EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55469
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 30: CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 29

Dejó abierta la puerta del cuarto de baño a fin de poder oír el timbre del teléfono y se dejó caer dentro de la confortable bañera italiana, grande y profunda, que había llenado previamente de agua templada. Encendió un cigarrillo y se recostó en un extremo de la bañera. Ya eran casi las nueve de la tarde, y sin embargo aún era completamente de día. Aún no había tomado una decisión en lo referente a la fiesta de aquella noche. No tenía ninguna prisa. Las fiestas italianas nunca empezaban antes de la medianoche.

Oyó que llamaban a la puerta de la sala. Contestó levantando la voz desde el cuarto de baño.

— ¿Quién es?

—Rose. —La voz de la chica le llegó a través de la puerta—. Te he traído las carpetas del despacho.

Rose era una muchacha que había hecho las veces de secretaria de Edward mientras éste trabajaba en los guiones de Santini. Su padre, cónsul italiano en Nueva York, se había casado con una americana y, al volver a Italia en mil novecientos cuarenta, se había llevado a su mujer y a Rose, su hija, que entonces contaba quince años de edad. La muchacha había estado trabajando de intérprete para el ejército americano cuando éste ocupó Roma durante la guerra; más tarde había ido probando diversos empleos hasta acabar finalmente como secretaria e intérprete para distintos productores de cine italianos.

— ¡Adelante! —Dijo él a gritos desde la bañera—. La puerta está abierta.

Edward se asomó a la salita. La muchacha traía un macuto de lona del Ejército, de color oliva, que se apresuró a dejar en el suelo.

— ¿Qué demonios traes ahí? —le preguntó.

—Mi ropa —contestó ella—. Necesito un lugar donde alojarme unos días.

— ¿Qué ha pasado?

—Santini ha cerrado la oficina durante el mes de agosto, y se ha largado sin pagarme. En la pensione donde me alojo son muy estrictos en lo que se refiere al alquiler. Estoy sin blanca, así que he pensado que sería mejor sacar mis cosas de allí antes de que me cierren la puerta en las narices y me quede sólo con lo puesto.

—Veo que ese tacaño hijo de puta también te la ha jugado a ti —exclamó Edward.

— ¿A ti no? ¿Te ha pagado? —inquirió la muchacha.

—Supongo que estás de broma —dijo él—. Me ha explicado que me pagará en cuanto firme el contrato de distribución para los Estados Unidos.

—También te he traído las carpetas —le indicó Rose.

—Gracias.

La muchacha se asomó a la puerta del cuarto de baño.

— ¿Tienes un cigarrillo?

Edward señaló con un gesto hacia el lugar donde se hallaban.

—En la repisa que hay debajo del espejo. —La observó mientras ella encendía un cigarrillo. Tenía manchas de humedad bajo las axilas a causa de la transpiración, y la blusa de seda parecía estar pegada a aquellos potentes pechos—. ¿Cuánto tiempo necesitas quedarte aquí?

—Sólo durante el fin de semana —repuso la muchacha—. Una amiga mía va a dejarme su apartamento todo el mes de agosto. Se va a Ischia con su novio.

Edward la miró.

—Está bien. De acuerdo.

— ¡Eres maravilloso! —le halagó Rose. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. No te molestaré en absoluto —añadió—. Si quieres traer a alguien aquí, dormiré en el sofá.

—No tengo nada previsto —dijo Edward mientras le dirigía una mirada fugaz al escote de la muchacha. Los pezones resaltaban como lavanda oscura contra la suave piel, más clara, de los pechos. Gotas de sudor rodaban por el valle que éstos formaban—. Estás sudando —añadió—. ¿Por qué no te metes en la bañera conmigo?

Rose aspiró el humo del cigarrillo.

— ¿Tan mal huelo?

—No es eso —dijo él riendo y mostrándole el pene erecto que sobresalía por encima del agua—. Lo que pasa es que me apetece joder un poco.

Ella empezó a quitarse la ropa.

— ¡Estupendo! —le indicó—. Yo siempre estoy dispuesta. —Se quedó desnuda en un instante y se metió en la bañera, situándose de pie frente a Edward. Comenzó a frotarse rápidamente la vulva y se abrió la vagina con los dedos para que el pequeño clítoris de color púrpura asomase entre los labios—. ¿Qué te parece esto? —le preguntó a Edward, mirándolo.

— ¡Fantástico! —Sostuvo con la mano el falo erecto y arqueó la espalda para salir al encuentro de ella—. Móntate.

—Ahora mismo —dijo ella alargando la mano para coger una pastilla de jabón. Enjabonó y frotó apresuradamente el miembro de Edward hasta que éste notó que todos los nervios desde los testículos le ardían. Luego la muchacha lo sostuvo con firmeza y, sentándose en cuclillas, lo atrajo hacia su interior.

Edward boqueaba para coger aliento. Aquello le producía la misma impresión que si se hubiese sumergido en una tinaja de aceite hirviendo. Sujetó con fuerza a la muchacha por las nalgas para atraerla más hacia sí mientras ella se inclinaba hacia delante y le acariciaba el rostro con los pechos.

Edward advirtió que comenzaba a resbalar en la bañera; el agua ya le llegaba a la cara.

— ¡Acabarás ahogándome, maldita sea!

—No te apures —dijo Rose echándose a reír—. Te rescataré. Tengo diploma de salvavidas. —Empezó a retorcerse para que Edward entrase más profundamente en su interior, sin permitirle que se deslizase fuera.

Él la miró.

—Nunca imaginé que supieras joder así cuando te veía en el despacho.

—Los polvos de oficina nunca son buenos —afirmó ella—. Siempre son una cosa rápida, para cumplir. No queda lugar para la imaginación. Sólo sirven para desahogarse a toda prisa.

— ¡Aleluya! —gritó Edward.

La muchacha lo sujetó de repente para que se mantuviera quieto.

— ¡No te muevas! —le ordenó.

Edward la miró rápidamente.

— ¿Qué sucede?

—Nada —repuso ella—. Estoy a punto de orinar. Ooh —jadeó en éxtasis mientras lo hacía—. Ahora te toca a ti. Orina dentro de mí.

—Yo soy incapaz de orinar cuando tengo una erección —le indicó él.

—Sí que puedes —le corrigió la muchacha al instante—. Te lo demostraré. —Rápidamente le puso una mano debajo de los testículos e hizo presión sobre determinado nervio. El chorro de orina manó con fuerza hacia delante. En ese instante, mientras Edward orinaba, Marissa sacó el falo y se lo acercó al rostro hasta metérselo por completo dentro de la boca. Cuando la orina dejó de salir lo volvió a colocar dentro de ella. Acercó el rostro al de Edward—, Me encanta el sabor que tiene tu orina —le dijo—. Es dulce como el azúcar.

Edward sintió de nuevo que la muchacha empezaba a retorcerse de aquella forma tan excitante.

— ¿Dónde has aprendido todo esto? —le preguntó casi sin habla.

—En la guerra, con los soldados americanos —contestó Rose con voz ronca—. Todos eran muy aficionados a la lluvia dorada, y acabó por gustarme de verdad.

— ¡Cristo! —exclamó él.

—Y eso no era todo —continuó explicándole ella—. Los americanos eran mucho más divertidos que los alemanes. Los boches se limitaban a joder y a chupetearme un poco. A los americanos hasta les gustaba meterme chocolatinas y otros dulces por el ano o por la vagina.

— ¿Y qué hacíais después? —quiso saber Joe.

—O se las comían ellos, o me las comía yo.

— ¡Vaya una mierda!

—Eso a veces también —precisó la muchacha—. Cuando estás del lado de los vencidos no te queda más remedio que hacer lo que te digan. De otro modo te quedas fuera. Sin comida, sin trabajo y sin favores.

— ¿Y ahora también es así?

—En cierto modo —dijo ella—. Si no estás dispuesta a joder no es fácil encontrar trabajo.

—Pues conmigo no tuviste que acostarte para conseguir el empleo.

—No fuiste tú quien me contrató —le recordó Rose—. Lo hizo Santini. —Miró a Edward—. Se te está marchando la erección —le dijo—. Eso te pasa por pensar y hablar demasiado.

Él se quedó mirándola en silencio.

—No te preocupes —le animó ella—. En un momento conseguiré que te vuelva.

Se apartó ligeramente a un lado y alargó el brazo hasta alcanzar las nalgas de Edward. Poco después ya le había metido los dedos en el interior del ano y le presionaba ligeramente la próstata. La erección resucitó al instante.

— ¡Ahora, desgraciado! —Le gritó la muchacha—. ¡Venga! ¡Dale fuerte!

 

 

Cuando el teléfono comenzó a sonar Edward se encontraba tendido encima de la cama, medio adormilado. Miró a Rose, que estaba en el otro extremo de la habitación. Iba desnuda de un lado a otro mientras sacaba la ropa del macuto. Le dirigió a Edward una mirada inquisitiva.

—Contesta tú —le pidió él.

La muchacha descolgó el teléfono.

—Pronto.

Él alcanzó a oír una voz femenina que hablaba en italiano por el auricular. Rose escuchó durante unos momentos y luego miró a Edward.

—Es Mara Benetti —le dijo—. Quiere saber si vas a ir a la fiesta de la contessa.

—Todavía no lo he decidido —le indicó él.

—Ya son más de las diez —le recordó la muchacha.

— ¿Y qué? Nadie llega antes de medianoche.

Rose habló en italiano con la actriz, que como respuesta la inundó con un chorro de palabras.

—Quiere que la acompañes —le informó la muchacha a renglón seguido.

— ¿Qué le ha pasado a Santini? —Le preguntó Edward—. Era él quien iba a acompañarla.

Se oyeron más palabras por el teléfono.

—Santini la ha dejado plantada —le explicó Rose—. Al parecer va a ir con esa actriz americana en vez de llevarla a ella. Su novio le ha prometido que le prestará la limusina si tú accedes a acompañarla.

— ¿Y por qué no la llevaél?

—Es un mafioso —dijo Rose con la mayor naturalidad—. A lo mejor tiene otras cosas que hacer.

—Ese tipo es capaz de volarme la cabeza después de la fiesta —dijo Edward con desconfianza.

—No lo hará si también me llevas a mí —precisó Rose astutamente—. Eso le indicará a las claras que merece todo tu respeto.

— ¿Te apetece ir? —le preguntó él con curiosidad.

—Claro —repuso ella—. Es la mejor fiesta de la temporada. Y he robado un vestido del guardarropa de los estudios para poder utilizarlo en ocasiones como ésta.

Edward se encogió de hombros.

—Pregúntale si le importa que tú también vengas.

—Se lo explicaré —dijo la muchacha—. Al fin y al cabo, tú no hablas italiano. Yo soy tu secretaria y es natural que me necesites para que te haga de intérprete. Además, ella ya me conoce.

—Muy bien.

Rose volvió a ponerse al teléfono y habló rápidamente en italiano.

—Dice que está de acuerdo. El coche pasará a recogernos.

Capítulo 29: CAPÍTULO 28 Capítulo 31: CAPÍTULO 30

 
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