EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55479
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 23: CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 22

Las fiestas de Hollywood solían terminar temprano. La excusa habitual era que todos tenían que estar en los estudios a las siete de la mañana. Los actores se marchaban incluso antes, pues debían presentarse en maquillaje entre las cinco y media y las seis de la madrugada. Ya eran las once cuando Tammy se sentó en el coche junto a Edward. Éste le dio un dólar al empleado de aparcamiento y condujo el vehículo por el sendero hacia la salida.

— ¿Dónde vives? —preguntó mirando a la muchacha.

—En el valle —repuso ella. Parecía tener cierta actitud de desafío.

—Muy bien. Pero explícame cómo se llega hasta allí.

—Ve por Laurel Canyon. Vivo a dos manzanas de este lado de Ventura.

—Vamos allá —dijo él girando hacia Sunset.

—Hace frío esta noche —comentó Tammy—, Estoy temblando. ¿Te importaría encender la calefacción?

En silencio, Edward hizo lo que la muchacha le pedía. El aire templado comenzó a penetrar en el habitáculo.

—Esto ya es otra cosa —dijo ella volviéndose hacia Edward para mirarlo—. ¿Por fin vas a hacer la película?

Él se encogió de hombros.

—A. J. quiere verme el lunes por la mañana —contestó.

—Eso significa que desea que la hagas —afirmó Tammy con convicción.

—Ya veremos. No lo sé. De momento todavía no hemos hablado de dinero.

—Eso no será problema. Películas como éstas significan dinero seguro en el Banco.

Edward le dirigió una sonrisa.

—Hablas más como un representante que como una actriz.

La muchacha sonrió a su vez.

—No tiene nada de extraño —dijo—. Llevo ya mucho tiempo en esta ciudad.

—No eres tan mayor.

—Tengo veintiséis años. Llevo aquí desde los dieciséis.

—Pues no los aparentas.

—Es por el maquillaje —le explicó ella medio en broma—. Puedo asegurarte que conseguirás ese trabajo.

— ¿Por qué?

—He estado observando a la señora Rosen, la esposa de A. J. Se le iban los ojos detrás de ti.

—Yo no me he dado cuenta. Apenas me ha dirigido la palabra en toda la noche.

—Pero yo la he sorprendido mirándote. Y en varias ocasiones. —Hizo una pausa mientras el coche abandonaba Sunset y enfilaba hacia Laurel Canyon—. ¿Sabías que ella trabajaba como jefe de redacción para A. J. antes de que se casaran?

—No.

—Todavía es ella la que se encarga de leer los guiones. A. J. nunca lo hace. Y esa mujer tiene debilidad por los escritores. Especialmente si son jóvenes.

—No veo que eso vaya a garantizarme el trabajo.

—Mándale flores con una nota de agradecimiento —le dijo Tammy—. Un par de días después ella te llamará para invitarte a comer en la casa que tienen en Malibú. Así es como la señora Rosen actúa, todo el mundo lo sabe.

Edward le dirigió una rápida mirada.

—Verdaderamente conoces el terreno.

La muchacha asintió.

—Pero no me sirve de mucho —comentó con amargura—. Estos estudios son ya los terceros con los que firmo un contrato, y nunca he conseguido que me den un papel de protagonista.

—Dicen que a la tercera va la vencida.

—Así lo espero —dijo ella sin mucha convicción.

Permanecieron en silencio hasta que, tras una curva de la carretera, divisaron las luces de Ventura Boulevard brillando ante ellos.

—Gira por la tercera calle a la derecha —le indicó Tammy—. Es la segunda casa.

Edward maniobró con el coche y lo detuvo donde ella le había indicado. Se trataba de una casa pequeña y bien conservada.

—Parece un sitio muy agradable —comentó.

—Te invitaría a entrar, pero comparto la casa con otras dos chicas.

—No te preocupes.

Tammy le colocó la mano en la entrepierna.

—Puedo hacerte un francés aquí, en el coche —le ofreció.

—No. Gracias de todos modos —repuso Edward sonriendo.

—Lo hago muy bien.

—No lo dudo —asintió Joe—. Pero puedo esperar.

La muchacha se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla.

—Gracias por traerme a casa. Te llamaré a los estudios.

—Hazlo. Buenas noches.

La miró mientras se alejaba corriendo hacia la puerta principal. Luego dio media vuelta con el coche y se dirigió a su casa. Antes de medianoche estaba en la cama.

—Veo que te has convertido en un hombre importante —le dijo Shirley—. Ya llegó la orden. Te hemos trasladado a uno de los despachos que hacen esquina.

—Sólo han pasado veinte minutos desde que firmé el contrato con A. J.

—Pues se ve que estaba muy seguro de que llegaríais a un acuerdo —le confesó Shirley sonriendo—. Me dio la orden el viernes. —Cogió un juego de llaves que había encima del escritorio—. Vamos, te lo enseñaré.

Siguió a la muchacha hasta el final del pasillo. La puerta del despacho era de madera maciza, no una de ésas con un simple marco y cristal esmerilado que no proporcionaba ninguna intimidad. Abrieron la puerta y entraron en la habitación. El suelo estaba cubierto de moqueta y todas las paredes forradas de madera. El sofá y los sillones se veían un poco viejos, pero eran de cuero auténtico. La máquina de escribir no se hallaba sobre el escritorio, sino en una mesita auxiliar.

— ¿Te gusta? —le preguntó Shirley.

Edward hizo un gesto de asentimiento.

—Aquí al menos se puede respirar —dijo.

—Bien. Ya te he traído folios, papel carbón, blocs amarillos y lápices. El teléfono está conectado directamente con la centralita; puedes llamar y recibir llamadas sin que pasen por mi mesa. Si quieres que yo conteste cuando estés ausente o trabajando, acciona ese botón que hay al lado.

—Parece que esto está bastante bien.

— ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en hacer el guión?

—El primer borrador posiblemente me lleve un mes; y otro más para corregirlo, pulirlo y volverlo a escribir. A. J. quiere que la película esté lista en julio.

—No es mucho tiempo.

—Ya me las arreglaré.

—Bien, ahora te dejo para que te instales a tu gusto —dijo Shirley mientras caminaba hacia la puerta—. Llámame si necesitas algo.

—Gracias, Shirley.

—Buena suerte —le deseó ella cerrando la puerta al salir.

Edward se acercó al escritorio, se sentó ante él y miró a su alrededor. El despacho no estaba mal. Incluso había algunos cuadros colgados en la pared. Puso un paquete de cigarrillos sobre la mesa y encendió uno pensativo. A pesar de que le hubiese dado un despacho y un escritorio mejores, A. J. seguía siendo una mierda. En lugar de los tres guiones que le había prometido en la fiesta, sólo lo había contratado para uno de ellos. Por contra, le había subido los honorarios a veinte mil dólares. El trato para los otros guiones quedaba pospuesto para cuando hubiera terminado éste.

Se sobresaltó al oír el timbre del teléfono. Sólo eran las once de la mañana. Lo cogió.

—Edward Cullen.

— ¿El señor Cullen?

Era una voz femenina.

—Sí —contestó él poniéndose en guardia.

—Soy Blanche Rosen. Enhorabuena por el nuevo despacho —dijo la voz alegremente—. Te he llamado para darte las gracias por las flores. Son preciosas. Muy amable de tu parte.

—Ha sido un placer —dijo él—. Realmente lo pasé muy bien en la fiesta; te doy de nuevo las gracias por haberme invitado.

—He leído bastantes cosas tuyas —le comunicó la señora Rosen—. Incluidos varios cuentos. Eres un buen escritor, Edward. Quizá mejor de lo que tú mismo crees.

—Gracias, Blanche.

—Sé de qué estoy hablando —continuó ella—. Antes yo era jefe de redacción en «Doubleday», en Nueva York, y luego trabajé como asesora con A. J. aquí, en los estudios, antes de casarnos. Sigo leyendo todos los guiones que pasan por sus manos.

—Eso es muy interesante —dijo Edward.

—Estoy al corriente de la idea que te ha propuesto A. J. y me gustaría hacerte algunas sugerencias que estoy segura te ayudarían a evitar ciertos problemas que existen a la hora de confeccionar un guión. ¿Por qué no comemos juntos el miércoles? Tengo una casita en Malibú, nada del otro mundo, pero allí podremos hablar tranquilos.

—Estaré encantado.

— ¿Te parece bien a las doce y media? —le propuso Blanche.

—Perfecto —dijo él—. Ya estoy deseando que llegue el momento.

Colgó el teléfono. Tammy estaba en lo cierto. Aquella mujer aprovechaba cualquier ocasión.

La segunda llamada que recibió era de Tammy.

—Enhorabuena. Ya te dije que conseguirías el trabajo.

—Sí, tenías razón.

—Me gustaría hacerte una visita —le dijo la muchacha—. Te he comprado un regalo para celebrar que tienes un despacho nuevo. ¿Te va bien ahora?

—Sí. Todavía no he comenzado a trabajar.

—Llegaré ahí dentro de diez minutos más o menos —dijo Tammy. Y colgó.

El teléfono volvió a sonar. Edward contestó.

—Siempre tienes la línea ocupada. Se ve que estás muy solicitado —le dijo Kathy.

—Me sorprende. No sabía que nadie estuviera al corriente de que me iba a instalar aquí.

— ¿Le comentaste a A. J. que no habías tenido oportunidad de ver la película?

—En efecto.

—Me ha dicho que esta noche a las ocho hay un pase privado en el teatro «Pacific Palisades». Ha pensado que a lo mejor te apetecía verla. Así podrás comprobar las reacciones del público mejor que si la vieras en la sala de proyecciones.

—Dile que iré.

Pocos minutos después el teléfono volvió a sonar. Esta vez era Kristen, que le llamaba desde Nueva York.

—Felicidades. Me han dicho que estás escribiendo la segunda parte de esa película de amazonas.

—Las noticias corren muy aprisa. Acabo de firmar el contrato hace un rato.

—Los estudios nos han enviado un teletipo con tu contrato. ¿Lo has aceptado?

—Desde luego —dijo Joe—. Veinte de los grandes no son moco de pavo.

— ¿Crees que eso afectará a la novela?

—La retrasará, pero sólo un mes. Este guión es pan comido.

—Eso espero. Lo que has escrito hasta ahora es muy bueno. No me gustaría que desaprovecharas esta racha de inspiración.

—No habrá ningún problema —le indicó Edward—. Ya he escrito otras cincuenta páginas desde que estuviste aquí. Te las enviaré un día de éstos.

—Sí, hazlo —convino ella—. Ya estoy ansiosa por leerlas. Si son tan buenas como las que he leído hasta ahora, ya tienes más de la mitad del camino.

—Acabaré la novela, no te preocupes. Pero en estos momentos veinte de los grandes me vienen de maravilla, francamente.

La voz de Kristen se suavizó.

— ¿Te encuentras bien? —le preguntó—. Me han dicho que tienes problemas familiares.

— ¿Quién te ha contado eso? Es la primera noticia que me llega.

—Ciertas personas de la costa me hablaron de que tu mujer pasa mucho tiempo fuera de casa.

—Eso no son más que habladurías. Si viaja mucho es a causa del trabajo. Es jefe de compras y no le queda más remedio que hacerlo.

—Me alegro. Lo importante es que tú estés bien.

—No te preocupes por mí.

—Si alguna vez puedo ayudarte en algo, sólo tienes que llamarme. Estoy de tu parte.

—Gracias —dijo Edward. Tras despedirse se quedó mirando fijamente el teléfono. La gente era una mierda. Parecía que lo único que desearan fuera crear problemas. ¿Qué demonios les importaba lo que hicieran los demás?

Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo.

Tammy entró y cerró la puerta tras ella. Llevaba un jersey muy ajustado de algodón y una falda corta. Lo único que Edward veía eran tetas, culo y unas largas y estupendas piernas. Lo tenía todo en la cantidad y en el sitio precisos, como en las carteleras de Sunset Strip. La muchacha le echó un vistazo al despacho.

—Es tan bonito como el despacho de muchos productores.

—Sí, no está mal —asintió Edward.

Tammy colocó delante de él, sobre el escritorio, una pequeña caja rectangular envuelta para regalo.

—Esto es para ti.

Edward se apresuró a abrirlo. Al ver de qué se trataba se echó a reír. Era una caja de doce preservativos lubricados de marca «Remeses».

—Confío en que sean de mi talla —dijo—. Normalmente me van pequeños.

—No seas presumido. Sólo hay una talla única.

—Los guardaré como un tesoro —le prometió—. Pero... ¿cuándo tendremos oportunidad de utilizarlos?

La muchacha volvió sobre sus pasos y cerró con llave la puerta del despacho.

—Me pareció que sería muy agradable que estrenaras el despacho echando en él un polvo conmigo. Después podemos ir abajo a comer.

El primer hombre que vio en el vestíbulo del teatro después del pase privado fue Mickey Cohen. Se saludaron con una inclinación de cabeza y se dieron la mano.

—Me ha gustado mucho la película —le dijo Mickey.

Edward lo miró dudando de que el otro hablara en serio, pero le pareció sincero. No dijo nada.

—Al público le ha encantado —continuó Mickey—. Todo el tiempo gritaban, especialmente esos chicos de escuela secundaria que había en el anfiteatro. Apuesto a que se masturbaron. Judi aparece en pantalla como si toda ella fuera coño.

—No lo entiendo —dijo Edward.

—Ni falta que hace —le comentó Mickey—. Sólo tienes que repetirlo de nuevo.

—No sé si lo conseguiré. Dudo que alguna vez pueda volver a escribir algo tan malo.

—Por veinte de los grandes, que es lo que te pagan, te gustará lo que escribas aunque sea una auténtica mierda.

 

Capítulo 22: CAPÍTULO 21 Capítulo 24: CAPÍTULO 23

 
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