EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55470
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 29: CAPÍTULO 28

TERCERA PARTE

 

1949

 

 

 

CAPÍTULO 28

—Belle Star y Annie Oakley —dijo Santini—. Sólo el título vale ya un millón de dólares.

—Todavía no puedo creerlo —afirmó Edward mientras salían de la sala de proyecciones—. La película no está nada mal.

—Es un trabajo de genios —continuó Santini con la exageración y el entusiasmo italiano que le eran habituales—. Y todo ha sido idea tuya. Fuiste tú el que convenció a Judi Antoine para que viniera a Europa a protagonizar un western juntamente con Mara Benetti. No sé cómo se te pudo ocurrir reunir a esa pareja.

—Es como si John Wayne y Gary Cooper fueran travesties —dijo Edward riendo—. Y ha funcionado. Pero usted es el verdadero genio. Nunca pensé que dos pares de tetas como ésas cupieran en la pantalla al mismo tiempo.

—Somos italianos —afirmó Santini—, Estamos acostumbrados a las tetas grandes. Todas las italianas las tienen así. —Se volvió hacia un hombre bajito que siempre le iba detrás, Giuseppe. Era el más servil de los recaderos—. Giuseppe, il caro —dijo chasqueando los dedos.

—Sí, maestro —Giuseppe hizo una reverencia y salió corriendo.

Santini se dio la vuelta hacia Edward.

—Y ahora, amigo mío, ¿cuál es el próximo proyecto que tu incomparable genio va a proponerme?

—Había pensado que quizás fuera conveniente tomarme un descanso en esto del cine para poder trabajar en alguna novela —dijo Edward—. Espero que pueda usted saldarme los honorarios de la película.

Santini sonrió.

—No hay ningún problema —se apresuró a decir—. Dentro de una semana firmaré el contrato para la distribución de la película en los Estados Unidos. Entonces te mandaré el dinero.

Edward lo miró fijamente. Aquello era lo mismo que le había dicho cuando terminaron el rodaje de la primera película, Shercules. No era más que un plagio de La reina guerrera. Pero la actriz italiana que Santini había descubierto era aún más excitante que Judi. La película había gozado de un gran éxito en los cines al aire libre de los Estados Unidos, y preparó a la muchacha para la segunda película. A pesar de ello, Edward no había recibido las ganancias de la primera película hasta que empezó a trabajar en la segunda. En cuanto al porcentaje en los beneficios... cero. La contabilidad italiana era todavía peor que la norteamericana.

—En estos momentos me vendrían muy bien cinco mil dólares —dijo Edward diplomáticamente—. Tengo que pagar un montón de facturas.

Santini, en un gesto floreado, sacó el talonario y una pluma.

—Eso se arregla ahora mismo. —Garabateó en un cheque y se lo entregó.

Edward lo examinó. Estaba extendido por la cantidad de cinco mil dólares. Mantuvo la cara inexpresiva. Ambos sabían que aquel cheque no servía.

—Gracias, maestro —dijo educadamente.

— ¿Qué piensas hacer en agosto? —Le preguntó Santini—. ¿Lo pasarás en el Lido, la playa de Venecia, como el año pasado?

—Aún no lo he decidido —le indicó Edward—. En la situación en que me encuentro resulta demasiado caro. Además, el año pasado conocí a aquella muchacha tan guapa, algo increíble. Se quedó conmigo las tres semanas. Pero cuando me disponía a marcharme apareció el padre y me sacó un montón de pasta. Yo creía que la chica tenía por lo menos veinte años... pero resultaba que tenía catorce. Y encima me pegó una gonorrea.

Santini se echó a reír.

—Amores de verano. Siempre sucede lo mismo. Primero el amor, luego la desilusión. —Miró a Edward—. ¿Al menos era buena en la cama?

Edward se echó a reír a su vez.

—Inmejorable.

—Entonces no estuvo tan mal. —Santini miró hacia la calle a través de las puertas de cristal y vio que su coche se detenía junto al bordillo—. Tengo una cita —le comunicó a Edward saludándole con la mano—. Te llamaré a principios de semana. Ciao'.

—Ciao —repitió Edward. Observó cómo se alejaba el automóvil y miró el cheque. Lo dobló cuidadosamente y lo metió en la cartera. Ya conocía la rutina. El Banco se lo devolvería. Y entonces tendría que ponerse en contacto con «Metaxa», en Nueva York, para conseguir que se lo pagaran. Si tenía suerte, a lo mejor lo cobraba dentro de tres o cuatro meses. Salió lentamente del edificio y se dirigió a la Via Veneto por una calle lateral.

Eran las seis de la tarde y el sofocante y húmedo calor de Roma se extendía sobre las aceras. Los turistas ya regresaban de sus visitas a los museos, al Vaticano y a otras atracciones turísticas. Ahora se dedicaban a mirar los escaparates o se sentaban en las terrazas de los cafés para tomarse un helado, un café o unos pasteles. Edward alcanzó la terraza del «Café Doney» y ocupó la mesa de costumbre. Echó una rápida ojeada al vestíbulo del hotel «Excelsior» y después se giró para observar el otro extremo de la calle, lugar en el que, en la acera de enfrente, estaba situado el quiosco de Prensa donde vendían toda clase de revistas, periódicos y libros extranjeros. Alguien dijo una vez que si uno se sienta durante el tiempo suficiente en aquel lugar, acaba viendo pasar a todas las personas que conoce en el mundo. Quizás no en todo el mundo, pero sí a todos los conocidos que estén en Roma.

Apareció el camarero que solía atenderle. Era un hombre viejo, con poco pelo y unas gafas de montura dorada. Colocó en la mesa, delante de Edward, el espresso' que éste tenía costumbre de tomar y quitó la tarjeta que rezaba «Reservada».

—Buon giorno, signor Edward. —Sonrió enseñándole los dientes deteriorados y manchados de nicotina.

—Buon giorno, Tito —contestó Edward.

—Me han dicho que ha ido usted a ver la nueva película. ¿Es buena?

Edward lo miró. En aquella ciudad no había secretos. Especialmente para los camareros. Se encogió de hombros.

—Cosí, cosà.

Tito hizo un gesto de asentimiento.

—Tengo un amigo que trabaja en el laboratorio. Dice que hay una escena en la que las dos chicas se pelean en el fango de la calle, y es como si estuvieran desnudas.

—Es verdad, Tito —le dijo Edward. Se puso un cigarrillo entre los labios. El camarero le dio fuego—. Las dos tienen un cuerpo soberbio.

Tito hizo chascar la lengua.

—Me gustaría verla.

—En cuanto las copias estén listas te invitaré a un pase privado —le aseguró Edward—. Pero no será hasta setiembre. Todos los laboratorios cierran durante el mes de agosto.

—Italia, Italia —suspiró Tito—. Nadie quiere trabajar. Pero me lo tomaré con paciencia, signor Edward, y le agradezco mucho la invitación.

 Edward le metió en la mano al camarero un billete de mil liras.

—Gracias a ti, Tito.

Un grupo de turistas se acercó para sentarse en la mesa que había al lado de la de Edward. El camarero se apresuró a trasladarlos a otra más apartada.

—Scusi, reservato, reservato —les dijo Tito; luego, cuando se habían sentado en otro lugar, les tomó nota de los pedidos.

Edward echó una fugaz mirada al vestíbulo del «Excelsior». Allí, de pie, se hallaban los guías y las busconas de siempre, pero también habían varios paparazzi con la cámara colgada al cuello. Uno de ellos, un hombre joven, miró un instante por encima del hombro hacia Edward. Éste le hizo una seña con el brazo invitándole a que se acercara.

El paparazzo asintió y se encaminó hacia el lugar donde se encontraba Edward.

—Ciao, Edward —dijo.

—Ciao, Vieri. Siéntate a tomar algo.

El joven fotógrafo se giró y miró hacia la entrada del hotel, pero no pudo resistirse a la invitación. Se dejó caer en una silla.

—Un coñac francese —pidió.

Edward asintió. Aquello era lo normal. Se trataba de la bebida más cara que se podía pedir. Le hizo una seña al camarero, que ya lo había oído.

Luego se volvió hacia Vieri.

— ¿A qué viene tanto ajetreo?

— ¿No te has enterado? —le preguntó el otro—. Ingrid Bergman y Rossellini acaban de regresar de Stromboli, donde han rodado una película, y se alojan en el hotel.

— ¿Los has visto? —quiso saber Edward.

—Todavía no —contestó Vieri. El camarero le puso la copa de coñac en la mesa junto con un vaso de agua. El fotógrafo hizo girar la copa y se la acercó a la nariz. Olisqueó el delicado aroma—. Perfume de dioses —dictaminó.

—Salute —dijo Edward.

—Salute —repuso Vieri mientras se disponía a dar un sorbo de coñac—. Un amigo mío los ha visto en el aeropuerto. Dice que ella está preñada, que tiene una barriga enorme.

Edward no entendió la sonrisa del otro.

—Creía que Rossellini tenía casa en Roma.

—Y la tiene —dijo Vieri—. Pero es su mujer la que vive en ella.

— ¡Ah! —asintió Edward.

—Hoy has visto la película, ¿verdad? —Le preguntó Vieri; luego, sin esperar respuesta, prosiguió con sus indagaciones—. ¿Ya te ha pagado Santini?

Edward se echó a reír.

—Por supuesto que no.

—Es un capullo —dijo el otro—. A mí todavía me debe unas fotografías que le hice hace cinco meses.

—Ésa es su forma de vivir —dijo Edward.

—La suya y la de todos los directores y productores italianos —continuó Vieri con sarcasmo—. Se creen que están por encima de esas cosas. Pero no por encima del dinero que les toca recibir a ellos. Ésos se dan mucha prisa en cobrarlo.

Edward se encogió de hombros y dio un sorbo de café.

—¿Qué vas a hacer este verano? —le preguntó Vieri.

—No lo sé. He pensado en volver a los Estados Unidos para trabajar en un libro. Por aquí no encuentro nada de nada.

—Ah, los americanos —dijo Vieri—, Las grandes compañías proyectan hacer películas importantes aquí. Están edificando mucho en Cinecittá y el dinero llega de los Estados Unidos. También he oído decir que muchas estrellas americanas van a venir a trabajar por estos lares. Audrey Hepburn, Gregory Peck, Elizabeth Taylor, Robert Taylor. Los costos de producción son mucho menores aquí que en Hollywood.

—Eso no me sirve de nada. Nadie me ha llamado.

—Puede que lo hagan —insistió Vieri—. Al fin y al cabo, ya llevas aquí casi dos años. Tienes experiencia, conoces la forma en que se hacen las cosas en este país.

—No puedo vivir sin dinero —dijo Edward—. Y para ello necesito producir.

— ¿Vas a ir esta noche a la fiesta que da la Contessa Baroni? —le preguntó el fotógrafo.

—Aún no lo he decidido —repuso Edward—. No me apetece vestirme de smoking con este calor.

—Pues deberías ir. Es el acontecimiento anual. Siempre se celebra el último viernes de julio. Todo el mundo estará allí. Después ella se va a pasar el mes de agosto a la villa que posee en Cap Antibes, en la Riviera francesa. Suele invitar a cinco o seis personas para que la acompañen.

—A mí no me ha invitado.

—Nunca lo hace hasta la noche de la fiesta. Me han dicho que celebran grandes bailes allí. Y por lo visto ahí es donde está el movimiento. Tiene un yate y cada noche da una gala en él. Montecarlo, Niza, Cannes, Saint-Tropez. Las chicas más hermosas de toda Europa acuden a esos lugares el mes que viene. Y todas ellas deseosas de pasarlo bien y de encontrar un lugar donde alojarse.

—Eso me excluye a mí —dijo Joe—. La condesa es demasiado posesiva.

—Hace a pelo y a pluma, según creo.

— ¿Y qué? —Inquirió Edward encogiéndose de hombros—. Entonces buscará a las chicas, no a mí.

—Pero tú puedes conseguirlas de rebote. Lo que no estaría nada mal.

Edward se echó a reír.

—Nunca me invitará. No me considera importante.

—Has salido con ella varias veces —observó Vieri—. Supongo que te habrás acostado con ella, ¿no?

—Esa mujer se ha acostado con todo el mundo. Eso no quiere decir nada.

—Tiene de todo. Dinero, drogas, champán, fiestas. Deberías ir esta noche. Puede que tengas suerte.

— ¿Tú vas a ir?

—A mí no me han invitado, pero allí estaré. A la puerta. Intentando sacar algunas fotografías. Si vas, te haré unas cuantas.

—No desperdicies carrete —le aconsejó Edward—. No conseguirás vender ni una.

—Tú quédate revoloteando por allí hasta que aparezca una chica guapa o alguna estrella; entonces te acercas a ella, y yo os hago la foto.

—Ese no es mi estilo —apuntó Edward.

—De todos modos ve a la fiesta —le aconsejó Vieri al tiempo que se ponía en pie—. Ahora tengo que volver al trabajo. Gracias por el coñac. Ciao.

—Ciao —dijo Edward sin dejar de mirarlo mientras el otro caminaba hacia la entrada del hotel. Se llevó la mano a la cartera para buscar el cheque. Luego regresó al hotel, que quedaba al lado de Spanish Steps.

La pequeña suite de que disponía era fresca, pues estaba protegida del calor exterior por las contraventanas de madera. Edward se quitó rápidamente la camisa, completamente empapada a causa de la transpiración, y arrojó los pantalones a una silla. Se inclinó sobre el lavabo y se remojó la cara y la cabeza con agua; luego respiró profundamente y se secó con una toalla áspera. Se miró en el espejo y movió la cabeza.

No era de extrañar que la gente huyera de Roma durante el mes de agosto. Aquello era un verdadero infierno.

El teléfono sonó. Se acercó al pequeño escritorio de la sala y descolgó.

—Pronto.

Era Kristen Shelton, que le llamaba desde Nueva York.

— ¿Cómo estás? —le preguntó ella.

—Muerto de calor.

—Aquí también hace bastante.

—Pero no hay nada tan caluroso como el verano de Roma —le aseguró Edward.

— ¿Has visto la película? —quiso saber Kristen.

—Sí. Hoy mismo.

— ¿Qué te ha parecido?

—No está mal. Siempre que te guste ver unas tetas enormes en pantalla panorámica.

—Creía que eso era lo tuyo —dijo Kristen echándose a reír.

—Pero no en una película. Ver no es creer. Le falta un poco de consistencia argumental.

— ¿Te ha pagado Santini?

—Me ha dado un cheque por cinco mil dólares, pero ya sabes que nunca tiene fondos. Y dice que me pagará el resto en cuanto firme el contrato para la distribución de la película en los Estados Unidos. Está seguro de que la película conseguirá llegar al millón de dólares.

—Me han llegado noticias desde la costa de que hay varias compañías a las que le interesa. Al parecer envió aquí un par de copias antes de exhibirla en Italia. Kathy me ha contado que a lo mejor A. J. se hace cargo.

—Bueno, a ver si de esa forma consigo cobrar todo lo que me deben.

—Cobrarás, no te preocupes —dijo ella llena de confianza—. Voy a entregarle tu saldo a Paul Gitlin, un abogado que también será tu agente a partir de ahora. Hace mucho que lo conozco y es realmente bueno.

—Y entonces, ¿qué piensas hacer tú? —le preguntó Edward, sorprendido.

—Ya te había dicho que lo que yo quería es ser directora de edición, y por fin lo he conseguido. En «Doubleday». De modo que seguiremos en contacto, sólo que a partir de ahora ya no seré tu agente.

— ¿Y qué le parece todo esto a la agencia?

—Le parece bien. Además, nunca les gustaste demasiado como escritor. No eres lo bastante fino para ellos.

— ¿Y cómo te las has arreglado para conseguir al fin ese empleo?

—A «Doubleday» sí que les gustas. Quedaron muy satisfechos con las ventas de tu primer libro. Me han dicho que piensan sacar entre treinta y cuarenta mil ejemplares. El Club de lectores de «Doubleday» ha vendido ciento cincuenta mil, y además han hecho un contrato con «Bantam» para publicar la edición de bolsillo, por lo que han conseguido otros cuarenta mil dólares. No está nada mal. Ellos se quedarán con la mitad, o sea con veinte mil dólares.

— ¿Y dónde encajas tú en todo esto?

—Tú eres uno de los autores de cuya edición me voy a encargar. Lo único que tienes que hacer es sacar otro libro dentro de un año más o menos. Ya están dispuestos a firmar el contrato por el segundo libro.

—Todavía no he empezado a escribirlo.

—Pues empieza ahora que tienes tiempo —le indicó Kristen—. Ya me dijiste que tenías alguna idea sobre cuál iba a ser el argumento.

—Necesitaré ayuda —dijo Edward—. Ahora eres mi directora de edición... reúnete aquí conmigo y podremos hacer juntos el esquema de la novela.

Ella se echó a reír.

—Todavía me queda mucho trabajo por hacer.

— ¿Qué clase de trabajo?

—Tardaré un par de semanas en dejar en orden mi despacho aquí. Y «Doubleday» quiere que empiece a trabajar con ellos el uno de setiembre.

—Pero puedes pasar las dos últimas semanas de agosto aquí, conmigo. Alquilaré un coche y recorreremos la Riviera francesa. Me han dicho que es algo fantástico.

Ella se echó a reír de nuevo.

—Estás como una cabra. ¿Sabes lo que costaría eso?

—Yo puedo permitírmelo. Y además, me apetece mucho estar contigo.

—No sé... —dijo Kristen dubitativa.

—Mira, ahora ya no tienes que preocuparte constantemente por el maldito espionaje de la agencia. Ahora eres el jefe. Lo pasaremos muy bien, de verdad. Te enviaré los billetes.

Kristen se quedó callada durante un momento.

— ¿Me das un poco de tiempo para pensármelo? —le preguntó finalmente.

— ¿Cuánto tiempo?

—Llámame el día diez. Quizás entonces me encuentre en mejor disposición.

—Te llamaré el día diez, pero te enviaré los billetes mañana mismo —dijo Edward.

— ¿Dónde estarás?

—De viaje, pero con billete abierto. Estaré donde tú quieras en el momento en que consientas.

—No me mandes los billetes. Puedo pagármelo yo. Y llámame a casa, no a la oficina.

—Entendido. ¿Has venido a Europa alguna vez?

—Pasé dos años estudiando en la Universidad de París.

— ¿Entonces hablas francés?

—Sí —repuso ella.

—En ese caso no te queda más remedio que venir. Así me harás de intérprete.

Kristen se echó a reír.

—Tú llámame el día diez y mientras tanto ve pensando en el libro.

—Puedo pensar en cosas más divertidas que el libro.

—No hagas el tonto conmigo —le advirtió ella—. Soy una persona seria.

—Yo también lo digo en serio. Lo único que tienes que decirme es que aceptas reunirte conmigo y comprobarás lo serio que puedo ser.

Después de colgar, Edward se quedó un rato mirando el teléfono. Luego pidió la conferencia que mensualmente les ponía a sus padres. Colgó el auricular y consultó el reloj. En Nueva York era más pronto que en Italia, seis horas exactamente. Existía cierto número de posibilidades de que no contestaran. Pero se equivocó. Milagrosamente, le concedieron la conferencia al cabo de diez minutos.

Fue su madre la que contestó.

— ¿Diga?

—Hola, mamá. ¿Cómo te va? —preguntó Edward.

— ¿Dónde estás? —Preguntó la mujer asaltada por la sospecha—. Te oigo como si estuvieras a la vuelta de la esquina.

—Sigo en Roma. ¿Cómo está papá?

—Bien. Se cuida mucho y se encuentra bien. ¿Cuándo piensas venir a casa?

—No sé. Tengo otro trabajo en perspectiva y voy a irme un mes de vacaciones a Francia.

— ¡A Francia! —dijo ella—. Veo que te estás volviendo muy caprichoso. Lo único que tiene Francia son las fulanas más caras del mundo.

Edward se echó a reír.

—Nunca cambiarás, mamá.

— ¿Y por qué tengo que cambiar? Cuando se publicó tu libro pensé que merecías cierto respeto por ello. Pero todos los amigos nuestros que lo leyeron me explicaron que nunca habían leído nada tan marrano como aquello. Y sin embargo estuvo durante quince semanas en la lista de los libros más vendidos. No consigo entenderlo.

— ¿Tú lo has leído?

— ¿Cómo quieres que lea una marranada así? —Le preguntó su madre—. Ni siquiera me atrevo a decir a nadie que eres hijo mío; me da vergüenza.

—Nunca cambiarás —repitió Edward—, ¿Está papá en casa?

—No. Hoy ha ido un rato a la tienda.

—Pues no se te olvide decirle que he llamado.

Y colgó el teléfono. Era inútil. Con ella nunca podría ganar.

 

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