NOVENTA DIAS (+18)

Autor: ROSSE_CULLEN
Género: Drama
Fecha Creación: 03/03/2013
Fecha Actualización: 26/07/2014
Finalizado: SI
Votos: 26
Comentarios: 79
Visitas: 141798
Capítulos: 65

"CHICAS ESTA HISTORIA ESTA LLEGANDO ASU FINAL SIGAN VOTANDO Y COMENTEN UN FINAL ALTERNATIVO"

Tras poner punto final a su relación días antes de la boda, Isabella  Swan decide romper con su vida anterior y se muda a Londres dispuesta a empezar de cero. Ella cree estar lista para el cambio, pero nada la ha preparado para enfrentarse a Edward Cullen. Edward sabe que nunca podrá dejar atrás su tormentoso pasado, aunque para no asfixiarse en éste hace tiempo que se impuso unas estrictas normas que rigen todas sus relaciones. Y jamás se ha planteado transgredirlas? hasta que conoce a Isabella. Arrastrados por la pasión y el deseo, vivirán una intensa relación dominada por los peculiares gustos sexuales de Edward. Bella  le concede todos sus caprichos hasta que él le pide algo que ella no se siente capaz de dar. Sin embargo, antes de que la joven tome una decisión, el destino se entremete y Edward  sufre un grave accidente. ¿Bastarán noventa días para que Bella se atreva a reconocer que una historia de amor como la suya es única e irrepetible?

 

ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACION DE UN LIBRO QUE APENAS ACABO DE LEER QUE ES DEL AUTOR "M.C Andrews" TITULADO DE LA MISMA FORMA PERO CON LOS PERSONAJES DE S. MEYER.

 

 *chikas si lo que quieren es una historia divertida les recomiendo mi otro finc llamado.

"dificil amar *18"

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Capítulo 33: capitulo*32 EPOV

 Capitulo 32

«Isabella ha accedido a mis condiciones —pensé el domingo, después de dejarla en su casa—. Ha accedido a mis condiciones. Ha accedido... Soy un egoísta retorcido, no tendría que alegrarme tanto, debería sentirme culpable por habérselo pedido.»

Isabella había accedido a vendarse los ojos y a obedecer mis órdenes cada vez que nos viésemos. Había accedido a dejarse llevar y a entregarse a mí sin reservas. Sin condiciones. Sólo en la cama.

Había accedido a que tuviésemos una relación puramente sexual. Pura, intensa, demoledora y exclusivamente sexual. Había accedido a no esperar nada de mí excepto placer, algo que yo me moría por darle. Y, a pesar de que en sus ojos era evidente que su corazón le aconsejaba lo contrario, había aceptado estar conmigo, venir a mi apartamento siempre que yo se lo pidiese, sólo con el objetivo de entregarse a mí.

Yo había sido brutalmente claro con ella. Una parte de mí había esperado que me rechazase, porque sabía que aquella relación terminaría haciéndole daño. Pero al final mi egoísmo había vencido la batalla y se lo había pedido.

«No ha sido tu egoísmo, estúpido —me dijo mi conciencia—, ha sido tu instinto de supervivencia, porque sabes que isabella es la única oportunidad que tienes de llegar a vivir algún día.»

—Cállate —mascullé en voz alta y di gracias por estar solo en el coche.

No soy estúpido y sé que debería ser capaz de estar con una mujer sin tener que vendarle los ojos o atarle las manos, o sin necesidad de poseer el control absoluto en todo momento, pero hace años que dejé de disculparme por ser como soy. Lo mío no es ningún capricho, no es algo pasajero, es una necesidad que nace en lo más profundo de mi ser. No sé si se debe a la muerte de mis padres en aquel accidente, a mi hermana, a mi tío, a lo que me sucedió... Me he esforzado mucho para escapar de mis recuerdos y de mí mismo, y lo único que consigue mantener a raya mis demonios es eso, así que he dejado de plantearme si está bien o mal.

Sencillamente, lo necesito igual que respirar, otra cosa no es posible, ni ahora ni nunca. Y eso siempre se lo he dejado claro a las mujeres que han accedido a estar conmigo.

«Pero ninguna te había afectado nunca como Isabella.»

No, eso era verdad. Yo nunca había besado a una mujer en la calle. Nunca había invitado a ninguna a mi casa, y mucho menos le había enseñado el jardín. Mis relaciones previas, siete en total, se basaban únicamente en el sexo y todas habían sido con mujeres con mucha experiencia para las que las ataduras, los antifaces, los látigos o las órdenes eran un mero juego sexual.

Isabella sabía que no era así. Ella tenía una afinidad conmigo, una intuición especial, había comprendido, sólo mirándome, que lo que yo le estaba pidiendo no era ningún juego. Y había aceptado.

Por eso había roto con todas esas mujeres, porque no lo entendían. Y por eso me daba tanto miedo Isabella, porque ella sí lo hacía.

Aparqué el coche y subí a mi apartamento. Me saqué la llave del bolsillo al llegar a la puerta y recordé que le había prometido a Isabella que le daría su propia llave para que pudiese entrar sin llamar. O ésa era la excusa que me había inventado; la verdad era que quería que tuviese la llave de mi casa porque necesitaba que supiese que ella era especial y no me había atrevido a decírselo con palabras.

Me burlé de mí mismo. Cómo era posible que pudiese pedirle a una mujer que no se corriese sin mi permiso y al mismo tiempo no fuese capaz de decirle que quería que tuviese la llave de mi casa porque me parecía un detalle íntimo.

Abrí la puerta, dejé la bolsa del fin de semana en el suelo y me quedé pensando.

No podía darle la llave sin más, sería absurdo. Necesitaba como mínimo algo donde llevarla. ¿Un llavero? Hortera. ¿Un sobre?

Ridículo.

Una cinta.

Una larga cinta de cuero negro. Colgaría la llave de ella y la metería en una cajita. La cinta tenía que ser lo suficientemente larga como para que Isabella pudiese enredársela entre los dedos, acariciarla en la mano.

El olor del cuero siempre me había gustado, reconfortado incluso.

Sabía exactamente qué cinta quería, podía verla en mi mente; pensándolo bien, quizá me había fijado inconscientemente en ella antes y por eso ahora la veía tan clara. La cinta del anticuario.

Esa misma mañana, antes de emprender el camino de regreso a Londres, Isabella y yo habíamos ido a pasear por el pueblo más cercano a mi casa de campo y nos habíamos encontrado con una preciosa feria de antigüedades. A ella le habían gustado unos pendientes y yo se los había comprado, aunque nunca hago esas cosas.

El hombre que me atendió, un anciano sin apenas arrugas en la cara, colocó los pendientes en un delicado saquito de terciopelo morado y luego guardó el saquito en una caja de cartón con un estampado adamascado. Finalmente, rodeó la caja con una cinta negra de cuero muy suave, le dio varias vueltas y la aseguró con un nudo.

Me guardé el paquete en el bolsillo y, cuando nos alejamos de la tienda, se lo di a Isabella. Ella intentó rechazarlo, pero evidentemente no se lo permití. Tiré de la cinta de cuero y, en un gesto inconsciente pero cargado de sentido, me la guardé en el bolsillo del abrigo. Le di los pendientes y un beso y le pedí que me prometiese que algún día se los pondría.

Metí la mano en el bolsillo del abrigo, que todavía no me había quitado, y toqué la cinta. Suspiré aliviado y un cosquilleo me recorrió el cuerpo: impaciencia. Salí del apartamento y fui a hacer una copia de la llave en uno de esos talleres de emergencia; volví en menos de una hora y comprobé que funcionase. Satisfecho con el resultado, me dispuse a pasar la cinta por la llave, pero no pude.

Me temblaba el pulso. Me quedé perplejo al comprobar lo alterado que estaba, y no sólo eso, además de nervioso también estaba terriblemente excitado.

—Dios —mascullé entre dientes.

Dejé la llave encima de la mesa y la miré como si fuese un objeto desconocido. Respiré hondo y volví a cogerla; quizá ahora las manos me temblaran menos, pero al respirar había olido el perfume de Isabella y mi erección se negaba a olvidarlo. Eso era ridículo, pero a lo largo de las últimas semanas había aprendido que no servía de nada discutir conmigo mismo en lo que se refería a ella.

No iba a poder pensar, ni siquiera iba a poder respirar, hasta que volviese a tenerla a mi lado. Además, ahora conocía su sabor, el tacto de su piel.

Cerré los ojos y me dejé llevar por el recuerdo de lo que había sucedido el sábado en mi casa. Me temblaron las piernas y supe que si no me sentaba o me tumbaba terminaría cayéndome al suelo. Y hacer semejante ridículo sí que no iba a soportarlo.

Me dirigí al piso de arriba sin soltar la cinta de cuero. Subí los escalones de dos en dos y enredé los dedos de la mano izquierda en ella. No me cuestioné lo que iba a hacer, en realidad me pareció que tenía todo el sentido del mundo.

Me quité el jersey de lana negro que llevaba y lo tiré al suelo.

Quería sentir el aire sobre mi piel y así poder fingir que eran los dedos de Isabella. Me desabroché los botones de los vaqueros y suspiré aliviado al tener más espacio. Mi miembro tembló ansioso. Me senté en el sofá de cuero, el mismo en el que me había sentado la noche antes de conocerla a ella, la última noche que había tenido pesadillas.

Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Deslicé mi mano derecha por debajo de los calzoncillos y suspiré al notar lo excitado que estaba. Mi pene se estremeció furioso, molesto por notar mis dedos y no los de Isabella, pero tragué saliva y pensé en ella sentada en el sofá de mi casa de campo, en cómo había reaccionado a mis caricias y en todo lo que le haría al día siguiente cuando estuviese de nuevo allí.

El corazón me retumbaba en los oídos, me sudaba la espalda y necesitaba correrme para poder pensar. Apreté la cinta de cuero entre los dedos de la mano izquierda y empecé a mover la derecha mientras mi imaginación se apiadaba de mí y situaba a Isabella en aquella habitación conmigo.

Isabella se acerca a la ventana, lleva el mismo vestido que el sábado, y al llegar frente al cristal se da media vuelta y me mira. Yo me acerco a ella, no sé si ha venido a cenar o si sencillamente hemos aparecido directamente allí, pero no me importa.

Encima del sofá está la venda de raso, pero lo que me llama la atención es la cinta de cuero negro que descansa al lado (mi imaginación es detallista y disfruta torturándome). Primero cojo la venda y me acerco a Isabella, dispuesto a vendarle los ojos. Ella pone una mano sobre la mía y me detiene.

—Dijiste que te vendarías los ojos —le recuerdo yo, tras tragar saliva.

—Antes bésame.

A ella el corazón le va a mil por hora, lo sé porque tengo el torso pegado al suyo y puedo sentirlo encima del mío. Me mira a los ojos, me sostiene la mirada y comprendo que su sumisión es todavía más importante de lo que creía. Isabella Swan no se rinde ante nadie. Ni siquiera ante mí, y por eso me está exigiendo que la bese antes de seguir adelante.

Se me hace la boca agua, mi pene se estremece ansioso por acercarse más a ella. Inclino la cabeza, despacio, sin cerrar los ojos, y ella tampoco los cierra. Sí, después le haré perder el control, pero ahora es ella la que está a punto de hacérmelo perder a mí.

Aprieto los dedos alrededor de mi pene para no correrme, necesito que mi imaginación termine de demostrarme de lo que Isabella y yo somos capaces.

Coloco los labios sobre los suyos y no los muevo, espero a notar cómo suelta ella el aliento, muy, muy despacio. Sus labios tiemblan, los míos se separan un poco. Respiro profundamente y la noto estremecerse. Mi lengua se desliza por encima de su labio inferior. Un segundo sin hacer nada. Sigo con el labio superior. No he cerrado los ojos. Y ella tampoco. Nos desafiamos.

—Edward —se rinde ella primero.

Menos mal.

La beso y la acorralo contra el cristal. Muevo las caderas al mismo ritmo que mi lengua, demostrándole que sí, que es capaz de resquebrajar el muro que hay a mi alrededor, pero que corre peligro si algún día consigue derribarlo del todo.

Le abro más la boca con la mano izquierda porque quiero aumentar la intensidad del beso, para ver si así deja de quemarme por dentro. No lo consigo. Las llamas de mi cuerpo me abrasan y le

muerdo el labio inferior al apartarme. Necesito que ella esté igual de asustada que yo.

Isabella tiene la respiración entrecortada y una gota de sangre en el labio. Se lo lame y luego se pone de puntillas para darme un delicado beso en los labios.

Pierdo el control.

Levanto las caderas del sofá y vuelvo a mover la mano arriba y abajo. Aprieto la cinta entre los dedos de la otra mano y regreso al sueño.

Le vendo los ojos con movimientos algo bruscos, pero Isabella no dice nada y se entrega a mí con absoluta confianza.

—Pon las manos contra el cristal.

Le desabrocho el vestido, pero no se lo quito. Me gusta verla así, medio desnuda; la ropa interior que lleva es delicada y veo que tiene la piel de gallina. Deslizo la mano entre sus pechos y cuando la detengo encima de su ombligo a Isabella se le corta la respiración.

—No te muevas.

Me aparto de la ventana y vuelvo al sofá para coger la cinta de cuero. Es larga y delgada, así que enredo un extremo alrededor de los dedos y dejo que el resto cuelgue suelto. Vuelvo a acercarme a Isabella y levanto la mano. El extremo de la cinta le toca el ombligo y ella tiembla. Muevo la mano muy despacio y voy acercándosela al cuello; la punta de la cinta se desliza por encima de su estómago y de sus pechos y yo observo fascinado cómo la piel de Isabella va sonrojándose al notar mi mirada acariciándola.

—Eres preciosa.

Es la primera vez que me emociono al decirle algo así a una mujer.

Detengo la mano encima del cuello de Ella. Necesito volver a besarla. Lo necesito. Separo sus labios con mi lengua y ella gime pegada a mí; un temblor empieza dentro de su cuerpo y termina en el mío. Le atrapo el labio inferior con los dientes y Isabella echa la cabeza hacia atrás. Deslizo la boca hacia abajo, le recorro la garganta con los labios y me detengo a observar su respiración entrecortada. El pulso le late errático; el mío no sé ni si lo tengo.

Me aparto un poco más y suelto la cinta que tengo enredada en los dedos. Isabella sigue con los ojos vendados, esperando mis caricias. Subo la cinta hasta su cuello; es lo bastante larga como para rodeárselo. Le deslizo la cinta por detrás de la nuca y luego hacia delante, sujeto los dos extremos en la mano y tiro para acercar los labios de Isabella a los míos. Aprieto un poco la cinta, me tiembla en la mano y noto que a ella se le acelera todavía más el corazón. Yo soy mucho más fuerte, podría apretar hasta estrangularla —algo que jamás haría—, pero Isabella no lo sabe. ¿O sí? Lo único que noto es que está excitada, que busca mis labios cuando retiro los míos, que aprieta las manos contra el cristal para no tocarme. Confía en mí.

El deseo que hasta entonces había podido controlar me desborda las venas. Mi miembro se estremece y me exige que entre dentro de ella.

¡No! No voy a imaginarme eso. Aunque noto que mis testículos están totalmente pegados a mi cuerpo y que necesito correrme, me niego a imaginarme lo que sentiré cuando me folle a Isabella. Sí, eso es lo que quiero hacerle.

Le aparto la cinta del cuello y le doy el beso que tanto necesitamos los dos. Me separo y me quedo mirándola un segundo. Mis ojos van de sus labios entreabiertos a su cuello y poco a poco bajan por su brazo izquierdo; tiene la palma apretada contra el cristal de la ventana, los dedos en tanta tensión como el resto de su cuerpo.

Cojo la cinta y le rodeo la muñeca con ella. Ya está, ya lleva mi marca para siempre.

Me acerco su muñeca a los labios y deposito un beso justo al lado de la cinta. Isabella se estremece y vuelvo a colocarle la mano encima del cristal. Me acerco más a ella, nuestros cuerpos están pegados. Me aparto una vez más y con movimientos bruscos me quito la camiseta.

Ahora puedo sentir la piel del estómago de Isabella rozando la mía, la tela del sujetador rozándome los pectorales. Los extremos del vestido tocándome los antebrazos. Le muerdo el cuello y deslizo poco a poco mi boca por su garganta. Detengo los labios encima de un pecho y paso la lengua despacio por encima del sujetador, varias veces, hasta asegurarme de que le queda empapado con mi saliva.

Me aparto y soplo. Ella echa la espalda hacia atrás.

—Quieta.

Vuelvo a soplar y, cuando veo que es incapaz de obedecer, le atrapo el pezón entre los dientes.

—Oh, Dios mío —murmura Isabella.

Sonrío y me retiro un poco sin soltar el pezón, tirando de él. Ella                                                                                                                                                                                                                                                                                                                              respira entre los dientes y unas delicadas gotas de sudor empiezan a deslizarse entre sus pechos. Suelto el pezón y, antes de que ella pueda suspirar, capturo el otro y le hago lo mismo.

Isabella  tiembla y mueve la cabeza de un lado a otro, pero no vuelve a apartarse de la ventana.

—Vamos a ver si soy capaz de lograr que te corras así.

Sigo lamiendo y mordiéndole el pezón por encima del sujetador.

Tengo una mano apoyada en el cristal, justo al lado de su hombro; la otra se la coloco encima de las braguitas. Isabella tiembla y noto que intenta mover las caderas.

—Quieta —le repito y, para dejarle claro que no puede moverse, le muerdo el pezón.

—Edward...

Tiro de las braguitas para separarlas un poco y deslizo la mano dentro. El calor de Isabella me quema.

—Me muero de ganas de follarte.

—Edward.

Ella mueve las caderas y yo la penetro con un dedo, pero lo dejo completamente inmóvil. Las paredes de su sexo me tienen prisionero y mi miembro se aprieta contra la cremallera de los vaqueros.

—Si te mueves, me voy.

Isabella  se queda completamente inmóvil y yo empiezo a mover muy despacio el dedo y a succionarle de nuevo el pecho. La siento vibrar por dentro y mi cuerpo se pega más al suyo. Si pudiera, me fundiría con ella. Nuestras pieles están tan calientes que creo que podría conseguirlo.

—Edward —susurra.

Le suelto el pezón y me aparto ligeramente, sólo lo suficiente como para poder verla. Hay algo en su voz que me obliga a mirarla a los ojos. Me topo con la venda de raso que me lo impide y me pongo furioso. Tiro frenético del trozo de tela, sin pensar que al hacerlo estoy rompiendo por primera vez una de mis reglas, y me quedo como hipnotizado al comprender lo que de verdad está pasando; nunca he mirado a una mujer a los ojos al alcanzar el orgasmo. Un orgasmo que sólo va a tener si yo se lo permito.

Detengo la mano y Isabella se humedece el labio inferior. Sé que va a hacer algo que sacudirá todavía más mi mundo, pero no me atrevo a impedírselo. Una parte de mí empieza a ser consciente de que necesito que ella me provoque, que me enseñe lo que necesito de verdad.

Los dos estamos quietos, al límite. Su sexo tiembla alrededor de mi mano, mi miembro está húmedo y los testículos incluso me duelen. Y cuando Isabella levanta la mano izquierda del cristal de la ventana, mis ojos y los suyos siguen el movimiento.

Trago saliva, tendría que decirle que no puede moverse. Tendría que cumplir mi amenaza de apartarme y mandarla de vuelta a su casa sin terminar.

Voy a decírselo.

Ella pone la mano encima de mi estómago y noto la cinta de cuero rozándome el ombligo.

Tiemblo.

Me estremezco.

Aprieto los dientes para que no se dé cuenta y para fingir que no ha pasado. Desliza la mano por encima de mis vaqueros. La noto temblar, siento su tacto a través de la tela. Apoya la palma encima de mi miembro y presiona ligeramente.

Dios.

Noto sus ojos en mí (yo los tengo fijos en su mano) y me obligo a mirarla.

—Córrete, Edward.

Dios mío.

La mañana siguiente, y después de dormir con la cinta enredada entre mis dedos, por fin pude colgar en ella la llave de mi apartamento y meterla dentro de una cajita. Llegué al bufete como de costumbre; nadie parecía darse cuenta de la batalla que estaba librándose en mi interior. Ni siquiera yo, probablemente. A esas horas todavía no había nadie, así que fui a la mesa de isabella para dejarle la caja, antes de que pudiese volver a preguntarme si no sería mejor que la olvidase.

Y me marché a la piscina.

Esa noche, Isabella vino a mi apartamento por primera vez. Aunque viviese mil vidas, jamás olvidaré lo que sucedió cuando la vi salir del ascensor. Ella me hizo unas preguntas, todas comprensibles, teniendo en cuenta lo que yo le había pedido, y yo se las contesté, pero de repente movió la mano izquierda y entonces la vi.

—Es la cinta de la llave. ¿Por qué te la has puesto aquí?

—No lo sé —respondió.

—No te la quites. Mientras estemos juntos, no te la quites. —No le solté la muñeca, sino que se la apreté con más fuerza.

—De acuerdo —me contestó.

Se la quité el día que me dejó.

Capítulo 32: capitulo*31 EPOV Capítulo 34: capitulo *33 EPOV

 


Capítulos

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