EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55473
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 32: CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 31

Eran casi las ocho de la mañana cuando abandonaron el palazzo de la condesa y subieron al coche.

—Podemos desayunar en mi hotel —propuso Edward—, La cocina ya debe de estar abierta a esta hora.

Mara lo miró.

—Creo que será mejor que yo me vaya a casa directamente.

—A todos nos vendrá bien un poco de café —insistió Edward.

—Os acompañaré a casa —dijo ella—. Ha sido una noche muy larga.

—Como gustes —convino Edward.

—No le diréis a mi novio lo que hemos estado haciendo, ¿verdad?

—Yo ya no me acuerdo de nada —dijo Edward—. Y además, ni siquiera lo conozco.

—Es muy celoso —les confió Mara—. Si se enterase de que he estado con otro hombre, me mataría.

— ¿Y qué me dices de la contessa? —inquirió Edward.

—Él ya la conoce. Y las mujeres no cuentan.

—Muy bien.

La limusina se detuvo ante la puerta del hotel; Edward y Rose se apearon.

—Gracias —dijo Edward dirigiéndose a Mara.

—De nada —respondió ésta—. ¿Vas a quedarte en la ciudad este mes?

—Todavía no lo he decidido.

—Te llamaré —le prometió ella—. Ciao. —Volvió la cabeza hacia la otra muchacha—. Ciao, Rose.

La limusina se alejó y Edward y Rose entraron en el hotel. Le encargó el desayuno al conserje antes de subir a la suite. Rose se sacó el vestido y se enfundó una camiseta del Ejército antes de que a él le diese tiempo siquiera de quitarse la chaqueta.

— ¡Madre mía! —exclamó ella—. Esa condesa es demasiado.

Edward se quitó la camisa y la arrojó encima de una silla.

—Es algo fuera de serie.

—No sabía que nadie fuera capaz de comerse un coño de esa manera —dijo la muchacha—. Hubo un momento en que creí que iba a atravesarme la vagina hasta el agujero del culo.

Edward la miró.

—Pero bien que te gustaba.

—Esa mujer es la mejor. Había oído que las lesbianas lo hacían muy bien, pero no me lo había creído hasta hoy.

Llamaron a la puerta y el camarero entró trayendo una bandeja con café y algunos bollos. Rose aguardó hasta que el hombre se hubo marchado.

—Me dio cuarenta mil liras en lugar de veinte mil.

—No está mal —dijo Edward.

—A ti también te dio algo —le comentó Rose—. Yo vi cómo lo hacía.

Edward se echó a reír y sacó del bolsillo un sobrecito de papel encerado.

—Cocaína.

—Es toda una dama —dijo Rose. Llenó las dos tazas de café—. ¿Sabe joder bien?

—No puedo quejarme —contestó él.

—Tengo la vagina dolorida —le confesó Rose—. Siento quemazón al orinar.

Edward soltó una carcajada y después dio un sorbo de café.

—Ya se te pasará.

La muchacha lo miró.

— ¿Quieres que duerma en el sofá?

—Por mí puedes hacerlo en la cama —le ofreció él—. Con tal de que no me despiertes al darte la vuelta.

—Procuraré estarme quieta y no molestarte. ¿Tienes algún plan para mañana?

—Es posible que por la tarde vaya a comprarme un coche. Hay un «Alfa» descapotable al que le tengo echado el ojo.

—Será mejor que vaya contigo —se ofreció ella muy seria—. Eres americano y querrán robarte hasta los ojos. Déjame hablar a mí y te saldrá más barato.

—Ya lo decidiremos al despertar —dijo él. Dejó caer al suelo el resto de la ropa y se arrastró desnudo hasta la cama.

Rose lo miró.

— ¿Te importa que me dé una ducha? Tengo que quitarme el maquillaje y la purpurina o mancharé toda la cama.

—Haz lo que gustes —dijo él—. Pero apaga esta luz. Quiero dormir.

—De acuerdo —dijo ella. Apagó las luces del dormitorio y cerró la puerta del cuarto de baño tras de sí. Poco después Edward oía el tenue sonido de la ducha. Cerró los ojos.

La dolce vita, pensó. La contessa tenía razón al llamarlo así. Era un título magnífico para una película, pero él no podría hacerla. Aquello era realmente otro mundo. Podía pasárselo bien en él, pero no podía alcanzar a comprenderlo. Luego se quedó dormido.

 

 

El sonido de unas voces le llegó a través de la puerta cerrada del dormitorio. Abrió los ojos lentamente. Rose ya no se encontraba en la cama. La oyó hablar en la sala. Se incorporó y se puso el reloj de pulsera. Eran ya las cuatro de la tarde. Encendió un cigarrillo y prestó atención a las voces... Eran voces de un hombre y una mujer.

Sin hacer ruido entró en el cuarto de baño, se lavó la cara con agua fría y se echó encima un albornoz. Todavía descalzo, abrió la puerta del dormitorio.

Rose, Mara y un hombre que Edward no conocía estaban sentados alrededor de la mesita. El camarero acababa de traerles café.

—Buon giorno —saludó.

El hombre se levantó de un salto. Era de mediana estatura y de complexión fuerte. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, según era moda en aquella época. Tenía los ojos de color marrón oscuro, una gran nariz romana sobre labios carnosos, y el mentón cuadrado. Saludó a Edward con una inclinación de cabeza y sonrió.

—Signor dottore —dijo.

Él lo miró; luego se volvió hacia Rose. Mara se apresuró a intervenir.

—Éste es mi novio, Franco Gianpietro. Para él es un honor conocerte y siente un gran placer por ello.

Edward asintió y le tendió la mano.

Se la estrecharon al estilo europeo, moviéndolas dos veces arriba y abajo. El hombre habló rápidamente en italiano. Rose tradujo aquellas palabras.

—El señor Gianpietro se disculpa por la intrusión. Si deseas seguir durmiendo, él tendrá mucho gusto en volver cuando tú estimes pertinente.

—Está bien —dijo Edward. Le hizo un gesto con la mano—. Por favor, siéntese.

El italiano asintió.

—Mi inglés no es muy bueno —comenzó a decir—, Pero, con su permesso, lo intentaré.

Edward sonrió.

—No, habla usted muy bien. —Cogió el café que Rose había puesto ante él y se recostó en el respaldo del sofá. Era café negro, muy cargado. Sirvió para acabar de despertarlo—, ¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó al otro hombre.

—Usted es un scrittore muy importante —comenzó a decir Gianpietro—. Mara me ha informado de que es usted el mejor de América.

—Mara es muy amable.

Ella sonrió.

—Vero. Cierto.

—Santini es un capullo —dijo Gianpietro.

—No voy a discutir eso —le indicó Edward echándose a reír.

—Mara ha pensado que quizás usted podría escribir un guión para ella. Opina que Santini la ha perjudicado mientras hacían esta película, pues todas las escenas buenas se las dio a la chica americana.

Cuando acabó de hablar Gianpietro se quedó mirando a Edward.

—Sería un honor para mí —dijo éste—, Pero existen varios problemas. En primer lugar, no tengo productor; y en segundo lugar, de momento no se me ocurre ningún argumento apropiado para Mara.

—El productor puedo conseguírselo yo —le ofreció al instante Gianpietro—, Y ella cree que cierto relato que ha salido publicado en una revista podría servir para hacer una película. Es una historia famosa aquí en Italia, donde ha gozado de gran aceptación. Se titula «La ragazza sulla motocicletta».

—Yo conozco el relato —le informó Rose—. Es bastante bueno. Trata de una muchacha de familia humilde que roba una motocicleta y recorre en ella toda Roma jodiendo y robando para poder dar de comer a su familia. Tiene un final muy emocionante. La Policía persigue a la chica por las calles de la ciudad, y ella se mata al evitar atropellar a un niño que cruza la calle.

—Parece interesante —dijo Edward—, Pero yo no lo he leído. ¿Sabéis si está traducido al inglés?

—Yo puedo traducírtelo en un día.

Gianpietro hizo un gesto de asentimiento.

—Conmigo puede usted estar seguro de que cobrará todo su dinero. Yo soy un hombre de palabra, no como Santini. Además, me han dicho que a usted le gustaría pasar el mes de agosto en el sur de Francia. Yo poseo una villa a las afueras de Niza donde nos alojamos Mara y yo. Hay también una casa para invitados muy bonita. Podría usted instalarse allí cómodamente. Incluso tendré mucho gusto en poner un coche a su disposición.

—Eso suena muy bien —dijo Edward—. Pero primero tendré que leer la historia. Puede que yo no sea el escritor idóneo para hacer el guión. No sé gran cosa sobre la gente de aquí.

—Mara y Rose pueden asesorarle en todo lo que le haga falta —dijo Gianpietro—. Y ya estoy al corriente de cuáles son sus honorarios. Le pagaré los treinta y cinco mil dólares y todos los gastos cuando haya terminado el guión. No necesita esperar a que se ruede la película.

—Es usted más que generoso —dijo Edward—. Pero, sinceramente, creo que debería leer antes el relato. No quiero engañarle y decirle que puedo hacerlo si no es así.

Gianpietro lo miró durante unos instantes y sacó un fajo de billetes del bolsillo. Fue contando uno a uno los billetes de mil dólares.

—Esto son veinte mil dólares —dijo al terminar de contar, mientras se metía el resto del fajo en el bolsillo.

— ¿Y para qué son? —Le preguntó Edward—. Todavía no he aceptado hacerme cargo del guión.

—No tiene nada que ver con el guión. Éste es el dinero que le debía Santini. Se lo he cobrado yo por usted.

Edward lo miró fijamente.

—No piense mal —añadió Gianpietro—. La contessa' me ha pedido que me encargase de ello.

—Pero si Santini me dijo que no podía dármelo, que en estos momentos no disponía de dinero suficiente.

Gianpietro sonrió.

—Es sorprendente lo aprisa que un hombre recuerda que sí tiene dinero cuando se le aprietan un poco las pelotas.

Edward lo miró. Luego cogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo del albornoz.

—Gracias.

Gianpietro hizo una inclinación de cabeza.

—Le he dado una copia del relato a Rose. El martes por la noche, cuando usted ya lo haya leído, podríamos cenar juntos y discutirlo.

—Será un placer —dijo Edward.

Gianpietro se puso en pie y Mara lo imitó. La muchacha miró a Edward.

—Tienes que hacer de mí una gran estrella. Más grande que esa putana.

Edward le dio un beso en la mejilla y le estrechó la mano al italiano.

—El martes por la noche para cenar —dijo.

Cuando la pareja se hubo marchado, Edward se volvió hacia Rose.

— ¿Sabías tú algo de todo esto?

—Oí que Mara hablaba con la contessa, pero estábamos todos bastante colocados y no me fijé demasiado. —Se echó a reír—, A lo mejor hemos tenido suerte.

Edward la miró en silencio durante un largo rato.

— ¿Seguro que no has sido tú la que los has metido en este asunto?

—Yo no soy más que una secretaria. Nadie me haría caso.

—Yo no estaría tan seguro.

Rose cambió de tema.

—La oficina de «American Express» todavía está abierta —le dijo—. Será mejor que nos acerquemos allí para cambiar el dinero por cheques de viajero. Es una cantidad demasiado grande para llevarla encima en metálico.

 

 

Rose tardó casi dos días en traducir el relato, y Edward sólo dos horas en leerlo. Cuando terminó, arrojó el manuscrito sobre la mesa y se quedó allí, contemplándolo. Luego miró a Rose.

—Es una auténtica basura —dijo—. No hay forma de escribir un buen guión con eso.

Rose encendió un cigarrillo.

—Debe de haber algún modo de sacarlo a flote.

Edward movió negativamente la cabeza.

—No hay forma. Es una porquería. Y encima, ni siquiera es entretenido. Resulta infantil.

—Gianpietro va a llevarse una desilusión.

—Prefiero que se lleve el desengaño ahora. No quiero intentar liarlo. Él no es tonto. Antes o después se enteraría de que había aceptado sólo por el dinero. Y no me gustaría nada que se enfadase conmigo. No me haría gracia que me apretara un poco las pelotas.

—Tendrás que decírselo con diplomacia —le indicó Rose—. Está decidido a hacer de Mara una estrella.

—Ya se lo explicaré. Tendremos que buscarle a Mara algo mejor.

—Tú sabrás lo que haces —dijo la muchacha, desilusionada—. Adiós al magnífico mes que podríamos pasar en la Riviera francesa.

—Yo iré de todos modos —le indicó Edward—. Mi agente llega dentro de un par de semanas.

—Pues yo tendré que quedarme sudando aquí, en la ciudad —le comentó ella mirándole a los ojos.

Edward le sonrió.

—Eres una puñetera embaucadora. Supongo que pretendes que me apiade de ti.

— ¿Y no es así? ¿Ni siquiera un poquito? —Rose tenía los ojos abiertos de par en par—. ¿Cómo te sentirías tú si tuvieras que pasar aquí todo el mes sin poder moverte?

—No quieras embaucarme.

—Tengo una idea —sugirió la muchacha.

Él la miró.

— ¿Por qué no les dices que pasaremos las dos semanas con ellos para ver si conseguimos dar con una historia que nos convenza a todos?

—Eso sería un verdadero timo —dijo Edward.

—O no. ¡Quién sabe! A lo mejor encuentras algo que funcione de verdad.

—Supongo que estás de broma. Sabes perfectamente que esa chica no sabe actuar. Es imposible encontrar algo que funcione con ella.

—Me dijiste que ahora no te hacía falta el dinero —comentó la muchacha—. Pues bien, diles que es gratis, que lo único a lo que te comprometes es a intentarlo durante esas dos semanas. A él sólo le costará los gastos de la casa, y eso tiene que pagarlo de todas maneras.

—Y de paso tú consigues irte de vacaciones gratis.

—Claro —dijo ella—. Y a ti tampoco te costarían ni un céntimo. Y además no tendrías que pagarme sueldo.

Edward se echó a reír.

— ¿Tantas ganas tienes?

Rose lo miró a los ojos.

—Sí. Para una chica como yo la Riviera francesa es la cima del mundo. Quién sabe las oportunidades que puedo encontrar en ese lugar. Todos los hombres ricos están allí en este mes. A lo mejor tengo suerte.

Edward la miró muy serio. Después habló.

—De acuerdo. Se lo sugeriré. Pero si no sale bien, no me eches a mí la culpa.

La muchacha le dio un beso en la mejilla.

—No te la echaré. Y al cabo de las dos semanas te verás libre de mí, pero tendrás que andarte con cuidado.

— ¿Cuidado? ¿De qué?

—De Mara —le confió ella—. Se ha encaprichado contigo y Gianpietro siempre tiene que quedarse en Roma los días laborables. Sólo va a la villa los fines de semana.

— ¿Qué te hace pensar eso? —Le preguntó Edward, sorprendido— Ella no es tonta. Sabe bien de qué lado untan el pan.

—Cierto —aceptó Rose—. Pero eso no le impide correrse una juerguecita de vez en cuando.

 

Capítulo 31: CAPÍTULO 30 Capítulo 33: CAPÍTULO 32

 
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