EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
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Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 17: CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 16

Los estudios cinematográficos «Triple S» se hallaban situados en el valle. Aunque más pequeños en importancia y extensión que los de la «Universal», o la «Warner Brothers», constaban de cuatro platos de buen tamaño y tres escenarios más pequeños que servían al mismo tiempo para rodajes y para grabaciones musicales. Nada más entrar por las puertas de los estudios, había un edificio de ladrillo de tres plantas, pintado de gris, que albergaba los despachos de los ejecutivos. Más allá se veían otros dos edificios de madera, de dos plantas, pintados igualmente de color gris. En uno de ellos estaban instalados los despachos de los productores, y en la planta baja el otro, de aspecto más desvencijado, estaban situados el restaurante y el economato. El piso superior consistía en una serie de cuchitriles que servía de despacho a los escritores del departamento de guiones. Varios bungalows en muy mal estado se encontraban diseminados por los terrenos de los estudios para uso exclusivo de los directores y sus ayudantes, y, en el extremo más distante, también se veían algunas cabañas construidas en tiempo de guerra que acogían el departamento de música. Otros edificios grandes, semejantes a graneros, estaban ocupados por los decorados y el departamento de vestuario. AI no disponer de terrenos suficientes para filmar exteriores, los estudios habían llegado a un acuerdo con la «Warner Brothers», que lindaba con ellos, para utilizar sus instalaciones.

Cuando Edward detuvo el coche, el aburrido guarda de los estudios, un hombre vestido con uniforme gris, estaba apoyado en la pequeña caseta de madera que había junto a la verja. El guardia lo miró, extrañado.

—Tenía entendido que ayer lo habían despedido —le dijo bruscamente.

—Así es —repuso Edward sonriendo—, Pero A. J. me ha convocado para una reunión.

El guarda entró en la caseta y consultó la lista de visitantes. Luego se dirigió a Edward.

—Eso es a las tres —gruñó—. Y sólo es la una.

—Me gusta llegar temprano —dijo Edward—. ¿Dónde quiere que aparque el coche?

—En el mismo sitio de siempre. Aún no se lo hemos asignado a nadie.

—Gracias —dijo Edward. Levantó la vista hacia el guardia—. ¿Anda por aquí Maxie Keyho?

— ¿Le han dado a usted el soplo? —le preguntó el guarda lleno de curiosidad. Maxie Keyho era productor musical, pero también hacía las veces de corredor de apuestas dentro de los estudios.

—Hoy no —dijo Edward—. Pero tiene una apuesta mía de cinco dólares.

Edward se despidió con la mano y condujo el coche hacia el aparcamiento que había frente al edificio de los escritores. Cerró el coche con llave y entró en el restaurante. Éste consistía en una gran nave cuyas paredes estaban llenas de fotografías de estrellas y actores distinguidos que habían tomado parte en distintas películas realizadas en los estudios. Se hallaba dividido en dos secciones. La trasera, que estaba reservada para ejecutivos, actores importantes y productores, disponía de mesas y servicio de camareras. La otra sección, que ocupaba la mayor parte de la estancia, tenía un gran mostrador con diferentes clases de alimentos expuestos sobre él, y el servicio era como el de cualquier cafetería; cada cual cogía su comida y se buscaba algún lugar libre donde sentarse en las numerosas mesas. Los primeros en entrar solían guardar sillas para los amigos, lo que no solía dar resultado sobre todo cuando el restaurante estaba concurrido. Pero nadie molestaba jamás a Maxie Keyho, que había ocupado cada día la misma mesa durante cinco años. Se hallaba en un rincón cercano a la entrada, desde donde podía ver a todo el que entrase.

Keyho iba, como siempre, vestido con un traje negro, camisa y corbata. Estaba solo. Nadie se sentaba a su mesa sin una invitación previa. Alzó la mirada hacia Edward, con los ojos azules llenos de curiosidad.

—Creí que te habían despedido ayer —dijo sin siquiera saludarlo.

—A. J. me ha pedido que venga a verle esta tarde —repuso Edward. Los servicios clandestinos de información que había en los estudios siempre se enteraban de todo.

—Siéntate —le invitó Keyho—. ¿Qué hay?

—No sé qué querrá de mí A. J. —respondió Edward acomodándose en una silla—. Pensé que a lo mejor tú sabrías algo.

Keyho se encogió de hombros.

—Lo único que he oído por ahí es que tiene una reunión con un banquero de Nueva York.

—No acabo de entender qué tiene eso que ver conmigo —dijo Edward. Luego bajó la voz—. Hablando de Nueva York, acabo de recibir un paquete y he pensado que a lo mejor te viene bien.

Keyho lo miró fijamente durante un momento.

—El dinero anda un poco escaso en estos días. Están despidiendo a todo el mundo.

Edward no contestó.

— ¿Cuánto tienes? —le preguntó Keyho.

—Cuarenta sobres —dijo Edward—. Normalmente cuesta uno de los grandes, pero no sé si esta tarde tendré suerte. Te lo dejo por ochocientos cincuenta.

—Setecientos —le ofreció Keyho.

—Setecientos cincuenta y trato hecho —dijo Edward.

—De acuerdo, trato hecho. ¿Lo tienes aquí?

—En el maletero del coche.

Keyho hizo un gesto de asentimiento.

—Dámelo a las dos y media, después de comer. Me encontrarás a la puerta de los estudios de grabación «C».

Edward se levantó de la silla.

—Allí te veré.

Se acercó al mostrador y cogió una bandeja. Se sentía bien. Setecientos cincuenta dólares era una buena cifra. Un beneficio neto de quinientos dólares, y además no tendría que pasarse una semana por ahí buscando clientes. Se puso a la cola del autoservicio y miró a la chica que estaba de pie tras el mostrador de comidas calientes.

—Un filete y puré de patatas con salsa —le pidió; luego atisbo por encima del hombro para ver si algún escritor conocido se encontraba por allí.

 

 

Abrió la puerta y miró a Kathy, que estaba sentada tras el escritorio.

— ¿Llego demasiado pronto? —le preguntó.

Mientras continuaba hablando por teléfono, la muchacha le hizo señas para que entrase. Joe cerró la puerta tras sí y se dirigió hacia el escritorio al mismo tiempo que ella colgaba el teléfono.

— ¿Dónde está Joanie? —inquirió Edward.

Joan era la secretaria principal.

—Ha llamado diciendo que está enferma —repuso Kathy. El teléfono volvió a sonar—. Todo está hecho un barullo aquí —añadió mientras descolgaba de nuevo el auricular. Le pasó la llamada a A. J. y luego se volvió hacia Edward—. Tendremos que cancelar la cita —le dijo—. Con Joanie ausente no tendré más remedio que quedarme a trabajar hasta tarde.

—De acuerdo —dijo él.

La muchacha lo miró fijamente.

—Verdaderamente eres un capullo. Ni siquiera pareces estar decepcionado.

— ¿Y qué quieres que haga? Ya sé que cuando tienes que trabajar, tienes que trabajar.

—A. J. ha estado hablando con Kristen. Quería saber si, en su opinión, tú serías la persona apropiada para el proyecto que tiene en mente.

— ¿Y qué le ha dicho ella?

—Que lo harías bien. —Lo miró—. Luego la tomó conmigo. Me dijo que eres un buscavidas y que lo que tengo que hacer es mantenerme alejada de ti.

A Edward le picó la curiosidad.

— ¿Por qué te diría eso?

—He sacado mis propias conclusiones —le dijo Kathy—, Creo que Kristen se siente atraída por ti.

—Nunca me lo ha demostrado.

—Así es Kristen —continuó ella—. Siempre esconde los sentimientos. Se pone un camuflaje para los negocios.

—No lo entiendo —le indicó Edward—. ¿Acaso está enterada de lo nuestro?

—No es eso —contestó Kathy. De pronto se tornó más fría—. Cuando A. J. termine de hablar por teléfono, le haré saber que estás aquí.

—Lo siento mucho. Al salir te dejaré la botella de vodka en el coche.

—No es necesario —dijo ella.

—Estoy tan decepcionado como tú. No ha sido culpa tuya.

La muchacha no contestó.

— ¿Podremos vernos mañana? —le preguntó Edward.

—Es posible.

La luz blanca que había en el escritorio se encendió, Kathy cogió el teléfono.

—Edward Cullen desea verlo, señor Rosen. —Se quedó escuchando durante un momento, luego asintió y le hizo un gesto a Edward—. Ahora mismo entra, señor.

—Gracias —le dijo Edward mientras se dirigía a la puerta del despacho de A. J.

La muchacha alzó los ojos hacia él.

—Buena suerte —le deseó sinceramente.

A. J. estaba sentado tras el escritorio. Parecía un Napoleón gordo y calvo. Tenía el sillón muy elevado para poder así mirar desde arriba a las visitas que se sentaban al otro lado de la mesa de despacho. Las regordetas mejillas le formaban arrugas al sonreír.

—Gracias por venir a pesar de haberle avisado con tan poco tiempo, Edward.

—Es un placer para mí, señor Rosen.

—Es muy posible que tenga un proyecto para usted —dijo A. J. con aire importante—. Es usted neoyorquino, ¿verdad?

—Nacido y criado allí.

—Las películas sobre Nueva York dan muy buenos resultados en taquilla —le explicó A. J. —. Primero tocaron el tema los de la «Universal» con Dead End Kids. Y luego, cuando se cansaron del asunto, los de «Monogram» lo convirtieron en el serial «East Side Kids».

Edward asintió con el semblante serio. Aún no comprendía de qué estaba hablando A. J.

—Pienso en una película más importante que ésas. Más del estilo de Dead End, la película que hizo Sam Goldwyn.

—Era realmente estupenda —comentó Edward.

—Un banquero de Nueva York me ha dado la idea —continuó A. J. — Y en realidad no es una mala ocurrencia. La cosa va de un gángster de Nueva York que se enamora de una encantadora corista y decide llevarla a Hollywood para convertirla en estrella de cine.

Edward se apresuró a manifestar el entusiasmo que la ocasión requería.

—Verdaderamente es una gran idea, señor Rosen.

A. J. sonrió.

—Imaginé que a usted le gustaría.

—Me gusta, señor Rosen —insistió Edward—. Conociéndole, seguro que ya tiene usted en mente a los actores principales.

—Ya tengo a la chica —asintió A. J. — Pero aún no he decidido quién será el protagonista masculino. Habrá que echarlo a suertes entre Bogart, Eddie Robinson y Cagney.

Edward, muy serio, hizo un movimiento de comprensión. Sabía tan bien como A. J. que no existía ni la más remota posibilidad de que aquellos actores se prestaran a hacer el papel.

— ¿Y dice usted que ya ha encontrado a la chica? —le preguntó con cautela.

—En efecto —repuso A. J. al tiempo que cogía una fotografía publicitaria y se la tendía a Edward—. Judi Antoine.

Edward examinó la provocativa fotografía de la muchacha. Estaba ataviada con un vestido plateado tan ceñido que sería capaz de dejar fuera de combate a Betty Grable o a Lana Turner.

—La conozco —dijo al fin.

—Todo el mundo la conoce —afirmó A. J. con entusiasmo—. Hace seis meses que está contratada. Y cada semana recibimos mil peticiones de fotografías suyas, a pesar de que aún no ha hecho ninguna película. Ha salido en todas las revistas y periódicos del país.

—Es muy excitante —convino Edward. No quiso decirle a A. J. que en el ambiente se la conocía por el apodo de el Grito por la forma en que gemía al joder. Y había aceptado acostarse con Edward a cambio de que éste le presentara al director de la película en la que había estado trabajando últimamente.

—Hasta ese banquero amigo mío cree que sería la persona más adecuada para el papel —le indicó A. J. Luego, como si acabara de ocurrírsele, dijo—: Mi mujer y yo pensamos ir a cenar a «Perino's» con el banquero. ¿Por qué no va usted a buscar a Judi y se reúne con nosotros?

Edward se frotó el mentón para comprobar si le estaba creciendo la barba.

— ¿Esta noche?

—Sí, esta noche.

—Puede que a ella no le venga bien —sugirió.

—Le viene bien, esta noche está libre —afirmó A. J. rotundamente—. Ya lo he arreglado todo.

—Comprenderá usted que una cosa así tengo que explicársela a mi esposa —dijo Edward.

—Estoy seguro de que lo entenderá —replicó A. J. —. Se trata de un asunto estrictamente de trabajo.

Edward se quedó pensando durante un momento.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Cuándo quiere que empiece a trabajar?

—Inmediatamente. Recibirá usted dos mil quinientos dólares por el guión; si llegamos a escribir el libreto definitivo tendrá otros dos mil quinientos.

Edward hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Me parece bien.

—La cena es a las siete y media. Acabará entre las nueve y media y las diez.

— ¿Y qué tengo que hacer entonces? —quiso saber Edward, que estaba seguro de que había algo más.

—Acompáñela al hotel del banquero y espere en el bar hasta que ella vaya a buscarle. Entonces la lleva a casa. Quedará usted libre a media noche aproximadamente.

Edward asintió en silencio.

A. J. lo miró astutamente. Al fin y al cabo él también estaba en contacto con los servicios de información de los estudios.

—Pero dígale que procure no gritar demasiado fuerte. Los banqueros son nerviosos por naturaleza. Podría estropearle la erección.

Edward cerró la puerta de la oficina de A. J. y clavó la mirada en Kathy.

— ¿Lo sabías?

La muchacha hizo un gesto de asentimiento.

—Pero no me enteré hasta que Joanie llamó para decir que estaba enferma. Normalmente es ella la que se ocupa de estas cosas.

—Esto es una mierda.

—Sí, es un negocio de mierda —replicó ella—. Pero, ¡qué demonios!, tú vives gracias a eso. Será mejor que llames ahora mismo a Kristen y le digas que has conseguido el trabajo.

 

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