Capitulo 29
EDWARD POV
Se llamaba Isabela Swan.
Jessica nos presentó, pero yo la oí quedamente, porque los latidos de mi corazón me bloqueaban el oído.
Mierda.
El destino es un hijo de puta muy cruel. Las imágenes de los dos juntos no habían cesado de repetirse en mi mente desde que la había visto en la calle y se negaban a desaparecer. Pero en esas circunstancias era imposible que pudiese hacer nada respecto a mis planes con ella. A no ser... a no ser que Isabela Swan no trabajase en el bufete.
Yo sí era un hijo de puta por estar planteándome algo así. Pero no soy uno de esos cretinos que utilizan su poder para llevarse a alguien a la cama y, por tanto, no podía admitirla en nuestro bufete.
«Pero tú no vas a perjudicarla... —me susurró mi conciencia. Sí, mi conciencia tiene una moral muy dudosa—. Tú vas a encontrarle otro trabajo, uno mejor que éste, el que ella quiera, y así podrá convertirse en tu amante.»
Bueno, la idea no estaba mal.
«¿Lo ves?», se alegró mi conciencia
Pero ¿qué demonios estaba pensando?
Jessica me estaba mirando y, si no quería que sospechase nada, no tenía más remedio que comportarme con naturalidad. Me acerqué a Isabella y le tendí la mano, igual que haría con cualquiera. Pero cuando noté su piel bajo la mía, no reaccioné como con cualquiera, sino que alargué el dedo índice para palparle el pulso y, al sentir que se le aceleraba, el mío hizo lo mismo. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Era una locura. Tenía que poseerla cuanto antes o alejarme de allí sin perder tiempo.
«Yo no soy así —me decía—, yo no me dejo llevar por las reacciones de mi cuerpo, ni por las miradas de chicas a las que podría comerme para desayunar.»
Me puse furioso con ella y conmigo mismo. Todo aquello era culpa de la falta de sueño, de la pesadilla de la noche anterior y de que Isabella Swan fuese la primera —y única— mujer que me miraba como si realmente me estuviese viendo.
Esa última frase me hizo reaccionar y supe lo que tenía que hacer. No la admitiría en el bufete. Podía hacerlo, al fin y al cabo, soy uno de los socios. Por desgracia, Patricia no parecía dispuesta a ceder con facilidad y, cuando una de mis preguntas a la señorita Swan fue, lo reconozco, algo irrespetuosa y la chica me plantó cara, comprendí que debía tomar medidas más drásticas.
—¿Podemos hablar un momento, Jessica?
Por el modo en que mi socia me miró, supe que ella estaba a punto de pedirme lo mismo. Salimos de la sala de reuniones y fuimos hacia mi despacho. Mientras recorríamos el pasillo, Jessica no dijo nada, pero en cuanto cerré la puerta y nos quedamos a solas, me espetó:
—¿Se puede saber qué te pasa, Edward?
—No me pasa nada.
—A mí no me vengas con tonterías. Te conozco. Nunca te había visto ser tan maleducado con nadie. Has estado a punto de pedirle a Bella que te enseñe el título.
¿Bella? Ese nombre no le pegaba nada; la hacía parecer una colegiala y no la mujer sensual que en realidad era.
—Pretendía demostrar que no está preparada para trabajar con nosotros —afirmé, colocándome bien los puños de la camisa—. Nada más. Lamento si mi método te ha parecido excesivo.
—¿Excesivo? —Enarcó las cejas—. Te has comportado como un canalla. Y tú no eres así. Fuera del bufete serás lo que seas, Edward, pero aquí dentro siempre te he visto como uno de los mejores abogados que conozco, así que no empieces ahora a comportarte de otro modo.
—Le pediré disculpas a la señorita Swan, pero no aceptaré que entre a trabajar en el bufete.
No podría soportarlo. Sólo la había visto unos minutos en el ascensor y en aquella sala de reuniones y ya estaba convencido de que nunca más podría volver a entrar en esos dos lugares sin excitarme.
—Oh, sí, sí vas a aceptarlo —replicó Jessica con los brazos en jarras—. Y no sólo eso: ahora mismo entrarás en esa sala y le dirás a Bella que lo sientes y que estás encantado de que venga a trabajar con nosotros.
—No haré tal cosa. La señorita Swan no está preparada... —me mantuve yo en mis trece.
—Nadie lo está, Edward. Pero Bella es brillante y nos hace mucha falta una persona en el departamento Matrimonial. Mike está desbordado y ahora, con el divorcio de los Howell, aún más. Bella fue la primera de su promoción, todos sus profesores querían recomendarla a bufetes importantes.
—Pero ella eligió irse a un maldito pueblo —le recordé yo, haciendo referencia al último trabajo de la chica.
—Ha ejercido todo este tiempo. Oh, vamos, Edward, no eres tan esnob como para creer de verdad que el derecho es distinto si lo practicas en la gran ciudad —se burló.
Apreté la mandíbula e inspiré hondo. No iba a ceder.
—Que haga lo que quiera, Jessica, pero no la quiero aquí.
Ella me miró a los ojos y vio algo en ellos que no me gustó que viese, porque, acto seguido, su postura cambió.
—¿Qué te pasa, en serio? ¿Ha pasado algo con tu tío...?
—Mi tío no tiene nada que ver con esto y, como ya te he dicho, no me pasa nada. Sólo me preocupo por el bufete.
Si Jessica creía que metiendo a mi tío en la conversación me iba a distraer, estaba muy equivocada.
—Yo también me preocupo por el bufete. Y Bella va a quedarse. En el acuerdo de socios establecimos que los dos teníamos derecho a escoger unilateralmente a alguien en cierto momento; pues bien, yo elijo a Bella.
—¿Vas a malgastar ese privilegio con la señorita Swan? Esa cláusula la pusimos para cuando quisiéramos contratar socios adjuntos.
—No creo que la esté malgastando. Bella se queda, Edward.
—Está bien, pero cuando dentro de dos semanas se vaya llorando porque no soporta la presión, no digas que no te lo advertí.
Ella me sonrió como el gato que se ha comido el canario.
—No te lo diré, y ahora ve a decirle a Bella que está contratada.
Salí hecho una furia y tuve que contenerme para no dar un portazo. Jessica se había salido con la suya, pero no por mucho tiempo. Según habíamos acordado, o mejor dicho, según había decretado ella, yo tenía que decirle a «Bella» que estaba contratada, pero eso no significaba que la chica tuviese que aceptar.
Entré en la sala de reuniones y me dije que mi cuerpo no volvería a reaccionar al verla. No me sirvió de nada, así que opté por acercarme a una ventana y fingir que miraba fascinado la silueta de Londres.
—Jessica va a obligarme a contratarla, señorita Swan. Según nuestro acuerdo de socios, ella y yo debemos aprobar juntos todas las contrataciones, pero ambos tenemos ciertos derechos de veto, o de imposición, como quiera llamarlos. Jessica va a ejercer el suyo porque dice que usted es hija de su mejor amiga y porque cree que está más que capacitada para ocupar la vacante de mi departamento. —Sin moverme de donde estaba, continué—: Supongo que se preguntará por qué le estoy contando esto.
—Sí, así es —me dijo ella y, con el rabillo del ojo, vi que iba a levantarse de la silla. Tenía que impedírselo.
—No se levante —le ordené con rudeza. Si yo seguía de pie, al menos podía seguir manteniendo la ilusión de que tenía el control—. ¿Sabe por qué tengo el pelo mojado, señorita Swan?
Debía hacerle entender que lo mejor para todos —para ella sin duda— sería que se fuera a trabajar a otra parte. Quizá Isabella no fuese consciente de ello, pero sus ojos no dejaban de seguir las gotas de agua que todavía me resbalaban por la nuca, y su mirada me estaba volviendo loco. Dos personas no reaccionan así sin que haya consecuencias.
—No.
—En el último piso hay un gimnasio privado con piscina. He tenido que nadar un rato por su culpa.
—¿Por mi culpa? —repitió confusa.
Dejé de resistirme y me volví. No podía seguir para siempre pegado a la ventana. Tenía que acercarme a ella y comprobar si mi cuerpo seguía reaccionando igual que en el ascensor o si sencillamente me lo había imaginado. Giré su silla poniéndola de cara a mí y me planté delante, atrapándola entre la mesa y mis piernas. Estábamos a escasos centímetros uno del otro, las perneras de mi pantalón rozando sus rodillas. Apreté la mandíbula y la miré a los ojos. Isabella Swan no tenía ni idea de todo lo que quería hacerle.
Vi que ella también se sentía atraída por mí, pues tenía la respiración acelerada, las pupilas dilatadas y se lamía el labio inferior cuando creía que yo no me daba cuenta. Pero Isabella swan no era ni de lejos la clase de mujer con la que yo me acostaba. La clase de mujer que yo me follaba.
Y, sin embargo, la deseaba como nunca había deseado a nadie. Coloqué las manos a ambos lados de la mesa para contener las ganas que tenía de cogerla en brazos y besarla. No, besarla no. Quería devorarla, morderla, capturar aquel maldito labio inferior suyo entre los míos. Recorrerle el cuello con la lengua. Levantarle la falda mientras la sentaba en la mesa...
Joder, tenía que parar e irme de allí.
—No puede trabajar aquí, señorita Swan. Le he pedido a Jessica que me deje entrevistarla a solas y ella ha accedido —mentí—. Cuando Jessica venga, usted le dirá que lo ha pensado mejor y que cree que Stanley & Cullen no es lugar para usted.
—¿Y por qué voy a hacer tal cosa?
«Porque si no, voy a echarte un polvo cada día en medio del pasillo.»
—Porque yo se lo pido —fue lo que dije—. Y porque me encargaré personalmente de que encuentre trabajo en el bufete que más le guste de la ciudad.
—¿En el que más me guste?
—En el que más le guste —confirmé aliviado.
—El que más me gusta es Stanley & Cullen.
Isabella Swan no iba a ceder y, aunque una parte de mí estaba furiosa, otra jamás se había sentido tan viva. Nunca antes me había encontrado con una mujer que me desafiase de aquel modo tan descarado, y los efectos que eso estaba teniendo en mi cuerpo eran cada vez más evidentes.
—¿Acaso no se da cuenta de lo que está pasando, la señorita Swan?
Sólo nos faltaba tocarnos, y mis manos se morían de ganas de hacerlo. Nuestros ojos ya habían recorrido nuestros cuerpos y, en mi imaginación...
—Puedo hacer el trabajo, señor Cullen.
—¿Usted cree?
Si ella iba a fingir que sólo estábamos hablando del trabajo, no iba a seguirle el juego.
—Sé que puedo hacerlo.
«¿Y cómo lo sabes? —le habría preguntado—. ¿Cómo puedes afirmar que serás capaz de pensar en algo que no sean mis manos sobre tu piel?»
¿Cómo era capaz de decir eso cuando su pulso se aceleraba sólo con que yo la mirase?
—Deme una oportunidad.
Su voz sonó distinta y me maldije al instante por notarlo. No, no podía permitir que, además de la fuerte atracción que me despertaba, encima me intrigase.
—¿Por qué?
Recé para que dijese una estupidez, para que soltase algo que la hiciera quedar como una tonta o como una aprovechada, cualquier cosa que me hiciese desearla menos. Lo que fuese con tal de acabar con aquella extraña sensación que palpitaba dentro de mi pecho.
Isabella respondió y primero dijo que quería aprender y ser mejor abogada y que creía que Stanley & Cullen era el lugar adecuado para lograrlo. No era una respuesta estúpida, pero durante un segundo me pareció que se aflojaba la tensión que sentía y que podía empezar a verla como una mujer atractiva y nada más. Pero entonces continuó.
—Porque no quiero volver a Forks. Porque quiero quedarme aquí y descubrir de qué soy capaz.
Mierda. Esa respuesta era sincera y no hacía alusión sólo al trabajo. Se refería a mí. A aquello, fuera lo que fuese, que habíamos empezado en el ascensor.
—De acuerdo —accedí, porque mi cuerpo se negó a que dijera otra cosa.
Ella me dio las gracias y yo le advertí que, a pesar de que aceptaba contratarla, no cejaría en mi empeño de encontrar el modo de despedirla. Aunque en realidad nunca sería capaz de hacer tal cosa.
Y me fui de aquella maldita sala de reuniones directamente a la piscina.
Otra vez.
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