Capitulo* 44
Garret McCarty parece sacado de Guantánamo, no de una clínica de rehabilitación. El fisioterapeuta impone respeto con su sola presencia y sus directrices respecto a la recuperación de Edward son escuetas y muy directas.
—Su problema más grave, señor Cullen, es que está usted convencido de que es invencible —le dice a Edward, riñéndolo como si fuese un niño pequeño, a pesar de haberlo llamado «señor»—. Pero no lo es. Nadie lo es. Y hasta que se meta en la cabeza que se ha salvado de milagro y que si algún día pretende volver a mover la pierna y la mano como antes tiene que hacer recuperación, mi trabajo no servirá de nada.
—Le aseguro, señor McCarty —contesta Edward igual de respetuoso—, que soy muy consciente de mis circunstancias. Usted no fue el que quedó atrapado en ese coche. Pero no soy ningún inválido y no voy a empezar a comportarme como tal, así que le sugiero que se replantee el tono que está utilizando conmigo.
—¡Edward!
—No se preocupe, señorita Swan. El señor Cullen no es el primer hombre con complejo de superhéroe que se cruza en mi camino. Nadie le está tratando como si fuera un inválido y si de verdad cree eso, le sugiero que venga un día a mi clínica y lo compruebe con sus propios ojos. Esos inválidos, como usted los llama, podrían darle lecciones de valor, coraje y fuerza de voluntad. De momento, usted sólo me parece un niño malcriado que se ha asustado porque ha visto que puede morir. Muestre respeto por las heridas que tiene y por mi trabajo, y le aseguro que se recuperará.
Edward desvía la mirada hacia mí y yo tardo unos segundos en comprender que busca mi consejo. Asiento y él suelta el aliento y acepta mi decisión.
—De acuerdo, señor McCarty. Haré lo que usted me diga. Me comprometo a seguir sus instrucciones al pie de la letra.
—Perfecto. —McCarty junta las manos y se las frota—. Lo primero que tenemos que hacer es quitarle estas escayolas.
Edward y yo lo miramos como si se hubiese vuelto loco.
—No me malinterpreten, antes el yeso se utilizaba para todo, así que algo ayuda, pero ahora el señor cullen ya tiene los huesos soldados y lo que tiene que hacer es empezar a ejercitarlos. Bastará con que lleve unas vendas y con que no apoye la pierna ni utilice la mano mientras está en recuperación. Y los clavos en la rodilla también se quedan, lo siento.
—¿No puede quitarle usted mismo las escayolas? —le pregunto a McCarty.
—Sí, claro, déjeme comprobar si llevo los aparatos de tortura adecuados. Busca en su maletín y saca victorioso una especie de sierra en miniatura.
—Una de mis preferidas.
—¿Estás segura de que es el mejor fisioterapeuta de Londres? —me pregunta Edward en voz baja.
—Segura.
—Oh, vamos, señor Cullen, si hubiese venido aquí y hubiese empezado a hacerle la pelota y a tratarlo con guante de seda, no me habría hecho ni caso.
—Tal vez tenga razón, señor McCarty.
—Llámeme Garret, así le será más fácil insultarme cuando le está haciendo sudar.
—A mí llámame Edward, pero procura no insultarme.
—Intentaré contenerme. Y ahora, cállate, no quiero cortarte la pierna por accidente.
Edward sonríe y doy gracias al cielo, o al doctor Black, por habernos recomendado al fisioterapeuta más engreído, seguro de sí mismo y terco de toda Inglaterra. Le harán falta esas cualidades para tratar con Edward. Garret corta el yeso y, tras un ruido seco, lo parte por la mitad y aparta los dos trozos de la pierna.
—Oh, Dios mío. —Me llevo la mano a los labios al ver las cicatrices que le desgarran la rodilla y que hasta ahora estaban ocultas bajo el yeso.
—Debió de dolerte —comenta Garret—. Voy a dejar que la piel respire un poco antes de vendarla de nuevo. ¿Señorita swan, le importaría acompañarme a la cocina? Me gustaría explicarle cómo preparar las vendas que le voy a poner.
—Claro, por supuesto, y llámame Bella.
Cuando llegamos a la cocina, Garret abre su maletín, saca unas vendas y me las pasa sin ningún miramiento.
—Lo de las vendas era una excusa, lo único que tienes que hacer es apretarlas si ves que se aflojan y procurar que no se las quite.
—De acuerdo —digo intrigada.
—Quería hablar a solas contigo porque, según mi experiencia profesional, para que un paciente se recupere, tan importante es su actitud como la de la persona que está con él. No sé si me he explicado bien.
—Perfectamente.
—Edward es terco, pero tiene mucha fuerza de voluntad y está decidido a ponerse bien en un tiempo récord, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas.
—Hay pacientes a cuyos familiares les tengo que aconsejar que presionen al enfermo, que le presenten retos para que no se acomode en su enfermedad, pero en el caso de Edward es todo lo contrario. No dejes que se exceda; una cosa es hacer ejercicios de rehabilitación y otra extenuar los músculos. Tiene que utilizar el bastón o la muleta y procura que descanse, oblígale si es necesario. Si se agrava la lesión, no habrá rehabilitación que valga y podría quedarse cojo para siempre.
Trago saliva.
—Entendido.
—La mano no me preocupa tanto. A juzgar por las radiografías, fue una rotura bastante limpia y los huesos se han soldado bien, pero esa rodilla... es un milagro que pueda sostenerse en pie. No puede forzarla bajo ningún concepto.
—No te preocupes, Garret, me aseguraré de que no lo haga.
—Perfecto, me alegro de que estemos de acuerdo.
Volvemos los dos al salón y Edward enarca una ceja al vernos. Está celoso. Me gusta verlo celoso.
—Voy a quitarte el yeso de la mano y luego te vendaré ambas heridas. Hoy será mejor que no hagamos ningún ejercicio, pero mañana puedes pasarte por la clínica a las diez.
—De acuerdo.
—Como veo que el dinero no es un problema en tu caso... —añade Garret, mientras le quita el yeso de la mano—. Sí, ya sé que es de mal gusto ser tan directo, pero no tengo tiempo para tonterías — explica, al ver que Edward lo mira con ambas cejas en alto.
—Yo tampoco y me gusta que seas directo. En efecto, el dinero no es ningún problema, continúa.
—He pensado que podrías comprarte un par de barras de rehabilitación y unas pesas y tal vez incluso una camilla. Seguro que encuentras algún sitio donde meterlas. Así podrías ejercitar en casa y yo podría venir aquí a hacerte la rehabilitación.
—Dime dónde puedo conseguir la clase exacta de aparatos que necesitas —le pide él, sumamente interesado. Garret le está vendando la rodilla y veo que aprieta con fuerza y que Edward flexiona los dedos de la mano.
—Te daré los datos del distribuidor que yo utilizo, pero tardarán varios días en entregártelos.
—De acuerdo; mientras, iré a la clínica.
—Fantástico. Esto ya está. Se aparta para comprobar los vendajes. Tras darles el visto bueno, empieza a recoger sus cosas y deja una tarjeta encima de la mesa.
—Aquí podréis comprarlo todo. Sólo diles que tienes la rodilla rota y que Garret Mc Carty es tu terapeuta y sabrán qué necesitas. Nos vemos mañana en la clínica. Ha sido un placer, Bella, Edward — se despide de ambos—. ¡No llegues tarde! Mis pacientes impuntuales hacen diez flexiones más.
Edward se ríe. Sí, Garret McCarty ha sido la elección adecuada.
—Me gusta —digo en cuanto el fisioterapeuta cierra la puerta y, al ver cómo se oscurece la mirada de Edward, me apresuro a añadir—, como profesional. Me gusta como profesional. Creo que es el fisioterapeuta perfecto para ti.
Él relaja un poco el cejo, sólo un poco.
—Tal vez —reconoce—. Es un irreverente.
—Sí, lo es, justo lo que tú necesitas, Edward. Exactamente lo opuesto a lo que tenías hasta ahora.
—Yo también empiezo a darme cuenta de eso. —Aparta la mirada un instante y, cuando vuelve a fijarla en la mía, se lo ve firme y decidido, aunque en el fondo de sus ojos no ha logrado ocultar un atisbo de miedo—. He pensado que cuando lleguen los aparatos de tortura que Garret necesita, podríamos colocarlos en el piso de arriba.
Mi cerebro no consigue procesar tal asalto y el corazón se me para en el pecho. «Podríamos», «en el piso de arriba».
—¿Qué te parece? —me pregunta, al ver que no digo nada.
—¿Vas a quitar la cama y el sofá?
Antes de permitirme ilusionarme, tengo que estar segura de que me está insinuando lo que creo que me está insinuando.
—El sofá no, le tengo mucho cariño. Y después de lo que me dijiste anoche, creía que tú también.
Me sonrojo. Desde que nos hemos despertado, es la primera vez que uno de los dos hace mención a lo que sucedió anoche en la ducha. Edward se pone en pie y coge la muleta para acercarse a mí.
—Dijiste que te acordabas de la primera vez que viniste a mi apartamento, cuando te ordené que no te movieras.
Me cuesta respirar cuando él está tan cerca.
—No quiero desprenderme de ese sofá por nada del mundo —añade, muy cerca de mis labios.
—¿Y de la cama? —insisto.
—Quiero besarte.
Yo me muero por besarlo.
—¿Y la cama, Edward, vas a quitarla?
—Deja que te bese.
He estado tan absorta en lo que ha dicho que no me he dado cuenta de que está completamente inmóvil delante de mí. Sus hombros desprenden tensión y le tiembla ligeramente el brazo con que sujeta la muleta. No va a moverse. No me besará sin mi permiso.
—¿Vas a quitar la cama? Contéstame.
—Deja que te bese.
Enarco una ceja y lo miro furiosa. Y excitada, aunque esto último intento ocultarlo.
—Te avisé de que no intentases manipularme, Edward. Si de verdad estás dispuesto a deshacerte de esa cama y dejar que duerma contigo, perfecto. Si no, no juegues con mis sentimientos. Cuando estés listo para enfrentarte de verdad a lo que sentimos el uno por el otro, dímelo. No aproveches una excusa como la de esa cama. Estoy luchando por ti, Edward, y te exijo que hagas lo mismo. La cinta, dormir contigo, besarte, tienes que pedírmelo directamente. Sin subterfugios.
—Bésame, por favor.
—Eso está mejor.
Levanto las manos y le sujeto el rostro con ellas al tiempo que me pongo de puntillas. Le muerdo el labio inferior y noto que él suelta despacio el aliento. Deslizo la lengua muy despacio y espero a que edward reaccione. Pero sigue inmóvil y le doy un suave beso en los labios. Y otro. Pequeños besos llenos de ternura y de amor. Tiembla más incluso que cuando le he mordido y empiezo a entender que son esas emociones las que de verdad le dan miedo y no que lo domine. Le acaricio los pómulos con los pulgares y lo oigo gemir. Otro beso en los labios, éste un poquito más largo, pero sin abrirlos. Poso mi boca sobre la suya y dejo que Edward absorba mi presencia, que entienda que lo nuestro es para siempre. Empiezo a apartarme despacio y por fin separa los labios en busca del beso que de verdad quiero darle. Me pongo aún más de puntillas para profundizar el beso tanto como me es posible, quiero inundarlo con mi sabor, asegurarme de que puede recordarlo en cualquier momento del día. Pego mi torso al suyo y los dos nos estremecemos. Nuestras lenguas se seducen la una a la otra y Edward gime en mis labios. Mi boca no quiere alejarse de la de él. Todavía no lo he besado lo suficiente, pero sé que tengo que apartarme antes de que ninguno de los pueda hacerlo. Lo beso con ternura una última vez y, sin dejar de acariciarle los pómulos, pongo los pies en el suelo.
—¿Quieres ir al bufete? —le pregunto, porque todavía no estoy acostumbrada a su mirada después de que lo bese o lo toque.
Él carraspea antes de contestar:
—Sí.
—Llamaré un taxi. Ni loca voy a conducir tu coche y tú no puedes ir andando hasta allí ni coger el metro.
—De acuerdo.
Me alejo y llamo al portero para pedirle que nos busque un taxi. (Medio año atrás, una escena así me habría parecido ridícula.) Vuelvo donde está Edward para coger nuestros abrigos y ayudarlo. Él camina apoyándose firmemente en la muleta y nos quedamos en silencio hasta llegar al ascensor.
—Esta noche quiero que duermas conmigo —me dice, con la vista al frente.
Estoy tan sorprendida que no puedo evitar mirarlo fijamente. Le tiembla el músculo de la mandíbula y tiene la espalda echada hacia atrás, como preparándose para recibir un golpe. ¿De verdad creía que iba a rechazarlo?
—Quiero dormir contigo —repite y la nuez le sube y baja por la garganta—. Tengo pesadillas y me da miedo asustarte, pero esta noche quiero dormir contigo. Dime que basta con eso.
«Oh, Edward.»
—Edward... —Levanto una mano y le acaricio la cara. Él intenta apartarse un segundo, pero después se rinde y busca la caricia—. Por supuesto que basta con eso. Yo también quiero dormir contigo. No te preocupes, si tienes alguna pesadilla, la derrotaremos juntos. El sonido del ascensor marca el final de nuestro trayecto y de esa demoledora conversación.
En el bufete todos están ansiosos por ver a Edward. Yo observo desde un discreto segundo plano cómo se sonroja cada vez que alguien se le acerca para darle un abrazo y desearle que se recupere pronto. Al parecer, ni él ni yo habíamos conseguido engañar a nadie respecto a nuestra relación y la gente de Stanley&Cullen nos considera una pareja desde hace tiempo. Supongo que no son los mejores abogados de Londres por nada. Edward se encierra un rato en el despacio de Jesica y sí, reconozco que siento celos, sigo creyendo que no sé toda la verdad sobre ellos dos, pero confío en él y sé que lo que siente por mí nunca lo ha sentido por nadie. De todos modos, para evitar ponerme paranoica, acepto la invitación de angela de ir a tomar un café con ella a una de las cafeterías donde solíamos desayunar.
—Tendrías que haberme dicho que estabas con el señor cullen y no con Jazper. Un momento, ahora que es tu novio, puedo llamarlo Edward, ¿no?
—No digas bobadas, antes ya lo llamabas Edward —me río.
—Sí, lo sé, sólo quería tomarte el pelo. Vaya, vaya, tengo que reconocer que tu gusto respecto a los hombres ha mejorado mucho desde que te has mudado a Londres. Cuando conocí a James en la boda, me costó mucho creer que habías estado a punto de casarte con él. En cambio, Edward... eso sí que lo entiendo perfectamente. Si yo no estuviese casada... ¡Es broma!
Las dos nos reímos. Realmente he tenido mucha suerte de conocer a angela.
—Sí, cuanto más lo pienso, más me cuesta entender qué vi en James.
—Por cierto, deja que me disculpe de nuevo porque estuviera en mi boda. Te juro que no tenía idea de que estaba saliendo con Kate.
—No te preocupes. El mundo es un pañuelo, o eso dicen. Además, me fue muy bien verlo y hablar con él. Ahora puedo afirmar que definitivamente he cerrado una etapa de mi vida.
—Me alegro por ti.
—Gracias. Vamos, cuéntame, ¿cómo te ha ido la luna de miel?
A Angela se le ilumina el rostro con una sonrisa radiante y me relata las excelencias de los hoteles y las playas de Tailandia.
—¿Cuándo volverás al trabajo? —me pregunta, de vuelta al bufete.
—Supongo que la semana que viene. Edward empieza la recuperación mañana y quiero acompañarlo.
—Lo debiste de pasar muy mal en el hospital. ¿Por qué no dejaste que nadie fuese a visitarte?
Me meto las manos en los bolsillos del abrigo antes de contestar.
—Supongo que quería estar a solas con Edward.
—Bueno, sea como sea, me alegro de que se esté recuperando y de que tú seas tan feliz. Hacéis muy buena pareja. A él se le cae la baba cuando te mira.
—No exageres.
—No exagero. Y se le oscurecen los ojos. Edward tiene los ojos más Verdes que he visto nunca. Se me hiela la sangre.
—¿Cuándo has visto al tío de Edward? —le pregunto a Angela, sujetándola por el antebrazo, justo antes de entrar en el edificio de Stanley & Cullen.
—Ayer sin ir más lejos. Vino al bufete y preguntó por ti.
Oh, Dios mío.
—¿Por mí?
—Sí, dijo que quería hablar contigo sobre Edward. Ahora que lo pienso... —Se mete una mano en el bolsillo de la chaqueta y saca una tarjeta—. Dejó esto para ti. Cojo el trozo de papel como si estuviese envenenado.
—¿Por qué lo atendiste tú, dónde estaba Jessica?
—En los juzgados.
¿Por qué tenía la sensación de que Marcus Cullen también estaba al corriente de eso y de que por esa razón había elegido aquel preciso instante para presentarse en el bufete?
— ¿Sucede algo, Bella?
—No, por supuesto que no. —Veo que no he logrado convencerla y me explico un poco más—. Es que yo todavía no conozco al tío de Edward, eso es todo.
—Bueno, creo que estás a punto de remediarlo. Mira, es ese hombre de allí.
Me señala un Rolls Royce del que, efectivamente, acaba de descender Marcus cullen en persona.
—Ángela, sube a avisar a Edward. Rápido.
|