EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55489
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

DE ROBBINS

 

Mis otras historias

El HEREDERO

EL ESCRIBA

BDSM

INDISCRECIÓN

EL INGLÉS

SÁLVAME

EL AFFAIRE CULLEN

NO ME MIRES ASÍ

EL JUEGO DE EDWARD

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 5: CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 4

Los tenderetes estaban alineados a lo largo de la acera entre la calle Cincuenta y dos y la Cincuenta y cuatro, en el lado oeste de la Décima Avenida. Los vendedores eran en su mayoría italianos, y ése era el idioma que Edward oía mientras caminaba entre ellos. Se detuvo a mirar unos puestos llenos de frutas y verduras; otros exhibían quesos italianos envueltos en gasa o con forma de bola, colgados todos ellos de finos cordeles. Había tenderetes que vendían ropa interior y vestidos baratos, y otros llenos de enseres para la casa, cubiertos, platos y géneros diversos. Las aceras se hallaban abarrotadas de gente y un gran número de mujeres y hombres discutían y regateaban las compras del día. Cuando casi eran las diez, Edward cruzó a la acera de enfrente y se acercó al escaparate del pequeño almacén sobre el que colgaba un letrero que rezaba: «Caribbean Imports.»

El escaparate estaba lleno de polvo; era evidente que nadie lo había limpiado desde hacía meses. No había forma de distinguir el interior de la tienda. Abrió la puerta, tan polvorienta como el resto. Si no hubiera sido por el pequeño letrero que indicaba que estaba abierto, habría pensado que el almacén se encontraba desierto.

En el interior había un mostrador y una única luz que brillaba encima de él. Edward miró a su alrededor. Vio unos estantes sobre los que se veía una gran variedad de cuchillos y tenedores de diversos tamaños sujetos por soportes de madera y acero. En el mostrador había varias muñecas de madera, también de distintos tamaños, vestidas con trajes típicos. De las paredes colgaban pinturas y cuadros, unos ovalados y otros rectangulares, pero todos ellos de colores brillantes; representaban escenas de aldeas caribeñas.

Se quedó allí de pie durante un momento. La tienda parecía vacía, pues no se veía a nadie ni se oía ruido alguno. Golpeó sobre el mostrador con los nudillos y aguardó. No obtuvo respuesta. Luego le echó una ojeada a la parte trasera de la tienda y distinguió una puerta. Con letras mal escritas habían pintado sobre ella la palabra «Privado». Vaciló un momento y luego llamó suavemente golpeando en el paño.

Segundos después una voz indiscutiblemente de hombre con un ligero acento británico le llegó a través de la puerta.

— ¿Eres el chico nuevo?

—Sí —contestó en voz alta—. Soy Edward Cullen.

—Pasa —le dijo la voz—. ¿Ya son las diez?

—Sí, señor —respondió Edward.

Se oyó el típico sonido de las cadenas de seguridad y un hombre, muy alto, le escudriñó a través de la rendija de la puerta.

— ¿Hay alguien más contigo?

—No. He venido solo.

—Cierra con llave la puerta de la calle y dale la vuelta al cartel. Luego vuelve aquí.

El hombre observó a Edward por la rendija mientras éste hacía lo que le había pedido. Cuando llegó de nuevo ante él, aquel corpulento hombre le abrió la puerta. Completamente desnudo, se quedó de pie junto al marco y le tendió la mano.

—Soy Cayo —dijo con voz resonante con acento.

Edward se la estrechó.

—Edward Cullen.

—Pasa. Voy a ponerme unos pantalones.

Edward entró tras él en la trastienda. Había una mortecina lámpara encima de un buró. En el ambiente flotaba un tenue aroma de marihuana. Cayo cogió unos calzoncillos y unos pantalones que estaban en el respaldo de la silla, junto al escritorio, y se los puso. Se oyó un ruido en la pared más distante. Edward miró hacia allí.

Había un sofá cama casi en el centro de la habitación. Se quedó con la boca abierta a causa de la sorpresa. Tres chicas negras, preciosas y completamente desnudas, estaban tumbadas en la cama.

Cayo lo miró y sonrió, mostrando al hacerlo unos dientes blancos y grandes.

—No les prestes atención —le dijo—. Son mis esposas.

— ¿Sus esposas?

Edward se sentía como un estúpido.

—Más o menos —le indicó Cayo—, Son mis chicas. Trabajan para mí. Tengo seis más. Yo soy su amorcito.

Edward lo miró detenidamente.

— ¿Cómo se las arregla para ocuparse de todas?

Cayo se echó a reír.

—Muy fácil. Nunca me traigo más de tres a la vez.

— ¿Y recuerda cómo se llama cada una?

—Eso también es muy sencillo. Se llaman todas igual. Lolita. —Se dirigió a las chicas que estaban en la cama—. Ahora tapaos el culo y disponeos a ir a trabajar —les dijo—. Tengo que hablar de negocios con este hombre.

Cogió la camisa de la silla y metió los brazos por las mangas. Luego miró a Edward.

—Estoy olvidando los buenos modales —se excusó—. ¿Te apetece joder con alguna antes de que se vistan?

—No, gracias —respondió Edward mientras las observaba detenidamente.

—Bueno, cuando gustes no tienes más que decirlo —continuó Cayo—. Están todas a tu disposición. Y para ti son gratis. Es una de las ventajas que lleva consigo este empleo.

Edward asintió.

—Vamos a la tienda —dijo Cayo. Se volvió hacia las chicas—. Cualquiera de vosotras, Lolitas, que mueva el culo hasta la cafetería de la esquina y nos traiga un poco de café y unos bollos.

Cayo se dirigió a la tienda y se sentó tras el mostrador. Miró a Edward, que estaba frente a él.

—Me han dicho que eres escritor.

—En efecto —repuso Edward.

— ¿Qué escribes?

—Relatos. Para algunas revistas..., ya sabe.

—No leo demasiado —dijo Cayo—. Pero siento un gran respeto por la literatura.

—Eso está bien.

Cayo se quedó mirándolo.

—Las chicas no tienen nada que ver con tu trabajo —le dijo—. Es un negocio aparte.

—Pues no parece estar mal —dijo Edward sonriendo.

—Me dan un poco de faena, pero es un buen asunto.

Edward hizo un gesto de asentimiento.

—Tu trabajo consiste principalmente en estar en la tienda y atender el teléfono, porque yo me paso fuera la mayor parte del tiempo. De vez en cuando tendrás que hacer alguna entrega después de cerrar la tienda. Pero eso lo cobrarás como extra. ¿Te parece bien?

—Estupendo —dijo Edward—. Pero sigo sin saber qué hay que hacer aquí y qué es lo que se vende. No sé nada de todas estas cosas que veo en los estantes y en las paredes.

Cayo movió la cabeza de un lado a otro.

— ¿El señor V. no te ha dicho nada?

Edward hizo un gesto negativo.

Cayo lo miró a los ojos.

—Bolas de goma, hierba y polvo feliz.

Opio, marihuana y cocaína.

—El señor V. no me habló de ello —le explicó Edward.

—No tienes por qué preocuparte. La clientela que tengo es de gran categoría. Todos son músicos o gente de la alta sociedad. Y el señor V. tiene un acuerdo con el sindicato. De modo que nunca tenemos problemas.

Edward se quedó callado.

—Es un buen empleo —le dijo Cayo—. La mayor parte del tiempo no hay nada que hacer; podrás escribir todo lo que quieras. Y además de los veinticinco dólares de sueldo, sacarás con facilidad otros veinte o treinta por los repartos.

—Eso está muy bien.

Cayo le dirigió una mirada llena de perspicacia.

— ¿Tienes miedo?

Edward asintió.

—Míralo de este modo —le aconsejó Cayo—. Es mejor pasar miedo aquí que en el Ejército, donde además existe el peligro de que te vuelen la cabeza de un balazo.

Edward no dijo nada. Era un modo de considerar el asunto. La puerta trasera se abrió y salió por ella una de las chicas. Llevaba puesto un vestido barato, estampado, que le quedaba muy ajustado en los pechos y le resaltaba las grandes y musculosas nalgas. Lo miró llena de curiosidad con aquellos ojos oscuros y luego, moviendo el cabello negro que le caía en suaves rizos alrededor del rostro, se volvió hacia Cayo.

— ¿Puedo traer también café y pastas para nosotras?

El otro la miró.

— ¿Habéis colocado las mesas para el trabajo?

—Ya casi hemos terminado —le respondió la muchacha.

Cayo separó un billete de cinco dólares de un gran fajo que llevaba en el bolsillo.

—Muy bien —le dijo—. Pero date prisa; tenemos mucho trabajo que hacer.

Ella cogió el dinero y miró a Edward.

— ¿Quieres crema o azúcar en el café?

—No, gracias. Café solo y bien negro —le indicó Edward.

La muchacha sonrió.

—Si te gusta lo negro, eres mi tipo.

—Lárgate —la interrumpió Cayo—. Ya coquetearás cuando terminemos el trabajo. —Observó a la muchacha mientras ésta salía de la tienda y luego se volvió hacia Edward—, Estas chicas son muy puñeteras —le dijo—. Hay que estar recordándoles continuamente quién es el que manda.

Edward guardó silencio.

—Tu horario de trabajo será desde el mediodía hasta las siete. Yo estaré ausente de una a seis.

Edward asintió.

—Vamos ahí dentro —dijo Cayo—. Veamos qué están haciendo las chicas.

Edward lo siguió hasta la trastienda. En un abrir y cerrar de ojos aquella estancia se había convertido en un taller. Dos tubos fluorescentes que colgaban del techo proporcionaban una luz cruda y azulada. La cama estaba plegada, y se había convertido en un sofá de cuero de imitación. Dos mesas, cada una de ellas cubierta con un hule negro, estaban colocadas formando una T. Las dos chicas que quedaban en la habitación llevaban también vestidos estampados y baratos.

Cayo sacó un llavero del bolsillo. Por primera vez Edward se fijó en que una de las paredes estaba cubierta de armarios metálicos cerrados con llave y que en un extremo de la habitación había dos neveras eléctricas nuevas, también con cerraduras. Cayo abrió rápidamente los armarios y los frigoríficos.

Con gran pericia él y las muchachas comenzaron a sacar todo el equipo del armario y a instalarlo sobre las mesas. En una de ellas había un molinillo de mano y una mezcladora eléctrica de harina provista de dos hojas giratorias que encajaban en un recipiente apropiado para hacer mezclas; junto a ella se veía un gran cedazo que iba a dar a otro recipiente. En el centro de la mesa instalaron una balanza cuyas pesas iban desde el gramo hasta las dos onzas. En la otra mesa habían dispuesto unas hojitas de papel con un lado encerado y el otro de color rosa o azul. Un poco más allá había unas botellas de vidrio marrón con etiquetas pegadas en ellas. Edward miró una de cerca. Las etiquetas eran falsas: «Merck», y luego: «COCAINA. Nieve cristalina en copos. Siete gramos.»

La larga mesa rectangular estaba dividida en dos secciones, una más pequeña y otra más grande. La menor contenía una pequeña prensa manual que era capaz de fabricar diez píldoras a la vez. En la más grande había un rodillo para la marihuana, con pequeñas púas a modo de dientes que servían para separar las hojas de los tallos y las semillas; después se colocaba todo en una criba que dejaba pasar las hojas, pero no las semillas. También había una máquina para liar cigarrillos.

Cayo sacó varias cajas de los frigoríficos. Colocó dos de ellas, de color gris, en una de las mesas. Las abrió; cada una de ellas contenía diez botellas marrones. Eran botellas de farmacia llenas de cocaína pura. A su lado situó una gran lata redonda con una etiqueta en la que se leía «Lactosa», y un pequeño frasco que rezaba «Estricnina». Miró a Edward.

—La coca de farmacia es pura en un setenta por ciento. Es capaz de reventarle la cabeza a cualquiera —le dijo—. Ponemos la misma cantidad de coca que de lactosa y le añadimos un pellizco de estricnina para proporcionarle ese sabor amargo que oculta la dulzura de la lactosa. De ese modo todos están contentos.

Edward no hizo comentario alguno. Que aquella fórmula también reportaba mayores ganancias ni siquiera se mencionó. Continuó observando cómo Cayo sacaba un gran bloque cuadrado de color pardusco. Era goma de opio prensada; la colocó delante de una de las chicas. Frente a la otra situó una gran caja llena de hojas de marihuana.

Cayo miró de nuevo a Edward.

— ¿Acostumbras a usar algo de esto?

El otro negó con la cabeza.

—Sólo me fumo un porro de vez en cuando. Pero no estoy enganchado.

Cayo sonrió.

—Mejor. Si uno no es capaz de aguantarlo bien, es preferible dejarlo correr.

Se oyeron unos golpes en la puerta; la chica que había salido a buscar el café asomó la cabeza.

—El café está en el mostrador —dijo.

Cayo sonrió.

—Muy bien. —Miró a las chicas—. Vamos.

La muchacha que estaba de pie detrás de la mesa habló dirigiéndose a Cayo.

— ¿Podemos ponernos un chute? —le preguntó—. Necesitamos espabilarnos. No olvides que esta noche no hemos dormido casi nada. Eran ya las siete cuando llegamos aquí.

Cayo la miró fijamente durante un momento y luego asintió. Les preparó un pequeño vial y una diminuta cuchara de plata.

—De acuerdo. Pero sólo uno por cabeza —respondió—. No olvidéis que esta mañana tenemos mucho trabajo que hacer. Se acerca el fin de semana.

Las chicas se apiñaron en torno a él como una pequeña bandada de gorriones que mendigaran migajas de pan. Cayo las miró a ellas y luego a Edward.

—Son todas ellas Lolitas —le dijo otra vez, sonriendo—. Con unos coños muy grandes.

Se levantó de la silla situada detrás del mostrador. Colocó allí la taza de café y miró de nuevo a las chicas.

—Se acabó la fiesta —les indicó—. Vamos a trabajar.

Contempló cómo las chicas entraban en la trastienda y luego se volvió hacia Edward.

— ¿Puedes empezar mañana a mediodía?

—Aquí estaré.

—Entonces tendré más tiempo para explicarte con calma lo que tienes que hacer. Ahora no puedo, he de vigilar a esas chicas. Si no estoy delante son capaces de robarme hasta el trasero.

—De acuerdo —dijo Joe.

El teléfono que había debajo del mostrador empezó a sonar. Cayo lo cogió.

—«Caribbean Imports» —respondió con voz cautelosa. Se quedó escuchando durante un momento—, ¿Lo necesita ahora mismo? —Le preguntó al interlocutor—. Bien, me encargaré de ello.

Colgó el auricular y miró a Edward.

— ¿Puedes hacerme un favor?

Edward asintió.

Cayo le indicó por señas que lo siguiera a la trastienda. Las chicas ya se habían puesto a trabajar. Cogió dos bolsas de papel marrón, puso una de ellas dentro de la otra y luego las llenó con rapidez y a continuación las cerró. Se movió tan de prisa que Edward no consiguió averiguar qué había metido en las bolsas.

Cayo las ató con un cordel marrón y se las entregó. Garabateó una dirección en un pedazo de papel.

Edward miró lo escrito: «25 C.P.W. Ático C. $ 1,000.»

— ¿Te has enterado?

Asintió.

Cayo le dio un billete de cinco dólares que sacó del fajo que llevaba en el bolsillo.

—Dale esto al portero. Así te dejará pasar. —Regresó a la tienda con Edward—. Se trata de un buen cliente, un compositor de Broadway. Date prisa, dice que a las dos tiene que coger el «Twenty Century» para California.

— ¿Le cobro al contado?

—Es la única forma que tenemos aquí de hacer negocios.

Edward tardó menos de diez minutos en llegar al edificio de apartamentos. El portero lo miró con desconfianza, se embolsó el billete de cinco dólares, condujo al visitante hasta un ascensor y lo acompañó al apartamento indicado. Esperó con las puertas del ascensor abiertas y observó cómo intercambiaban el paquete por un sobre. Edward comprobó el contenido y antes de que tuviera tiempo de decir nada le cerraron la puerta del apartamento en las narices. Regresó al ascensor.

Tardó otros diez minutos en volver a la tienda. No había nadie. Llamó a la puerta de atrás. Cayo salió de la trastienda.

Edward le entregó el sobre y el otro se situó detrás del mostrador para contar los billetes; después se los metió en el bolsillo. Al sacar la mano llevaba en ella un billete de diez dólares que le tendió a Edward.

—El cliente me acaba de llamar para decirme que tenía tanta prisa que se le olvidó darte una propina.

—No importa. Puedo esperar.

Cayo sonrió.

—Quédatelo —le indicó—. Hasta mañana.

—Gracias —le dijo Edward.

Y no fue hasta que estuvo en la calle que se percató de que acababa de pasar el primer examen.

Capítulo 4: CAPÍTULO 3 Capítulo 6: CAPÍTULO 5

 
14445693 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios