NOVENTA DIAS (+18)

Autor: ROSSE_CULLEN
Género: Drama
Fecha Creación: 03/03/2013
Fecha Actualización: 26/07/2014
Finalizado: SI
Votos: 26
Comentarios: 79
Visitas: 141808
Capítulos: 65

"CHICAS ESTA HISTORIA ESTA LLEGANDO ASU FINAL SIGAN VOTANDO Y COMENTEN UN FINAL ALTERNATIVO"

Tras poner punto final a su relación días antes de la boda, Isabella  Swan decide romper con su vida anterior y se muda a Londres dispuesta a empezar de cero. Ella cree estar lista para el cambio, pero nada la ha preparado para enfrentarse a Edward Cullen. Edward sabe que nunca podrá dejar atrás su tormentoso pasado, aunque para no asfixiarse en éste hace tiempo que se impuso unas estrictas normas que rigen todas sus relaciones. Y jamás se ha planteado transgredirlas? hasta que conoce a Isabella. Arrastrados por la pasión y el deseo, vivirán una intensa relación dominada por los peculiares gustos sexuales de Edward. Bella  le concede todos sus caprichos hasta que él le pide algo que ella no se siente capaz de dar. Sin embargo, antes de que la joven tome una decisión, el destino se entremete y Edward  sufre un grave accidente. ¿Bastarán noventa días para que Bella se atreva a reconocer que una historia de amor como la suya es única e irrepetible?

 

ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACION DE UN LIBRO QUE APENAS ACABO DE LEER QUE ES DEL AUTOR "M.C Andrews" TITULADO DE LA MISMA FORMA PERO CON LOS PERSONAJES DE S. MEYER.

 

 *chikas si lo que quieren es una historia divertida les recomiendo mi otro finc llamado.

"dificil amar *18"

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Capítulo 42: capitulo *41

CAPITULO*41

No espero que Edward conteste mi pregunta en este mismo instante. Me basta con verlo asentir y fruncir el cejo. No me ha corregido. No me ha dicho que le estoy pidiendo un imposible. Ni tampoco que fue un error pedirme que lo dominase.

Me conformo con eso.

De momento.

Me pongo en pie y empujo la silla de ruedas hasta la puerta para recoger después las bolsas. Ricky ha debido de oírme, porque abre y se ocupa él de llevar la silla de Edward hasta la salida del hospital. Y ahí me llevo otra sorpresa de esas que amenazan con hacerme llorar.

—Hola, señorita, deduzco que este caballero es Edward, ¿me equivoco?

—¡Spencer!

El taxista me abraza, ante la mirada atónita de Edward y la sonrisa de Ricky. Spencer es el taxista que me llevó al hospital la noche del accidente. Después de recibir la llamada de la señora Portland, la representante del centro que se encarga de comunicar las malas noticias a los familiares y a la que deberían impartir urgentemente un curso de psicología, estaba tan alterada que bajé a la calle sin dinero. Y por si eso fuera poco, además de no pagarle el trayecto, el bueno de Spencer se pasó todo el rato consolándome y vino a verme al día siguiente con un ramo de flores. Spencer y Ricky son amigos, al parecer juegan juntos a las cartas y sus respectivas esposas se conocen, y el enfermero lo ha llamado para darme una sorpresa.

—Ya le dije yo que todo iba a salir bien —me dice, abrazándome con cariño.

—Sí, es verdad, me lo dijo —contesto tras soltarlo—. Deje que le presente a Edward.

—Es un placer, Spencer —dice éste, tendiéndole la mano que no lleva enyesada—. Me alegro de haberle dado la razón.

—El placer es mío, Edward. Jamás había llevado en mi taxi a una persona tan destrozada y tan preocupada por alguien. Se me partió el corazón cuando la dejé en urgencias.

—Gracias por haber cuidado de ella.

—Claro. ¿Adónde quieren que los lleve? —Abre la puerta del maletero y guarda en él las bolsas.

Ricky me entrega una muleta con mucha solemnidad y yo me acerco a Edward, que la coge con la mano buena y cierra los dedos alrededor de la barra de metal. Respira hondo y aprieta los dientes antes de apoyarla en el suelo y colocar bien el brazo en el soporte. Levanta la vista, me mira a los ojos y pronuncia una frase que creía que no oiría nunca.

—Necesito que me ayudes, Isabella. Te necesito.

Se me llenan los ojos de lágrimas, pero logro contenerlas. Ése es exactamente el motivo por el que amo a Edward. Por lo valiente que es, porque nunca tiene miedo.

 —Siempre que quieras —susurro y me acerco a él para rodearlo por la cintura, ayudarlo a levantarse de la silla y dar el primer paso.

El más difícil.

 Tengo la cabeza pegada al lado izquierdo del torso de Edward, esquivando el cabestrillo, con ambos brazos alrededor de su cintura. Oigo cómo a él se le acelera la respiración y por un instante inhala profundamente para olerme el pelo. Suelta el aire despacio y veo que aprieta los dedos con los que sujeta la muleta. Luego flexiona los músculos del abdomen y se impulsa hacia arriba. El corazón le late con fuerza y, al levantar la vista, veo que tiene la mandíbula apretada y la frente cubierta de una fina capa de sudor.

Le duele.

 Mucho, a juzgar por su cara y la de Ricky, pero no digo nada. Sé que Edward necesita hacer esto por sí mismo; conmigo a su lado apoyándolo, pero solo.

Confío en él.

Suelta de nuevo el aire entre los dientes y ya está casi incorporado.

La muleta se apoya firmemente en el suelo y él mantiene la pierna enyesada ligeramente doblada, como si fuera a saltar a la pata coja. Respira profundamente y termina de erguirse.

—Ya puedes soltarme, Isabella. —Me aparto despacio y lo miro a los ojos—. Gracias.

—De nada. —Le sonrío y coloco los dedos de una mano encima de la que él tiene en la muleta—. ¿Me acompañas al coche?

La sonrisa que me devuelve es la única recompensa que necesito para saber que al menos esta vez lo he hecho bien. Edward cojea hasta la puerta del taxi, que Spencer nos ha dejado abierta, y espera a que yo entre primero. Después, lanza con cuidado la muleta hacia el interior y acepta la ayuda de Ricky para entrar en el vehículo.

—Bueno, ¿adónde vamos? —nos pregunta de nuevo Spencer tras sentarse al volante.

 —A donde sea, lejos de este hospital —dice Edward.

Tiene los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del asiento. Veo que flexiona los dedos y que vuelve a apretar la mandíbula y me imagino que lo hace para reprimir el dolor.

—A la calle Chelsea. —Edward abre los ojos y me mira—. A casa.

El resto del trayecto lo hacemos en silencio. Spencer me sonríe por el retrovisor cuando ve que entrelazo mis dedos con los de Edward, pero éste ha vuelto a cerrar los ojos. El taxi se detiene al llegar a nuestro destino y el portero del edificio sale a darnos la bienvenida. Evidentemente, Spencer se niega a cobrarnos la carrera.

Edward acepta, pero sé que mañana, u hoy mismo, se encargará de hacerle llegar un regalo más que generoso a su domicilio. Yo me conformo con darle un abrazo y con decirle que lo llamaré para pedirle formalmente que me invite a una de esas partidas de cartas.

Edward coge de nuevo la muleta. Yo camino a su lado por si necesita mi ayuda, pero tengo que contenerme para no rodearle la cintura y pedirle que se apoye en mí. Biers me dijo que cometía un error si creía que entregarse a una persona significaba ser débil y ahora sé que a Edward no le gusta que lo trate como si lo fuese. Pero está herido, maldita sea, tiene la rodilla y el brazo rotos. Y es mío. Veo que aprieta de nuevo los dientes y que le suda la frente.

—Si necesitas apoyarte en mí, dímelo.

Él asiente sin decir nada.

—Lo digo en serio. Si el doctor Black me dice que te has excedido y que tienes que llevar estas escayolas más días de los previstos, me enfadaré contigo. ¿Me has oído? —le digo con voz firme pero más baja.

—Te he oído, Isabella. —Da otro paso y le tiembla un músculo de la mandíbula. Si sigue así terminará por romperse un diente—. Tengo que hacerlo. Tengo que llegar solo a mi casa. —Se detiene un segundo y se apoya en la pierna buena—. Cuando el Jaguar empezó a dar vueltas de campana campo a través, vi mi vida ante mis ojos. Y cuando por fin el coche se estrelló contra aquel muro, noté que mi cuerpo quedaba atrapado entre el metal de la carrocería. No perdí la conciencia al instante y recordé una época, hace mucho tiempo, en que me sentí muy indefenso. Tengo que dejar de sentirme así.

Es la primera vez que Edward es tan sincero conmigo y lo interpreto como que empieza a confiar de verdad en mí. Me muero de ganas de preguntarle qué época era ésa, qué le había sucedido que seguía teniendo tanto poder sobre su persona. Pero sé que si lo hago él se lo tomará como una traición y volverá a cerrarse en banda.

—¿De verdad es tan importante para ti?

—De verdad.

—De acuerdo, pero pídeme ayuda si la necesitas. —Levanto una mano y le acaricio la mejilla. Y Edward hace lo mismo que hizo Biers con Call: mueve la cara en busca de mi palma—. No podría soportar que te hicieras más daño. —Aparto la mano y me coloco de nuevo a su lado—. Vamos.

Él me sonríe otra vez —creo que sólo por estas sonrisas, ya vale la pena pasar por todo esto— y da otro paso. Y otro. Y diez minutos más tarde estamos frente a la puerta del apartamento.

—Ayer, cuando vine por tus cosas, tenía miedo de que hubieras cambiado la cerradura.

Abajo, él me ha confesado uno de sus temores y siento que tengo que hacer lo mismo.

—Me fui a Escocia al día siguiente. —Espera a que yo termine de abrir antes de continuar—: Pero aunque me hubiese quedado en Londres, no la habría cambiado. A pesar de nuestra discusión, sé que nunca habrías entrado en mi apartamento sin que yo te invitase.

Entro y enciendo la luz del vestíbulo. Edward me sigue cojeando y no se detiene hasta llegar al sofá, donde literalmente se desploma.

—Cuando estábamos juntos, sólo viniste una vez sin avisar, y te quedaste en la puerta sin entrar hasta que yo te dije que podías hacerlo. Recuerdo ese día perfectamente.

Fue cuando le llevé magdalenas de chocolate.

 «Un momento.»

—¿Cuando estábamos juntos? —pregunto en voz alta—. No vuelvas a insinuar que ahora ya no lo estamos, Edward. Hoy no.

—Antes, todo era mucho más claro —dice, tras suspirar—. Yo sabía exactamente lo que quería y quién era, lo que necesitaba para funcionar en la vida. Y tú también. Ahora todo es confuso. Tú antes llevabas la cinta, ahora yo no quiero ponérmela.

Trago saliva al oír esa frase que evoca las palabras de Biers: «Si algún día me quito esta cinta, será porque Embry me ha hecho mucho daño».

—Tú insistes en que estás preparada para hacer lo que antes te negaste a escuchar y yo dudo que esté dispuesto a volver a pedírtelo. Y no podemos olvidarnos de que uno de los hombres más buscados por Scotland Yard manipuló el ordenador de mi coche e intentó matarme y que mi tío insiste en reaparecer en mi vida.

—De todo eso que has dicho, Edward, lo único que me importa es que ni una sola vez has negado que tenemos que estar juntos. Sí, tal vez las cosas eran mucho más claras antes, pero tú mismo me dijiste que no me dejase cegar por las etiquetas. Que fuesen claras no quiere decir que fuesen perfectas, Edward, porque tanto tú como yo sabemos que no lo eran. Pero pueden llegar a serlo. Averiguaremos qué diablos pretende Vulturi de ti y nos ocuparemos de tu tío. Te recuperarás. Estaremos juntos. Todos los días. — Silencio.

—Estoy cansado, creo que iré a acostarme un rato.

 Esa respuesta no es ni mucho menos la que esperaba. Estoy aprendiendo a enfrentarme a la reticencia de Edward, a su rabia, pero ¿a su desinterés? ¿Cuántas barreras más intentará levantar entre nosotros?

—Te prepararé la cama.

—No entres en mi dormitorio.

 Vaya, éste sí que es Edward. Mejor. Me alegro de volver a verlo, estoy lista para él.

—¿Ah, no, cómo vas a impedírmelo?

Sé que no debería provocarlo, pero no me queda más remedio.

 —Isabella, no te atrevas a entrar en mi dormitorio.

 Coge la muleta e intenta levantarse del sofá.

—No te muevas, Edward. —Veo que apoya la muleta en el suelo, ignorándome por completo. Dejo caer las bolsas en el suelo, no sé por qué todavía no las he soltado, y me acerco a él. Le pongo la mano derecha en el torso y lo sujeto en el sofá—. No te muevas.

 —¿Ah, no? ¿Y cómo vas a impedírmelo? —se burla de mí, enarcando una ceja.

Él se lo ha buscado.

Lo empujo de nuevo contra el sofá y lo miro a los ojos. Doblo los dedos hasta asegurarme de que puede sentir mis uñas a través del jersey.

—Muy fácil —le digo yo igual de desafiante—. No te muevas.

Edward  suelta el aliento entre los dientes y noto que pega la espalda al respaldo del sofá. Tiene la cabeza tan echada hacia atrás que la nuez le tiembla en el cuello al tragar saliva. Uno a uno, afloja los dedos con los que sujeta la muleta y el ruido del metal al caer al suelo indica mi victoria. Él tiene las piernas separadas, la enyesada estirada a mi izquierda y la derecha tiembla ligeramente junto a mi muslo. Estoy entre ellas; sin que ninguno de los dos se dé cuenta, mi torso ha quedado pegado al suyo. Levanto la mano del jersey y la aparto despacio.

Edward respira con más calma. Qué equivocado está. Tengo la mano izquierda en su cintura, reteniéndolo también. Abro los dedos con lentitud y dejo que se deslicen por debajo de la tela, justo por encima de la cinturilla de los vaqueros. Los músculos de su abdomen tiemblan bajo mis yemas y Edward tiene que volver a tragar saliva. Veo que cierra los ojos. No es porque esté excitado, que lo está, lo conozco, los cierra porque quiere distanciarse de lo que está sucediendo. De lo que está sintiendo al rendirse a mí.

«Conozco a Edward.»

Sí, lo conozco. Detengo la mano en su abdomen sin hacer nada. Dejo que esos poderosos músculos sigan temblando, preguntándose si voy a volver a acariciarlos. O si voy a clavarles las uñas. Llevo la otra mano hasta su nuca y, tras enredar los dedos en su pelo, tiro de ellos.

—¿No vas a mirar? Perfecto. Entonces tendré que contártelo, porque por mucho que lo intentes, no podrás evitar oír mi voz. De hecho, Edward —le susurro, pegada a su oído—, estoy convencida de que podías oírme todos los días. Incluso cuando estabas en coma. —Tiembla y veo subir y bajar su nuez—. Vas a quedarte aquí quieto y yo iré a tu dormitorio y te prepararé la cama. No es la primera vez que entro ahí, Edward. —Él intenta soltarse y bajar la cabeza para mirarme, pero se lo impido—. Ah, no. Tú has elegido esta postura, así que ahora vas a tener que quedarte así hasta que yo decida lo contrario.

Edward vuelve a dejar la cabeza inmóvil y yo noto un escalofrío por todo el cuerpo. El corazón me late sin control y me sudan las palmas de las manos. Tengo la garganta seca, pero es una sed que sólo podrían calmar sus besos. Le deseo. Oh, Dios mío, cómo le deseo. Pero todavía no. Ni él ni yo estamos listos para dar ese paso.

—Estuve en tu dormitorio el otro día para coger tu ropa. No sé por qué te asusta tanto dejarme entrar en esta parte de tu vida, pero de momento voy a respetarlo. No te obligaré a contármelo y podrás dormir solo. Pero eso es todo lo que voy a permitirte.

Levanto una pierna del suelo y coloco la rodilla entre las piernas de Edward, presionando su más que prominente erección. Él respira entre dientes y veo que con los dedos aprieta el cojín que tiene al lado hasta que los nudillos se le ponen blancos. Es una sensación embriagadora, la más afrodisíaca que he sentido nunca. Por un instante he deseado poder salir de mi propio cuerpo para verme a mí misma encima de Edward; sujetándolo por el pelo de la nuca, echándole la cabeza hacia atrás, reteniéndolo con sólo una mano en la cintura. Quiero ir un paso más allá. Ver hasta dónde podemos llegar antes de enloquecer de deseo. Levanto la otra pierna y me siento con cuidado a horcajadas encima de él. Edward  aprieta la mandíbula y cierra los ojos con fuerza.

En el hospital intentó no tocarme y yo lo besé hasta derribar sus defensas. ¿Qué puedo hacer para que me mire? ¿Qué necesita que le haga? Muevo ligeramente las caderas encima de él. Está tan excitado que creo que podría hacerlo eyacular con un par de movimientos más, pero eso no tendría ningún sentido. Desvirtuaría por completo lo que estoy intentando que comprenda.

—Iré a prepararte la cama y te ayudaré a desnudarte y a ponerte cómodo. Si te apetece darte un baño, también me encargaré de eso.

Le tiro del pelo y no puedo resistirme más a ese cuello. Le doy un beso en la garganta. Edward cierra los ojos todavía con más fuerza.

—Me quedaré aquí contigo. Esta mañana le he pedido a Alice que metiera mi ropa en una maleta y la mandase aquí. Está en el vestíbulo de abajo. Dormiré en la cama de arriba, en la misma donde me enseñaste lo maravilloso que es entregarse a una persona. Tú puedes dormir solo, Edward. —Muevo de nuevo las caderas y aprieto la mano que tengo en su abdomen. Suspiro y dejo que él note que le necesito —. Si algún día quieres que duerma contigo, tendrás que pedírmelo. Igual que la cinta. Igual que todo lo demás. —Dejo de moverme y le suelto la nuca. Mis dedos se deslizan por su garganta hasta llegar a sus labios. Se los recorro con el pulgar y él los tensa. Es tan terco. Me dirijo al pómulo y allí Edward no puede evitar girar levemente el rostro para sentir mi caricia—. Si quieres que me vaya de tu apartamento, que te deje solo con tu muleta, tus miedos y todo el deseo que estás sintiendo ahora, lo único que tienes que hacer es abrir los ojos y pedírmelo. Abre los ojos, mírame, y dime que quieres que me vaya. Retiro la mano de debajo de su jersey y coloco ambas sobre su torso, tiembla igual que yo. El corazón le late tan rápido que incluso me preocupa.

—Si no me lo pides, no me iré. —La frase parece tranquilizarlo y los latidos aminoran poco a poco. Al parecer, su cuerpo estás más dispuesto que su mente a reconocer que me necesita—. No te muevas, Edward. Voy a levantarme —le explico, porque tengo la sensación de que en esta etapa de nuestra relación los dos nos sentimos igual de confusos—, iré a preparar tu dormitorio mientras tú te quedas aquí con los ojos cerrados. —Le concedo eso porque siento que tiene necesidad de ello y el modo en que respira aliviado me lo confirma—. Cuando vuelva, te ayudaré a cambiarte de ropa.

Edward asiente y sonríe y estoy convencida de que no se ha dado cuenta de que lo ha hecho. Me necesita mucho más de lo que cree. Y yo a él, porque ahora que sé lo que es amarlo así, no me imagino estar un día sin hacerlo. Me levanto despacio y me quedo mirándolo. Ojalá pudiera darle un beso, pero ahora no debo. Edward necesita recuperar la calma.

—No te muevas. Eso es, muy bien. Respira ya más tranquilo, aunque todavía no ha aflojado los dedos con que sujeta el cojín. —Suelta el cojín, Edward. Abre los dedos de inmediato. —Arreglaré las cosas y te prepararé un baño.

—No.

Iba a marcharme, pero me detengo en seco.

—¿Me has dicho que no?

Él sigue con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Se toma su tiempo para contestar; tengo la sensación de que está eligiendo las palabras adecuadas. No puedo creer que me haya vuelto a decir que no. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora? ¿Castigarlo? Eso sí que no voy a poder hacerlo. Controlar sus reacciones para hacerle sentir amado, para enseñarle a entregarse por completo a mí es maravilloso. Excitante. Pero castigarlo, hacerle daño ahora que está herido, me revuelve el estómago sólo con pensarlo. En los manuales que he leído sobre dominación (no he conseguido acabar ninguno), se habla de distintas técnicas de castigo y a mí todas me parecen dolorosas. En las novelas eróticas también se mencionan algunas, siempre en medio de una escena sexual, y éstas tal vez me las plantearía si se diesen las circunstancias adecuadas.

Pero Edward y yo no estamos en la cama. Sí, los dos nos hemos excitado, eso es innegable, pero en realidad estamos discutiendo. Él ha intentado distanciarse de mí otra vez, y yo... yo no he tenido más remedio que recordarle que nos pertenecemos. ¿Acaso no lo he logrado?

—Contéstame, Edward, ¿me has dicho que no? —repito con voz firme, tragándome las lágrimas.

—No quiero bañarme. Lo odio. Sólo me gusta nadar en las piscinas —añade, con voz más ronca—. O en el mar. Odio bañarme. Lo siento.

Me llevo una mano a la cara para secarme la única lágrima que ha logrado escapar a mi férreo control.

—No, no te disculpes —me apresuro a tranquilizarlo de nuevo. La vulnerabilidad que me está demostrando es abrumadora. Siento como si me estuviese ofreciendo el privilegio de visitar una parte hasta ahora desconocida de su corazón—. No lo sabía, gracias por contármelo.

Me aparto del sofá para contener las ganas de abrazarlo y paso por detrás de él, donde me detengo y le acaricio el pelo con ternura. No sé si es apropiado, pero bajo la cabeza y le doy un beso en la frente. Él sonríe. El beso ha sido apropiado.

—No te muevas —repito de nuevo—. Arreglo las cosas y, si quieres, después te ayudo a ducharte.

—Gracias.

 Me voy de allí sin saber muy bien si me da las gracias por haberlo reñido, por haberle prohibido que se moviese o por haberlo besado. O por las tres cosas.

 

Capítulo 41: capitulo*40 Capítulo 43: CAPITULO*42

 


Capítulos

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