EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55472
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

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Capítulo 34: CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 33

Edward y Rose siguieron el sendero que conducía a la casita en la que se alojaban. Era casi la una y media de la madrugada cuando cerraron la puerta tras ellos. Entonces Edward le pidió a Rose que le explicara lo que había ocurrido.

La muchacha empezó a despojarse del vestido.

—Eran asuntos de negocios, simplemente —le indicó—. Los franceses quieren que Gianpietro se encargue de traer doscientas toneladas de heroína sin refinar y que se las entregue a ellos en Marsella, donde acaban de instalar un laboratorio clandestino. Si puede hacerlo en menos de dos semanas, le corresponderá una parte de las ganancias que asciende aproximadamente a dos millones de dólares.

— ¿Y por qué está Mara tan enfadada? Debería saber que Gianpietro no se olvidará de ella. Seguro que también saldrá beneficiada.

—Pero lo que ella quiere es exhibirse por la Riviera presumiendo como una gran estrella. Y puesto que él va a estar ausente, ¿quién se va a encargar de llevarla por ahí? Lo que sucede es que Mara no es más que una zorra egoísta.

Después de quitarse la chaqueta, Edward arrojó la corbata negra y la camisa encima de una silla. Entonces alguien llamó a la puerta de la casa.

—Adelante —dijo él.

Rose tuvo el tiempo justo de ponerse una bata antes de que Gianpietro entrase en la habitación. Sin mirar apenas a la muchacha, le habló a Edward.

—Necesito que me ayude, amigo mío —le dijo.

— ¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó Edward.

—Como seguramente usted ya sabe, tengo que ausentarme durante unas semanas por un asunto de negocios. Mara se ha enfadado mucho por ello, pero finalmente he conseguido que se calme. Lo primero y más importante es que ella desea que continúe usted adelante con el guión. Y lo segundo, que no quiere quedarse sola en la casa principal. Me ha dicho que se sentiría más segura si Rose se trasladara allí con ella. Ya he hecho los arreglos pertinentes a fin de que Mara disponga del dinero suficiente para comprar lo que necesite y para salir a cenar o a divertirse varias veces a la semana. Además, ella pretende hablar con Rose sólo en inglés con el propósito de adquirir mayor fluidez y experiencia.

Edward lo miró.

—Me parece muy bien, naturalmente. Pero... ¿no cree que sería más prudente que yo regresara con usted a Roma? Mara es una mujer muy atractiva, y mi presencia aquí podría suscitar algunos comentarios. Ya sabe usted lo malpensadas que suelen ser algunas personas.

—Que piensen lo que quieran y que se jodan. Usted es mi amigo, y además un caballero. Estoy seguro de que entre usted y ella nunca existiría relación alguna que pueda considerarse inconveniente.

Edward se dirigió a Rose.

— ¿Tú qué opinas?

—Yo estoy de acuerdo con Franco —afirmó la muchacha—. Ésa es, sin duda, la manera más acertada de enfocar el asunto.

Edward le tendió la mano al italiano.

—En ese caso, así se hará.

Gianpietro lo abrazó.

—Gracias, amigo mío. Gracias.

 

 

A pesar del calor que reinaba en la pequeña habitación, Edward dormía como un tronco. Entre sueños le pareció notar un nuevo aroma, desconocido para él, en las fosas nasales. No era el perfume de Rose, con el que ya se había familiarizado. Abrió un ojo lentamente y consultó el reloj de pulsera. Era la una de la tarde. Luego abrió el otro ojo y miró hacia un lado, más allá de la cama.

Mara se hallaba sentada en una butaca, desnuda y con las piernas separadas. Le dirigió una sonrisa a Edward.

—Creí que no ibas a despertarte nunca.

Él se quedó mirándola durante un rato.

— ¿Qué has hecho? Parece que te hayas afeitado el noventa por ciento de los pelos del coño.

Mara se echó a reír.

—Tienes buena vista. Pero esto es lo que está ahora de moda en el sur de Francia. Los nuevos bikinis de esta temporada son tan pequeños que, si no te depilas, el vello asoma por los muslos como si fuera una barba.

De pronto Edward se despertó por completo.

— ¿Estás hablando en inglés? Creí que sólo sabías unas cuantas palabras.

Ella lo miró a los ojos.

—Es más sensato que la gente lo crea así. De ese modo piensan que soy estúpida y dicen cosas confiando en que yo no voy a entenderlas.

Rose entró en la habitación. Venía del cuarto de baño y se estaba secando el cuerpo desnudo con una toalla. Se rió al ver a Edward.

— ¿Qué te parece? —preguntó—. ¿Verdad que le he hecho un buen trabajo a Mara? A lo mejor tendría que dedicarme a trabajar de peluquera de coños.

—Yo puedo hacerlo mejor —comentó Joe riendo—. Y sin tijeras. Sólo mordisqueando con los dientes.

—No presumas —le dijo Rose—. Date una ducha y mete un poco de ropa en la maleta. Nos vamos a pasar unos cuantos días a Saint—Tropez.

— ¿Saint—Tropez? ¿Dónde demonios cae eso? —les preguntó Edward a las muchachas.

—Está en la costa, a unos ochenta kilómetros de aquí —le explicó Rose—. Es el lugar más animado de toda la Riviera. Allí no hay gente vieja, como sucede en Monte Carlo, sino gente joven, rica y divertida. Todo el día en la playa y fiestas que duran toda la noche.

—Y Franco me ha dado bastante dinero —añadió Mara—. Ya está enterado de que ese amigo mío nos ha invitado a la casa que tiene en la playa. Es una de las mansiones más grandes que hay por allí.

—No sé —vaciló Edward con cautela—. Franco no me ha hablado en absoluto de eso.

—No tiene nada de malo —dijo Mara—. Él sabe que mi amigo es de confianza. Con tal de que Rose continúe conmigo para enseñarme inglés y de que tú no dejes de escribir, todo irá perfectamente. Además, nosotros volveremos a casa mucho antes que él.

Edward la miró.

— ¿Y cómo vas a explicarle lo del vello púbico?

—A mí el pelo me crece enseguida —le indicó ella—. Y por otro lado, Franco es un italiano de pies a cabeza. No se atrevería a mirarme el coño aunque tuviera la nariz tan larga como Pinocho.

—Todo esto no me convence —dijo Edward, vacilando—. No me haría ninguna gracia que Gianpietro se enfadase conmigo. Es un tipo duro.

Mara se echó a reír.

—Eso no es más que una pose. En realidad es un hombre muy dulce.

Edward la miró sin acabar de comprender.

Mara se levantó del sillón, se acercó a la cama y, cogiendo a Edward de la mano, comenzó a tirar de él en dirección al cuarto de baño.

—Métete en la ducha —le dijo—. Te sentirás mejor. Especialmente después de que te haya lavado el pene y las pelotas con jabón perfumado.

 

 

Tras un viaje de dos horas en el pequeño Renault, llegaron a Saint-Tropez. Mara y Rose se habían ido turnando para conducir mientras Edward, rodeado de maletas, descansaba en el asiento de atrás. Había encontrado el recorrido bastante interesante, sobre todo cuando pasaron, siguiendo la RN7, por Niza, Antibes y Cannes. Después la carretera se hacía algo incómoda —parecía un sendero cubierto de asfalto—, pero era la única existente entre tierra firme y la península donde se hallaba Saint-Tropez. Aquella carretera era el único acceso que existía por tierra. No había ferrocarril, ni autobús, ni taxis, aunque durante el día, desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche, varios ferrys con capacidad para sesenta pasajeros hacían viajes continuamente. Saint-Tropez estaba en pleno proceso de transformación; de un pueblecito rodeado de viñedos que producía vinos de mesa baratos, se había convertido en el lugar de moda para los jóvenes franceses adinerados y otros europeos de renombre.

Mara se alejó del puerto con el coche; las luces que se veían en la aldea les hicieron saber que mucha gente seguía en las calles y que los restaurantes aún se hallaban muy concurridos. Condujo el coche por una carretera polvorienta y, finalmente, giró por un sendero que llevaba a la villa, cuyas luces permanecían encendidas.

Edward bajó del coche sintiéndose como una sardina al salir de la lata. Mara los guió hasta unas puertas grandes abiertas de par en par. La casa estaba silenciosa y parecía solitaria, pero casi de inmediato apareció un mayordomo.

Les hizo una cortés reverencia.

—Lo siento, Mademoiselle, pero monsieur Lascombes y sus invitados han salido.

—Tenía que habérmelo imaginado —dijo Mara en francés—. Pero mis amigos y yo también somos invitados suyos. Quedamos en reunimos aquí, en la villa.

El mayordomo consultó rápidamente una hoja de papel y leyó en voz alta el nombre de Mara.

—Exacto —asintió ésta—. Y la señorita y este caballero son mis invitados. Ya lo arreglaré mañana personalmente con el señor Lascombes.

—D'accord, mademoiselle —repuso el sirviente—. De momento asignaré la habitación número doce para las señoritas, y el caballero puede ocupar la número nueve, al otro extremo del pasillo. Ambas están en el segundo piso.

—Gracias —le dijo Mara.

—Les pido disculpas —continuó el mayordomo—, pero la servidumbre ya se ha retirado. A primera hora de la mañana les subiremos el equipaje.

—Comprendo —asintió ella—. De momento cogeremos sólo lo más necesario; ya nos arreglaremos. —Abrió el bolso y le tendió al mayordomo un billete de quinientos francos—. Mientras tanto nos conformaremos con que sea usted tan amable de enseñarnos el camino hasta las habitaciones.

Para llegar al segundo piso en una casa francesa hay que subir dos tramos de escaleras —es el equivalente al tercer piso en los Estados Unidos—. La habitación de las chicas no estaba mal; había en ella una cama grande y un cuarto de baño privado. Pero la de Edward era horrible. Con toda seguridad la habitación pertenecía a alguna doncella. Una cama pequeña e incómoda y, en un rincón, el bidet y un lavabo, eran todas las comodidades que había en ella. Sin embargo Edward se sentía demasiado cansado para expresar cualquier queja. Se quitó la ropa de inmediato y se tumbó en la cama completamente desnudo.

Le pareció que aún no había dormido una hora, cuando Rose le tocó ligeramente en un hombro.

—Edward —le dijo en voz baja—. Despierta.

—Estoy durmiendo —protestó él—. No me despiertes hasta la mañana.

—Ya es por la mañana —le aclaró la muchacha—. Levántate. Tenemos un problema.

Edward abrió los ojos y se los frotó al mismo tiempo que se sentaba en la cama. La luz grisácea de la mañana penetraba a raudales por la ventana.

— ¿Que sucede?

—Tienes que marcharte de aquí —le dijo ella.

Edward la miró fijamente.

— ¿Y cómo quieres que lo haga?

—Yo te llevaré en el coche hasta Saint-Tropez. Allí podrás coger un taxi para regresar a la villa de Gianpietro.

—Pero esto no tiene sentido. Mara dijo que estaba todo arreglado.

—Pero al final ha organizado un buen lío —le confesó Rose.

Edward bajó de la cama y se puso los pantalones.

—Deja que hable yo con ella.

—No servirá de nada. Se ha tomado dos tabletas de «Nembutal» y no se despertará hasta media tarde.

— ¿Y por qué tengo que marcharme?

—Lascombes ha entrado en nuestro dormitorio. Dice que esta habitación ya está comprometida. Mara no le había dicho que tú ibas a acompañarnos. Y él no quiere tener problemas con Gianpietro, así que tienes que marcharte en seguida.

— ¡Mierda! Debía haberme dado cuenta de que esa mujer está chiflada. Yo ya quería quedarme allí, en la villa. Lamento haberme dejado convencer. —Miró a Rose—. ¿No puedo alojarme en algún hotel de Saint-Tropez?

—Ya he preguntado en todos. Están llenos. No hay ni una sola habitación libre en todo el pueblo.

Edward la miró.

— ¿Entonces tú te quedas?

—Si no te parece mal —repuso ella—. Gianpietro me paga para que acompañe a Mara todo el mes. Pero si lo deseas, volveré a la villa contigo.

Edward se quedó pensando durante un instante.

—No, ya me arreglaré.

—De todos modos, estarás más cómodo que aquí.

—Seguro —dijo él—. ¿Cuánto tardarás en estar preparada para llevarme?

—Ya lo estoy.

Edward asintió lentamente.

—Dame diez minutos. Me reuniré contigo abajo.

Rose levantó los ojos hacia él.

—Lo siento, Edward.

Éste sonrió tristemente.

—Así son las cosas. No se puede ganar siempre.

Capítulo 33: CAPÍTULO 32 Capítulo 35: CAPÍTULO 34

 
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