NOVENTA DIAS (+18)

Autor: ROSSE_CULLEN
Género: Drama
Fecha Creación: 03/03/2013
Fecha Actualización: 26/07/2014
Finalizado: SI
Votos: 26
Comentarios: 79
Visitas: 141780
Capítulos: 65

"CHICAS ESTA HISTORIA ESTA LLEGANDO ASU FINAL SIGAN VOTANDO Y COMENTEN UN FINAL ALTERNATIVO"

Tras poner punto final a su relación días antes de la boda, Isabella  Swan decide romper con su vida anterior y se muda a Londres dispuesta a empezar de cero. Ella cree estar lista para el cambio, pero nada la ha preparado para enfrentarse a Edward Cullen. Edward sabe que nunca podrá dejar atrás su tormentoso pasado, aunque para no asfixiarse en éste hace tiempo que se impuso unas estrictas normas que rigen todas sus relaciones. Y jamás se ha planteado transgredirlas? hasta que conoce a Isabella. Arrastrados por la pasión y el deseo, vivirán una intensa relación dominada por los peculiares gustos sexuales de Edward. Bella  le concede todos sus caprichos hasta que él le pide algo que ella no se siente capaz de dar. Sin embargo, antes de que la joven tome una decisión, el destino se entremete y Edward  sufre un grave accidente. ¿Bastarán noventa días para que Bella se atreva a reconocer que una historia de amor como la suya es única e irrepetible?

 

ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACION DE UN LIBRO QUE APENAS ACABO DE LEER QUE ES DEL AUTOR "M.C Andrews" TITULADO DE LA MISMA FORMA PERO CON LOS PERSONAJES DE S. MEYER.

 

 *chikas si lo que quieren es una historia divertida les recomiendo mi otro finc llamado.

"dificil amar *18"

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Capítulo 20: capitulo *19

Capítulo 19 

—¿Estás bien, Edward?—Corrí a su lado, pero él retrocedió antes de que pudiese tocarlo.

—Estoy bien. —Se dirigió a la cocina y abrió el grifo.

 Lo seguí y vi que empapaba una toalla con agua y que se la acercaba al labio inferior para contener la pequeña hemorragia.

—Tendrías que ponerte un poco de antiséptico —le sugerí yo, respetando las distancias que él había impuesto.

—¿No vas a preguntarme por lo que ha dicho Demitri? —me soltó de repente, dándose media vuelta. Estaba furioso con Howell y consigo mismo, probablemente más consigo mismo que con el otro hombre. Y buscaba pelea.

—No.

—¿No quieres saberlo? Ayer por la tarde me exigiste que te dijese dónde había estado los últimos días y ahora resulta que no quieres saber si de verdad me gusta atar a las mujeres.

—Está bien —contesté, mirándolo a los ojos. De lo contrario, él no iba a respetarme—. ¿Te gusta atar y dominar a las mujeres?

—Sí, soy así de perverso. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.

—¿Por qué?

—Porque ni una sola vez te he dejado tomar el control mientras te hacía el amor.

—Y he sentido más placer del que había creído posible. Sí, reconozco que te gusta dar órdenes, pero siempre has cuidado de mí, tal como me prometiste que harías. No eres perverso. Ni cruel. 

—¿Por qué confías tanto en mí?

—¿No era eso lo que querías? ¿No me dijiste que lo que más deseabas era ganarte mi confianza? Pues la tienes y la tendrás siempre, diga lo que diga Demitri Howell.  

Edward dejó la toalla en la encimera y vi que el negro de sus ojos se intensificaba.

—Demitri y yo coincidimos en un club sadomasoquista. Es un lugar muy exclusivo, sólo para hombres y mujeres de elevada posición social, que comparten ciertos gustos y aficiones.

—¿Cómo cuales?

 Si él había sido lo bastante valiente como para sacar el tema, yo lo sería lo suficiente como para hacerle todas las preguntas que tenía.

 

—Sexuales. En ese club siempre puedes encontrar a alguien dispuesto a satisfacer tu deseo más secreto. Hay hombres y mujeres que sólo experimentan placer si los dominan, si reciben azotes o si sienten un látigo en la espalda. Y hay otros que sólo lo obtienen infligiendo dolor. También existen orgías e intercambios de pareja.

—¿Y tú fuiste allí?

No podía creérmelo; lo que Edward me estaba contando me parecía demasiado sórdido para él.

—Sí.

 —¿Por qué? ¿Cuándo?

Tuve la certeza de que la respuesta a la segunda pregunta era casi tan importante o más que la de la primera.

—Hace doce años. —doce años atrás, Edward apenas tenía veinte—. Hacía tiempo que sabía que follar como los chicos de mi edad no iba a funcionar en mi caso. Y mucho menos después de que mi primera amante me demostrase lo afrodisíaco que podía resultar el poder. —Me miró un instante y yo me obligué mantener el rostro impasible para evitar que interrumpiese su relato—. En esa época, no sabía cómo acercarme a una mujer y pedirle lo que necesitaba y la verdad es que estaba harto de sentirme como un monstruo. Oí a unos hombres hablar del club y mostré interés. No tardé demasiado en recibir una invitación y fui en cuanto surgió la primera oportunidad.

—¿Y?

 —Sólo fui esa vez, esa única vez. Pero en la escena en la que participé, así llaman a los encuentros entre una persona que quiere ser sometida y una que quiere dominar, también estaba Howell. Había una mujer atada con cadenas a una pared. Llevaba una máscara y un corsé de cuero y quería que dos hombres la azotasen.

—Dios mío.

—Era consentido. De hecho, si no me equivoco, esa mujer había pagado una auténtica fortuna por estar allí esa noche. Howell y yo cogimos unos látigos que habían sido previamente tratados para que no cortaran la piel en profundidad y la azotamos hasta que se corrió. Howell también.

—¿Y tú?

—No, yo no. Esa noche sirvió para que me diese cuenta de varias cosas: yo no necesito un circo, lo que necesito es control. Hay ciertos aspectos del sadomasoquismo que comprendo perfectamente: la necesidad de atender todas las necesidades de tu pareja, de saber que te pertenece en todo momento y que tú eres el único responsable de sus reacciones y de sus sentimientos. Yo necesito saber que estoy al mando y para eso no me hacen falta unos látigos o azotar a la mujer que está conmigo. Lo que siento yo no tiene nada que ver con un capricho sexual o con una fantasía erótica, es como soy. Es del único modo que puedo ser. —Se apartó de la cocina y se dirigió al pasillo—. Deberías irte.

 —¿Por qué estás tan convencido de que sólo puedes ser de esa manera? ¿Has intentado alguna vez…?

—Nunca. Vete, Isabella.

 —¿Me dijiste que cuidarías de mí y ahora me das la espalda sin más? —lo provoqué. No me gustaba verlo tan abatido y mucho menos por culpa de las absurdas acusaciones de un cretino como Howell.

—Vete, Iasabella—repitió.

—Me dijiste que si pasábamos siete noches juntos podría hacerte una pregunta. Aceptaste mi condición y yo he cumplido con las tuyas. Edward se detuvo.

—No hemos pasado siete noches juntos —me señaló.

—Por culpa tuya —argumenté—. La primera fue el sábado pasado y hoy vuelve a ser sábado. Si tú no te hubieses ido de viaje, las habríamos pasado. No puedes penalizarme por haberte ido, lo justo es que tenga derecho a hacer mi pregunta.

Él se quedó pensándolo durante unos segundos y cuando tomó una decisión se dio la vuelta despacio.

—Está bien. Pregunta.

—En realidad no tengo una pregunta, es más bien una petición.

Edward enarcó una ceja y me miró a los ojos. Crucé los dedos para que su sentido del honor fuese tan fuerte como yo creía.

—De acuerdo, ¿qué petición?

—Quiero que hagamos el amor con los ojos vendados. Los dos. Yo haré todo lo que me pidas, no me moveré y no diré nada. Lo único que te pido a cambio es que tú también lleves los ojos vendados.

—Dios mío, Isabella. —Edward tragó saliva—. No sabes lo que me estás pidiendo.

—Sí que lo sé. ¿Vas a dármelo? Dijiste que me darías todo lo que necesitase… — recurrí a sus propios argumentos.

—No tengo dos cintas de seda negra. Esa la compré para ti.

Me dio un vuelco el corazón al oírle decir eso con tanta sinceridad.

—Puedes utilizar mis medias. —Sube arriba y siéntate en la cama. Deja la cinta y las medias a tu lado.

—¿Y tú?

 —Yo subiré en seguida. Antes quiero afeitarme, la última vez te arañé la piel.

 Edward no lo sabía, pero eran esos gestos los que me impulsaban a seguir a su lado. Quizá estuviera engañándome, pero mi corazón y mis entrañas me decían que no y decidí hacerles caso. Subí la escalera y, antes de sentarme en la cama, fui al baño y me peiné un poco. Había bajado con tanta prisa que ni siquiera me había mirado. Después, busqué la cinta de seda en mi bolso y recuperé las medias del vestidor, del lugar donde Edward las había guardado con tanto cuidado al desnudarme. Me senté en la cama, dejé la cinta y las medias junto a mí y cerré los ojos. No me hizo esperar demasiado. Se sentó en la cama a mi lado y al cabo de un breve instante noté la fría seda sobre mis ojos. Dio dos vueltas a la cinta y me la ató con cuidado en la nuca. Durante unos segundos no oí nada, excepto su respiración, que iba entremezclándose con la mía, pero entonces él me cogió una mano y la levantó hasta que en las yemas de los dedos noté el tacto de las medias. Se las había puesto. Me guió la mano por su rostro, dejó que le recorriese los pómulos, la nariz y también las cejas, parcialmente ocultas bajo el nailon de mis medias negras.

 —Huelen a ti. Voy a volverme loco.—Lo oí respirar profundamente y luego volvió a hablar—: Quítate la camiseta y túmbate en la cama. No digas nada. Obedecí y esperé su siguiente instrucción. —No creas que no sé lo que pretendes —dijo entre dientes y se me puso la piel de gallina sólo con oír su voz—. Lo sé perfectamente y he accedido a vendarme los ojos porque estoy dispuesto a plantearme que quizá tendría que haberte llamado mientras estaba fuera. Pero tú no tendrías que haber salido a comer con jasper.

Debió de ponerse en pie, porque durante unos segundos noté que el peso del colchón se modificaba.

—Si no puedo verte, tendré que encontrar otro modo de saber qué estás sintiendo. Levanta los brazos y llévalos al cabezal. Lo hice, convencida de que iba a atarme y él lo adivinó. —Tú has querido que me vendase los ojos, ahora no voy a ponértelo tan fácil. —Noté que algo frío como el acero se deslizaba por mis pechos y me mordí el labio para no gemir. ¿Qué era?—. Abre las manos. —Lo hice y Edward me puso una cadena entre los dedos—. No la sueltes, si la oigo caer al suelo, pararé. Si oigo que los eslabones hacen el menor ruido, pararé. Si la oigo rozar el colchón, pararé. —La aferré con todas mis fuerzas y él deslizó la mano hasta mi rostro—. Asiente si me has entendido. Asentí y me humedecí los labios. —Buena chica. Utilizar un látigo falso con esa mujer hace veinte años no me excitó, pero sólo de pensar en utilizar uno de seda contigo… —Dejó de hablar y me lo imaginé tragando saliva—. Y tú me dejarías. Me dejarías porque eres mía y sabes que yo jamás te haría daño.

 

A medida que iba hablando, la mano de Edward iba bajando por mi rostro y mi cuello y se detuvo justo entre mis pechos desnudos. El corazón me latía descontrolado y seguro que él podía notarlo en su palma.

—Como no puedo verte, tendré que encontrar otra manera de asegurarme de que estás lista para mí. Tu piel tiene un color especial cuando te excitas y separas los labios como si no pudieses seguir respirando si no te poseo. Ahora no puedo verlo — añadió enfadado, pero yo no retrocedí ni le dije que podía quitarse las medias de los ojos. Además, si Edward  se las había dejado puestas, era porque en el fondo él también quería. Si no, se las habría quitado y me habría dicho que me fuese. No, él también quería estar así conmigo—. Ahora sólo puedo sentirlo —dijo para sí mismo. Dejó la mano que tenía entre mis pechos inmóvil y con la otra me despojó de las braguitas. En cuanto estuve desnuda, volvió a hablar:

—Separa las piernas y no las muevas.

¿Qué iba a hacerme? Todavía no me había dado un beso y apenas me había tocado y todo mi cuerpo ya estaba temblando de deseo.

—¿Alguna vez has utilizado un consolador? Por el modo en que se te ha acelerado el corazón, deduzco que la respuesta es no. Me alegro. Me gusta ser el primero. Me habría gustado serlo en todo.

 ¿Edward sabía lo que estaba diciendo? Oh, Dios mío. Arqueé la espalda al notar la punta del vibrador sobre mi sexo. Estaba frío y en contraste con la piel de él todavía más.

—Tranquila. Sólo placer, ¿recuerdas?

 Empezó a mover el vibrador despacio, sin llegar a penetrarme. Y siguió hablándome:

 —Me gustaría verte. Seguro que empiezas a estar excitada.

 Lo estaba, pero también sentía vergüenza si me imaginaba a Edward utilizando el consolador conmigo. Yo no sabía cómo era esa cosa y me daba miedo hacer el ridículo. ¿Y si no me gustaba? ¿Y si me gustaba demasiado?

—Tranquila, soy yo —dijo él, adivinando como siempre mis pensamientos—. Confía en mí.

 A pesar de que ya no veía nada con la cinta de seda, cerré los ojos y me relajé. Pensé en Edward sentado a mi lado, también con los ojos vendados, en el modo en que seguramente estaba apretando la mandíbula, en su fuerte mano colocada encima de mi pecho, en su brazo moviendo el vibrador en la parte más íntima de mi cuerpo. Y de repente me sentí libre. Dejé de pensar si estaría haciendo el ridículo o no, si aquello era normal o no y dejé mi placer y todo mi ser en sus manos.

—Eso es, cariño. Lo estás haciendo muy bien. Un poco más. —Deslizó el vibrador por entre los labios de mi sexo y noté que me humedecía. Entonces el artilugio empezó a temblar—. Chist, tranquila —me susurró él al oído.

 No tuve tiempo de gemir, porque su boca asaltó la mía sin darme tregua. Los movimientos de la lengua de Edward  seguían el mismo patrón que el consolador que movía entre mis piernas y cuando me penetró con él, me mordió el labio inferior. La cadena se sacudió, pero no la solté.

 —Tranquila, señorita Swan.

 ¿Tranquila? Edward volvió a besarme, pero esa vez lentamente, como si estuviese dándome un beso al llegar a casa, y movió el vibrador del mismo modo. Despacio. Penetrándome cada vez más con él y saliendo poco a poco de mi cuerpo sin llegar a abandonarlo del todo. Los temblores del aparato incrementaban la sensación, aunque en mi mente yo me imaginaba a Edward moviéndose dentro de mí en vez de aquel objeto.

—Lo estás haciendo muy bien —me dijo al interrumpir el último beso—, pero todavía no estoy seguro de que estés lista para mí. —Se deslizó un poco hacia abajo y me besó el cuello y después la clavícula—. Recuerda que tus orgasmos me pertenecen y hoy todavía no estoy dispuesto a dártelos.

Me mordió el ombligo.

 —No sueltes la cadena —repitió. Sentí su aliento sobre mi sexo. Me lamió y penetró con el consolador al mismo tiempo. Gemí y me sujeté a la cadena con tanta fuerza que seguro que los eslabones se me quedaron clavados en las palmas de las manos. —Y no te corras.

Me lamió y me besó sin dejar de mover el vibrador. Notaba los temblores de éste dentro de mi cuerpo y la húmeda lengua de Edward estaba por todas partes. No podía gritar. No podía moverme. Pensé que mi cuerpo estallaría de placer. Sus mejillas me rozaban el interior de los muslos, la mano que tenía entre mis pechos subió por mi garganta hasta llegar a mis labios. Los separé y Edward colocó el dedo índice entre ellos. Yo no hice nada; él no me lo había pedido, pero mi lengua lo acarició involuntariamente. Edward capturó mi clítoris entre sus dientes y detuvo el vibrador. Lo movió de nuevo despacio, penetrándome un poco más para luego abandonar del todo mi cuerpo.

 Yo no podía dejar de temblar, mi propia piel ya no podía contenerme y si volvía a sentir aunque fuese el roce de la mejilla de Edward, terminaría sin él. Separó los labios y también se apartó. Colocó la mano encima de mi entrepierna y yo me estremecí. Lo oí respirar y lo sentí temblar, se había colocado de rodillas entre mis muslos. El vibrador había sido muy excitante, pero nada comparable a lo que sentí cuando noté que su pene se colocaba frente a mi sexo. Me penetró con un único movimiento y cuando yo iba a arquear la espalda, me detuvo colocando una mano sobre el torso y presionándome contra el colchón.

 

—No te muevas.

Dejó esa mano allí para asegurarse de que lo obedecía y la otra la posó de nuevo encima de mi sexo. Con el pulgar buscó el clítoris, que empezó a acariciar al mismo tiempo que movía las caderas. Nunca lo había notado tan excitado, ni tan contenido. Todos y cada uno de sus movimientos desprendían fuerza y pasión y se estaba obligando a retenerlas.

—Voy a estar así hasta que tu cuerpo reconozca que me pertenece. Hasta que el mío deje de estar furioso porque has sido capaz de pensar en otro.

Yo jamás volvería a poder pensar en otro hombre.

—No me ha gustado nada lo que me has hecho sentir, señorita Swan. Y vas a pagar por ello.

 Se movió dentro de mí una y otra vez, pero siempre que creía estar al borde del orgasmo, reducía la intensidad de sus caricias y de sus movimientos para hacerme retroceder. La cadena me quemaba en las manos y me dolían los brazos. Pero nada de eso me importaba. Lo único que quería era sentirlo haciéndome el amor y demostrarle que confiaba en él y en lo que hacíamos juntos. Edward también estaba muy excitado, podía sentir su pene imposiblemente erecto y caliente deslizándose dentro de mí. Notaba lo cerca que había estado de eyacular en un par de ocasiones, pero en ambas había logrado contenerse. Yo no iba a poder aguantar mucho más. Entonces, él movió la mano que tenía sobre mi torso y me cubrió con ella uno de los pechos. Durante un segundo me lo acarició con ternura, pero luego capturó el pezón entre dos dedos y me lo pellizcó. Lo soltó tras un instante y fue en busca del otro. No, no iba a poder aguantar mucho más.

—Debería parar y salir de dentro de ti —dijo Edward con voz ronca—. Terminar con el consolador o masturbándonos el uno al otro. Seguro que bastaría con que me tocases un par de veces para que me corriese. Seguro que tu mano temblaría en cuanto me tocases. Y seguro que mis dedos se quemarían al entrar dentro de ti. Seguro que estás húmeda y caliente…

Si seguía así, no iba a hacer falta que hiciese nada de eso.

—Pero aunque el mundo se derrumbase a mi alrededor, ahora mismo nada ni nadie podrían obligarme a salir de ti. —Me sujetó por las caderas con manos firmes. Seguía inmóvil y yo podía notar el temblor de sus músculos—. Dame lo que necesito, Isabella. Dámelo.

No fui consciente de que estaba sacudiéndome el mayor orgasmo que había sentido nunca hasta que noté que Edward eyaculaba en mi interior y gritaba mi nombre. Se estremeció y flexionó los dedos sobre mi piel. Volverían a quedarme marcas, pero él volvería a besármelas. Fue calmándose y se inclinó hacia mi oído.

 —Voy a quitarme la venda —susurró.

 

Asentí y confieso que me sorprendió comprobar que no se la había quitado aún.

—Eres preciosa —dijo segundos más tarde, como si me estuviese viendo por primera vez, y me recorrió el pecho y el abdomen con los dedos—. Dame la cadena.

La apretaba entre los dedos con tanta fuerza que me costó un poco aflojarlos. Edward la dejó en el suelo y se dedicó a masajearme uno a uno los dedos y las manos. Después, me colocó bien los brazos y también me los masajeó hasta asegurarse de que había eliminado cualquier tensión que hubiese podido acumular.

 —No te muevas, en seguida vuelvo —me dijo, también en voz baja.

 Él no me había quitado la venda de los ojos y yo no tenía fuerzas para hacerlo, a pesar de que me moría de ganas de verlo. Oí que caminaba por el dormitorio de un lado a otro, como si estuviese pensando, y me mordí la lengua para no preguntarle qué pasaba. Además, yo también necesitaba estar en silencio. Minutos más tarde, sus pasos se alejaron un poco y deduje que se había acercado al vestidor; en efecto, unos instantes después noté que me cubría con la bata de seda. La cama se desniveló cuando se sentó en uno de los extremos, a escasos centímetros de mis pies aunque sin siquiera rozarlos. De hecho, tuve una sensación extraña, pues a pesar de que no podía verlo, estaba convencida de que Edward tenía los puños apretados para contener las ganas de tocarme. Y he de reconocer que nada me habría gustado más en ese momento… Habíamos hecho el amor de un modo increíble, a pesar de que él insistía en llamarlo «follar» siempre que podía. Era como si aquella palabra le sirviese como escudo para mantenerme a distancia. O quizá era la pura verdad y yo estaba intentando engañarme para proteger mi corazón y para no sentirme como una idiota…, desnuda y con una venda en los ojos.

—La cicatriz que tengo cerca de mi boca… me la hice cuando tenía diecisiete años — empezó a decir Edward de repente, con su tono de voz quebradizo y midiendo cada palabra—. Mi tío y yo discutimos. Él me tiró contra una estantería y… —Se quedó nuevamente en silencio y yo tuve que contenerme para no levantarme y correr a abrazarlo—. Recuerdo que no me di cuenta de que me había hecho daño hasta que vi la mancha en la alfombra del salón. Las heridas de la cabeza sangran mucho… Tuve ganas de matarlo —suspiró—. Todavía tengo… Creo que ese día perdí la poca alma que me quedaba.

—Edward… —balbuceé, incapaz de seguir escuchando aquel horrible relato sin hacer nada para aliviar el dolor tan desgarrador que era obvio que él sentía.

 El peso de la cama volvió a cambiar cuando se levantó y, durante un instante, temí que se hubiera ido, pero entonces noté que se sentaba a mi espalda y que levantaba las manos para aflojarme la venda de los ojos. Me la quitó y deslizó los dedos por mi nuca, apartándome el pelo. Muy, muy despacio. Yo no me moví, y dejé que se perdiese en las tiernas caricias. Si mirarme lo tranquilizaba, jamás me movería de donde estaba; porque sabía que, cuando volviese a mirarlo a los ojos, aquel Daniel desaparecería.

—isabella —empezó tras carraspear.

 

—¿Sí?

 —Tengo que irme.

—Oh, de acuerdo. En seguida me visto.

—No, tranquila. Puedes quedarte todo el tiempo que necesites.

—Oh, gracias.

Los dos parecíamos sentirnos inseguros con el otro, como si no supiésemos qué hacer con la intimidad que estaba tejiéndose entre ambos.

—Tengo que irme, pero si quieres, puedes volver esta noche.

—¿Si quiero? —Sonreí—. ¿Me lo estás pidiendo?

 Me miró a los ojos y tensó la mandíbula.

—No me provoques, señorita Swan.

—Pídemelo y vendré.

—Dime que vendrás y te lo pediré.

—¿Qué sentido tendría entonces?

—Ninguno y vas a venir de todos modos.

—¿Por qué? ¿Porque me lo has pedido con tanto cariño?

—No, porque los dos queremos que vengas.

—Oh, está bien, supongo que algo es algo —dije, poniéndome el vestido.

—Sí, algo es algo —se burló Edward —. Ven a las nueve.

—Vendré cuando pueda. —Sí, me encantaba provocarlo.

 —A las nueve irá a buscarte mi chofer. No, no discutas. Estaré todo el día preocupado por ti y quiero que vengas en mi coche. ¿Qué harás durante el día?

—No sé, supongo que estaré con alice.

 —Ahora le diré al portero que tenga un taxi esperándote. He grabado mi número de teléfono en tu móvil, ayer me di cuenta de que no lo tenías.

—¿Sabes que antes de conocerte solía ir a pie o en metro a todos lados? Y ¿quién te ha dado permiso para hurgar en mi móvil?

—Yo no he hurgado en tu móvil, te he grabado mi número. Y no me recuerdes lo que hacías antes, sencillamente prométeme que no volverás a hacerlo, para que pueda irme tranquilo —me advirtió, con aquel tono autoritario que me ponía la piel de gallina. Edward estaba de pie frente a la escalera y me fijé en que llevaba vaqueros y un jersey negro. Estaba guapísimo.

 —¿Puedo llamarte? —le pregunté, ignorando por completo su petición.

—Por supuesto, señorita Swan. —Me sonrió—. Por supuesto. 

 

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