El Noble y la Ladrona (+18)

Autor: Gothic
Género: + 18
Fecha Creación: 15/08/2010
Fecha Actualización: 13/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 29
Comentarios: 57
Visitas: 81786
Capítulos: 22

Cuando un audaz salteador de caminos asaltó su carruaje y apuntó con una pistola a una parte crucial de su anatomía, el marqués de Cullen tuvo que efectuar una elección crítica, entregar el anillo de su hermano fallecido o perder las joyas de la familia.

Edward decidió separarse del recuerdo, pero sólo de modo temporal. Localizaría al ladrón de los inolvidables ojos color Chocolate aunque fuese lo último que hiciera.

Para todos era conocida la escandalosa reputación de la Liga de los Libertinos de Londres, de modo que, cuando el más infame de sus miembros la tomó entre sus brazos en un baile de sociedad, Isabella Swan comprendió que sus intenciones no eran nada honorables.

La fogosa persecución de Edward hizo que sus ojos chocolates se abriesen de par en par y el pulso se le acelerase, pero…
 
¿Él iba en busca de una amante o de la picara que se había atrevido a robarle a punta de pistola?
Fuera como fuese, Isabella  sabía que le había llegado la hora de devolver lo robado, y estaba más que deseosa de entregarle tanto su cuerpo como su corazón.

Disclaimer : Esta historia es una adaptación de una novela, sólo he tomado partes de la trama y la he adaptado con los personajes de la saga crepúsculo, que le pertenecen a Stephanie Meyer.

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Capítulo 9: Capitulo 9

Edward durmió hasta bien entrada la mañana. Tras bañarse con calma, comió y se retiró a su estudio. Había sido un idiota al tomar la virginidad de Isabella en aquella sórdida posada. Si hubiese puesto freno a su lujuria, podría haber llevado a Isabella a su casa y nadie se habría enterado. Y por lo que se refería a la seducción, había sido un desastre.
Le había hecho el amor a Isabella cuando ella se hallaba en un estado de conmoción y ése era un comportamiento reprochable, aunque fuera lo que ella deseaba. Edward había pensado que, la primera vez, la poseería sobre sábanas de seda, tomándose todo el tiempo del mundo para saborearla. Pero lo que había sucedido en la realidad desafiaba la imaginación.
En primer lugar, Isabella era virgen. Para empeorar las cosas, habían sido descubiertos por un trío de conocidos chismosos. Peor aún, él no había planeado nada de lo que había sucedido. ¿Qué diablos iba a hacer? Una vez la buena sociedad se enterase de lo que había pasado, a Isabella y su familia la vida les resultaría imposible.
Se preguntó sombríamente qué iba a hacer. Sus razones para permanecer soltero seguían siendo válidas y como Isabella no le permitía hacerse cargo de ella financieramente, se veía impotente para aliviar sus problemas. Si pudiera ahogar el origen del escándalo, lo haría, pero probablemente ya era demasiado tarde. Y cuando se enterara su abuela, se desatarían todos los infiernos.
Ella conocía su reputación como libertino y mujeriego, pero comprometer a una mujer de buena cuna y negarse a hacer lo «correcto», ciertamente le haría ganarse su ira.
Edward nunca había tenido intenciones de perjudicar a Isabella, pero hacerle el amor había sido una experiencia extraordinaria. Acabó cayendo en una condición soñadora mientras recordaba cada dulce momento que había pasado con ella. Una oleada de calor inundó su cuerpo y se estancó en sus ingles. Con Isabella, con una vez no le bastaba.
Con Isabella, con una vez tendría que bastarle.
Edward no podía confiar en su control. Eyacular dentro de ella podía dar lugar a un desastre. Con otras mujeres, eso nunca había sido un problema. Retirarse en el momento justo a Edward le resultaba natural después de tantos años de hacerlo. Pero con Isabella, le había resultado casi imposible. El apremio de darle a ella su simiente había sido un impulso tan fuerte, que casi había sucumbido a él.
Deseaba estar dentro de ella en aquel mismo momento; deseaba posar su boca en sus senos y sus manos en su apetecible trasero. ¡Dios!, ¿qué le estaba pasando? Sofocó un gemido, fue hacia la alacena, se llenó una copa de brandy y se la llevó al sillón, así como la botella.
A la hora de comer, Laurent le llevó una bandeja, pero Edward siguió con la botella. Permaneció así, sentado, cavilando, durante horas, levantándose ocasionalmente para pasear por la habitación y retornando luego a su sillón y a su botella. La luz del día se convirtió en crepúsculo, y Laurent, muy preocupado, volvió para preguntar si su señoría se disponía a salir aquella noche y si deseaba que lo ayudasen a bañarse y vestirse. Edward lo despidió con un ademán, informando al preocupado sirviente de que se proponía pasar la noche en casa.
Laurent parpadeó.
—¿En casa, milord?
—En casa —repitió Edward —. Y tráigame otra botella; ésta está vacía.
En algún momento, durante la larga noche, Edward se quedó dormido con la copa colgando de su mano y las botellas vacías tiradas en el suelo, a sus pies. Se despertó con la luz entrando a cantidades por la ventana y el sonido de la puerta al abrirse de golpe. Con la vista borrosa, agitó la cabeza para aclarársela cuando vio a Emmet irrumpir allí seguido de Jasper. Emmet le metió un periódico bajo la nariz y le espetó:
—¿Qué diablos está pasando, Cullen? Estás acabado.
Edward levantó los ojos, inyectados en sangre, hacia sus amigos, y trató de esbozar una sonrisa, pero sólo pudo exhibir una mueca.
—Buenos días a vosotros también. ¿A qué debo el placer de esta temprana visita?
—¿Has visto el periódico de la mañana? —preguntó Jasper.
Edward trató de centrar su atención en el periódico que tenía ante los ojos, pero estaba demasiado resacoso como para distinguir las palabras.
—Me temo que esta mañana no. No estoy en mi mejor forma. ¿Qué es eso tan terriblemente importante?
—Escucha mientras te leo un trozo de la columna de chismes —dijo Emmet aclarándose la garganta.
»Ha llegado a conocimiento de este redactor que uno de los integrantes de la Liga de Libertinos de Londres fue visto en La Liebre y el Sabueso con una dama que anteriormente tenía una intachable reputación. El marqués de C y lady I parecían haber yacido juntos en posición horizontal según afirman quienes los vieron en déshabillé. ¿Significa eso que va a haber boda inminente?
—¡Infierno y condenación! —gruñó Edward —. Los amigotes de Volturi no han podido esperar para contarle al mundo lo que vieron en La Liebre y el Sabueso.
—¿Y qué vieron exactamente? —preguntó Jasper—. Naturalmente, lady I es Isabella Swan. Y, a propósito, Cullen, tienes una pinta horrible.
—Esta vez te has pasado de la raya, amigo —añadió Emmet—. ¿Por qué tenías que ir tras una virgen cuando hay tantísimas mujeres por ahí para satisfacer nuestras necesidades?
—¿Cómo sabes que era virgen? —gruñó Edward.
—Nunca se ha dicho que no lo fuera —repuso Emmet—. La dama ha vivido al margen de la sociedad desde la muerte de su padre. No hay ni una sola habladuría sobre ella.
—Idos —replicó Edward.
—¿Vas a proponerle matrimonio? —preguntó Jazz impasible ante la brusquedad de Edward.
Éste dio una patada a las botellas que, de repente, descubrió a sus pies.
—Ambos sabéis que no puedo.
—La reputación de lady Isabella está arruinada —añadió Emmet innecesariamente.
—¿Crees que no lo sé? —gritó Edward.
—¿Qué pasó? —preguntó Emmet—. Te conozco bien, amigo. Que yo sepa, ésta es la primera vez que has comprometido a una virgen. Te lo advertimos, pero te negaste a escuchar.
Edward se examinó las uñas.
—No negaré que deseaba a Isabella y le pedí que fuera mi amante. Ella se negó, pero su familia está en serios aprietos; ella necesita un protector. Poco puedo hacer ahora para detener esas maliciosas habladurías.
—De modo que no vas a casarte con ella —conjeturó Jasper.
—¿Acaso no lo he dicho así? —repuso Edward irritado.
—No eres tú mismo, Cullen —observó Jasper—. Tal vez deberíamos dejarte y volver cuando estés de mejor condición.
Al ver que no obtenían respuesta, Emmet y Jasper salieron de la habitación. Laurent llegó al cabo de unos momentos con el desayuno y un periódico recién impreso. Edward cogió el periódico y buscó inmediatamente la columna de chismes. La leyó entera dos veces antes de soltarlo.
—¿Sucede algo malo, milord? —pregunto Laurent preocupado—. No parece usted mismo.
—¿Ha leído las noticias matinales, Laurent?
—Aún no, milord. Suelo leer el diario cuando usted ya ha concluido con él.
Edward recogió el periódico y se lo tendió a Laurent señalándole la columna de chismes con un dedo.
—Puede usted leer eso. Sospecho que todo el servicio está hablando del asunto ahora que se ha hecho público.
Laurent leyó el artículo en cuestión y sus cejas se fueron enarcando con cada palabra.
—¿Es eso cierto, milord?
—Me temo que sí, Laurent.
—Entonces, sospecho que procede felicitarle. Necesitará una licencia especial, pero eso puede arreglarse bastante fácilmente. Me encargaré de ello de inmediato.
—No voy a casarme, Laurent. Sin embargo, hay algo que sí puede hacer por mí.
Si Laurent se quedó sorprendido ante la negativa de Edward a casarse con la mujer a la que había comprometido, no lo demostró.
—Estoy a su servicio, milord.
—Deseo saber más cosas sobre lord Volturi y sus razones para intentar perjudicar a la mujer con la que pretendía casarse. La mujer en cuestión no tiene dote, de modo que no había ninguna ganancia monetaria para él y me niego a creer que la ame.
—Haré todo lo posible por obtener esa información, milord —prometió Laurent—, pero necesito saber el nombre de la dama antes de poder poner en marcha una investigación.
—Puesto que sé que es discreto, se lo diré. Se trata de Isabella Swan. Volturi está deseoso de casarse con ella, y me interesa saber por qué.
—Muy bien, milord. Confío en que mis contactos me proporcionen algo de valor.
Edward siguió sentado en contemplativo silencio mucho después de que Laurent se hubo marchado. Decidió tomarse el desayuno y luego fue a su habitación a bañarse y vestirse. No podía andar escondiéndose ni pretender que no existían las habladurías. Lo mejor que podía hacer era realizar sus actividades normales y frecuentar sus habituales lugares de esparcimiento.
Cuando se disponía a salir de casa, recibió una nota. En cuanto el lacayo se la tendió, supo quién se la mandaba. Su abuela no había perdido el tiempo. Él confiaba en poder cabalgar primero un poco por el parque, pero la nota de la abuela eliminaba esa posibilidad. Preparándose para el enfrentamiento, Edward se puso en marcha en su montura favorita.
Un muchacho corrió a recoger las riendas cuando desmontó ante la mansión de su abuela.
—No lo desensilles —le dijo Edward —. No me quedaré mucho rato.
Lady Jane estaba aguardando a Edward en el salón matinal, serio el arrugado semblante y los labios fruncidos con desaprobación.
—¿Cómo estás, abuela? —preguntó él tras inclinarse y besar su flácida mejilla.
—Te lo diré cuando hayamos comentado tus planes de boda.
—Veo que has leído el periódico de la mañana.
—¿Es eso cierto? ¿Eres tú el lord C que ha comprometido a lady I en La Liebre y el Sabueso?
Edward estuvo a punto de negarlo, pero prudentemente decidió no hacerlo. Todavía no había conseguido nunca mentirle a su abuela sin ser descubierto. Ella lo conocía demasiado bien.
Tras una penosa pausa, dijo:
—Es cierto, abuela, pero existen circunstancias atenuantes.
—Olvida las circunstancias, que poco importan. Entiendo que lady I es Isabella Swan.
—Prefiero mantener el nombre de la dama fuera de la cuestión.
—Es demasiado tarde para eso, muchacho. Todo Londres está hablando de vosotros. Esta vez has ido demasiado lejos. Has comprometido a una dama soltera, y sólo existe una salida honorable para eso. Habría preferido que arruinaras a alguien con una dote mayor, y con menos años, pero la joven tiene buena genealogía. —Se dio unos golpecitos en la barbilla—. Celebraremos una boda íntima y daremos una pequeña recepción.
Edward escuchaba a su abuela con creciente aprensión. La anciana estaba realmente a punto de llorar. No habría ninguna boda, y tenía que decírselo antes de que aquello fuera demasiado lejos.
—¡Alto, abuela! No habrá boda. Haré cualquier cosa para acallar las murmuraciones menos casarme, a eso no puedo comprometerme.
Lady Jane golpeó con su bastón en el suelo con implacable determinación.
—Ningún nieto mío eludirá su deber. Te casarás con lady Isabella y tendrás el heredero que deberías haber engendrado hace años. —Dirigió una dura mirada a su nieto—. Tal vez ella ya esté engordando.
—No, abuela, eso no es posible.
—¿Estás diciendo que no ha sucedido nada en La Liebre y el Sabueso?
—No te mentiré, abuela. Lo único que te diré es que tomé precauciones.
—¡Aja! Lo sé todo sobre precauciones, y no siempre funcionan. Sin embargo, esto está de más. Has comprometido a una mujer cuya reputación era irreprochable y te casarás con ella.
—Abuela —dijo Edward con decreciente paciencia—. Sencillamente, no puedo...
—Y yo digo que lo harás. Desde luego que te casarás. Yo me cuidaré de los preparativos. Tú, lo único que tienes que hacer es obtener una licencia especial y compadecer en el momento señalado. Esta conversación ha concluido.
Con la mente confusa, Edward se despidió poco después. Su abuela estaba empeñada en una boda, y nada de lo que él dijera podía persuadirla de lo contrario. Y como él quería a su abuela, cumpliría con sus deseos. Era vieja, frágil y desconocía sus razones para permanecer soltero. Después de escucharla, se dio cuenta de que no podía negarle el placer de verlo sentar la cabeza.
Pero aunque su abuela pudiera obligarle a casarse, no podía forzarlo a tener hijos. Su nombre moriría con él.
El día después de haberse librado por tan poco de Volturi en La Liebre y el Sabueso, Isabella almorzaba sin saborear la comida. Sentía como si su mundo se estuviese desintegrando lentamente.
Mientras picoteaba su comida, se dio cuenta de pronto de que faltaba el periódico matinal. Insólitamente estaba sobre la mesa de la cocina cuando ella había bajado a desayunar esa mañana, y era la hora de comer y aún no lo había visto.
—Tía, ¿has visto el periódico de la mañana? —preguntó la joven.
Charlotte detuvo el tenedor a medio camino de su boca.
—¿El periódico, querida? Uh... Yo... hum... tendrás que preguntarle a Jacob. Tal vez se le ha olvidado.
Un escalofrío recorrió la columna de Isabella.
—Jacob nunca se olvida. Algo pasa. Dímelo.
—¡Oh, querida, es terrible! ¡Sencillamente terrible! —vaciló Charlotte—. Confiaba en que no llegaríamos a esto.
—Tía...
—¡Oh, muy bien! Jacob y yo no queríamos que lo leyeses. Hay una información en la columna de chismes y pensamos que iba a afectarte.
—Aprecio que tratéis de protegerme, pero deseo saber lo que se dice de mí. ¿Puedo ver el periódico, por favor?
Con los labios apretados formando una tenue línea, Charlotte se levantó y sacó el periódico de un cajón donde lo había guardado anteriormente. Isabella buscó la columna de chismes y leyó en silencio las malditas palabras... palabras que hacían jirones su reputación.
Aunque hacía largo tiempo que no formaba parte de la buena sociedad, ver el nombre de la familia arrastrado por el barro de nuevo le dolía. Se había esforzado mucho por superar la vergüenza que su padre les había causado, y ahora ella había provocado un escándalo aún mayor. Benjamín nunca sería aceptado en sociedad y tía Charlotte compartiría con ella su desgracia.
—No es tan malo —aventuró Charlotte cuando Isabella hubo leído el ofensivo artículo—. Las murmuraciones desaparecerán una vez que Cullen y tú estéis casados. Algo bueno resultará de todo ello. Todos nuestros problemas financieros acabarán. Tal vez sea lo mejor, Bella.
Isabella apretó los dientes, frustrada.
—No va a haber boda, tía. Cullen no me propondrá matrimonio. Y si lo hiciera, yo no lo aceptaría.
Charlotte abrió la boca sorprendida.
—¿Por qué dices algo así? Es evidente que el marqués está interesado por ti. ¿Por qué, si no, acudió a rescatarte?
—Porque es un ser humano decente —dijo Isabella.
«Y un amante asombroso.»
Cullen había dejado perfectamente clara su postura antes de que hicieran el amor. Ella recordaba cómo le había rogado que le hiciese el amor y como él la había satisfecho más allá de sus sueños más salvajes. La decisión de Cullen de permanecer soltero era desconcertante, y sólo podía suponer que su placer hedonista y su libertinaje significaban más para él que tener una esposa y una familia.
—Voy arriba, tía —dijo Isabella concluyendo la conversación, antes de que Alma pudiera seguir interrogándola—. Envíame a Jacob cuando vuelva del mercado.
—¡Oh, no! —se lamentó Charlotte—. No me digas que tú y Jacob vais a... a...
—Tenemos que hacerlo. No nos queda nada más que el reloj de padre, y lo guardo para Benjamín.
Se levantó y salió de la cocina antes de que la conversación retornara a Cullen.


Con las severas palabras de su abuela aún resonando en sus oídos, Edward desmontó frente a la ruinosa casa de Isabella. Nadie corrió a recoger sus riendas, de modo que ató su caballo en un matorral y subió la escalera principal. Tenía la mano en la aldaba de metal cuando comprendió que no podía seguir adelante con aquello. Comenzaba a dar media vuelta cuando la puerta se abrió de repente.
—¡Lord Cullen! —exclamó Charlotte, al parecer tan sorprendida como él—. No le he oído llamar.
Edward esbozó una sonrisa.
—Lady Charlotte, buenos días. ¿Cómo sabía que estaba aquí?
—No lo sabía. He salido para barrer el umbral y le he encontrado. Ya era hora de que apareciese, milord. Supongo que habrá leído el periódico de la mañana.
—Así es —reconoció Edward.
—Me alegro de que se haya decidido a hacerle proposiciones a mi sobrina. La ha colocado en una situación terrible.
Edward se puso rígido.
—Si usted recuerda, madame —dijo fríamente—, fue Volturi, no yo, quien raptó a su sobrina.
—Yo lo sé, milord, pero la sociedad lo ignora. Además, no nací ayer. Si usted y Bella hubieran salido inmediatamente de la posada, su reputación seguiría intacta.
—¿Qué le ha contado Isabella?
—Lo bastante como para comprender que no es usted tan inocente como pretende. Su reputación le precede, milord. Ninguna mujer joven está a salvo en su compañía.
—Su empleado Jacob no debía de pensar lo mismo que usted, si no, no hubiese venido a pedir mi ayuda.
—No había nadie más —repuso Charlotte encogiéndose de hombros.
—¿Con quién estás hablando, tía?
Edward levantó los ojos y vio a Isabella bajar la escalera. Deslizó la mirada lentamente sobre ella, como si así pudiera distinguir bajo el gastado vestido las insinuantes curvas que ocultaba. Recordaba el aspecto de su cuerpo desnudo, sonrojado por la pasión y inflado de deseo, y sintió que empezaba a excitarse.
—Espero que cumpla con su deber hacia mi sobrina —le recordó Charlotte mientras avanzaba hacia la escalera para esperar a Isabella.
—¿Qué está haciendo aquí, Cullen? —preguntó ésta cuando llegó al vestíbulo.
—Yo también me alegro de verte —repuso Edward secamente—. Tenemos que hablar —añadió, antes de que Isabella pudiera replicar—. En privado.
—No puedo imaginar qué más tenemos que decirnos.
—Lleva a lord Cullen al salón, querida —le aconsejó Charlotte—. Estoy segura de que tenéis muchas cosas que discutir. Yo debo hacer algunos recados, y me llevo a Jacob conmigo.
—Tía... —comenzó Isabella, pero ya era demasiado tarde para hacer regresar a Charlotte.
Isabella entró furiosa en el salón.
—¿Esta visita es necesaria, milord?
—Mi abuela y tu tía parecen creerlo así.
Isabella se volvió hacia él con expresión airada.
—Si se trata de lo que creo, ya puede irse.
Edward la miró, pensando cuan hermosa se la veía en aquellos momentos. Sus ojos destellaban y su rostro estaba ruborizado. Tenía que esforzarse para no cogerla entre sus brazos y besar su provocativa boca. Intentó controlar sus di vagantes sentidos y le dijo:
—Siéntate, Isabella.
Ella, con el cejo fruncido, no se movió.
—Seguiré de pie, gracias. ¿Qué es lo que desea decirme?
Con las manos a la espalda, Edward comenzó a pasear arriba y abajo delante de ella.
—Nos casaremos en cuanto hayan concluido los preparativos. La noticia de nuestro compromiso aparecerá mañana en los periódicos. Eso detendrá las murmuraciones.
Isabella entrecerró los ojos.
—¿Cuándo ha cambiado usted de idea sobre el matrimonio, Cullen?
—Yo no he cambiado. Mi abuela leyó la columna de chismes del Times de hoy y me ha echado un sermón. La abuela puede ser vieja y frágil, pero se sigue considerando la jefa de la familia. Aborrece los escándalos, y me ha ordenado que te pida en matrimonio. Puesto que la quiero entrañablemente, me someteré a sus deseos, aunque de mala gana. Sin embargo, hay algo que desearía dejar claro: no habrá hijos de nuestra unión.
Isabella irguió la barbilla.
—Rechazo respetuosamente su propuesta de matrimonio, y asumo la plena responsabilidad de lo sucedido en La Liebre y el Sabueso.
—¿Estás rechazando mi propuesta? —preguntó Edward sorprendido—. Tal vez no has visto el periódico de esta mañana.
—Lo he visto. No es peor de lo que esperaba. Estoy reconocida de que fuera usted y no Volturi. Lo que Volturi pretendía era violación, lo que hicimos fue...
—Agradable, supongo —sugirió Edward.
Isabella se sonrojó y desvió la mirada. Agradable era quedarse muy corto.
—No le considero culpable de lo... que sucedió. Ni hicimos nada que yo no deseara.
—Sin embargo, intimamos, y fuimos sorprendidos in fraganti.
—No le comprendo, Cullen. Usted tenía toda la intención de seducirme y convertirme en su amante. Por lo que usted dijo, creía que el matrimonio no entraría nunca en sus planes.
—Eso es cierto —reconoció Edward—. Si fueras mi amante, podría haberte protegido. Nadie diría nada. Sin embargo, eso ahora ya no es posible. Al descubrirnos juntos, todo cambia.
—Eso es ridículo —resopló Isabella —. Cómo les gusta a los hombres falsificar las cosas en beneficio de sus propósitos egoístas. Nada ha cambiado. Yo no me convertiré ni en su amante ni en su esposa. Dígale a su abuela que no aceptaré casarme con un hombre que no desea esposa ni familia.
—Mi nombre te protegerá, Bella —intentó convencerla Edward—. Se le podría evitar el escándalo a tu familia.
—Mi padre ya se ocupó de arruinar el nombre de nuestra familia. La sociedad ha comenzado a olvidar lo que él hizo, y, algún día, mi indiscreción también será olvidada o sustituida por otro chisme más interesante.
—Nadie te propondrá matrimonio —le recordó Edward.
—Mis esperanzas de matrimonio acabaron con mi padre. Me he hecho a la idea de vivir sin esposo ni familia. —Sostuvo imperturbable su mirada—. No me avergüenza lo que hicimos. Siempre tendré buenos recuerdos de esa noche.
Una mezcla de alivio e incredulidad privó a Edward del habla. Era cierto que no deseaba casarse con Isabella, pero no porque no experimentara sentimientos hacia ella. Lo que realmente temía era perder el control cuando hicieran el amor y traer una criatura al mundo. Sin embargo, ella, increíblemente, le había rechazado. ¡Por Dios, era un marqués y rico! ¿Qué más podía querer Isabella?
Edward se preguntó por qué estaba disgustado. Debería estar complacido con la decisión de ella. Podía decirle sinceramente a su abuela que lo había rechazado y luego volver a sus costumbres decadentes.
—¿Es tu última palabra, Isabella?
—Lo es.
Él apretó los labios.
—Muy bien. No volveré a molestarte.
Se volvió para marcharse.
—¡Edward, espera!
Él se volvió lentamente enarcando la ceja interrogativamente.
—¿Has cambiado de idea?
—No... sólo... deseaba darte... de nuevo las gracias.
Un estremecimiento recorrió a Edward. ¿Había arruinado la reputación de Isabella y ella le daba las gracias? De pronto algo estalló en su interior y se acercó a ella para estrecharla entre sus brazos. Se quedó mirando las brillantes y marrones profundidades de sus ojos y se sintió perdido. Nada, salvo la muerte, podía impedir que la besara.
Un cálido y lento deseo se instaló en su vientre e inflamó su alma. Deseaba que ella le pidiera que se detuviese y al ver que no lo hacía, deslizó la lengua en su boca y aspiró profundamente su dulce esencia. Sintió el vacilante movimiento de la lengua de Isabella contra la suya y gimió su nombre en su boca.
—Detenme —gruñó.
—No... puedo.
Isabella saboreó su beso y sintió un hondo dolor en ella. Sabía que era demasiado tarde para frenarse cuando él le abrió el corpiño y bajó la boca hasta sus senos. Arqueándose para recibir sus caricias, sintió que el corazón le latía con fuerza salvaje mientras él le lamía el pezón y recorría con la lengua su rugoso núcleo.
—Aquí no —balbuceó Isabella.
—¿Dónde?
Su voz sonó baja y torturada; ella apenas reconoció la suya cuando contestó:
—Arriba.
Edward la cogió entre sus brazos y subió con ella la escalera. Recordaba dónde estaba su habitación y atravesó el umbral cerrando la puerta detrás de él. Luego depositó a Isabella en el lecho y se acostó a su lado.
—Te deseo, Bella. No sé qué me has hecho y no me importa, siempre y cuando me dejes amarte.
Isabella apenas captó sus palabras mientras él la desnudaba con una rapidez que demostraba sus amplios conocimientos sobre vestuario femenino. Luego, él se echó hacia atrás y la contempló paseando su brillante mirada por su desnudo cuerpo con un ansia que no podía ocultar.
Palpitante de necesidad, Isabella observó cómo Edward se desnudaba a la vez. Todo en él la complacía: sus anchos hombros, su esbelta cintura y su pecho bien modelado. Tenía caderas estrechas y piernas musculosas, pero el arma que esgrimía entre las piernas era lo que le quitaba el aliento. Grueso y largo, su miembro se erguía contra su liso vientre desde un nido de rizos negros.
Edward se tendió en el lecho y, una vez junto a ella, presionó sus labios contra la suave piel de debajo de sus senos, le besó cada costilla y hundió la lengua en su ombligo; a continuación le chupó el vientre dejándole allí una señal amorosa.
—Deseo probarte por todas partes —murmuró él mientras sus labios seguían la línea de sus caderas.
Al parecer, el suspiro de placer de Isabella era todo el estímulo que necesitaba para besarle una pierna y luego lamerle lentamente el interior de la otra, dibujando húmedos círculos con la lengua. Cuando llegó al tierno lugar que ella sentía inflado y palpitante, echó su cálido aliento sobre su mismo centro, mientras el cuerpo de Isabella reaccionaba tensándose como la cuerda de un arco.
Ella pensó que se suponía que aquello no debía ocurrir. Pero ¿cómo podía resistirse a una oportunidad más de estar en brazos de Edward? Lo deseaba y él la deseaba, nada más importaba.
Entonces él posó la boca contra su dolorido núcleo y ella se inquietó y murmuró una protesta.
—No voy a hacerte daño, Bella—la tranquilizó él.
Asió sus nalgas con las manos y profundizó el beso, mientras la acariciaba con los labios, con la respiración, con la lengua hasta que ella estuvo temblando como una hoja y a punto de resquebrajarse.
Un roce más de su lengua y ella gritó. Se sentía palpitar violentamente contra su boca y se entregó a sus íntimas caricias ofreciéndole más de sí misma. Respiraba con dificultad, desfallecida. Por fin se detuvieron las convulsiones y su respiración se aligeró. Yacía tendida, completamente confusa mientras él se removía y retrocedía sobre su cuerpo, levantándole las piernas e impulsando su inflado dardo hacia su interior. Edward comenzó a moverse apremiándola a que lo siguiera con eróticas palabras. Isabella se adaptó a su ritmo, se frotó contra él y dejó que la guiaran sus instintos.
Con el cuerpo latiendo y el corazón acelerado, aguardó con ansiosa expectación mientras él la besaba y acariciaba. A medida que su cuerpo arremetía y se movía, sus besos iban haciéndose más cálidos e intensos.
—¡Me gusta tanto tu sabor! —susurró contra sus labios—. ¡Estás tan húmeda y tan tensa! Adoro el modo en que tus músculos me aprietan. ¿Puedes alcanzar de nuevo el clímax?
No hubo respuesta. Isabella no podía respirar, mucho menos hablar. Cuando él la besó, ella perdió todo sentido de la realidad.
Agobiada por nuevas sensaciones, abrió la boca a la inquisitiva lengua masculina. Se saboreó a sí misma en ella, olió la pasión que los rodeaba y sintió cómo Edward se movía contra su cuerpo, convirtiéndose en parte de ella, acariciando su interior, besándola, sus manos en todo su cuerpo, tocándola en todos aquellos lugares que le daban placer. Cada vez que él embestía, provocaba en Isabella una nueva sensación, haciendo que sintiera algo distinto.
—Estoy casi a punto, Bella... No me hagas esperar demasiado.
Él empujó de nuevo, moviéndose más de prisa y más duramente hasta que algo cedió dentro de ella. Contuvo la respiración, segura de que moriría de placer, y luego estalló. Desde algún lugar lejano le oyó pronunciar su nombre y lo sintió estremecerse y retirarse, y verter luego su simiente sobre su estómago.
A continuación se desplomó junto a ella, con el pecho jadeante y la respiración saliendo de su boca sonoramente.
—Mañana nos casaremos —dijo Edward cuando al fin recuperó el ritmo respiratorio.
—No he cambiado de idea, Edward. No me casaré con un hombre que sólo siente lujuria por mí y que se niega a engendrar hijos. Deberías irte antes de que regrese lady Charlotte.
Edward se puso en pie, con expresión dura e implacable.
—Cometes un error, Isabella, pero no voy a suplicar que te cases conmigo. La única razón de que te haya propuesto matrimonio es porque mi abuela así me lo ha exigido.
Sus duras palabras convencieron a Isabella de que había tomado la decisión correcta. Edward no deseaba una esposa. Además, tenía otra razón de peso para rechazarlo. Bells, el salteador de caminos, aún se encontraba entre ellos.
Observó desanimada cómo Edward se vestía e iba hacia la puerta. Se detuvo con la mano en el pomo y se volvió para mirarla, como si esperase que ella lo detuviera. Al ver que permanecía obstinadamente muda, se fue murmurando maldiciones y dando un portazo a sus espaldas.

Capítulo 8: Capitulo 8 Capítulo 10: Capitulo 10

 
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