EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55466
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

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Capítulo 14: CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 13

La señorita Shelton le entregó a Edward dos sobres por encima del escritorio.

—El primer sobre contiene el billete de tren, de primera clase, naturalmente. En el segundo hay una carta de presentación para el señor Ray Crosset, que es quien está a cargo del departamento de guiones de los estudios y bajo cuyas órdenes directas trabajará usted. También contiene los cheques; uno de dos mil doscientos cincuenta dólares netos por los derechos de autor, y otro de cien dólares para gastos. Los cheques semanales que corresponden a su salario nos los enviarán aquí, y nosotros se los remitiremos a usted después de deducir la comisión habitual y los gastos.

—No sé cómo agradecérselo —dijo Edward mientras miraba someramente el interior de los sobres—. En mi vida había tenido tanto dinero junto.

—No nos dé las gracias a nosotros. Ha sido usted quien ha escrito el relato. Se lo ha ganado a pulso.

—Sigo creyendo que debería hacer algo para demostrarle mi gratitud —insistió Edward mirando a la muchacha—, ¿Qué le parece si salimos a dar una vuelta por la ciudad?

—Me temo que no es una buena idea —dijo ella—. La agencia tiene unas normas muy estrictas. No nos están permitidas las relaciones personales con los clientes.

— ¿Qué tiene de personal ir a cenar y a ver un espectáculo juntos?

La muchacha lo miró durante un momento.

—Usted también le propuso eso mismo a mi hermana Katty.

—Pero nunca me dio una respuesta. Supongo que no le interesaba.

—Sí que le interesaba —le indicó Kristen—, Pero se trasladó a Los Ángeles. Encontró allí otro empleo mejor... De hecho ahora trabaja en los mismos estudios a los que va usted. Llámela cuando llegue allí; a lo mejor ella le sirve de ayuda.

—Se lo agradezco —dijo Joe—. Pero, ¿y nosotros? Ninguna persona de la agencia tiene por qué enterarse de lo que hacemos en nuestro tiempo libre.

—Me gustaría salir con usted, pero me pasaría el rato preocupada pensando que alguien de la oficina podría vernos, lo que sería un auténtico problema para mí. No quiero pasarme la vida aquí. Trabajo y me esfuerzo para llegar a ser jefe de edición en alguna gran editorial.

—Eso suena muy bien —observó Edward—. Pero tengo entendido que para ser un buen jefe de edición es necesario tener consigo unos cuantos escritores.

La muchacha lo miró fijamente.

—Escriba una novela. Es usted muy bueno y eso me serviría de gran ayuda.

—He pensado varias veces en hacerlo, pero no sé nada sobre ese género —dijo Edward.

—Yo puedo ayudarle —se ofreció ella—. El cincuenta por ciento de mis obligaciones aquí consisten en colaborar con los novelistas. Si usted consigue escribirla..., ambos conseguiremos lo que queremos.

—Lo que yo quiero es dinero —le confesó Edward.

—Venga a verme con una buena novela, y el dinero que obtendrá por ella hará que las cantidades que ha recibido hasta ahora le parezcan una miseria.

— ¿Y qué pasa con la agencia?

—A mí no me importa lo más mínimo —afirmó la muchacha—. Aquí sólo gano treinta y cinco dólares a la semana, y un jefe de edición consigue entre cien y ciento veinticinco dólares como mínimo.

— ¿Y cuánto se saca por una novela?

—Un best seller puede reportar más de veinticinco mil dólares.

Edward se levantó.

—Cada vez me gusta usted más.

Kristen se levantó a su vez, rodeó el escritorio y le tendió la mano.

—A mí también me gusta usted.

Edward retuvo la mano de la muchacha en la suya.

— ¿Y entonces podremos cenar juntos?

Ella se echó a reír.

—Haremos todo lo que quiera.

Edward sonrió.

—Ya empiezo a excitarme con la idea.

Kristen le soltó la mano y volvió tras el escritorio.

—Que tenga un buen viaje hasta la costa. Y manténgase en contacto conmigo.

—Así lo haré —dijo él mientras caminaba hacia la puerta—. Pero recuerde lo que me ha prometido. Estaremos en contacto. Adiós.

 

 

A la hora del almuerzo Edward se abrió camino en el interior del restaurante «Stage Delicatessen». Echó una rápida ojeada por las mesas. Emmett ya estaba sentado en una de ellas y le hacía señas con la mano.

Edward se sentó a la mesa frente a su hermano. Sonrió.

—Empezaba a pensar que no podríamos vernos.

—He estado muy ocupado —dijo Emmett—. He tenido siete entrevistas en otros tantos hospitales. Todos me han ofrecido una plaza de residente.

—Eso es estupendo —se congratuló Edward.

El camarero se acercó. Colocó en la mesa un cuenco de cebolletas agrias, tomates verdes y sanerkrant; además puso un cesto de panecillos.

— ¿Qué van a tomar? —les preguntó.

—Un sándwich de buey con ensalada y una tónica de apio —dijo Edward.

—Lo mismo para mí —le indicó Emmett. Le dirigió una sonrisa a su hermano—. Los delicatessen son una cosa que no existe en Oklahoma.

Edward se echó a reír.

— ¿Estás nervioso por la boda?

—Mamá se lo ha tomado a la tremenda, y me temo que Bella también. Creo que las bodas tienen más importancia para las mujeres que para los hombres.

— ¿No estás nervioso? —inquirió Edward dejándose llevar por la curiosidad.

El camarero situó los sándwiches ante ellos y se alejó, Emmett cogió el suyo y lo probó.

—Está muy bueno —anunció con la boca llena.

Edward mordió un pedazo del suyo.

— ¿Cómo van las cosas por casa?

—Papá está bien. Incluso ya ha vuelto a trabajar. Mamá está un poco alborotada por este asunto de la boda. Pero todo marcha bien.

—¿Y Bella? La vi el otro día en el hospital y la encontré estupendamente.

—Está muy bien. Un poco demasiado llenita, pero eso es normal. Las muchachas judías tienen tendencia a estar más gruesas que las demás.

Edward no dijo nada y le dio otro mordisco al sándwich. Se preguntó si Emmett sospecharía algo.

Su hermano lo miró.

—De modo que lo has conseguido —le dijo.

— ¿Qué he conseguido? —preguntó Edward.

—Dijiste que querías ser escritor y lo has hecho. Ahora te vas a Hollywood. Me ha contado papá que van a pagarte siete mil quinientos dólares por el trabajo.

—Así es —respondió Edward.

—Eso es mucho dinero —le comentó Emmett con un asomo de envidia en la voz—, A mí los hospitales sólo me pagan tres mil quinientos al año por una plaza de residente. Y eso es en Nueva York. Fuera de la ciudad ofrecen todavía menos.

—Eso ya lo sabías antes —le hizo ver Edward.

—Sí. Dentro de un año podré estar en plantilla, y entonces ganaré entre quince y veinte mil.

—Pues no está nada mal —observó Edward—. Yo no sé si podré conseguir otro trabajo como éste. En mi oficio no hay ninguna garantía.

Emmett miró el reloj.

— ¡Maldita sea! —exclamó—. Ya es la una, y tengo una entrevista en el hospital «NYV» a la una y media. —Se terminó el sándwich a toda prisa y después se levantó—. Tengo que irme en seguida.

—Lo siento —dijo Edward.

—Yo también. Es una pena que no puedas venir a la boda.

Pero Edward advirtió que su hermano tenía otras cosas en la cabeza. Le estrechó la mano.

—Buena suerte.

—Gracias —repuso Emmett.

—Dale un beso a la novia de mi parte.

—Desde luego —dijo Emmett con aire ausente mientras caminaba apresuradamente hacia la puerta.

Edward se sentó, se terminó el sándwich con parsimonia y llamó al camarero para pedir la cuenta. Entonces sonrió para sus adentros. Emmett siempre se las arreglaba para no pagar. Desde pequeño había sido muy tacaño.

 

 

Edward subió por las escaleras hasta el apartamento de Alice. Jane le abrió la puerta.

—Pasa. Te está esperando —le dijo.

Entró en el despacho de Alice. Ésta, que estaba sentada ante la máquina de escribir, se puso en pie, le abrazó y le besó.

— ¡De manera que por fin lo has conseguido! —le dijo con entusiasmo.

—Creo que sí.

—Estoy orgullosa de ti —le felicitó Alice sinceramente. Después cogió una hoja de papel—. Ésta es una lista de varios amigos míos que viven por allí. Llámalos. Se alegrarán de conocerte.

—Gracias —repuso él.

— ¿Tienes tiempo de tomar una copa?

—Sí, pero muy de prisa. Todavía tengo que meter muchas cosas en la maleta.

— ¡Jane! —llamó Alice.

La muchacha entró en la habitación con una botella de champán y tres copas. Descorchó rápidamente la botella y llenó las copas. Alice alzó la suya.

—Enhorabuena y que tengas un buen viaje.

—Y buena suerte —añadió Jane.

—Gracias —dijo Edward sintiéndose extrañamente conmovido—. Muchas gracias.

 

 

Eran ya las once de la noche cuando Cayo entró en el apartamento. Les echó un vistazo a las maletas.

— ¿Ya has recogido todo?

—Casi —le indicó Edward.

—Tengo algo para ti —dijo el otro entregándole una cajita de cartón.

Edward la abrió. Unos pequeños viales marrones brillaron ante él.

— ¿Qué es esto? —preguntó.

—Un seguro —le dijo Cayo.

—Pero ya sabes que yo no consumo estas cosas.

—Sí, ya lo sé. Eso que tienes ahí son cincuenta gramos, y en el sitio a donde vas te darán de veinticinco a cincuenta dólares por cada gramo. Nunca puedes estar totalmente seguro de que no te quedarás sin blanca. Por eso digo que es un seguro. Es mejor que el dinero.

Edward se echó a reír.

—Gracias. Lo tendré presente.

— ¿A qué hora te vas?

—A las diez de la mañana —respondió Edward.

—Entonces ya no te veré antes de que te marches.

—Creo que no.

— ¿Nervioso? —inquirió el irlandés.

Edward asintió.

—Un poco. Espero desenvolverme bien.

—Lo harás —le dijo Cayo en tono tranquilizador—. Todas las estrellas están en Hollywood, ¿no?

—Eso es cierto.

—Entonces todo irá perfectamente. Si recuerdas siempre que lo que estás haciendo es lo correcto... podrás tocar las estrellas...

 

 

Por la mañana llamó a casa justo antes de salir hacia la estación. Emmett se puso al teléfono.

— ¿Están en casa mamá o papá? —le preguntó Edward.

—No. Han ido a la sinagoga.

— ¿Y Bella? Me gustaría despedirme de ella.

—Acaba de salir para ir a trabajar —dijo Emmett.

Edward vaciló durante un momento.

—Entonces dales a todos un abrazo y diles que les llamaré tan pronto llegue a California.

—Les daré el recado —le aseguró Emmett—. Buena suerte otra vez.

—Igualmente —dijo Edward. Colgó el teléfono y echó un vistazo por el apartamento para comprobar que no se le olvidara nada. Luego cogió las maletas y tomó un taxi hasta la estación Grand Central.

Un mozo con gorra roja le cogió las maletas en la entrada que daba a la calle Cuarenta y dos.

— ¿Adónde va, señor? —le preguntó solícito—. ¿Tiene el billete a mano?

—Aquí lo tengo —dijo Edward mientras seguía al mozo. El gran reloj de la estación marcaba las once y cuarto. La cancela de acceso al «Twenty Century» quedaba al lado izquierdo. Estaba comprobando el billete cuando notó que alguien le tocaba el brazo.

— ¿Te acuerdas de mí? —le preguntó Bella.

Eward se quedó mirándola, sorprendido.

—Pero si Emmett me acaba de decir que te habías marchado a trabajar.

—Eso es lo que él cree. —Lo miró a los ojos—. Quiero irme contigo.

— ¡Estás loca! —exclamó Edward.

—No, no estoy loca. No amo a Emmett. Ahora sé que nunca lo he querido. Y él tampoco me quiere. Lo que pasa es que le conviene casarse conmigo. No me ha besado ni una sola vez desde que ha venido, ni siquiera cuando acudí a recibirle a la estación. Se limitó a darme la mano.

—Emmett nunca ha sido muy cariñoso —dijo Edward.

—Sólo piensa en sí mismo. Cree que es mejor que nadie, incluidos tus padres.

— ¡Pero la boda es mañana!

— ¡A la mierda con la boda! —exclamó Bella con vehemencia.

—Se van a poner todos como locos.

—Ya se les pasará —observó ella. Se giró hasta situarse por completo frente a él—. Yo te quiero, Edward. Siempre te he querido. Y tú lo sabías, ¿no es cierto?

Edward dio un profundo suspiro y asintió lentamente.

—Entonces, ¿me llevas contigo o no? —le preguntó Bella con voz temblorosa.

Edward se dio cuenta de los esfuerzos que estaba haciendo la muchacha para contener las lágrimas. De repente la estrechó entre los brazos y la besó. Ella se apretó con fuerza contra él.

—Será mejor que se den prisa, señor —dijo el mozo de la gorra roja—. Sólo quedan quince minutos para subir al tren.

—Llévenos primero a la taquilla. Tenemos que comprar otro billete —dijo Edward—. ¡Aquí da comienzo un gran idilio!

 

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