EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55499
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 21: CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 20

Todavía seguía enojado cuando entró en casa y subió por las escaleras que conducían a las habitaciones. Se quitó rápidamente la chaqueta, la corbata y la camisa.

¡Perra! —Exclamó a media voz—. ¡No es más que una perra frígida y calientapollas!

Justo entonces sonó el timbre del teléfono. La voz de Kristen le llegó a través del hilo.

Edward —le dijo—. No desearía que te enfadases conmigo.

¿Y qué esperas que haga después de mandarme a paseo con la polla en ristre? —le espetó él.

No tienes por qué hablar así. Yo nunca te prometí nada. Lo sabes perfectamente.

Y nada también es lo que me has dado.

No seas tonto —le consoló ella—. En primer lugar, eres un hombre casado y tienes una hija. Además, lo nuestro es meramente una relación profesional, y si en la oficina sospechasen que hay el menor trato personal, me despedirían. Y perderíamos nuestra oportunidad.

Edward se quedó pensativo.

Puede que tengas razón. Pero esto no quita para que todo esto me parezca una mierda.

Cálmate —le pidió Kristen—. Leeré las páginas que me has entregado hoy y te llamaré por teléfono la semana que viene.

De acuerdo. Supongo que no puedo elegir. Así son las reglas del juego.

Eso ya es más sensato de tu parte. Ahora tengo que marcharme. Adiós.

Edward se quedó mirando el teléfono. Incluso el mero sonido de la voz de aquella mujer conseguía encenderle las pasiones. Maldijo para sus adentros y salió al pasillo.

¡Rosa! —llamó.

¿Diga, señor?—le contestó la muchacha desde el salón.

¿Quieres hacerme un café?

Sí, señor.

Edward la observó caminar hacia la cocina. Rosa continuaba llevando el tenue vestido de algodón de siempre; podía ver el sujetador y las bragas negras que se transparentaban a su través. Se preguntó si la muchacha sería consciente del aspecto de ramera que ofrecía al caminar.

Edward cruzó la habitación y se dirigió al cuarto de baño. Levantó la tapa del inodoro y se abrió la bragueta. No se percató de que tenía una semierección hasta que, después de terminar, se disponía a volver al dormitorio. Rosa estaba de pie junto a la cama sosteniendo en las manos una bandeja con la cafetera. Lo miraba. Notó que el pene le aumentaba de tamaño y no hizo nada por ocultarlo.

¿Se lo dejo aquí, junto a la cama?

Sí, ahí está bien —dijo él todavía de pie en el cuarto de baño.

Sí, señor.

Colocó la taza de café en la mesita de noche.

¿Necesita algo más, señor?

No, nada.

¿Quiere azotarme, señor?

¿Por qué habría de querer azotarte? —le preguntó él, sorprendido.

A veces mi papá quiere hacerlo cuando está así, excitado como usted ahora —le explicó ella.

Yo no soy tu papá.

Pero es un hombre —continuó Rosa—. Lleva usted cuatro noches sin la señora. Debe ser muy difícil para usted, señor. Muchas veces mi papá se corre mientras me azota; luego se siente mejor.

Edward notó que el pene se le ablandaba. La excitación le había desaparecido.

Lo siento, Rosa —dijo con cansancio—. Márchate.

Esperó a que la muchacha se hubiera marchado antes de tumbarse en la cama.

Se quedó contemplando el techo. Estaba enfadado consigo mismo. No había caído en la cuenta de que Kathy lo llamó para decirle lo de la fiesta de A. J. Pero la verdad era que habían pasado cuatro meses sin que le llamase nadie del negocio. De no ser por el ascenso de Bella habría tenido que echar mano de los ahorros para poder vivir. A ella le iba muy bien. Ahora ya ganaba veinticuatro mil dólares al año. Era más de lo que él había conseguido en el mejor de sus años.

Se sentó en la cama y comenzó a beberse el café. Aquél era el tercer viaje que Bella hacía a Nueva York. La primera vez se había llevado con ella a la niña y se había alojado en casa de los padres de Edward; pero en las dos últimas ocasiones había decidido quedarse en el hotel «Pennsylvania». Estaba situado en medio del barrio en el que estaban las tiendas de confección, le había explicado ella. Pero a Edward le parecía que aquél no era el único motivo. Bella había cambiado... Ya no era la dependienta que él recordaba. Ahora estaba imbuida de cierto aire de determinación. El maquillaje, que se aplicaba de modo obviamente profesional, así como el peinado y la ropa que llevaba, respondían siempre a los dictados de la última moda. Pero el verdadero cambio se había producido en los ojos de Bella. Antes eran jóvenes y francos; ahora mostraban reserva y se hallaban siempre en guardia, como si ella viviera en un mundo en el que Edward no podía penetrar.

Se preguntaba si Bella se estaría acostando con su jefe, el señor Black. Qué estúpido era. Claro que se acostaba con él. No hay forma de que una chica, por buena que sea en su profesión, consiga ascensos y mejoras económicas si no es por ese camino. Hasta en la forma de hacer el amor había cambiado su esposa. Ahora lo hacía de un modo más sofisticado y reservado. Tiempo atrás no podía parar de correrse... y ahora tenía un único orgasmo, y gracias. Después le faltaba tiempo para ir apresuradamente al cuarto de baño a fin de ducharse y lavarse el esperma que accidentalmente hubiera podido abrirse camino en su interior. Verdaderamente, era un tonto. Al gallo le había puesto los cuernos un gusano con la polla forrada de oro. Dejó de golpe en el plato la taza de café, que se derramó por toda la mesita de noche.

¡Rosa! —llamó a gritos.

La muchacha apareció de inmediato en el umbral de la puerta con ojos espantados.

¿Diga, señor?1

Joe le señaló con la mano el café derramado.

Limpia esto.

Rosa asintió y regresó al cabo de un momento con una bayeta. Se arrodilló junto a él y empezó a limpiar la mesita. Todavía de rodillas, giró la cara hacia Edward.

No hay problema —le dijo.

Edward se quitó el cinturón de los pantalones y dejó que éstos le resbalaran por las piernas hasta el suelo.

Tendrás que lavarlos. Se han manchado de café. Rosa se quedó mirándole fijamente los genitales.

¿Qué miras? —le preguntó él, irritado—. Quieres tocármela, ¿no es eso?

La muchacha permaneció en silencio, quieta, sin moverse lo más mínimo.

Airado, Edward le cruzó la cara de una bofetada.

¡Maldita sea! ¡Querías tocármela!

Casi con reverencia, Rosa le acarició los testículos con la mano.

Cojones muy grandes —susurró. Luego cerró la mano alrededor del pene.

Él la ayudó a levantarse.

Así no —dijo con voz ronca—, ¡Desnúdate!

Sin mirarle, ella se quitó el vestido en silencio, se desabrochó el sujetador de algodón negro y lo dejó caer al suelo junto con las bragas. Luego se tapó el pubis con las manos.

Joder no —musitó—. Soy virgen.

¡Ah, mierda! —Exclamó él al tiempo que se le disipaba la ira—. Vístete. —Pasó junto a la muchacha y se dirigió al cuarto de baño—. Voy a ducharme y después saldré a dar una vuelta.

 

 

Chaquetones de visón por doscientos dólares —decía el señor Samuel—. Auténtico visón oscuro, el más solicitado.

¿Y dónde está la ganga? Nuestros almacenes se encuentran en Los Ángeles, no en Nueva York.

Unos chaquetones de visón como éstos, completamente forrados, pueden ponerlos a la venta a cuatrocientos noventa y cinco dólares. Se los quitarán de las manos.

El precio no está mal, señora Cullen —intervino el señor Black.

Bella lo miró.

Recuerde, señor Black, que nuestra sección de peletería siempre nos ha ocasionado pérdidas. Y el espacio que ocupa en la planta baja es demasiado grande como para permitirnos el lujo de perder dinero con ella.

Eso se debe a que los vendedores que tienen ustedes allí no entienden de pieles —replicó Samuel—. Un buen peletero haría una fortuna en un sitio como ése.

No quiero discutir con usted, señor Samuel —dijo Bella—. Pero comprenderá usted que no nos queda más remedio que arreglarnos con los dependientes de que disponemos. A no ser que tenga usted una idea mejor.

Si quieren realmente que los almacenes sigan subiendo de categoría —afirmó Samuel—, lo que tienen que hacer es instalar allí un salón de peletería de prestigio.

Bella lanzó una mirada al señor Black y luego se volvió hacia el peletero.

¿Y si le diéramos a usted una concesión? Usted afirma que puede hacerlo mejor que nosotros, y yo le creo.

No sé —respondió Samuel con cautela—. Ahora andamos un poco justos. Ya tenemos una concesión en los almacenes «Hudson's» de Detroit. Todo depende de la cantidad de dinero de la que estemos hablando.

No he pensado en ello —dijo Bella. Se volvió hacia el señor Black—, ¿A usted qué le parece?

Yo tampoco lo he considerado. ¿Cuánto nos cuesta esa sección de la planta baja?

En los almacenes de Beverly Hills, cerca de noventa mil dólares —respondió Bella.

¿Y en las otras cuatro tiendas?

Quince mil dólares cada una. Beverly Hills supone más del cincuenta por ciento de todas nuestras ventas de pieles.

Es demasiado caro —dijo Samuel rápidamente—. Tendría que tener un cuarto de millón de dólares en mercancías almacenadas, para alcanzar el volumen de ventas que nos permitiera no perder dinero.

Estamos condenados tanto si lo hacemos como si no —dijo el señor Black.

Samuel lo miró con detenimiento.

¿Hablas en serio?

Black asintió.

Completamente.

Muy bien —dijo Samuel haciendo un gesto con la cabeza—. En ese caso les haré una oferta justa. Les daré cincuenta mil dólares por la concesión y el veinte por ciento de las ventas siempre que ustedes participen en los gastos de publicidad y se hagan cargo de las operaciones de crédito. Si no me equivoco, de esa forma todos saldremos ganando, pues haremos bastante dinero.

¿Y si te equivocas? —le preguntó el señor Black.

Perderemos algo, pero no demasiado. Y acabas de decir que de todas formas esa sección os cuesta dinero.

Black se volvió a Bella.

¿Qué opina?

La muchacha miró a Samuel.

Yo tengo fe en el señor Samuel. Creo que sabe muy bien lo que se hace.

Gracias, señora Cullen —dijo Samuel. Luego giró la mirada hacia Black—. ¿Tú qué dices, Gerald?

¡Adelante! —dijo éste al tiempo que le tendía la mano.

Samuel se la estrechó.

Iré a visitaros dentro de un par de semanas y haremos los cambios oportunos en la sección. —Sonrió—. Ya puedo verlo en los anuncios: «Paul, el peletero de Beverly Hills.»

Paul, ni hablar —dijo Bella.

¿Por qué no? —Le preguntó Samuel—. En los almacenes «Hudson's» de Detroit da muy buen resultado.

Usted lo ha dicho, eso es en Detroit —le indicó Bella—, Pero nosotros estamos en Beverly Hills. Allí hace falta una cosa que cause mayor impresión.

Samuel se quedó mirándola fijamente.

¿Quizá «Revillon» le gusta a usted más?

No —dijo ella riendo—. Sólo tiene que llamarlo «Paolo de Beverly Hills. El último grito en pieles». Sí. Me gusta. Brindemos por ello.

Transcurrió casi una hora antes de conseguir que Samuel se marchase. Después Bella se derrumbó en el sofá mientras Black se volvía hacia ella.

Estoy agotada —reconoció la muchacha—. Pensé que no iba a marcharse nunca.

Él consultó el reloj.

Son casi las siete. ¿Por qué no te das un baño para relajarte y luego salimos a cenar?

¿Es necesario que salgamos? —le preguntó ella.

No —repuso Black—, Podemos cenar aquí mismo, en la suite.

Lo preferiría. Estoy cansada de salir a cenar con unos y otros.

Pues lo haremos aquí los dos solos. —Se inclinó y la besó. Luego—: Toda la tarde he deseado hacer esto.

Yo también —dijo Bella rodeándolo con los brazos. Lo besó otra vez—. ¿Eres feliz? —le preguntó.

Mucho —contestó él—. Formamos un buen equipo. Creo que hemos hecho un buen negocio con Samuel.

Sí —asintió ella—. Ojalá todos nuestros problemas pudieran resolverse con tanta facilidad.

Black sonrió mientras la miraba.

Uno de ellos ya está resuelto —le informó.

Bella lo miró inquisitivamente.

Soy un hombre libre —dijo él—. Me ha llamado mi abogado. Mi mujer ha cumplido las seis semanas de estancia en Reno; el divorcio ya está tramitado y ahora es mi ex mujer.

Bella, en silencio, no apartaba los ojos de él.

No parece que te alegre mucho —continuó Black.

Sí que me alegra —dijo la muchacha—. Pero también me asusta.

Tarde o temprano tendrás que decírselo.

Ya lo sé —aceptó Bella—. Pero ahora Edward está pasando por una mala racha. Ojalá tuviera algo en que trabajar.

Siempre existirá un problema u otro. Y a juzgar por lo que me has contado, dispone de suficientes chicas para consolarse. Y puesto que no vas a pedirle que te pase una pensión, ni propiedades, ni siquiera que se ocupe de la niña, es seguro que se repondrá con facilidad.

Bella no dijo nada.

Y divorciarse es muy sencillo —continuó Black—. Si tu marido firma los papeles, puedes hacerlo en Tijuana en un solo día.

Ella siguió sin pronunciar palabra.

Black la miró a los ojos.

Es decir, a menos que lo que suceda sea que no desees casarte conmigo.

Bella lo atrajo hacia sí y le deslizó la mano por la entrepierna. Sintió como el pene de aquel hombre aumentaba de tamaño entre sus dedos.

Por supuesto que deseo casarme contigo —le susurró muy bajo al oído.

 

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