EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
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Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

DE ROBBINS

 

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Capítulo 2: PRIMERA PARTE

PRIMERA PARTE

 

1942

CAPÍTULO 1

— ¡Edward!

La voz de su madre sonó débilmente a través de la puerta cerrada del dormitorio. Despacio, Edward se dio la vuelta en la cama y escudriñó el despertador que había en la mesita de noche. Eran las once de la mañana. Se acurrucó de nuevo y se cubrió la cabeza con la almohada.

Esta vez la voz de su madre sonó más fuerte. Él se asomó por debajo de la almohada y vio que la puerta del dormitorio estaba abierta y que su prima, Bella, se encontraba de pie en el pasillo. La miró, un poco sorprendido.

— ¿Qué demonios estás haciendo ahí?

—Tu madre te llama —dijo ella.

—Ya la he oído —observó Edward con cierta ironía—. Pero estoy muy cansado.

—Será mejor que te levantes —le aconsejó Bella—. Es importante.

—Sea lo que sea, seguro que puede esperar media hora más —repuso él volviendo a meter la cabeza bajo la almohada.

Poco tiempo después notó que alguien le quitaba las sábanas de encima.

— ¿Qué diantres estás haciendo? —gritó al tiempo que se cubría los genitales con las manos.

Bella se echó a reír al verle.

—Ya has estado meneándotela otra vez.

—No —contestó él, enfadado, mientras se sentaba en la cama.

—No mientas —dijo Bella—, Se pueden ver las manchas en las sábanas.

Edward examinó cuidadosamente la ropa de cama.

—Ha sido mientras dormía.

—Ya —observó su prima con sarcasmo—. Siempre dices lo mismo. Pero te conozco bien. Te conozco desde que eras un niño.

— ¿Por qué te crees tan experta? —le preguntó—. Sólo eres un poco mayor que yo.

—Tengo diecinueve años —le recordó Bella poniéndose a la defensiva—. Eso es ser bastante mayor. Todavía recuerdo cuando eras un bebé y yo te bañaba.

—Y te pasabas la mayor parte del tiempo jugueteando con mi verga —le indicó él.

— ¡Nada de eso! —replicó ella con énfasis.

Edward se apartó las manos de los genitales.

—Ahora mismo tengo una erección —le dijo—. ¿Te gustaría bañarme otra vez?

— ¡Cerdo! —Le espetó Bella—, Tienes una mente pervertida. He leído todos esos artículos que escribes para las revistas. Historias de amor picantes, historias policíacas picantes, historias de aventuras picantes.

Él la miró.

—No era necesario que las leyeras.

—Tenía curiosidad por saber qué escribías.

— ¿Y te excitaron? —preguntó él.

—No, me desagradaron —respondió Bella—, Si lo que quieres es ser escritor, ¿por qué no escribes para alguna revista decente? Para Saturday Evening Post, Collier's o Ladies' Home Journal, por ejemplo.

—Ya lo he intentado —afirmó Joe—. También sé escribir historias de ese tipo. —Se quedó sentado en silencio durante unos segundos—. Pero no me las arreglo tan mal. Saco con facilidad un promedio de quince dólares a la semana.

—No es gran cosa —dijo ella—. Yo gano treinta y cinco a la semana escribiendo anuncios para «A & S».

—Yo a eso no lo llamo escribir —le indicó él—. Además, también trabajas de vendedora en la tienda.

Bella hizo caso omiso del comentario y se encaminó hacia la puerta.

—Será mejor que bajes —le dijo—. Tu madre ya está un poco molesta.

Oyó los pasos de la muchacha al bajar las escaleras que conducían al vestíbulo de la entrada; después saltó de la cama. Se estiró y respiró profundamente ante la ventana abierta de par en par. Corría el mes de octubre, pero el aire era todavía templado y húmedo. Parecía que el verano no se decidiera a marcharse. Se apoyó en el borde de la ventana y miró hacia abajo, hacia el pequeño callejón que separaba la casa de la de al lado. Vio salir a Bella por la puerta lateral.

—Vas a llegar tarde al trabajo —le gritó.

—Es jueves. Y los jueves la tienda abre más tarde.

—Ah.

Ella lo miró.

— ¿Vas a quedarte a trabajar esta noche?

—No —dijo él.

—A lo mejor te apetece pasar a recogerme por la tienda. No me gusta volver sola a casa. Aquella zona siempre me asusta por la noche.

—Te llamaré —le prometió Edward— Haré lo posible por pasar a recogerte.

—De acuerdo —le dijo Bella mientras caminaba por el callejón hacia la calle.

Se apartó de la ventana, Bella estaba muy bien, aunque a veces era tan molesta como un grano en el culo. Vivía con ellos desde los diez años. Sus padres habían muerto en un accidente de automóvil, y como la madre de Edward era el único pariente que le quedaba vivo, había hecho lo normal en estos casos: irse a vivir con su tía.

Edward miró el interior de la habitación. La cama de su hermano seguía en un rincón, como si cada noche regresara a casa. Emmett era su hermano mayor, siete años mayor para ser exactos, y estudiaba tercer curso en la facultad de Medicina de Oklahoma. Sólo pasaba en casa un par de semanas al año, durante las vacaciones. A veces se preguntaba si Emmett sería realmente su hermano. Era una persona muy seria que se pasaba la vida estudiando y que desde muy niño había decidido que quería ser médico. Él solía tomarle el pelo a Emmett diciéndole que el motivo por el que deseaba hacerse médico era para conseguir que Bella se desnudase delante de él y hacerle un reconocimiento. Pero Emmett no tenía sentido del humor. No se reía jamás.

Edward cogió un cigarrillo de un paquete que había sobre la cómoda, lo encendió y aspiró profundamente el humo. El sabor no era maravilloso, precisamente. Prefería los «Lucky», pero a pesar de que los «Lucky Green» se habían ido a la guerra —es lo que decía la publicidad— todavía costaban más que los «Twenty Grand», así que eran éstos los que solía fumar. Aplastó el cigarrillo hasta apagarlo por completo y luego lo dejó con cuidado en el cenicero para poder encenderlo de nuevo más tarde. Se puso el albornoz, salió al pasillo y pasó por delante del dormitorio de sus padres, que estaba junto al cuarto de baño.

Su madre se encontraba de espaldas a él cuando Edward entró en la cocina. No se volvió. Sin dejar de raspar y cortar zanahorias sobre el fregadero, la mujer le habló por encima del hombro.

— ¿Te apetece desayunar algo?

—No, gracias, mamá —contestó él—. Solamente una taza de café, por favor.

Ella continuaba sin darse la vuelta.

—El café no es bueno con el estómago vacío.

—Es que no tengo hambre —dijo Edward mientras se sentaba ante la mesa de la cocina. Se quedó allí dándole vueltas a la colilla con los dedos hasta que el extremo quemado del cigarrillo se desprendió.

Su madre se quedó mirando el cigarrillo mientras le llevaba la taza de café.

—El tabaco es lo peor de todo —le dijo—. No te dejará crecer.

El se echó a reír.

—Mamá, ya mido un metro ochenta y cinco. No creo que vaya a crecer más.

— ¿Has visto la carta? —le preguntó ella cambiando de pronto de conversación.

— ¿Qué carta?

Se hallaba sobre la mesa de la cocina. La empujó hacia él. Parecía un sobre oficial. Y además la habían abierto. Edward la cogió. En efecto, era una carta oficial. De la oficina de reclutamiento. Se apresuró a sacarla del sobre. Sólo tuvo que leer la primera línea: «Bienvenidos.»

— ¡Mierda! —exclamó; después miró a su madre.

Ésta ya se había echado a llorar.

—Ya basta, mamá —le dijo él—. No es el fin del mundo.

—Te han calificado como Uno-A —dijo la madre—. Quieren que te presentes dentro de tres semanas en el «Grand Central» para el examen físico.

—Eso no significa nada —la animó él—. Hace más de un año que soy Uno-A. Y además, he leído en los periódicos que sólo el cuarenta por ciento de los reclutas superan el examen físico. A lo mejor ni siquiera lo paso.

—No creo que tengas tanta suerte —dijo ella sorbiendo por la nariz.

Edward volvió a reírse.

—Seguro que se podrá hacer algo. Papá es muy amigo de Abe Stark. Y también hay más gente con quien podemos hablar.

No quiso decirle que su padre tenía mucha influencia con los muchachos de Vulturi. Ella ya lo sabía, pero no le gustaba mencionarlo. Ni siquiera era capaz de reconocer que su marido fuera prestamista además de dirigir la tienda de pollos cerca de la avenida Pitkin.

—Nadie tiene influencias en la oficina de reclutamiento —le dijo la madre—Tiene que existir un auténtico motivo para que alguien libre.

—A lo mejor descubren que tengo gonorrea —bromeó Edward.

Ella lo miró con ojos de miope. No sabía muy bien si debía enfadarse o alegrarse.

— ¿La tienes?

—No —contestó él.

— ¿Ves lo que te pasa por dejar el trabajo en el Daily News? A los empleados de los periódicos no los reclutan. No deberías haberlo dejado.

—No lo dejé —le indicó Edward—. Ya te he dicho muchas veces que me despidieron. No deseaban que ningún Uno-A trabajase allí porque no querían arriesgarse a quedarse sin empleados.

—Esa amiga tuya del periódico que es una escritora importante podría haber hecho algo al respecto.

Edward se quedó callado durante un momento. No podía explicarle que lo habían despedido precisamente por joderse a Alice. Encendió la colilla y exhaló un poco de humo; luego se llevó la taza de café a los labios.

—Al menos no tienes que preocuparte por Emmett, mamá —le dijo él—. Está a salvo como mínimo durante los próximos cuatro años.

—Tú también lo estarías si hubieses aceptado el empleo en la tienda de máquinas del tío Eleazar.

—Entonces no estábamos en guerra —le indicó Edward—. Además, ya sabes que no soy capaz de hacer esa clase de trabajo. Yo soy escritor.

—Tendrías que haber ido al «City College» —le recriminó la madre—. Así seguramente habrías conseguido alguna prórroga.

—Es muy posible —contestó él—. Pero no pude pasar los exámenes de aptitud.

—El problema fue que nunca te lo tomaste en serio. Siempre andabas por ahí correteando en compañía de esas putillas.

—Venga, mamá —le dijo él—. Sólo te falta decirme que debería haberme casado.

—Con tal de ver que conseguías una prórroga —le dijo su madre—, no me habría quejado aunque te hubieses casado con cualquiera de aquellas putas.

— ¿Y qué habría ganado con ello?

—Convertirte en un Tres-A —le contestó la madre—. Y si hubieras tenido un hijo, quizá más.

Edward movió la cabeza de un lado al otro.

—Eso ya es agua pasada. No hice ninguna de esas cosas, así que olvidémoslo.

La madre lo miró y las lágrimas le asomaron de nuevo a los ojos.

—He hablado con tu padre. Quiere que vayas a verle.

—Muy bien —dijo Joe. Luego sonrió—. A lo mejor quiere que duerma tres o cuatro noches en la tienda de pollos antes de ir a «Grand Central». Así quedaré tan lleno de piojos que seguro que me echarán a la calle.

—No te burles de tu padre —le recriminó ella.

Edward guardó silencio. Ella había hecho construir una ducha en el garaje para que su padre pudiera dejar allí la ropa y lavarse antes de entrar en casa al volver del trabajo.

La madre se acercó de nuevo al fregadero.

—Sube a vestirte —le dijo—. Te prepararé algo para que desayunes antes de marcharte.

 

 

Caminaba lentamente entre la muchedumbre que abarrotaba la avenida Pitkin a la hora de comer. Al mirar por las ventanas del restaurante «Little Oriental» vio que todas las mesas estaban ocupadas y que un grupo de clientes esperaban turno para comer. En la acera de enfrente estaban quitando el cartel del teatro «Loew's Pitkin» que anunciaba la sesión matinal; a partir de ahora, y hasta las seis, la entrada costaría veinticinco centavos. No le interesaba el programa doble que ofrecían aquel día. Le gustaba más cuando presentaban un show en directo además de una película en lugar de un programa doble, como ahora. En aquella época existían grandes maestros de ceremonias, como Dick Powell u Ozzie Nelson; todos eran maravillosos. También había otros muchos, pero se habían ido a Hollywood para trabajar en el cine.

Caminó cuatro manzanas más. Las tiendas ya no se veían tan lujosas, eran más sencillas y peor decoradas. Ni siquiera «Rosencrantz», unos almacenes de precio único, tenían el atractivo de «Woolworth», que sólo quedaba cinco calles más atrás. Dobló la esquina de la calle donde se hallaba situada la tienda de pollos de su padre.

Estaba a la altura de la mitad de la calle, en un gran solar cerrado por completo con una valla. En un ángulo del solar había un pequeño edificio de unos cincuenta metros cuadrados y luego la valla continuaba junto al edificio; en el centro se veían dos grandes cancelas de tela metálica para que entraran los camiones de las granjas cuando traían las aves del campo. En el extremo más alejado del solar había un cobertizo donde los pollos y demás aves de corral se movían de un lado a otro por aquel estrecho espacio, contribuyendo con sus cacareos y graznidos a aumentar el ruido de la calle. Edward se quedó de pie en la acera de enfrente y contempló el cartel que abarcaba toda la parte de la fachada que tenía tela metálica.

 

CARLISLE KRONOWITZ - ALBERT PAVONE

POLLOS VIVOS

LOS ANIMALES SE MATAN DE ACUERDO CON LA LEY JUDÍA

BAJO LA SUPERVISIÓN DEL RABINO

SE SIRVE A RESTAURANTES

VENTA AL POR MAYOR Y AL DETALLE

 

El cartel estaba pintado con atrevidas letras blancas sobre fondo verde brillante. Se quedó allí de pie en la acera mientras se acababa el cigarrillo. A su padre no le gustaba verle fumar.

Tiró la colilla y cruzó la calle dirigiéndose hacia el pequeño edificio. Intentó hacer girar el pomo de la puerta, pero estaba cerrada con llave. Odiaba entrar en la tienda a través del solar al aire libre. Le desagradaban el olor, la sangre y el ruido de las aves que proclamaban a gritos su desgracia.

Pasó por detrás del edificio y caminó junto al largo cobertizo. La primera mitad del mismo estaba dedicada a aquellas aves sacrificadas según la ley judía. Delante de ella había una docena de achicadores triangulares de hierro cuyo fondo estaba sujeto a una tubería que desembocaba en un cubo. Allí era donde el shochet  les cortaba el pescuezo a los pollos y les metía la cabeza en el achicador hasta que se desangraban por completo. Después el shochet murmuraba una plegaria y le daba el pollo al cliente o, por un cuarto de dólar extra, se lo entregaba a un desplumador de pollos que le arrancaba las plumas y lo pasaba rápida y repetidamente por encima del fuego para librarlo de los piojos y de los cañones de las plumas. Esta era la parte del negocio que pertenecía a su padre.

Al, el socio de su padre, era un italiano gordo y sonriente. Vendía muchas más aves que Carlisle Kronowitz, y no sólo porque las vendiera más baratas, sino porque no tenía que seguir ritual alguno que hiciera más lento el trabajo. Sus empleados se limitaban a cortarles el pescuezo a los pollos y los dejaban correr enloquecidos salpicando de sangre todo el corral; cuando estaban muertos los arrojaban dentro de una tinaja de agua hirviendo a fin de que después resultara más fácil arrancarles las plumas con un gran cepillo de alambre.

No había ningún cliente delante de la parte que pertenecía a su padre. Dos desplumadores y el shochet estaban sentados en el suelo apoyados en la pared del edificio en el que se encontraba la oficina. El shochet estaba fumando un cigarrillo. Era un hombre alto, con una larga barba negra que le cubría el rostro.

Edward le habló en inglés.

— ¿Cómo está usted, rabino?

— ¿Cómo quieres que esté? —Contestó el shochet—. Ich mach a Peben —añadió en yiddish a pesar de que hablaba inglés tan bien como Edward.

Éste hizo un gesto de asentimiento.

— ¿Dónde está mi padre?

— ¿Dónde quieres que esté? —replicó el shochet.

—No hay nadie en la oficina —dijo Edward—. ¿Y Josie?

Josie era una mujer corpulenta que hacía de cajera y contable.

—Ha salido a comer —le informó el shochet.

— ¿Con mi padre? —le preguntó él. Siempre tenía la impresión de que su padre se trajinaba a Josie. Era una mujer tetuda y con el culo grande, como le gustaban a su progenitor.

      Al parecer el shochet tuvo el mismo pensamiento.

—Yo sólo me ocupo de mis asuntos. No sé lo que hacen los demás a la hora de almorzar.

—Mierda —se dijo Edward mientras caminaba hacia el lugar en donde estaba Al, cerca de las tinajas llenas de agua hirviendo.

Buon giorno, tío Albertle saludó sonriendo.

—Vass machst du, yussele? —dijo Al riendo—. No está mal para un gentil, ¿verdad?

Edward también se echó a reír.

—Habla usted yiddish mejor que yo, tío Al.

A Al no tuvo necesidad de preguntarle por su padre.

—Tu padre se ha ido a comer al «Little Oriental» —le explicó—. Me ha dicho que fueras allí en cuanto llegaras.

— ¿En el «Little Oriental»? —le preguntó Edward, extrañado—. Creí que Jack no le dejaba entrar en el restaurante porque tiene miedo de que mi padre le llene el local de piojos.

—Tu padre se ha bañado y se ha puesto un traje —le dijo Al—, Y además Jack le habría dejado entrar aunque no lo hubiera hecho. Tu padre está comiendo con el señor Vulturi.

— ¿Aro? —le preguntó Edward. Al no necesitó contestarle. Edward sabía de quiénes se trataban. Aro y Marcus eran los propietarios de Brownsville y de todo el este de Nueva York. Ni siquiera la mafia los molestaba.

—Muy bien, tío Al. Iré allí directamente. Gracias.

—Siento lo del Uno-A —le dijo el otro—. Espero que todo se arregle.

—Gracias, tío Al —le contestó—. Se arreglará de un modo u otro.

Capítulo 1: PROLÓGO Capítulo 3: CAPÍTULO 2

 
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