EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55462
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

DE ROBBINS

 

Mis otras historias

El HEREDERO

EL ESCRIBA

BDSM

INDISCRECIÓN

EL INGLÉS

SÁLVAME

EL AFFAIRE CULLEN

NO ME MIRES ASÍ

EL JUEGO DE EDWARD

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 1: PROLÓGO

PRÓLOGO

El miedo es el sustituto del dolor. Llega primero. Miras hacia afuera por la ventanilla de atrás, luego por la lateral. Viajas a cincuenta kilómetros por hora por el carril adecuado y te diriges a la salida de Wilshire en la autopista de San Diego. Todo está en orden. Entonces te das cuenta de que un camión enorme se te echa encima; se mete delante de ti desde el carril de la izquierda rivalizando contigo para alcanzar la salida.

— ¡Estúpido! —le grité al tiempo que pisaba los frenos para dejarle sitio al camión. Fue entonces cuando comencé a sentir miedo. El camión estaba aún muy cerca de mí. Apreté los frenos de nuevo, esta vez con más fuerza. El miedo comenzó a atenazarme las tripas y la garganta. El enorme vehículo arremetía contra mí, se precipitaba encima de mí de forma amenazadora, como un monstruo prehistórico. Giré el volante en un intento desesperado por apartarme.

Pareció que caía sobre mí a cámara lenta. Creo que grité de miedo.

— ¡Vas a matarme, hijo de perra!

El camión dio un bandazo y encendió los seis faros, deslumbrantes y cegadores. Después el miedo desapareció, remplazado por una agonía de dolor; grité de nuevo mientras un millón de libras de acero me caía encima, y me empujaba hacia la más completa oscuridad.

Abrí los ojos y contemplé las luces fluorescentes que había en el techo de la unidad de cuidados intensivos. Una enfermera me observaba atentamente.

— ¿Cómo he llegado hasta aquí? —le pregunté.

—Lo trajo el servicio de ambulancias aéreas —dijo ella—. Su médico de cabecera también está aquí. —Se volvió y llamó a uno de los médicos—. Ya se ha despertado.

Había dos médicos de guardia, un hombre y una mujer. El hombre me echó una ojeada y se apartó dejando sitio para que la mujer se acercara a mí.

— ¿Qué me ha hecho ese condenado camión? —fue la próxima pregunta.

—Tiene usted una cadera rota, pero podría haber sido bastante peor —dijo ella en tono consolador—. No le impedirá trabajar, no es la extremidad con la que escribe.

Era una mujer joven y bonita, lo suficientemente bonita como para protagonizar una de esas series de médicos que dan en la Televisión. La miré.

—De acuerdo. Quedamos en que puedo escribir —le dije—. Pero, ¿también podré joder?

La impresión que le produjo la pregunta se le reflejó en la cara; después me contestó con una actitud bastante seria.

—Eso va a ser un problema. Verá, las fracturas están localizadas en un sitio tal que le impiden mover las caderas para realizar una actividad de ese tipo.

La miré sonriendo.

— ¿Sexo oral, entonces?

Bajó la mirada hacia mí.

—Está usted enfermo.

—Ya lo sé —le dije—. Pero eso no tiene nada que ver con la cadera.

Me puso en el brazo una mano tranquilizadora.

—Todo irá bien. Estamos haciendo los arreglos necesarios para cambiarle a una habitación privada.

Sentía curiosidad. Me daba la impresión de que sólo había pasado un breve período de tiempo.

— ¿Qué hora es?

—Casi las diez de la mañana —me informó ella—. Le trajeron aquí anoche, más o menos a las once.

— ¿He estado inconsciente todo ese tiempo? —le pregunté.

—Casi —me aclaró—. Tenía usted muchos dolores. Le inyectamos un tranquilizante a fin de que pudiera soportar mejor los reconocimientos y los rayos X; después le trajimos de nuevo aquí y le conectamos los monitores y demás sistemas.

— ¿Es tan grave? —le pregunté.

—En realidad, no —dijo—. Pero tenemos una reputación que proteger. No queremos que ningún paciente, aunque sólo padezca un problema sin importancia, se nos muera.

—Eso es muy tranquilizador —dije con sarcasmo.

—Realmente no está usted en peligro —me informó.

Enrojeció. Levanté la mirada hacia ella.

— ¿Qué le hace estar tan segura?

—Poco después de que le inyectáramos «Demerol» tuvo usted una erección y comenzó a decir porquerías.

— ¿Qué clase de porquerías?

Ahora se echó a reír.

—Bastante sucias. —Miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie cerca—. Igual que en los libros que usted escribe. Quería que yo jugara con usted, que se la chupara, que jodiéramos, y otras muchas cosas que no me atrevo a decir.

—Vaya —dije—. ¿Y qué hizo usted?

—Nada. Me limité a colaborar con el médico para colocarle la pierna en su sitio. Después se despertó y todo acabó.

—No se preocupe —le dije—. Le daré otra oportunidad cuando tenga la habitación privada.

—Trabajo en cuidados intensivos —dijo ella—. Nunca subo a las habitaciones particulares.

— ¿Nunca? —le pregunté.

—Muy pocas veces —comentó. Me miró—. Tengo varios ejemplares de libros suyos en casa. ¿Le importaría dedicármelos?

—Con mucho gusto —le contesté—. Pero sólo si me los sube a la habitación.

No dijo nada. La miré darse la vuelta mientras dos asistentes empujaban una camilla hacia mí y se detenían junto a la cama. La mujer se volvió y me habló.

—Ahora vamos a trasladarlo.

Apunté hacia la pierna derecha, que colgaba de una polea sujeta por debajo del tobillo.

— ¿Cómo se las van a arreglar con eso?

—Sabemos cómo hacerlo —dijo ella—. Usted quédese tranquilo y déjenos hacer el trabajo a nosotros. Intentaremos no hacerle demasiado daño.

—No hace falta que sea tan sincera —le indiqué—. Preferiría que me mintiera un poco y me inyectara otro tranquilizante.

—No sea niño —dijo la doctora mientras los asistentes me ayudaban a trasladarme a la camilla con la sábana debajo de mí.

Sentí una punzada de dolor que me dejaba sin aliento.

— ¡Mierda!

—Ya ha pasado —apuntó ella—. No ha sido para tanto.

—Promesas, promesas —le dije yo.

Se inclinó hacia mí y me pasó una toalla fresca por la cara.

—Ya está usted bien.

—Usted también está muy bien —le dije cuando los asistentes empezaron a empujar la camilla.

Me sentía como un estúpido mientras me llevaban por los pasillos, echado en la camilla; me miré la pierna que colgaba por encima de mí, y más arriba, el techo. Vi por el rabillo del ojo que la gente se apartaba para dejarnos paso. Me sentía violento a pesar de darme cuenta de que la mayoría de las personas no me prestaban atención. Aquello era la vida normal de un hospital. Cerré los ojos. No tenía ganas de toparme con la mirada de nadie. Ya había tenido bastante.

Por extraño que parezca, el traqueteo que producían las ruedas de la camilla al rodar por las baldosas de los pasillos me hizo evocar el sonido del Metro sobre los raíles, al que me había acostumbrado muchos años atrás. No sabía muy bien qué me pasaba. Quizás estuviese dormitando. Yo siempre dormitaba en el Metro, manteniéndome a duras penas en pie y apoyado de espaldas contra la puerta mientras el gentío me empujaba de un lado a otro. Luego, cuando la gente salía del vagón en la estación de la calle Cuarenta y dos, me despertaba y me iba tras ellos por el andén hasta la calle, donde tomaba la dirección de la oficina en la que trabajaba.

Julio y agosto eran siempre unos meses terribles en el Metro. El calor se mezclaba con el sudor, y los ventiladores lanzaban hacia abajo peculiares remolinos de aire. Yo siempre viajaba en mangas de camisa, con la corbata quitada y la chaqueta colgada de un brazo. En aquella época yo tenía diecisiete años y trabajaba en el Daily Neivs en un empleo de verano como escribiente. El día en que trabamos conocimiento era extremadamente caluroso.

La multitud que ella tenía detrás hacía que se apretara contra mí. Me miró a la cara.

—Si apartara usted el brazo que tiene delante del pecho y lo pusiera a un costado, me quedaría algo más de sitio.

Asentí en silencio y moví cuidadosamente el brazo contra la barra para que no se me cayeran la chaqueta ni la corbata. Me dio las gracias sonriendo y después se dio la vuelta y apoyó la espalda contra mí. El tren salió de la estación y el habitual balanceo de los vagones fue cobrando velocidad. Creo que antes de los treinta segundos yo ya tenía una erección.

Noté que el sudor me resbalaba desde el rostro hasta el cuello de la camisa. Miré fugazmente hacia abajo. Ella tenía las nalgas empotradas en mi ingle. Intenté pensar en otra cosa, pero no funcionó. La erección cada vez me apretaba más los calzoncillos. Procurando que ella no notase el apuro en que me encontraba, conseguí deslizar la mano hasta el bolsillo del pantalón y me coloqué disimuladamente el pene en una posición más cómoda, justo detrás de la bragueta. Le eché otro vistazo y empecé a sentirme mejor. Pensé que ella no había notado nada.

El tren se detuvo en el túnel entre dos estaciones y nos quedamos allí, a oscuras, durante un rato; instantes después se encendían las luces de emergencia, que lanzaron un pequeño destello amarillo. La chica me miró volviéndose por encima del hombro.

— ¿Está usted cómodo? —me preguntó.

Asentí. Necesitaba concentrarme, y ello me impedía hablar demasiado.

—De primera —le dije.

Me sonrió bajo las parpadeantes luces.

—He notado perfectamente cómo se apoyaba contra mí.

La miré. No parecía molesta.

—Lo siento —me excusé.

—No se preocupe —me aclaró ella—. No se imagina usted cuántos hombres hacen eso en el Metro. —Esperaba que le diera una respuesta, pero yo no sabía qué decir. Hizo un gesto de asentimiento—. Es usted el cuarto de esta semana. La mayoría de ellos no me gustan, son unos cerdos. Pero usted no me molesta, parece simpático y limpio.

—Gracias —le dije.

Me miró.

— ¿Ya se ha corrido?

Moví la cabeza de un lado a otro negativamente.

— ¿Le gustaría hacerlo?

Me quedé mirándola, pero antes de que tuviera tiempo de responderle noté que alargaba una mano por detrás de la espalda y me cogía los testículos por encima del pantalón. Aquello era lo único que me faltaba.

Al mismo tiempo los vagones se pusieron en movimiento dando un tirón, y las luces se encendieron mientras el tren entraba en la estación. Las rodillas se me doblaban mientras el orgasmo hacía que el pene me golpease repetidamente contra el vientre. Me sujeté a la barra para no caerme al tiempo que sentía el producto viscoso y caliente de la eyaculación extendiéndose por los calzoncillos.

Las puertas del vagón se abrieron en el lado opuesto al que nos encontrábamos; entonces ella se volvió hacia mí y me miró, sonriente.

—Ha sido muy divertido —dijo. Y pasó a través de las puertas abiertas.

Sin dejar de sujetarme a la barra la observé mientras se alejaba por la estación en medio de la multitud. La habría seguido para intentar concertar una cita con ella, pero no me sentía capaz de andar. Entonces noté que la humedad me traspasaba los pantalones y me coloqué la chaqueta delante aguantándola con los brazos.

Busqué su mirada mientras el tren se ponía en marcha. Pero desapareció de mi vista mientras las ventanillas pasaban velozmente ante ella.

« ¡Mierda!», pensé. Verdaderamente era un estúpido. La había tenido al alcance de la mano y la había dejado escapar. Todo lo que tenía que haber hecho era hablar un poco más en lugar de quedarme callado como un memo. Entorné los ojos y miré hacia atrás, hacia la estación, pero cuando los abrí de nuevo vi la pierna suspendida sobre mí por medio de una polea.

Miré la estancia en torno mío. Era la habitación individual. Las paredes y techos estaban limpios y eran de color azul. Oí pisadas y me volví. Vi que una enfermera se me acercaba con un paño mojado.

Era una mujer de cuarenta y tantos años. Me tendió el paño.

—Lávese las partes íntimas.

— ¿Para qué? —le pregunté al tiempo que cogía la toalla.

—Ha tenido un sueño mientras dormía —me dijo—. Pero no se preocupe por eso. Es bastante normal que les sucedan cosas así a las personas a quienes inyectan tranquilizantes.

—Sólo recuerdo que me pusieron en una camilla.

—Estaba dormido mientras lo trasladaban aquí.

—La camilla me hacía rememorar el Metro —le contesté—. Es extraño.

—Límpiese y olvídelo —dijo ella—. Ha dormido más de tres horas y el médico va a venir a verle de un momento a otro.

Cinco minutos más tarde Ed entraba en la habitación. Buscó el dispositivo que accionaba la polea y luego acercó una silla y se sentó junto a la cama.

—Has tenido bastante suerte, amigo mío —comenzó.

—Me alegra que pienses eso —le dije con sarcasmo—. Tengo un dolor insoportable.

—Podría haber sido mucho peor. Las fracturas que tienes se curarán con el tiempo, pero has estado a punto de quedarte en una silla de ruedas de por vida.

Lo miré. Por primera vez me fijé en el cansancio que se reflejaba en aquellos ojos azules surcados por líneas rojas a causa de la falta de sueño.

—Lo siento —le dije—. Supongo que te he estropeado la cita que tenías para cenar.

—No importa —repuso—. Vas a estar fuera de circulación durante una temporada, así que puedes enviarme alguna de tus chicas de reserva.

— ¿Cuánto tardaré en curarme?

—No es fácil decirlo. Todo va por etapas. La primera etapa consiste en estar en el hospital con esta polea aproximadamente una semana, hasta que estemos seguros de que los huesos están bien colocados en su sitio. Luego puedes irte a casa. Tienes que empezar a caminar a pequeñas dosis y con mucho cuidado. Primero con andaderas, luego con muletas, pero siempre despacio y poco rato cada vez. Descansa todo lo que puedas y quédate en la cama el mayor tiempo posible. Al cabo de un mes te haremos de nuevo radiografías. Si todo va bien, permitiremos entonces que te muevas un poco más, pero siempre con muletas. Después de otro mes, más rayos X para cerciorarnos de que las fracturas están curadas. Tendrás que caminar con bastón unos cuantos meses hasta que estemos completamente seguros de que el cartílago y la articulación de la cadera se han recuperado. Entonces podrás hacer de nuevo vida normal.

Hice el cálculo de todas aquellas etapas.

— ¿Seis meses?

—Más o menos —contestó.

— ¿Podré trabajar?

—Supongo que sí. Pero el dolor será constante, así que tendrás que tomártelo con calma.

— ¿Cuánto tiempo tardará en desaparecer el dolor?

—En una escala de diez a partir del que tienes ahora, en tres meses quizá se habrá reducido a cinco, y cuando esté completamente curado se reducirá a dos o tres; pero eso es algo con lo que aprenderás a vivir. No interferirá con ninguna de tus actividades.

Lo miré. Había una cosa en él que merecía todo mi respeto: decía la verdad. Nada de prometer la luna.

—Realmente esto me jode todos los proyectos —le dije—. Este fin de semana tenía que entregar el guión de una serie de Televisión. Y la semana que viene un artículo para un periódico británico. Además iba a empezar un libro nuevo, cuya primera parte debe estar lista dentro de tres meses.

—No creo que puedas cumplir esos compromisos —me dijo muy serio—. ¿Por qué te preocupas? Tu último libro sigue en la lista de best sellers y lleva ahí más de un año.

—También hace más de un año que me gasté el dinero que gané con ese libro. Tengo que mantener en marcha una enorme maquinaria.

—Supongo que es cierto. Vivir siempre al máximo no resulta barato. Sólo para mantener las casas que posees, una aquí, en Beverly Hills, otra en la Riviera francesa, el refugio en Acapulco para pasar el invierno, la villa y un yate, necesitas hacer un gran esfuerzo. ¿Cómo te las arreglas?

—Igual que tú —le contesté—. Sin dejar de trabajar ni un minuto.

—Y también te gastas un montón de dinero en alcohol, en fiestas, en drogas y en mujeres. Reduce un poco los gastos y ahorrarás un montón de dinero.

—Empiezas a hablar como Paul, mi abogado. Lo que ninguno de los dos entendéis es que la corteza que hay sobre el pastel es lo que evita que se desmorone y hace que la cosa merezca la pena. El mero hecho de meter dinero en el banco no trae consigo ninguna diversión. Al menos yo me gasto todo el dinero a fin de llevar un estilo de vida que me proporcione placer y alegrías.

—Pero sigues teniendo que trabajar —observó.

— ¿Y qué? ¿Tú no?

—Sí —dijo él—. Pero la gente tiene una opinión distinta de ti.

Me eché a reír.

—Piensan en lo que escribo, y ello les hace creer que mis libros y yo somos una misma cosa.

— ¿Quieres decir que siempre has trabajado de ese modo? ¿Incluso cuando estabas empezando?

—Siempre —le dije—. Entonces seguramente más.

 

Capítulo 2: PRIMERA PARTE

 
14445075 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios