CAPITULO*43
—Me gusta empezar despacio —dice Edward entre dientes—. Me imagino que no te atreves a tocarme, pero que al mismo tiempo no puedes contenerte.
—Sigue.
Me apoyo en la pared y mantengo la mirada fija en la de él. Es el hombre más guapo y valiente del mundo.
—Si me excito demasiado rápido me enfado —confiesa— y entonces me aprieto hasta hacerme un poco de daño para contenerme. Sus manos hacen lo que describen sus palabras.
—¿Siempre te imaginas a alguien cuando te masturbas?
Tal vez me estoy aprovechando de la debilidad que me está mostrando en este momento, pero si quiero liberarlo de su pasado, tengo que conocerlo.
—No. Nunca. Antes no pensaba en nada. Ejecutaba los movimientos precisos para correrme y ya está. —Mueve la mano de un modo distinto y comprendo lo que está intentando explicarme—. Nunca le había dado esa clase de poder a nadie.
—El poder lo tienes todo tú, Edward.—Es importante que él sepa que es así—. Ahora mismo ni siquiera me has tocado y soy completa e irrevocablemente tuya. No lo olvides.
—Me imagino tus dedos sobre mi piel, acariciándome más y más rápido. Me gusta que me deslices el pulgar por el prepucio y que utilices mis primeras gotas de semen para masturbarme más despacio. Tus dedos me queman, mi propio semen hace que resbalen sobre mi erección hasta hacerme enloquecer.
Oh, Dios mío. Siento que se me encoge el estómago y me tiemblan las piernas. Edward tiene la respiración entrecortada, pero yo no sé dónde he metido los pulmones.
—Sigue —le ordeno.
—Cuando crees que voy a correrme, apartas la mano y me acaricias los testículos. —Hace exactamente eso—. Primero eres delicada, pero cuando yo empiezo a tocarte los pechos, me los sujetas con fuerza.
Me llevo una mano a los pechos y me doy cuenta de que mi cuerpo ha decidido hacer realidad la fantasía de Edward. Cierro el puño y me dispongo a apartar la mano.
—¡No! —exclama él—. Por favor. Deja que tenga esto, por favor. No me moveré de aquí y te contaré lo que siento cuando me masturbo. Obedeceré hasta la última de tus órdenes, pero deja que te vea. Deja que siga imaginando que soy yo el que te hace sentir así.
—Eres tú, Edward. Sólo tú. De acuerdo, está bien —le concedo.
—Gracias.
—Pero no dejes de mirarme a los ojos ni un segundo. —Espero a que asienta y luego añado—: Y no te corras.
Muevo mi mano por encima de mis pechos y él vuelve a respirar.
—¿Qué más te gusta, Edward?
—Me gusta que me aprietes los testículos y que no me dejes eyacular. Me vuelve loco. Quiero morderte los pechos y devorarlos a besos. Necesito sentir el tacto de tu piel bajo mis dedos, notar cómo tiemblas.
—No, si no terminas de contarme lo que tú sientes, dejaré de tocarme —lo amenazo deteniendo mi mano.
—Estoy a punto de eyacular, estoy tan excitado que tengo que apretar los dedos alrededor de mi pene para dominarlo. Necesito sentir esa pequeña punzada de dolor, si no, el orgasmo me resulta a veces inalcanzable. Tengo que mover la mano arriba y abajo, imaginándome que eres tú, que me aprietas para poseer cada una de mis reacciones.
—¿Cómo?
—Así.
Mueve frenéticamente la mano por su erección, masturbándose. Tiene la frente perlada de sudor y se le marcan los tendones del cuello. El torso le vibra por los movimientos repetitivos del brazo. Su pene está erecto y clama por recibir algo de paz.
—¿Qué más?
—A veces me muerdo el interior de la mejilla para no gritar y porque ese dolor me aleja durante unos segundos del final.
—No vuelvas a hacerlo nunca más —le ordeno.
—Otras veces me imagino que me clavas las uñas en las nalgas.
—Y que te pego —sugiero. —A veces —afirma. Y nos miramos. Va a cerrar los ojos, pero él mismo se detiene antes de hacerlo.
—¿Y el látigo? ¿Te has imaginado alguna vez que lo utilizo?
—No —confiesa entre dientes—, me he imaginado que me atas. Que me quemas con una vela. La vela que tiene al lado de la cama.
—¿Alguna vez te has quemado?
—No, no puedo. Necesito que lo hagas tú.
—¿Qué más necesitas? Vamos, Edward, estás muy cerca, dime qué más necesitas para correrte.
—Necesito imaginarme tu olor, tu sabor. —Mueve la mano desesperado, su prepucio no deja de producir pequeñas gotas de semen, pero parece incapaz de llegar al final—. Por favor, Isabella. Por favor. Ayúdame.
Me tiemblan las piernas al apartarme de la pared, pero camino decidida hasta él.
—Sólo tenías que pedírmelo, Edward.
Deslizo una mano hacia mi entrepierna y suspiro al notar lo excitada que estoy. Con dos dedos, intento capturar el aroma y la prueba de mi deseo. Las pupilas de él se dilatan hasta dominar sus iris al ver que me estoy tocando.
—Deja de masturbarte —le ordeno y Edward aparta la mano. Su pene tiembla ante mí—. Separa los labios.
Abre la boca y su cálido aliento acaricia mi rostro.
—No te corras —le recuerdo, deslizando entre sus labios mis dedos, húmedos de mi sexo. Edward suspira de placer y me los lame muy despacio. Le tiembla todo el cuerpo. Desliza la lengua por mis yemas intentando capturar hasta la última gota de mi esencia. —Mírame. No dejes de mirarme ni un segundo. Eres mío, recuerda.
Me bajo despacio, hasta quedar de rodillas en el suelo. No he apartado la mano de su boca y Edward sigue lamiendo y succionando mis dedos, desesperado. Oigo sus suspiros y gemidos de placer resonar en el cuarto de baño y comprendo que si quiero hacerlo mío de verdad necesito que se entregue mucho más. Sujeto su miembro con la mano que tengo libre y me lo acerco a los labios. Con la lengua capturo las gotas de semen que tiene en el prepucio, igual que él ha descrito antes. Los músculos del abdomen se le tensan y flexiona los dedos de la mano que no tiene enyesada. Noto su mirada fija en mí. Está besándome los dedos que ha lamido y devorado, como si lo necesitase para seguir vivo. Separo los labios y acerco su pene hacia mi boca. Me detengo un instante. Deslizo la lengua por el lateral del miembro y la detengo en los testículos. Se los recorro del mismo modo y siento cómo se aprietan todavía más. Lo rodeo con los labios y succiono con fuerza para que sienta esa punzada de dolor que dice necesitar. Ya le demostraré lo equivocado que está, que lo único que necesita es a mí, pero hoy ya hemos avanzado mucho. Succiono, lo devoro, lo recorro con la lengua una y otra vez. Edward está al límite, todo su cuerpo está temblando y cubierto por una fina capa de sudor. No puedo seguir atormentándolo. Aparto despacio los labios de su miembro y se lo sujeto entre los dedos. Él solloza sin darse cuenta.
—Dilo, Edward. Di que eres mío y dejaré que te corras.
—Soy tuyo, Isabella —afirma sin titubear y en ese preciso instante se da cuenta de lo que ha dicho —. Oh, Dios mío. —Se le quiebra la voz—. Soy tuyo.
Por fin lo ha entendido. Eyacula sin previo aviso. El semen que sale de su miembro no es nada al lado de las lágrimas que le resbalan por las mejillas. Le rodeo la cintura sin levantarme del suelo y dejo que termine encima de mi piel, que me marque como suya. Sé que Edward necesita sentir que yo le ofrezco la misma vulnerabilidad que él me está dando y no intento ocultar las lágrimas que también llenan mis ojos. Su orgasmo es eterno. Todo su cuerpo se estremece con cada sacudida de placer. El semen resbala ahora por mi torso y su miembro sigue temblando pegado a mi cuerpo. Edward tiene la boca entreabierta, pero de sus labios no sale ningún sonido. Lo que está sintiendo es demasiado intenso, demasiado sagrado para darle voz. Pasan los minutos y noto que empieza a tranquilizarse, así que me levanto despacio del suelo y me siento a su lado en el banco. Él está quieto, incapaz de creerse lo que ha hecho y, al mismo tiempo, mostrándose lo bastante valiente como para no querer negarlo.
Giro el mando del grifo hasta dar con la temperatura adecuada del agua y le lavo el torso y la pierna en silencio. También me ocupo con cuidado de su miembro, que acaba de sobrevivir al orgasmo más intenso y liberador de su vida. Después, le enjabono el pelo con cuidado y le acaricio suavemente la nuca. Él me mira con ternura y fascinación, como si fuera la primera vez que me ve en mucho tiempo. Me inclino y le doy un beso en los labios. Un gesto tierno que está muy lejos de la descarnada entrega de antes, pero que es igual de intenso. Me ocupo de mi aseo en cuestión de segundos y después nos aclaro el jabón a ambos. Cierro el grifo y salgo de la ducha sin decirle nada. Cuando estoy envuelta en una toalla, me acerco a él con otra y lo ayudo a levantarse.
—Vamos —le digo—. Tienes que acostarte. Mañana va a venir un fisioterapeuta muy exigente.
Lo acompaño a su dormitorio y lo ayudo a ponerse unos calzoncillos y una camiseta blanca. Su silencio empieza a preocuparme, pero voy a cumplir mi promesa y confiar en él. Cuando necesite decirme algo, ya me lo dirá.
—Buenas noches, amor. —Le doy un beso en los labios y me reconforta comprobar que Edward me lo devuelve sin dudar—. Si me necesitas, estaré arriba.
Recojo las toallas del suelo y me dirijo hacia la puerta.
—¿Isabella?
—¿Sí, Edward?
Me vuelvo con el corazón en un puño.
—Me gustaría ser capaz de pedirte que duermas conmigo.
—Ya me lo pedirás. Confía en ti. Eres mío.
Me mira a los ojos y asiente rotundo.
—Sí, soy tuyo.
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