NOVENTA DIAS (+18)

Autor: ROSSE_CULLEN
Género: Drama
Fecha Creación: 03/03/2013
Fecha Actualización: 26/07/2014
Finalizado: SI
Votos: 26
Comentarios: 79
Visitas: 141799
Capítulos: 65

"CHICAS ESTA HISTORIA ESTA LLEGANDO ASU FINAL SIGAN VOTANDO Y COMENTEN UN FINAL ALTERNATIVO"

Tras poner punto final a su relación días antes de la boda, Isabella  Swan decide romper con su vida anterior y se muda a Londres dispuesta a empezar de cero. Ella cree estar lista para el cambio, pero nada la ha preparado para enfrentarse a Edward Cullen. Edward sabe que nunca podrá dejar atrás su tormentoso pasado, aunque para no asfixiarse en éste hace tiempo que se impuso unas estrictas normas que rigen todas sus relaciones. Y jamás se ha planteado transgredirlas? hasta que conoce a Isabella. Arrastrados por la pasión y el deseo, vivirán una intensa relación dominada por los peculiares gustos sexuales de Edward. Bella  le concede todos sus caprichos hasta que él le pide algo que ella no se siente capaz de dar. Sin embargo, antes de que la joven tome una decisión, el destino se entremete y Edward  sufre un grave accidente. ¿Bastarán noventa días para que Bella se atreva a reconocer que una historia de amor como la suya es única e irrepetible?

 

ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACION DE UN LIBRO QUE APENAS ACABO DE LEER QUE ES DEL AUTOR "M.C Andrews" TITULADO DE LA MISMA FORMA PERO CON LOS PERSONAJES DE S. MEYER.

 

 *chikas si lo que quieren es una historia divertida les recomiendo mi otro finc llamado.

"dificil amar *18"

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Capítulo 31: CAPITULO* 30 EPOV

Capitulo 30

EDWARD POV

Alguna deidad debió de pensar que torturarme con Isabella en el ascensor y en la sala de reuniones no había sido suficiente y decidió que al terminar al día tuviese que compartir taxi con ella. Llovía a cántaros, nada raro en Londres, el metro no funcionaba, aquella mañana yo había decidido ir andando a trabajar y ella no podía irse caminando con aquellos tacones y lloviendo sin cesar. Y yo, siendo el bastardo que soy, disfruté de cada segundo de aquel doloroso trayecto en taxi.

Pero cuando llegué a casa, hice las maletas. Era la única salida: o me iba a Escocia y encontraba el modo de quitármela de la cabeza, o la cogía en brazos, la encerraba en mi apartamento y la ataba a la cama. Literalmente.

Isabella no estaba preparada para algo así. Y por eso la deseaba tanto. Había algo en aquella joven que me atraía sin remedio. Y sin lógica. Aun en el caso de que ella estuviese dispuesta a entregarse a mí del modo que yo necesitaba, no soy tan hijo de puta como para permitírselo.

Isabella llevaba escrito «para siempre» en los ojos. Seguro que soñaba con formar una familia, con enamorarse y envejecer junto al mismo hombre, rodeada de nietos. Yo quería estrangular a ese maldito cretino, porque sin duda no iba a ser yo.

Ella no parecía capaz de follar sin que tarde o temprano su corazón se viese involucrado, y el mío nunca cometía esas estupideces. Así pues, sería inevitable que entre nosotros hubiese reproches y discusiones. Compré un billete para el día siguiente y mandé los correos pertinentes a Emily y a Jessica. El bufete llevaba varios casos en Escocia y mi familia seguía teniendo negocios allí, así que a nadie le extrañaría mi viaje. Visitaría a mi abuela y aprovecharía para resolver ciertos asuntos; quizá saliera una noche y conociese a una mujer que me interesara la milésima parte que Isabella. A esas alturas, me conformaría con eso.

Me acosté mucho más tranquilo, convencido de que había dado los pasos adecuados y necesarios para seguir adelante con mi vida y mis objetivos. Considerar tener algo con Isabella era una locura. Una temeridad, tanto por mi parte como por la suya, reconocí al fin.

Cerré los ojos y respiré hondo. Y cometí el primer error de esa noche, porque su perfume me recorrió entero. ¿De dónde diablos había salido? Volví a respirar y fue peor, porque entonces incluso olí su pelo.

Abrí los ojos, convencido de que la encontraría tumbada a mi lado. Al ver que no estaba, suspiré ¿aliviado?, ¿furioso? No lo sé, lo que sí sé es que estaba completamente excitado. Volví a cerrar los ojos y me dije que no iba a masturbarme, que un hombre como yo no se dejaba llevar... A la mierda. No podía dejar de recordar el modo en que los ojos de Isabella habían seguido las gotas de agua que resbalaban de mi cuello hacia el interior de mi camisa.

Tenía que parar aquello, tenía que recuperar el control; ni siquiera la había tocado, exceptuando aquel delicioso segundo en el taxi, y estaba tan excitado como si llevase horas con ella.

Me senté furioso en la cama y me miré la entrepierna. No, no iba a darle a Isabella tanto poder. Una cosa sería masturbarme para satisfacer una necesidad física y otra muy distinta que lo hiciese pensando en ella.

Me levanté y me quité la camiseta, como si la prenda me ofendiese. El pantalón del pijama siguió el mismo camino. Luego me metí en la ducha, abriendo el grifo del agua fría al mismo tiempo. Las gotas heladas cayeron sobre mi espalda. Cerré los ojos y apoyé la frente en la pared, mientras sentía como si mi cuerpo estuviese echando humo de lo que me hervía la sangre. Apreté los dientes y recordé que, cuando estábamos en la sala de reuniones, había hecho eso mismo y Isabella me había mirado preocupada. ¿Por qué?

Ella también había notado la atracción entre los dos. Atracción, qué palabra tan ridícula y tan insuficiente para describir lo que habíamos sentido. Al menos en mi caso no había sido sólo eso. La atracción soy capaz de controlarla, pero en ese caso había sido como si todos los imanes de la Tierra tirasen de mí hacia ella. En el ascensor, en la sala de reuniones, en el taxi, en todos esos lugares había tenido que contenerme, que apretar los puños para no arrancarle la ropa y poseerla allí mismo.

No fui consciente, o si lo fui fingí que no lo era, de que deslizaba la mano hasta mi pene y empezaba a masturbarme. A lo largo del día, el peor momento había sido en la sala de reuniones, cuando ella y yo nos quedamos solos. Recordé a Isabella  sentada en su silla, mirándome con los ojos abiertos de par en par, con la respiración entrecortada y humedeciéndose el labio. ¿Moví la mano más despacio, perdiéndome en mi fantasía.

¿Qué habría sucedido si hubiese hecho lo que de verdad quería hacer? ¿Qué habría pasado si al acercarme a ella le hubiese dicho lo que de verdad quería decirle? ¿Qué habría ocurrido si Isabella hubiese accedido a hacer lo que yo quería pedirle?

—No voy a tocarte y no voy a permitir que me toques —le dije de pie delante de ella, con mis piernas rozando sus rodillas—. Pero esto no puede seguir así.

—¿El qué? —me preguntó Isabella  mirándome a los ojos.

Apoyé las manos en la mesa, justo detrás de la silla en la que ella seguía sentada, atrapándola con mi cuerpo. Ni siquiera intentó apartarse.

—Tú y yo— . Isabella se humedeció el labio y yo seguí el movimiento con los ojos—. En el ascensor. Ahora. Ha sido un milagro que Jessica no se haya dado cuenta.

—Lo siento —murmuró.

—No lo sientas. No quiero que lo sientas.

—Entonces, ¿qué quieres?

Me enderecé y, sin apartar la vista de ella, me acerqué a la puerta para cerrarla. Isabella seguía mirándome con aquella mezcla de deseo, curiosidad e inocencia que me hacía arder la piel. Me apoyé en la puerta y tiré del nudo de la corbata para aflojármelo un poco.

—No voy a tocarte —repetí—. No puedo, porque si empiezo no voy a parar. Y tú, ¿quieres tocarme? —Vi que cerraba los puños y continué—. ¿Tienes que apretar los puños para contenerte? ¿Estás convencida de que mi piel quemará cuando la toques?

Ella apretó todavía más los puños y entreabrió los labios. Asintió. No me conformé con eso.

—Contéstame.

—Sí.

—¿Y besarme, quieres besarme? —Nos torturaba a ambos—. Yo quiero morderte el labio inferior para ver si así dejas de humedecértelo. Y después recorrerte la mandíbula a besos y volver a morderte justo en el cuello. Te gustará. Y a mí. Deslizaré la lengua despacio por encima del mordisco y luego, poco a poco, volveré a acercarme a tu boca. Pero no te besaré.

—¿No?

Dios, ella estaba tan excitada como yo.

—Cierra los ojos. Imagínate que estás sola y escúchame, sólo escúchame. ¿Quieres escucharme, Isabella?

—Sí.

Apoyé las manos en la puerta que tenía a mi espalda y observé fascinado cómo ella obedecía.

—No, no te besaré —retomé el relato de mis deseos—. Me acercaré a tus labios y los acariciaré con el pulgar. Te los separaré un poco y tú me lamerás delicadamente el dedo. Los dos nos excitaremos. — Vi que ella se llevaba una mano a la garganta—. Tú te estarás completamente quieta, esperando a que yo te diga qué tienes que hacer. Apartaré la mano y la deslizaré poco a poco hacia abajo, justo entre tus pechos. Te besaré el cuello y volveré a morderte y tú no podrás contener un gemido.

Isabella gimió.

Empecé a mover furioso la mano encima de mi miembro. El agua helada de la ducha me quemaba, necesitaba correrme, pero mi cuerpo no iba a ceder hasta que la Isabella de mi imaginación me diese lo que yo más deseaba: a ella misma.

No podía respirar. Apretaba tan fuerte la mandíbula que estaba convencido de que al día siguiente me dolería. Pero nada me importaba. Lo único que quería era darle placer a la Amelia que se había metido en mi mente.

— Subiré despacio y volveré a recorrerte la clavícula con la lengua mientras con la mano te acaricio los pechos por encima de la blusa. Tus pechos estarán excitados y buscarán ansiosos mis dedos. Apartaré la mano.

Ella volvió a gemir y vi cómo bajaba la mano que antes se había llevado a la garganta hasta el apoyabrazos de la silla. Entrelazó ambas manos y se apretó los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Notarás mi respiración pegada a tus labios. Querrás que te bese, pero yo todavía no estaré dispuesto a hacerlo. Antes tendré que saber si de verdad me deseas. Me arrodillaré delante de ti y te separaré las piernas muy despacio. Subiré lentamente los dedos desde el tobillo hasta tu rodilla y allí te daré un beso. Sólo una leve caricia.

Isabella se movió en la silla, apartando la espalda del respaldo, pendiente de cada una de mis palabras y de las imágenes que creaba con ellas.

—Deslizaré la mano por debajo de tu falda y tú intentarás juntar las piernas. Yo te lo impediré. —Las piernas de Isabella  temblaron por el esfuerzo que tuvo que hacer para mantenerlas quietas—. Estás nerviosa, pero no tienes por qué estarlo. Sólo soy yo, conmigo puedes dejarte ir. Puedes mostrarme tu deseo, porque yo te deseo todavía más.

¿Por qué me estaba haciendo aquello? Mi pene nunca había estado tan duro, tan ansioso por perderse dentro del cuerpo de una mujer. El tacto de mi mano lo ofendía y se negaba a eyacular, me exigía que siguiera con mi fantasía.

— Me pegaré a ti y respiraré hondo. Los dos gemiremos.

Isabella gimió y yo me golpeé la cabeza con la puerta para ver si el dolor conseguía retenerme donde estaba. Lo consiguió.

—Me apartaré y me levantaré despacio. Esta vez estaré completamente pegado a ti. Mi torso rozará tus pechos y los dos nos quedaremos sin aliento durante un segundo. Tú tendrás las manos en los reposabrazos, sujetándote con fuerza. No me abrazarás y yo tampoco te abrazaré a ti, mis manos estarán en la silla y apretaré los dedos hasta que apenas los sienta, porque sé que no podré arrancarte la ropa, que sería lo que de verdad quisiera hacer. Los dos sabemos que aquí, en esta sala de reuniones, no podemos hacer nada, pero estamos muy excitados. Me detendré con los labios sobre los tuyos. Tú te los humedecerás.

Isabella hizo exactamente eso.

—Dios. Tu respiración me acariciará el rostro y la mía recorrerá tu cara. Me acercaré más y más. No debería besarte. Lo sé. Tú también lo sabes, no deberías besar a un completo desconocido. Colocaré los labios encima de los tuyos, mi lengua se deslizará hacia el interior de tu boca y los dos nos besaremos como si nunca antes nos hubiesen besado.

Isabella echó la cabeza hacia atrás y yo cerré los ojos, incapaz de seguir mirándola.

—Mi lengua batallará con la tuya —continué—. Tu sabor me inundará, mis dientes te morderán por fin el labio inferior hasta hacerte daño y luego te lo besaré tiernamente para compensarte. Tu lengua me recorrerá la boca por dentro, marcándome. Mis labios se apoderarán de los tuyos, los besarán, los dominarán, los conquistarán. Tú empezarás a temblar, tu cuerpo se estremecerá pegado al mío. Estarás a punto de tener un orgasmo, pero te resistirás, porque tienes miedo. Yo estaré muy excitado, una sola caricia tuya haría que me corriese en los pantalones. Volveré a besarte, tú abrirás los labios y te rendirás a mí. Me apartaré de nuevo y poco a poco me acercaré a tu oído y, tras lamerte la oreja, susurraré: «Córrete, Isabella ». Y lo harás.

Eyaculé con tanta fuerza que tuve que apoyarme en la pared de la ducha para no caerme al suelo. Tenía las piernas completamente tensas y me temblaban con cada eyaculación. No parecía tener fin.

Los hombros se me tensaron y eché la cabeza hacia atrás para gritar. No sé cuánto rato estuve allí, corriéndome y pensando en Isabella y en aquel encuentro que, aunque sólo había sucedido en mi imaginación, era el más intenso y dolorosamente íntimo de toda mi vida.

Escocia no estaba lo bastante lejos.

Volví a Londres una semana más tarde, convencido de que lo de Isabella había sido fruto del cansancio y de que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Me negué a analizar lo que había hecho en la ducha, igual que me negué a pensar por qué, después de masturbarme de aquella manera, ni siquiera me había planteado la posibilidad de ir en busca de una mujer de carne y hueso en Edimburgo. Al parecer, mi cuerpo se había saciado con aquella fantasía y a mí me bastaba con eso. Llegué al bufete y no vi a Isabella por ninguna parte, así que me sentí relativamente tranquilo.

—Buenos días, señor Cullen, ¿qué tal el viaje? —me preguntó Emily.

—Muy bien. Dame un minuto y me pones al día.

Dejé las cosas en mi despacho y fui al baño para refrescarme un poco. Acababa de llegar del aeropuerto y quería estar despejado antes de hablar con mi secretaria. Vi un móvil encima de la repisa del lavabo, junto a las toallas de cortesía, y lo cogí. Salí del baño.

—Emily, ¿sabes de quién puede ser este móvil? —le pregunté.

Ella lo miró unos segundos antes de responder.

—Quizá sea del señor Howell.

—¿Howell ha estado aquí?

Demitri Howell era el capitán de la selección inglesa de futbol y un cabrón que, por desgracia, sabía cosas acerca de mí. Cosas que yo no solía contarle a nadie. Además, mi bufete representaba a la señora Howell en el que iba a ser el divorcio más sonado del año. Así que si

Howell se había dejado el móvil en el baño, no había sido por casualidad.

—¿Dónde está Demitri ahora? —le pregunté a Emily, apretando el móvil con un mal presentimiento.

—No lo sé. Mike, Angela y Isabella tenían una reunión con él y su abogada esta mañana. Creo que estaban en la sala de reuniones del final del pasillo.

Di media vuelta y me encaminé hacia allá antes de que Emily terminase la frase. Sólo de pensar en Demitri Howell cerca de Isabella me hervía la sangre. Me encontré la puerta de la sala de reuniones cerrada y abrí sin llamar.

—Apártate de la señorita Swan, Demitri.

—Hola, Edward.

—Apártate.

Demitri  tenía a Isabella contra la pared. No la estaba tocando —si lo hubiese hecho, estaría ya en el suelo, con la nariz y la mano rotas—, pero sus intenciones estaban claras. Cuando me vio entrar, Isabella me miró tan aliviada que no tuve la menor duda de que aquel encuentro no lo había propiciado ella; sin embargo, ¿cómo podía haber sido tan ingenua como para quedarse a solas con Howell? El muy cerdo seguía sin moverse.

«Un segundo más y lo aparto de ella a golpes», pensé.

—No volveré a pedírtelo, Demitri —le dije acercándome, listo para tirar de él; cuando vi que miraba el escote de Isabella, lo cogí por el antebrazo y lo aparté con un único movimiento—. Basta, Demitri.

Ella respiró por fin tranquila y yo me planteé seriamente la posibilidad de darle a él un puñetazo por haberla asustado. Pero como no podía, me conformé con mirarlo furioso y exigirle que se disculpase. Demitri, que nunca había sido demasiado listo, se negó y dijo que sólo había vuelto a la sala de reuniones a buscar su móvil; el mismo que yo me había encontrado sobre el lavabo. Lo dejé encima de la mesa.

Sí, Demitri Howell era brillante con el balón, pero al parecer su inteligencia se reducía a eso. O quizá no, porque justo entonces me miró a los ojos y me echó en cara que no fuese su abogado.

—Tú tendrías que ser mi abogado y no el de Gloria. Se suponía que eras mi amigo.

—Ya sabes por qué soy el abogado de Gloria.

—Oh, sí, me olvidaba... Estás convencido de que porque le fui infiel merezco ir al infierno. ¿Y qué te mereces tú, Edward? ¿Adónde van los hombres como tú?

«También al infierno, pero no pienso darte la satisfacción de decírtelo.»

—Discúlpate con la señorita Swan —volví a exigirle.

—No es necesario —dijo Isabella y me di cuenta de que era la primera vez que hablaba desde que yo había entrado; por su tono de voz se notaba que estaba preocupada.

—Por supuesto que es necesario.

«Aunque sólo sea para que dejes de mirarme así.»

Isabella me miraba como si me hubiese echado de menos y consiguió que comprendiese que yo también la había echado de menos a ella. Mierda. Mi rostro cambió al comprenderlo y el cambio no le pasó desapercibido a Demitri.

—No sabía que fuese tuya —comentó, sacudiendo los cimientos de mi mundo. Me aparté y negué con la cabeza, pero no conseguí convencerlo ni a él ni a mí mismo—. Le ruego que me disculpe, señorita Swan, todo ha sido un malentendido.

Y se fue de allí dejándonos solos. Isabella estaba confusa, pero yo me sentía desconcertado. A Demitri Howell, un hombre carente de profundidad, le había bastado con mirarme para adivinar lo que yo todavía me negaba a asumir: Isabella era mía.

—Gracias por haber venido a ayudarme. —La voz de ella me hizo reaccionar.

Todavía estaba a tiempo de evitarlo. Lo único que tenía que hacer era salir de allí y hacer lo que me había resistido a hacer en Escocia: buscarme a otra. Se me revolvió el estómago sólo de pensarlo.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Se la veía afectada y yo necesitaba cambiar de tema. Ella me aseguró que sí y, gracias a lo furioso que estaba por lo que había hecho y dicho Demitri, logré distanciarme un poco. Casi conseguí salir de la sala de reuniones con mi autocontrol intacto, pero Isabella me lo impidió cuando se puso de puntillas y me dio un beso en la mejilla tras susurrarme un «Gracias».

Se marchó antes de que yo pudiese reaccionar.

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Capítulos

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