NOVENTA DIAS (+18)

Autor: ROSSE_CULLEN
Género: Drama
Fecha Creación: 03/03/2013
Fecha Actualización: 26/07/2014
Finalizado: SI
Votos: 26
Comentarios: 79
Visitas: 141821
Capítulos: 65

"CHICAS ESTA HISTORIA ESTA LLEGANDO ASU FINAL SIGAN VOTANDO Y COMENTEN UN FINAL ALTERNATIVO"

Tras poner punto final a su relación días antes de la boda, Isabella  Swan decide romper con su vida anterior y se muda a Londres dispuesta a empezar de cero. Ella cree estar lista para el cambio, pero nada la ha preparado para enfrentarse a Edward Cullen. Edward sabe que nunca podrá dejar atrás su tormentoso pasado, aunque para no asfixiarse en éste hace tiempo que se impuso unas estrictas normas que rigen todas sus relaciones. Y jamás se ha planteado transgredirlas? hasta que conoce a Isabella. Arrastrados por la pasión y el deseo, vivirán una intensa relación dominada por los peculiares gustos sexuales de Edward. Bella  le concede todos sus caprichos hasta que él le pide algo que ella no se siente capaz de dar. Sin embargo, antes de que la joven tome una decisión, el destino se entremete y Edward  sufre un grave accidente. ¿Bastarán noventa días para que Bella se atreva a reconocer que una historia de amor como la suya es única e irrepetible?

 

ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACION DE UN LIBRO QUE APENAS ACABO DE LEER QUE ES DEL AUTOR "M.C Andrews" TITULADO DE LA MISMA FORMA PERO CON LOS PERSONAJES DE S. MEYER.

 

 *chikas si lo que quieren es una historia divertida les recomiendo mi otro finc llamado.

"dificil amar *18"

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Capítulo 15: CAPITULO *15

Capítulo 15 

—He preparado algo de cenar —me dijo en cuanto cruzamos el umbral y vio que yo olfateaba el delicioso aroma que salía de la cocina.

—¿Sabes cocinar?

—La señora Carmen insistió en enseñarme, aunque casi nunca lo hago. Primero no iba a hacer nada, pero has ido a comer a ese vegetariano… —levantó las manos— y he deducido que tendrías hambre.

—¿Cómo sabes que he ido al vegetariano?

Edward se volvió y levantó una ceja.

—Yo lo sé todo, señorita Swan.

—Claro. —Me reí, pero una parte de mí supo que Edward  hablaba en serio—. No tienes que preocuparte por mi dieta, ya soy mayorcita y sé cuidarme.

—No eres tan mayorcita.

—Vaya, deduzco que sabes mi edad porque la viste en el contrato —dije yo—. ¿Y tú? ¿Cuántos años tienes? ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—Treinta y dos —me respondió—. Y nunca celebro mi cumpleaños.

—¿Por qué?

Él tardó unos segundos en contestar y cuando lo hizo cambió completamente de tema:

—A partir de ahora, siempre que vengas aquí irá a buscarte mi chófer. Y tendrías que llevar un abrigo más grueso, hace demasiado frío para que vayas con una gabardina.

—Puedo coger un taxi. Y me olvidé el abrigo en casa, en Forks. Mi hermano me lo traerá uno de estos días.

—Ya sé que puedes coger un taxi, isabella. Pero va a ir a buscarte mi chófer porque así sabré que no corres ningún peligro y que estás bien atendida. Y ya hablaremos de lo del abrigo. Has entrado en mi apartamento, llevas la venda de seda negra en el bolso y te has puesto la cinta de la llave alrededor de la muñeca. Tal vez tú todavía no lo sepas, pero empiezas a confiar en mí. Deja que yo me ocupe del resto. —De acuerdo, vendré con tu chófer —accedí, pero sólo porque me parecía una estupidez seguir discutiendo sobre eso. Y porque sabía que Edward no iba a ceder.

 —Ve sentándote si quieres, la mesa está lista —sugirió él, dando también por zanjado el tema—. El salón está por ahí. En seguida vuelvo.

Fui hacia donde me indicó y me quedé impresionada con las vistas del apartamento. La pared del fondo era de cristal y podía verse todo Londres. A diferencia de la casa de campo, aquel piso sí encajaba perfectamente con la imagen que Edward proyectaba de sí mismo. Los muebles carecían completamente de calidez y eran de último diseño. Había una pantalla de televisor enorme y un montón de aparatos que no tenía ni idea de para qué servían. En el centro, sobre una mesa de madera negra, vi dispuestas una cubertería de plata y una vajilla blanca con motas doradas, además de un par de delicadas copas de cristal y una botella de champán al lado. Una única vela, también blanca, estaba encendida entre los dos comensales. Edward apareció tras unos segundos con dos platos de salmón que parecían sacados del mejor restaurante de Londres. Sonreí. Edward Cullen  no hacía nada a medias. Cenamos y noté que él no dejaba de mirarme la cinta de la muñeca. Fuera por el motivo que fuese, le fascinaba que yo hubiese decidido atarme aquel trozo de cuero. Durante la cena, me preguntó por el trabajo, por Angela y por Alice, pero nada demasiado personal. Esa cena se pareció mucho a lo que habría podido ser mi primera cita con cualquier hombre, pero tuve la sensación de que con Edward sencillamente rozaba la superficie. Si con cualquier otro me habría conformado con esas preguntas de rigor, ¿por qué no me bastaba con él? ¿Por qué quería gritarle que no me preguntase esas cosas y que me hablase de su pasado, de por qué estaba tan convencido de que no podía tener una relación normal?

—¿Estás bien? —me preguntó entonces.

—Sí, sólo un poco nerviosa. No sé qué pretendes exactamente.

Edward me miró a los ojos y nos sirvió otra copa a ambos.

—¿Creías que iba a pedirte que te vendases los ojos nada más entrar?

—Sí. No. No lo sé.

—Es lo que iba a hacer en un principio —confesó sincero—, pero al final he decidido que los dos teníamos que cenar y siempre me ha gustado cocinar 

—El salmón estaba buenísimo. —Si él iba a justificar así aquella cena para seguir creyendo que no estábamos teniendo una cita, yo no iba a contradecirlo—. Gracias.

—De nada. Voy a llevar los platos a la cocina. Tú no te muevas.

En un único viaje, se llevó los platos y los cubiertos y dejó sólo las copas. Volvió antes de que yo bebiese otro sorbo de champán.

—Quiero comentarte algo. El otro día, en mi casa, no me acosté contigo porque no estabas preparada y porque quería que supieras que podías sentir placer tú sola. Pero hoy, si vienes a mi cama conmigo, no podré ni querré contenerme. Y tú tampoco.

 —¿A qué viene esto, Edward?

—Quiero que sepas que puedes confiar en mí. No tengo ninguna enfermedad y mientras estemos juntos no estaré con ninguna otra mujer. Utilizaré condón, por supuesto, pero quería que supieras que no corres ningún riesgo conmigo.

 —Oh. —Me sonrojé—. Gracias.

En realidad no sabía qué más decirle. Yo nunca había hablado de esos temas con nadie, no había tenido necesidad. James había sido mi primer y único novio y Edward era… Edward no encajaba en ninguna definición.

—Yo tomo la píldora —carraspeé e intenté ser tan sofisticada y moderna como él—, lo digo por si no quieres utilizar condón.

—No deberías decirme estas cosas, Isabella. Frases así no caben en la relación que te estoy proponiendo.

Me miró a los ojos y me obligué a sostenerle la mirada. Presentía que iba a intentar ahuyentarme de nuevo y no estaba dispuesta a permitírselo. Ahora que estaba allí, nada me haría marchar.

—Tú y yo no vamos a hacer el amor. No me tumbaré encima de ti ni te poseeré con delicadeza. Voy a arrebatarte el control y, cuando lo tenga, te follaré hasta que creas que sin mí no puedes sentir placer.

 Apreté las piernas para contener un estremecimiento. Edward había elegido aquel lenguaje con la intención de asustarme, pero mi cuerpo sentía de todo menos miedo.

 —Está bien. Condón —dije sin más.

—No es una palabrota, no hace falta que te sonrojes al decirlo. Y no te preocupes por el tema, eso es cosa mía. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Me señaló la escalera que conducía al piso superior del ático.

—Arriba hay una habitación con una cama, un vestidor y un cuarto de baño. Y las mejores vistas de la ciudad. Sube, quítate el vestido, las botas y también las medias y la ropa interior, y espérame sentada en un sofá que hay frente a la ventana, con los ojos cerrados. Deja la cinta de seda negra al lado, yo te la pondré. Tragué saliva antes de hablar:

—¿Qué hay ahí? —Le señalé tres puertas que se veían en el pasillo contiguo al comedor donde estábamos.

—Mi dormitorio, un aseo de cortesía y otra habitación. La tuya, si decides quedarte a pasar la noche.

—¿Tu dormitorio? Creía que era el de arriba.

—No, arriba no duermo nunca.

—Comprendo.

—No, todavía no, Pero si subes esa escalera, ya no habrá marcha atrás, —Me cogió la mano y me dio un beso en la muñeca—. Voy a mi habitación. Ve arriba y haz lo que te he dicho, no tardaré.

Se puso en pie y desapareció en dirección al pasillo. Yo me quedé allí sentada. Pensando. Quería subir; si lo que iba a hacerme allí arriba se parecía lo más mínimo a lo que me había hecho en su casa de campo, jamás me recuperaría. Pero la poca cordura que me quedaba me susurró que Edward me estaba dando una última oportunidad para irme, para salir de ese apartamento y de su vida sin correr ningún riesgo. Si me iba de allí y le dejaba la llave encima de la mesa, él nunca lo mencionaría. Me levanté y fui en busca del bolso. Metí la mano dentro para buscar, ¿la llave?, ¿la cinta de seda? Mis dedos rozaron la seda y la atraparon al instante. Dejé el bolso y me aparté de la puerta como si fuese un monstruo dispuesto a engullirme y a alejarme de lo que más deseaba en este mundo. Subí la escalera sin plantearme ni siquiera una vez la posibilidad de arrepentirme. Seguí las instrucciones de Edward al pie de la letra. Colgué el vestido en el vestidor, que sólo contenía ropa de él y un par de batas de seda negras, una de su talla y una de la mía, de la que todavía colgaba la etiqueta, sin el precio, por supuesto. Dejé las botas en el suelo y todo lo demás al lado, y me senté en el sofá con los ojos cerrados. Aquel dormitorio era precioso, aunque, a decir verdad, apenas me fijé en nada, porque sólo podía pensar en Edward y en cuánto tardaría en subir. Y en qué haría cuando lo hiciese. Una impresionante cama ocupaba el centro del espacio. Las sábanas eran de color oscuro y muy suaves al tacto y encima había dos mantas increíblemente sedosas, que acaricié con los dedos. Las paredes eran todas de cristal y podía verse la ciudad entera. Frente a una había, tal como Edward había dicho, un sofá. Era un mueble muy bonito, probablemente antiguo, con una tapicería de cuero resplandeciente. Me moví nerviosa y noté el calor que desprendía la piel, así como también el olor, que no tardó en envolverme.

—A veces subo aquí a pensar —dijo de repente él. No lo había oído subir, pero ahora que sabía que estaba allí me resultaba imposible ignorar su presencia—. Los cristales tienen un tinte especial —me explicó—, no permiten que nadie pueda vernos desde el exterior.

 —Pero tú sí puedes verlos a todos, ¿no?

—Exacto.

—Te gusta observar sin ser visto —aventuré en voz alta.

—Me gusta saber qué sucede a mi alrededor. Tienes los ojos cerrados —me dijo cuando se sentó a mi lado en el sofá.

—Tú me has pedido que los cerrara.

—¿Y si te pidiera algo más? —Noté la cinta de seda deslizándose por mi espalda—. Algo realmente arriesgado. ¿Más?

 

—Pídemelo, sólo así podré darte mi respuesta.

 —Nunca me había afectado tanto mirar a una mujer —admitió él tras unos segundos, sin decirme qué era eso tan arriesgado—. Ni siquiera tengo que mirarte para excitarme. —Se rió por lo bajo y tuve la sensación de que si hubiese tenido los ojos abiertos no me habría confesado aquello con aquel tono de voz—. Me basta con saber que voy a verte, con saber que estás ahí.

—A mí… —Me puso un par de dedos en los labios y me silenció.

—Chist, no digas nada más. ¿De acuerdo?

Asentí sin decir ni una palabra y él me acarició la cara.

—Entregarle el control a otra persona es mucho más difícil de lo que parece — susurró, mientras me ataba la cinta alrededor de los ojos—. Hace falta tener mucha fuerza de voluntad para reprimir las reacciones naturales del cuerpo. Por ejemplo, si hago esto —deslizó un par de dedos por uno de mis pechos y me lo pellizcó levemente. Yo retrocedí y se me aceleró el corazón—, tú haces eso. Y si hago esto — me cogió las manos y las colocó a ambos lados de mi cuerpo; luego, se inclinó y me lamió el cuello hasta detenerse en la mandíbula—, tus manos sienten el impulso de levantarse del sofá y sujetarme, o apartarme, ¿no? Flexioné los dedos encima del cuero y clavé las uñas en el maldito sofá. No iba a darle la satisfacción de rendirme tan fácilmente.

 Por un lado, cualquiera diría que era eso lo que Edward estaba buscando, pero yo sabía (aunque no tenía ni idea de cómo era eso posible) que era justo lo contrario. Él quería que me quedase. Lo necesitaba. No aparté las manos y no hablé, me limité a seguir esperando.

 —No sonrías —me dijo y supe que no había conseguido ocultar todas mis reacciones—. Todavía no he empezado. ¿De verdad crees que podrás seguir adelante? ¿Crees que podrás obedecerme? Respóndeme. —Su voz sonó más ronca que de costumbre, como si le costase tanto hablar como a mí respirar.

—Sí.

—Ponte de pie.

 Me levanté y él entrelazó los dedos de una mano con los míos para acompañarme sin que me tropezase con nada.

—Sujétate aquí.

Noté el cuero bajo mis palmas y deduje que era el respaldo del sofá en el que antes había estado sentada. Con las rodillas rocé también la parte trasera del mismo y supuse que estábamos de pie frente a la ventana, justo detrás del mueble. Yo no podía ver nada, pero Edward me veía a mí y toda la ciudad. Había dicho que los cristales eran tintados y yo sabía que era verdad, pero por un instante no pude evitar pensar que, si no lo fuesen, cualquiera podría vernos. De repente noté que él se pegaba a mi espalda y que, aunque seguía llevando los pantalones, tenía el torso desnudo. Su vello me hizo cosquillas en la espalda y me mordí el labio inferior para reprimir un gemido. ¿Qué diablos me estaba haciendo ese hombre que me había reducido a aquel estado?

 —Lo único que voy a pedirte hoy es que no te muevas —me susurró, pegado al oído derecho.

Se apartó de mí y oí el ruido de una cremallera y de una prenda pesada de ropa cayendo al suelo. Se había quitado los pantalones. Temblé. Estaba allí de pie, desnuda, con los ojos vendados, a merced de un hombre al que le había dicho que lo obedecería.

—Chist, tranquila. —Me acarició la espalda al presentir mi inquietud. ¿Cómo lo hacía para meterse dentro de mi cabeza?—. Sólo soy yo.

Se pegó completamente a mí para que comprobase que en efecto sólo éramos él y yo.

—Sólo yo —repitió en voz más baja y con cierto temblor.

 Sus manos, que había colocado encima de las mías en el respaldo, se levantaron y me rodearon la cintura. Noté sus antebrazos desnudos sobre mi piel y me estremecí.

—Una —susurró él—. A ver cuántas veces eres incapaz de contenerte.

 Apreté la mandíbula, decidida a demostrarle que quería estar allí. ¿Por qué estaba tan empeñada en cumplir las peticiones de Edward? Dios, subió las manos por mi estómago y dejé de pensar, o mejor dicho, perdí completamente la capacidad de razonar.

—No te muevas —me recordó él, mientras subía las manos hasta mis pechos, al mismo tiempo que se apartaba un poco de mi espalda para besarme la nuca. Me estremecí de nuevo. —Dos.

Me pellizcó los pechos y yo me mordí el labio inferior para no gemir de placer. Y para no moverme. Cerré los ojos con fuerza, pero fue peor. No dejaba de imaginarme a Edward desnudo, pegado a mi espalda, sus manos, aquellas maravillosas manos, encima de mis pechos. No, no iba a moverme. Respiré hondo y lo conseguí.

—Muy bien, Isabella.

 Sus palabras fueron como una caricia y sentí una satisfacción inexplicable al saber que lo había complacido. Sin embargo, él no me dio tregua. Dejó una mano en un pecho y la otra la movió muy despacio hasta mi entrepierna. La colocó delante, sin tocarme, pero lo bastante cerca como para que yo pudiese adivinar su presencia. Movió las caderas y pegó su pelvis a mis nalgas. Su erección me quemó la espalda y me arqueé buscándola.

—Tres.

Edward volvió a apartarse y le habría suplicado que volviese si en aquel mismo instante no me hubiese empezado a acariciar con los dedos. Se me aceleró la respiración y noté que me resbalaba una gota de sudor por la espalda, pero no me moví.

 —Eres preciosa, Isabella. Tus reacciones, tu cuerpo, tu olor.

 Movió los dedos con lentitud, recorriendo los labios de mi sexo y separándolos con suma delicadeza. Me besó la columna vertebral y con la otra mano me pellizcó de nuevo el pecho. Ese asalto fue más de lo que pude soportar.

—Cuatro —dijo él, cuando apoyé la cabeza en su torso.

Tenía la voz cada vez más ronca y su cuerpo desprendía tanto calor que pensé que terminaría quemándome. Notaba su miembro pegado a mí, rígido y húmedo, pero él no parecía impaciente. Por el modo en que me estaba tocando, se diría que tenía un único objetivo: hacerme enloquecer de deseo. Y demostrar que no podía seguir sus reglas. Apreté los nudillos y volví a quedarme quieta. Edward me penetró con un dedo y me mordió en la nuca. Empezó a mover la mano al mismo ritmo que sus caderas y yo volví a morderme el labio inferior. La necesidad de moverme amenazaba con ahogarme, quería gemir, besarlo, quería soltarme de aquel maldito sofá y rodearlo con los brazos. Quería… quería que Edward me desease. Y por eso conseguí permanecer inmóvil. Hasta que él sacó el dedo de mi interior y se puso de rodillas detrás de mí. En cuanto noté sus manos sujetándome las caderas y su lengua rozándome la parte interior de los muslos, separé un poco más las piernas en busca de la caricia que tanto necesitaba.

—Cinco —susurró antes de detenerse.

 ¿Iba a apartarse? Edward gimió y abrió los labios como si fuese a darme un beso en la boca. Me mordió y me lamió y me llevó al borde del orgasmo sin dejar que lo alcanzase.

—No te corras —dijo, apartándose de nuevo—. Todavía no —añadió, acariciándome las nalgas.

Noté que se ponía en pie y cuando volvió a estar pegado a mí, se quedó completamente inmóvil.

—Nunca había estado tan cerca de perder el control —susurró entre dientes y noté que empezaba a penetrarme. Gemí.

—Seis.

¿Seguía contando? Me sujetó de nuevo las caderas y movió las suyas lentamente.

—Joder—farfulló—. Eres perfecta… Me estás…

Hundió el rostro en mi cuello y noté que tenía la frente empapada de sudor. Le temblaban las manos, o quizá era yo. Edward fue acelerando el ritmo de sus movimientos y yo me olvidé de lo que había sucedido en mi vida hasta esa noche. Movió de nuevo una mano hacia mi sexo y la colocó encima.

 

—Lo has hecho muy bien —susurró—, cariño.

Me excité todavía más. Ni mi cuerpo ni mi mente podían soportarlo más. Notaba el miembro de Edward moviéndose dentro de mí, encontrando los lugares más secretos de mi interior; una de sus manos estaba encima de mis pechos, acariciándolos y pellizcándolos justo en el momento preciso; su otra mano se deslizaba por los labios de mi sexo, presionando ligeramente el clítoris. Y su voz… su voz me susurraba al oído cosas que yo no sabía que había deseado oír. Tenía su sudor pegado a mi cuerpo, sus piernas presionando las mías… 

—Ahora, Isabella.

 No hizo falta nada más, ni siquiera tuvo que especificarme qué era lo que tenía que hacer. Me corrí justo cuando él me lo pidió y cuando noté que él también eyaculaba y que su musculoso cuerpo se tensaba tras el mío, volví a hacerlo. ¿Qué diablos había accedido a hacer? Él dejó de moverse y noté que apoyaba la frente en mi nuca durante un instante; luego, muy lentamente y con mucho cuidado, se apartó de mí y me dio un último beso en la espalda antes de irse del todo. Yo me quedé donde estaba, sujetándome con tanta fuerza en el respaldo del sofá que, sin verlos, sabía que tenía los nudillos blancos. Segundos más tarde, o quizá minutos, Edward volvió con una toalla y me la pasó por las piernas y por la espalda para secarme el sudor que él me había dejado pegado.

Le habría dicho que no se molestase, que no me importaba, pero tenía miedo de hablar. Y la verdad era que tampoco sabía qué decir. ¿Qué podía decirle? ¿Que jamás podría estar con un hombre sin compararlo con él? Edward me cogió en brazos y me depositó con cuidado en la cama, de costado; él se tumbó a mi lado y me acarició la espalda. Pensé que me abrazaría, que nos acurrucaríamos juntos y nos besaríamos y que por la mañana nos iríamos juntos al trabajo y bromearíamos sobre la falta de sueño. Volvió a levantarse y cuando regresó a la cama me tapó con la bata de seda negra que yo había visto antes en el vestidor. No sentí que el peso de la cama variase, así que deduje que él también se había puesto la suya y que iba a irse. No lo veía. Edward no me había quitado la venda y yo tampoco lo había hecho. Una parte de mí quería obligarlo a que lo hiciese él; si me la había puesto, tenía que quitármela. Así quizá se daría cuenta de lo absurda que era aquella barrera entre los dos. ¡Vaya tontería! Tendría que haber sabido que mis trucos de psicología para principiantes no servirían de nada con Edward.

Él estaba allí, mirándome. Lo sabía con la misma certeza con que sabía que se me estaba partiendo el corazón. No me moví. Había aceptado sus condiciones y ahora tenía que afrontar las consecuencias. Y no iba a permitir que él utilizase mi reacción como excusa para ponerle punto final a nuestra relación, o a lo que fuese que existiese entre nosotros.

 

No sé si pasó un minuto o una hora, pero al final oí crujir la madera de los escalones y la puerta del que supuse que era su dormitorio, aquel dormitorio en el que yo, según él, no iba a dormir jamás. Eso ya lo veríamos. Me incorporé en la cama y me quité la venda de los ojos, preguntándome quién la llevaba en realidad, si yo o Edward, y me enjugué las dos lágrimas que no logré contener. Me vestí y abandoné el apartamento sin sorprenderme lo más mínimo de encontrar al chófer de Edward en la puerta del edificio, esperándome.

 —Buenas noches, señorita Swan —me saludó el hombre sin inmutarse por la hora o por mi rostro, que sin duda estaba, como mínimo, desencajado.

—Buenas noches.

Llegamos al piso de Alice y el chófer esperó a que hubiese entrado antes de irse. Y fue en mi dormitorio cuando me di cuenta de que no había encontrado mis braguitas por ninguna parte. ¿ Edward se las había quedado? ¿Ese hombre que se negaba a dormir conmigo o a darme un beso de buenas noches se había quedado con mi ropa interior?  Sonreí. Probablemente estaba volviéndome loca. Si Edward creía que con esa noche me había asustado y que no volvería a su apartamento, estaba equivocado. Volvería y dentro de seis noches, cinco, si contábamos lo que había sucedido en su casa de campo, le haría mi primera pregunta.

 

Capítulo 14: capitulo *14 Capítulo 16: capitulo *16

 


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