EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55482
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 22: CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 21

El coche que tenía Edward, un «Chrysler Airlow» de antes de la guerra, parecía fuera de lugar entre tantos «Rolls», «Cadillac» y «Continental» como había aparcados delante de la casa que A. J. poseía en Beverly Hills, en la esquina de las calles Rodeo y Lomitas. El encargado del aparcamiento, un joven que llevaba una chaqueta roja, le entregó un ticket a Edward y se llevó el coche. Edward se quedó un momento allí de pie antes de echar a andar hacia la entrada principal. Vio cómo el muchacho se llevaba el coche calle abajo, lejos de los lujosos automóviles que estaban situados delante de la casa. Sonrió para sus adentros. Hasta los coches eran víctimas del sistema de castas.

Un mayordomo chino vestido de smoking le abrió la puerta.

¿Tiene la bondad de decirme su nombre, caballero?

Edward Cullen.

El mayordomo echó un rápido vistazo a la lista que sostenía en la mano e hizo un gesto de asentimiento. Le indicó con un gesto el salón, ya abarrotado de invitados.

Blanche Rosen, la esposa de A. J., se hallaba a la entrada de dicho salón. Era una mujer atractiva, que no aparentaba los cuarenta y tantos que ya tenía. Al verle, sonrió y le tendió la mano.

Hola, Edward —dijo con voz afectuosa—. Me alegro de que hayas venido.

Él se la estrechó.

Gracias por invitarme, señora Rosen.

Llámame Blanche —le indicó ella. Luego señaló hacia el salón—. Estoy segura de que ya conoces a la mayor parte de las personas que hay aquí. Estás en tu casa. El bar lo hemos instalado al fondo.

Gracias, Blanche —dijo. Pero la mujer ya se había dado la vuelta para recibir a otros invitados que acababan de llegar. Edward se dirigió al bar. Reconoció a muchos de los presentes, pero en realidad eran muy pocos aquellos a los que conocía personalmente o que le habían sido presentados con anterioridad. Un barman negro le sonrió.

¿Qué desea tomar el señor?

Un escocés con agua —pidió Edward. Cogió la copa y se marchó al otro extremo de la habitación. A. J. estaba allí de pie rodeado de varias personas; tenía al lado a Judi, que iba ataviada con un ligero vestido de lentejuelas completamente transparente. Parecía que todos los del grupo estuvieran hablando a la vez.

Un suave murmullo de excitación se propagó desde la entrada del salón. A. J. cogió a Judi del brazo y, casi a tirones, la condujo hacia aquel lugar, Edward los siguió con la mirada. Percibió el sombrero de la mujer y al momento supo de quién se trataba: era Hedda, famosa por los sombreros que tenía por costumbre utilizar. Se habían convertido en la marca distintiva de aquella mujer.

Hedda era una de las más famosas columnistas de Hollywood. En un abrir y cerrar de ojos el lugar se llenó de fotógrafos que comenzaron a disparar sus flashes. Hasta el mismísimo A. J. se mostraba servil con la periodista.

Ray Stern se acercó a Edward y, en voz baja, le musitó unas palabras al oído.

Realmente metí la pata, ¿no te parece? —le dijo.

Edward se volvió hacia el director.

¿A qué te refieres?

Pude haber sido yo el director de esa película y lo tiré todo por la ventana.

No es una película importante.

Stern se quedó mirándolo.

Todas las películas que dan dinero son importantes.

Pues yo no veo que a mí me sirva de mucho —le confió Edward—. Desde entonces no he vuelto a trabajar.

Ahora tendrás ocasión de hacerlo, ya lo verás —le dijo Stern—. ¿Por qué crees que te ha invitado A. J. a esta fiesta? Eres el guionista que ha escrito la película más taquillera que han producido este año los estudios de A. J.

Edward lo miró y no dijo nada.

Posiblemente —continuó Stern— al finalizar la fiesta firmarás un contrato con A. J. para hacer una película de la misma serie.

Ni siquiera se ha percatado de que estoy aquí.

No te lo creas —le dijo Stern—, Él se fija en todo.

Edward se encogió de hombros.

No sé. —Miró al director—. ¿En qué estás trabajando ahora? —le preguntó.

En nada. A. J. ha dejado que mi contrato caducase. No sé porqué me ha invitado. Lo más probable es que se olvidaran de borrarme de la lista de invitados.

Venga, hombre —le animó Edward—. No será para tanto.

¡Al infierno con todo! —dijo Stern amargamente—. Voy a tomarme otra copa.

Edward observó al director mientras éste se dirigía al bar. Entonces oyó una voz femenina a sus espaldas.

¿Es usted Edward Cullen?

Se dio la vuelta. Se trataba de una chica bastante alta, con ojos azules y un pelo de color caoba que le llegaba casi hasta los hombros. Llevaba un vestido de seda azul muy ajustado.

Sí —contestó él.

La muchacha lo miró.

Soy Tammy Sheridan. ¿No me reconoce?

Se consideró obligado a presentarle una disculpa.

Lo siento.

Hice un papel secundario en la película —continuó ella—. Era la chica que peleaba con Judi.

Ahora sí que lo siento —dijo Edward sonriendo—. No he visto nunca la película.

¿Nunca? —Repitió ella, incrédula—. ¿Ni siquiera en la sala de proyección de los estudios?

No me invitaron —contestó Edward—. Y además, para entonces yo ya no pertenecía al equipo. Seguramente iré a verla cuando se estrene aquí, en Los Ángeles.

Pero si me han dicho que ya estaba usted escribiendo la segunda parte. Pensé que podríamos hablar un poco acerca de mi papel.

Edward se echó a reír.

Podemos hablar de ello, si usted quiere. Pero a mí me gustaría conseguir primero el trabajo.

La muchacha se echó a reír. Edward se dio cuenta de que no le creía.

¿Está solo? —le preguntó ella.

Sí.

¿No tiene pareja?

No.

Es curioso. Me habían dicho que estaba usted liado con Judi y que además era un hombre casado.

Dicen muchas tonterías —dijo él—. Estoy casado, en efecto. Lo que sucede es que mi esposa se halla en Nueva York. Y no tengo nada que ver con Judi.

Me contaron que fue gracias a usted que a Judi le dieron el papel en la película.

Pues no es cierto.

¿Y entonces cómo consiguió el papel? —Quiso saber la muchacha—. Como actriz no vale nada. A su lado yo, en los días malos, parezco Greta Garbo.

Edward hizo un gesto con la mano.

No lo sé. Yo me limité a escribir el guión.

Tammy miró hacia el otro lado del salón, en dirección a los reporteros gráficos que no paraban de fotografiar a Judi y a Steve Cochran, que acababa de llegar.

¡No es más que una vulgar puta de mierda! —exclamó la joven a todas luces celosa. Se volvió de nuevo hacia Edward—, ¿Tiene usted coche? —le preguntó.

El asintió.

Yo he venido en taxi —le hizo saber Tammy—. A lo mejor puede llevarme a casa al terminar la fiesta.

Claro.

Búsqueme cuando decida marcharse —le dijo ella al tiempo que comenzaba a alejarse—. Mientras tanto intentaré enredar a alguno de esos fotógrafos a ver si consigo que me haga unas cuantas instantáneas.

La observó mientras la muchacha, con la misma actitud que un sabueso, se mezclaba con la gente; luego se acercó al bar y pidió otra copa. Empezaba a hacer calor en el salón y decidió situarse junto a una ventana para que le diera un poco de aire fresco. El señor Metaxa, el banquero de Nueva York, se le acercó.

Felicidades, Edward —dijo jovialmente.

Éste sonrió.

Gracias, señor Metaxa. Pero... ¿puedo preguntarle por qué me felicita?

Por el guión, hombre. La película va a producir un buen montón de dinero. Quizá llegue a los dos millones. Estamos muy satisfechos.

Yo también —dijo Edward.

Metaxa lo cogió del brazo.

Ven conmigo —le pidió—. Hay un productor italiano, un buen amigo mío, que quiere conocerte.

Caminaron juntos hacia un hombre alto y bien parecido, con una cabeza distinguida y poblada de cabellos blancos. Metaxa habló con el italiano y luego hizo de intérprete para Edward.

Edward Cullen,el scrittore —dijo—. Raffaelo Santini, el mejor productor italiano. El señor Santini ha conseguido un gran éxito en Roma con La motocicleta de una sola rueda.

Edward había oído hablar de aquella película. Era una de las primeras obras neorrealistas que se habían hecho en Italia. A la crítica le había entusiasmado. Había estado a punto de ganar el Óscar de la Academia a la mejor película extranjera.

Es un honor conocerle, señor Santini —dijo.

Y para mí es un honor y un placer conocerle a usted, señor Cullen —dijo el otro con un pronunciado acento italiano—. Me ha gustado mucho la película que escribió. Es muy divertida y demuestra que usted sabe muy bien qué es lo que la gente que va al cine desea ver. Hacen falta más guionistas con su experiencia.

Gracias, señor Santini.

Este asintió con el semblante muy serio.

Puede que algún día le apetezca a usted venir a Italia para hacer una película conmigo.

Me gustaría mucho —dijo Edward.

En aquel momento les llegó desde atrás la voz de A. J.

¡Eh, vosotros, los italianos! ¿Qué estáis tramando a mis espaldas con mi guionista favorito? ¿Acaso intentáis robármelo? —La sonrisa que le cruzaba la boca contradecía evidentemente aquellas palabras.

De ninguna manera —se apresuró a decir Metaxa—. El señor Santini estaba alabando el trabajo de Edward.

Tengo firmado contrato con él para hacer tres películas más —dijo A. J.

Edward lo miró, sorprendido. Aquélla era la primera noticia que le llegaba al respecto. Decidió guardar silencio.

Precisamente el lunes por la mañana tenemos una reunión en los estudios para tratar del primer guión —les informó A. J. mirando a Edward—, ¿No es cierto, muchacho?

En efecto, A. J. —contestó Edward.

¿Y qué título piensan ponerle a la próxima película? —quiso saber Santini.

A. J. lo observó en silencio.

Ya puedes decírselo, Edward.

Éste, sin dudarlo un momento, le respondió al italiano.

El retorno de la reina guerrera.

Claro —dijo el señor Santini como si aquello no se le hubiera podido ocurrirá nadie más—. ¡Qué simple! ¡Qué inteligente! Con ese título ya está vendida de antemano.

No lo olvides, muchacho. El lunes a las nueve de la mañana —repitió A. J. antes de alejarse muy sonriente.

Los dos hombres lo siguieron con la mirada. Santini, en voz baja, le murmuró algo en italiano a Metaxa. Luego se volvió hacia Edward.

Acuérdese de lo que le he dicho, señor Cullen. Algún día haremos una película juntos en Roma.

Por el rabillo del ojo Edward vio que Tammy se les estaba acercando.

¡Edward! —Lo saludó la muchacha como si fueran viejos amigos—. Te ruego que me presentes al señor Santini. Es mi cineasta favorito.

El señor Santini —dijo Edward haciendo las presentaciones—, la señorita Tammy Sheridan.

Me encantó su película —le hizo saber Tammy con cara de éxtasis al italiano—. Yo voté por ella para el Oscar de la Academia. Me llevé una desilusión muy grande al ver que no ganaba.

Gracias, señorita Sheridan —contestó cortésmente el italiano.

Ya están avisando para la cena —continuó la muchacha—, ¿Puedo sentarme con usted? Me gustaría hacerle un montón de preguntas acerca de su maravillosa película.

Lo siento —dijo el señor Santini en tono de disculpa—, pero no puedo quedarme a cenar. Tengo un compromiso previo en «Chasen's».

Vaya, yo también lo siento mucho, señor Santini —dijo Tammy con sinceridad.

El italiano le cogió una mano e, inclinando la cabeza, se la besó.

Ciao —se despidió.

Tammy dio un suspiro y se quedó mirándolo mientras se alejaba.

¡Qué forma de saludar tiene ese hombre! —le confió a Edward—, Cuando me rozó la mano con los labios me dio la impresión de que me acariciaba el coño con la lengua.

¡Mierda! —Exclamó Edward—, Eso también lo sé hacer yo.

Tammy lo miró.

¿Besarme la mano de ese modo?

No —precisó Edward sonriendo—. Acariciarte el coño con la lengua.

 

Capítulo 21: CAPÍTULO 20 Capítulo 23: CAPÍTULO 22

 
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