward.

—¿El dottore Cullen?

Edward asintió.

El sirviente le habló en italiano. Edward le dirigió una rápida mirada de auxilio a Rose, que se apresuró a traducir.

—Dice que a la contessa le gustaría que tú y tus invitadas fuéramos a sus habitaciones privadas.

Edward asintió de nuevo. Siguieron al sirviente a través del comedor hasta que llegaron a un estrecho pasillo. Luego subieron por unas escaleras al final de las cuales se hallaba otro corredor. El sirviente abrió una gran puerta de doble hoja y la cerró una vez que ellos la hubieron traspasado.

La contessa se hallaba sentada en un sillón muy grande, parecido a un trono, a la cabecera de una mesa que, como la del piso inferior, estaba muy bien surtida de comida. Era una mujer hermosa de modales imperiosos.

Le hizo una seña a Edward para que se acercase.

—   ¡Edward! —le saludó riendo—. El más brillante escritor americano y mi favorito.

Edward besó la mano que la mujer le tendía.

—Eccellenza —murmuró. Después se incorporó—. Ya conoce a mis amigas. La signorina Mara Benetti, una de las actrices de mi película, y mi ayudante, la signorina' Rose Panzoni.

La contessa asintió.

—Unas niñas muy guapas —dijo; luego se volvió de nuevo hacia Edward—. ¿Te acuestas con las dos?

El se echó a reír.

—No te avergüence decirlo —continuó la condesa—. Deberías sentirte orgulloso. Me encantaría veros a los tres haciendo el amor. Tiene que ser muy excitante. —Se echó hacia delante y acarició con las manos el cuerpo de las dos chicas—. Preciosos, preciosos —murmuró—. Son firmes, fuertes y sexuales.

Las dos muchachas ya estaban acostumbradas a aquello... conocían a la contessa mejor que Edward.

—Gracias, Eccellenza —respondieron al unísono.

La contessa chasqueó los dedos. Un sirviente se acercó con un pequeño azucarero de plata, que abrió ante ellos. Rápidamente aquella mujer cogió una pequeña cucharilla de oro y aspiró una buena cantidad del contenido por cada uno de los orificios nasales. Luego les ofreció a ellos.

Edward fue el primero en decidirse. La coca le estalló en la cabeza. Era de primera calidad. La que él solía comprar en las calles de Roma era una porquería al lado de aquélla. Producía el efecto de un auténtico cañonazo.

Mara tomó un poco con cautela, pero Rose parecía un aspirador. Repitió hasta cuatro veces en cada orificio. Los ojos se le encendieron como potentes reflectores.

— ¡Mamma mia! —exclamó riendo—. Creo que ya estoy a punto de correrme.

La condesa se echó a reír y le metió la mano por debajo del vestido.

— ¡Es cierto! —Gritó al tiempo que sacaba los dedos y se los chupaba golosamente—. ¡Estás empapada!

Mara miró a la contessa.

—Perdone, Eccellenza. ¿Ha visto al maestro Santini esta noche?

La condesa hizo un gesto vago con la mano.

—Está abajo, con esa chica americana. Una mujer sin clase, muy vulgar. Se han quedado en el salón, con los demás. —Se volvió hacia Edward—. ¿Crees que la película que ha hecho ese hombre dará algo de dinero? —le preguntó con interés—. He invertido cien mil dólares en ella.

—Creo que ha aprovechado usted una buena oportunidad —dijo Edward lealmente. Al fin y al cabo, él también tenía algo que ver con aquella película.

— ¿Ya te ha pagado? —le preguntó ella con intención.

—Todavía no —contestó Edward.

La condesa se echó a reír.

—Es un mangante. Ni siquiera es un sinvergüenza con gracia. Me dijo que había saldado las cuentas con todo el mundo.

Edward guardó silencio.

La mujer se volvió entonces hacia Mara.

— ¿Y a ti? ¿Te ha pagado ya?

—Mi novio se encargó de ello. —Asintió Mara.

—Santini ha hecho bien —dijo la condesa asintiendo con la cabeza—. Es la mejor manera de evitar tener problemas con tu novio.

—Pues a mí también me debe dinero. Veinte mil liras —le hizo saber Rose.

— ¡Tacaño! —Exclamó la condesa—. No es más que un tacaño. —Se volvió hacia el lacayo—. Dale inmediatamente a la signorina diez mil liras.

—No, Eccellenza —protestó Rose—. Usted no tiene la culpa, no es responsabilidad suya.

—Eres amiga mía —dijo con firmeza la condesa—, Y además tienes el coño muy dulce.

Un servidor trajo una bandeja con champán y todos cogieron una copa; otro sirviente se acercó con una bandeja de cigarrillos. Cuando Edward encendió el primero, el denso perfume del aceite de haschis mezclado con tabaco se esparció por la estancia.

La condesa se echó a reír.

—Es una fiesta encantadora. —Se volvió hacia uno de los sirvientes—. Cierra con llave la puerta de mis habitaciones. Nosotros vamos a organizar nuestra propia fiesta.

—Eccellenza, le ruego que me perdone. Pero mi novio nunca aprobaría que yo hiciese esto —dijo Mara vacilante.

La condesa se echó a reír.

—No pondrá ninguna objeción, querida, te lo aseguro. Al fin y al cabo yo soy su madrina aquí, en Roma. Está al corriente de que venías a mi fiesta. Incluso ha sido él quien te ha ofrecido la limusina.

Mara se quedó mirándola fijamente.

La condesa sonrió.

—Fúmate un cigarrillo y relájate. Luego cenaremos todos juntos. De postre, yo me comeré tus pechos. Los lameré como si fueran nata dulce de Devonshire.

Edward echó un vistazo en torno a la habitación. De momento sólo ellos y la condesa se encontraban en aquellas habitaciones privadas. Poco después, por una puerta lateral, entraron dos parejas. Los hombres llevaban turbantes indios, chalecos cortos de brocado y pantalones sueltos de algodón, de estilo árabe, sujetos a la cintura por medio de un cordón. Las muchachas se habían puesto sujetadores de odalisca ribeteados y una falda de mucho vuelo a través de la cual se les transparentaba el cuerpo hasta la cintura. Una suave música se dejo oír; procedía de algún lugar tras las cortinas. Las luces de la estancia comenzaron a atenuarse.

—Podemos cambiarnos de ropa aquí mismo —dijo la condesa con voz ronca—. Hay disfraces para todos. —Miró a Mara y a Rose—. Esos hombres tienen un miembro que mide más de veinte centímetros, y todos, hombres y mujeres, son diestros en las artes orientales del placer.

Alcanzó el azucarero y, cogiendo la cucharilla de oro, aspiró dos veces más. Luego se levantó del sillón que ocupaba. Llevaba el vestido desabrochado, por lo que se le cayó al suelo en cuanto comenzó a caminar. Aquella mujer tenía un cuerpo grande y firme. Lentamente uno de los hombres se dispuso a ayudarla a ponerse el disfraz.

Edward se dio la vuelta para mirar a las dos chicas, que le devolvieron la mirada en silencio. Luego cogió el azucarero y aspiró de nuevo antes de empezar a desnudarse. Rose lo imitó de inmediato y, un momento después, Mara permitía que el vestido le resbalase poco a poco de los hombros.

La condesa levantó la copa de champán.

— ¡Por la dolce vita! —brindó.

Capítulo 30: CAPÍTULO 29 Capítulo 32: CAPÍTULO 31

 
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