El Noble y la Ladrona (+18)

Autor: Gothic
Género: + 18
Fecha Creación: 15/08/2010
Fecha Actualización: 13/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 29
Comentarios: 57
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Capítulos: 22

Cuando un audaz salteador de caminos asaltó su carruaje y apuntó con una pistola a una parte crucial de su anatomía, el marqués de Cullen tuvo que efectuar una elección crítica, entregar el anillo de su hermano fallecido o perder las joyas de la familia.

Edward decidió separarse del recuerdo, pero sólo de modo temporal. Localizaría al ladrón de los inolvidables ojos color Chocolate aunque fuese lo último que hiciera.

Para todos era conocida la escandalosa reputación de la Liga de los Libertinos de Londres, de modo que, cuando el más infame de sus miembros la tomó entre sus brazos en un baile de sociedad, Isabella Swan comprendió que sus intenciones no eran nada honorables.

La fogosa persecución de Edward hizo que sus ojos chocolates se abriesen de par en par y el pulso se le acelerase, pero…
 
¿Él iba en busca de una amante o de la picara que se había atrevido a robarle a punta de pistola?
Fuera como fuese, Isabella  sabía que le había llegado la hora de devolver lo robado, y estaba más que deseosa de entregarle tanto su cuerpo como su corazón.

Disclaimer : Esta historia es una adaptación de una novela, sólo he tomado partes de la trama y la he adaptado con los personajes de la saga crepúsculo, que le pertenecen a Stephanie Meyer.

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Capítulo 1: capitulo 1

Londres, 1817
El elegante carruaje negro traqueteaba en la noche sin luna a lo largo del camino de entrada a Londres y sus faroles de petróleo proyectaban un tenue resplandor a través de la densa niebla que cubría el paisaje. En su interior, el marqués de Cullen recostaba su rojiza cabeza sobre los lujosos cojines de terciopelo, con las piernas extendidas en agotado abandono.
Gratamente cansado y sexualmente saciado, Edward cerró los pesados párpados mientras recordaba las agradables horas que había pasado en el lecho de la condesa de Denali. Cuando la condesa lo había invitado a su casa familiar, Edward había aceptado con rapidez. No era la primera vez que le era ofrecida la posibilidad de compartir la cama de Tania mientras su marido, el conde de Denali, se encontraba en su pabellón de caza, en Escocia, y probablemente no sería la última.
Sin embargo, puesto que el conde regresaba al día siguiente, Edward había considerado prudente marcharse; aunque le había resultado difícil desprenderse del calor de los agradables brazos de Tania. Ésta lo había convencido para volver a la cama para una última despedida, una cosa había llevado a otra, lo que finalmente había tenido como consecuencia su tardía marcha de la casa.
Una lenta sonrisa se extendió por los sensuales labios de Edward mientras sus eróticos pensamientos le adormecían. Su última visión antes de que el sueño lo venciera fue la de unos senos suaves y blancos, unos brazos que se le aferraban y unos muslos abiertos. Lástima que lord Denali no estuviera ausente de su casa con más frecuencia.


Dos jinetes cabalgaban por la desierta y oscura carretera envuelta en húmeda niebla que se elevaba del suelo en densas y asfixiantes volutas. Cubiertos desde el cuello a los talones con largas capas, con las capuchas bajadas sobre la frente, apenas resultaban visibles en la oscuridad.
—Es tarde, Bells Hora de volver a casa. Esta noche parece que no hay nadie por los caminos.
Bells suspiró con pesar.
—Eso parece, Jake. Intentaremos otro...
Jake le interrumpió en mitad de la frase.
—Escuche. Tal vez después de todo tengamos suerte. He oído acercarse un carruaje por la carretera. Recuerde, ahora la palabra es precaución. De ningún modo puedo permitir que le suceda algo. Tendrá que alejarse a la primera señal de problemas.
—¿Qué puede ir mal? Ya hemos hecho esto antes y probablemente volveremos a hacerlo.
—No dudo que tiene razón, pero no es algo que me agrade —gruñó Jake.
—Eres en exceso protector —se quejó Bells—. No te preocupes, nada va a suceder.
Bel miró con atención la oscuridad aguardando, con los nervios en tensión, a que el carruaje tomase la curva. Cuando por fin el vehículo estuvo a la vista, Bells siseó:
—Por el aspecto del carruaje, esta noche el botín será bueno.
—Recuerde lo que le he dicho, Bells —le advirtió Jake mientras dirigía su caballo hacia el centro de la carretera y desenfundaba su pistola. Bells lo siguió apostándose detrás con una pistola entre los dedos, entumecidos por la tensión.


Edward estaba soñando cuando su carruaje traqueteó deteniéndose bruscamente y lanzándolo al suelo. Agitó la cabeza para despejarse los últimos restos de sueño, volvió a sentarse y levantó la cortina. Al no distinguir nada más que el resplandor de las luces del coche, buscó la manecilla de la puerta.
—¡La bolsa o la vida!
A Edward se le inmovilizó la mano. ¡Eran salteadores de caminos! Despierto y ya alerta trató de empuñar su pistola.
—Yo en su caso no lo haría —le ordenó el salteador con un ronco gruñido.
La pistola que le apuntaba por la ventanilla era larga, grande y letal.
—Arroje su arma fuera.
Maldiciendo entre dientes, Edward se sacó la pequeña pistola del bolsillo y la arrojó por la ventanilla.
—Ahora salga y no intente nada. Somos dos, y mi compañero está cubriendo al cochero.
Edward descendió con cuidado del vehículo. No deseaba poner en peligro la vida del conductor. Su alivio fue palpable cuando vio a Garret de pie junto a los caballos, estrechamente vigilado por el segundo bandolero pero vivo.
Volvió a centrar su atención en el salteador que agitaba una pistola frente a su rostro. Aunque la situación no era divertida, sintió deseos de reír. No podía descifrar nada amenazador en el bandido.
—Vacíe sus bolsillos —le ordenó éste con voz hosca que sonaba forzada.
—Sólo conseguirá unas pocas libras —contestó Edward con calma mientras se sacaba del bolsillo algunos billetes de banco y se los ofrecía—. Han asaltado el coche equivocado. Aquí no hay joyas, ni caja; sólo un hombre que va camino de su hogar de regreso de una cita.
Edward entornó sus ojos, color verde esmeralda, mientras escudriñaba el rostro del asaltante entre la bruma. Pensó que los bandidos habían escogido bien el momento. Oscurecido por nubes y niebla, el cielo sin luna daba escasa luz, y los rostros de los asaltantes, completamente ocultos por sus capas y capuchas, resultaban imposibles de identificar. Pero tenía la intensa impresión de que quien le apuntaba era un joven delgado. Y en una ocasión, cuando el salteador levantó el rostro, Edward distinguió un destello de chocolate y un asomo de color marron bajo el borde de su capa. Se trataba de un bandido de ojos marones y pelo marron oscuro: las pistas iban en aumento.
Por un instante, se sostuvieron la mirada, y una emoción indefinible pasó entre ellos. Edward apenas había tenido tiempo de pensar en lo que aquello significaba cuando el asaltante le dijo:
—Lleva un anillo en el dedo.
Edward ocultó espontáneamente los dedos en su palma. El anillo había pertenecido a su hermano fallecido, el destinado a ser el heredero de su padre de haber vivido.
—Entréguelo —siseó el bandido.
—No puedo.
La pistola descendió peligrosamente hacia sus genitales.
—Le he dicho que lo entregue. ¿De qué prefiere desprenderse, del anillo o de... las joyas de la familia? No cometa ningún error. No me detendré ante nada para conseguir lo que deseo.
Edward vaciló un momento antes de sacarse el anillo del dedo y depositarlo en la palma de la mano que le tendía el bandolero. El joven parecía más desesperado que peligroso. Había elevado su voz varias octavas y se lo veía nervioso. También hablaba bastante bien para ser un salteador corriente. Edward almacenó todo esto en su memoria. No descansaría hasta ver a aquellos bandidos colgando de la horca de Tower Hill. ¡Nadie robaba al marqués de Cullen y quedaba impune!
—¿Son diamantes los botones de su camisa?
—¿Va a dejarme sin nada? —preguntó Edward despacio, con voz engañosamente tranquila.
—Si es usted lo bastante rico como para llevar botones de diamantes perderlos le causará escaso pesar. ¡Apresúrese!
—¿Cuál es el problema, Bells? ¿Le está dando problemas?
—Todo va bien Jake. Sólo estoy esperando la botonadura de su camisa.
—¿Ato al cochero y le ayudo?
—Puedo arreglármelas —repuso Bells
Edward se quitó los botones y los colocó en la ansiosa mano del bandolero con un despectivo ademán, lamentando no haber pensado en llevar su espada aquella noche, pero en la cama de Tania no la necesitaba.
—¿Algo más? —preguntó Bells.
—Eso es todo —replicó Edward, y dirigió al salteador una mirada curiosa—. Le ha cambiado la voz, Bells. ¿No es usted algo joven para esta clase de trabajo? Por otra parte, su manera de hablar es bastante refinada para ser un salteador de caminos.
—¡Vuelva al carruaje! —le ordenó Bells.
Edward deseaba protestar, pero lo pensó mejor. Su vida no era la única que se hallaba en juego. Aunque presentía que el muchacho no representaba peligro, su compañero era diferente.
Observó con los ojos entornados cómo Bells retrocedía. Al cabo de un momento, los asaltantes montaron en sus caballos y desaparecieron rápidamente entre la niebla que se arremolinaba.
—¿Está bien,Garret? —preguntó Edward mientras saltaba del carruaje y buscaba su pistola en el suelo.
—Sí, lo estoy, señor. Y lamento haber permitido que esto ocurriera. ¡Condenados salteadores! Han salido de la nada. Me ha costado terriblemente mantener controlados a los caballos.
—No es culpa suya, Garret. Ayúdeme a encontrar mi pistola. Es demasiado tarde para detener a los bandidos, pero odiaría perder el arma. Perteneció a mi hermano.
«Como el anillo», pensó Edward con una oleada de ira.
Encontraron el arma en seguida y Edward regresó al coche. Garret cogió las riendas y el vehículo retomó la marcha por la carretera. Tamborileando los dedos en el asiento, Edward se recostó y revisó las pistas que los bandidos habían dejado, aunque no eran muchas. Se llamaban Jake y Bells. Bells era joven, probablemente de ojos marrones y el cabello del mismo color. Edward no había visto al otro lo bastante cerca como para advertir ningún rasgo significativo que lo identificara.
Cerró los ojos y trató de representarse de nuevo al más joven. Algo incómodo se agitó en él al recordar los marrones ojos de Bells, la sensación de que era algo distinto de lo que pretendía ser le atormentaba.


La tarde siguiente, Edward entró airado en el Brooks Club de St. James Street, aún fastidiado por el robo de la noche anterior.
—¡Cullen, ven aquí!
Edward vio a su buen amigo y compañero de jarras Emmet Lutz, conde de  McCarty, que le hacía señales desde la puerta de la sala de juego y viraba bruscamente en dirección a él.
—Whitlock y yo te echamos de menos anoche —dijo Em a modo de saludo—. Te buscamos en White's y luego nos dirigimos al antro de juego de Crocker's. Ambos perdimos una fortuna —gruñó McCarty.
—Necesito una copa —dijo Edward haciendo señas a un digno servidor vestido de negro.
—Algo ha sucedido —aventuró Em—. No me lo cuentes hasta que Whitlock  se reúna con nosotros. Deseo que él también lo oiga.
—¿Me estabais esperando?
Jasper, vizconde de Whitlock, se acercó para reunirse con sus dos amigos con las cejas interrogativamente enarcadas.
—Llegas a tiempo, Jazz —dijo Emmet—. Cullen está a punto de entretenernos con sus desventuras de anoche.
—¿Desventuras? —inquirió Jazz.
—Nada salvo una calamidad provocaría tan feroz expresión en el rostro de Cullen —declaró Em —. Yo aún no he comido, ¿vamos a remediarlo al comedor? Cullen puede relatarnos su desgraciada historia mientras cenamos.
Edward se inquietaba de ira a fuego lento mientras seguía a sus amigos al comedor y encargaba faisán asado, trucha y patatas. Había estado tan ocupado tratando de localizar a sus bandidos de media noche que aquel día se había olvidado de almorzar al mediodía. Incluso había contratado a un agente de Bow Street para que buscara a los condenados bastardos.
Malhumorado, miró a sus amigos. Ambos eran los mejores amigos que alguien podía desear. Jazz, de ojos color miel, tenía los cabellos de color rubio claro  y rasgos notablemente hermosos. Había luchado junto a Edward en Waterloo. Emmet, de pelo negro y ojos grises, era amigo suyo desde Eton.
—Bien, vamos con ello pues —le aguijoneó Emmet—. ¿Qué mujer te tiene tan preocupado? ¿Dónde estuviste anoche?
—En el lecho de lady Denali. Y no es ella quien me preocupa.
—¡Su marido te encontró con ella! —dijo Jazz regocijado—. No es propio de ti ser tan descuidado, Edward.
—Desde luego que Denali no me sorprendió —replicó este último—. Y no tendrías por qué alegrarte tanto si así hubiese sido. Para tu información, dejé la cama de la dama poco después de medianoche.
—Pues algo sucedió, eso es evidente —insistió Emmet.
—Ciertamente —admitió Edward.
Tomó un saludable trago del brandy que el servidor había depositado frente a él y dejó la copa con energía sobre la mesa.
Divertido, Emmet curvó el labio superior.
—Sedujiste a una virgen y su papá intervino. ¿Cuándo aprenderás que las vírgenes son terreno prohibido?
—¡Condenación! —se lamentó Edward—. ¿Queréis dejarme en paz? Sabéis bien que prefiero a las mujeres experimentadas. No deseo tener nada que ver con vírgenes vergonzosas. Lo que pasó es que anoche, en la carretera, de vuelta hacia aquí un par de salteadores de caminos detuvieron mi carruaje y se llevaron el anillo de mi hermano y la botonadura de diamantes de mi camisa.
Em contuvo una risita.
—Probablemente no sabían que eras un héroe de guerra. No es propio de ti que te cojan desprevenido.
—Me quedé dormido —murmuró Edward.
Se hizo un breve silencio mientras un lacayo colocaba su comida ante ellos.
—Lady Denali es una legendaria devoradora de hombres —afirmó Jazz mientras cogía su tenedor—. ¡Diablos, incluso yo estaría agotado tras pasar unas horas en su cama!
Edward le dirigió una burlona sonrisa.
—Tú eres infatigable Whitlock. Ni siquiera yo puedo seguir tu ritmo.
—Ésa es una mentira como no había oído otra —rió Em—. No existe una dama dispuesta cuyos encantos no hayamos probado los tres, un burdel que no hayamos visitado o un antro de juego que no hayamos frecuentado. Con justicia se nos conoce como la Liga de los Libertinos de Londres.
—Y estamos orgullosos de ello —añadió Jazz —. Háblanos del robo Cullen. Hace unas semanas, un par de asaltantes abordaron también a lord Hale y a su esposa. Probablemente sean los mismos que te robaron a ti.
—Últimamente se están produciendo muchos robos en la carretera —reflexionó Em.
—Había oído hablar de los robos —admitió Edward—, pero nunca habría pensado que yo me convertiría en una de sus víctima. He puesto a los agentes de Bow Street sobre su pista. Conozco sus nombres y me propongo llevarlos ante la justicia.
—¿Conoces sus nombres? —preguntó Em expectante—. Bastante descuidado por su parte, ¿verdad?
—Se llamaban entre sí Bells y Jake. Descuidado o no, es una buena pista.
Durante unos momentos comieron en silencio, pero la mente de Edward estaba agitada mientras mascaba e ingería sin realmente saborear su cena. Había algo que le preocupaba de uno de los salteadores. Los modales y la voz del bandido más joven eran muy característicos. Si volviese a ver al individuo estaba seguro de que lo reconocería.
—Olvídate de esos habiles, Cullen —le dijo Em mientras se retrepaba en su asiento y encendía un puro—. La justicia se encargará de ellos. Antes o después cometerán un error y acabarán en la horca.
—¿Qué tal si vamos a Crocker's? —preguntó Jazz—. Esta noche me propongo recuperar algo de mi dinero.
—Yo había pensado en otro tipo de entretenimiento; uno con el que Edward pueda quitarse ese robo de la mente —sugirió Em—. ¿Alguno de vosotros está a favor de madame Tia?
Edward sonrió. Madame Tia sonaba exactamente como lo más adecuado.
—Madame Tia está bien —dijo—. Coman en abundancia, necesitaremos energía para las actividades de esta noche. Confío en que ninguno de vosotros quiera a la pelo castaño y de ojos marrones de nombre caprichoso, porque esta noche me propongo monopolizarla.
Edward se preguntó por qué había dicho aquello. Cabellos castaños y ojos marrones como el chocolate  le habían obsesionado en sueños la noche anterior, pero pertenecían a un hombre, no a una mujer.
—Te refieres a Fifi —dijo Jazz—. Serás bien recibido por ella. Yo en cambio prefiero a las morenas pequeñitas con grandes y generosos senos.
—Vámonos, pues —propuso Em levantándose.
Los integrantes de la Liga de los Libertinos de Londres emprendieron la marcha decididos a dedicarse a sus habituales distracciones con mujeres, juego y bebida.


Sofocando un bostezo, Isabella Swan entró en la cocina para prepararse el desayuno unas tres horas más tarde que de costumbre. Eran casi las diez y Jacob, su único sirviente a tiempo completo, estaba sacando algo del horno de leña.
—Buenos días, Jacob —lo saludó Isabella.
Jacob frunció la frente preocupado y escudriñó el rostro de Isabella.
—¿Está usted bien, señorita Bella?
Isabella sonrió radiante... demasiado radiante.
—Desde luego. ¿Por qué no iba a estarlo? ¿Ha visto a mi tía?
—Estoy aquí, querida.
Una mujer diminuta, de mediana edad, entró animada por la puerta. Salvo por sus entremezclados mechones grises, su cabello tenía el mismo rico e intenso color Marron que el de su sobrina.
—Buenos días, tía Charlotte —dijo la muchacha esbozando una sonrisa, aunque varias buenas razones hacían que Isabella no tuviese muchas ganas de sonreír. Los menguados ingresos conseguidos la noche anterior no bastaban para hacer frente al día a día, efectuar las reparaciones que requería el tejado y mucho menos cubrir los gastos de la educación de su hermano en Oxford. Además, el hombre arrogante con quien se había encontrado en el carruaje le había producido una incómoda sensación en la boca del estómago. La intuición le decía que aquel hombre le traería problemas y que ella debía ser lo bastante lista como para ser prudente.
—Buenos días Bella. —Los vivos ojos grises escrutaron atentamente el rostro de Isabella mientras las manitas como pájaros de Charlotte jugueteaban con su delantal—. Pareces agotada, querida. Sabes que no apruebo lo que estáis haciendo. Y Benjamin, el pobre muchacho, se quedaría horrorizado si descubriera las... insólitas actividades de su hermana.
Isabella suspiró y se dejó caer pesadamente en la silla más próxima.
—Ya hemos hablado de esto antes, tía. Hago lo que debo por mi familia. Benjamin se merece una educación adecuada. Sólo nosotros sabemos que padre no dejó nada más que su título, y el secreto debe seguir siendo un secreto.
Charlotte dirigió una acusadora mirada a Jacob.
—Es culpa suya. Si no fuese por él, no pondrías tu vida en peligro con esas expediciones nocturnas.
—Si no fuera por Jacob, no habríamos sobrevivido hasta ahora —protestó Isabella —. Papá no nos dejó nada. Sabes que falleció en circunstancias muy poco honorables dejando sólo una montaña de deudas y escándalo tras de sí. Una vez liquidadas sus cuentas, no nos quedó nada.
—Deberías habérselo dicho a Benjamin en lugar de hacerle creer que había dinero para su educación.
—No podía hacerle eso. Papá le prometió que podría estudiar en Oxford y yo no tuve corazón para decepcionarle. Traerle ahora a casa lo destrozaría.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Charlotte—. Si sigues arriesgando así tu vida por el bien de tu familia nunca encontrarás un marido.
—¿Tienes alguna sugerencia mejor? —preguntó Isabella —. Tal vez tú podrías emplearte como lavandera, o yo podría trabajar de institutriz, pero incluso así el dinero no bastaría para mantener esta casa y pagar la instrucción de Benjamin.
Charlotte  se sonrojó.
—No hace falta que seas tan frívola en este tema. Lavar ropa sería mejor que lo que tú estás haciendo. Esto tiene que acabar, Bella. Un día la suerte te abandonará... y entonces, ¿qué?
—No puedo detenerme, tía, todavía no —argumentó Isabella —. La última noche no ha sido tan provechosa como confiaba que fuese.
A Charlotte se le hundieron los hombros.
—Bella, querida, por favor, reconsidéralo. Robar carruajes podría ser tu muerte.
Isabella se quedó pensativa.
—Tal vez exista otro modo de conseguir el dinero que necesitamos para sobrevivir —comentó inspirada.
—¿Qué significa eso exactamente?
—¿Verdad que acabamos de recibir una invitación para el baile de la duquesa viuda de Sutherland? Es la viuda rica que intentó atrapar a papá para que se casara con ella, ¿recuerdas? No sería difícil deslizarse en sus habitaciones y...
—¡Absolutamente no! Lo prohíbo. No vas a robar a la gente que conocemos.
—Sabes tan bien como yo que la duquesa es una desagradable arpía. Probablemente me ha invitado a su baile para humillarme. Nunca ha perdonado que papá la rechazase. En mi opinión, lo único sensato que hizo en su vida.
—Raras veces asistimos a actos sociales —le recordó Charlotte
—Por buenas razones. No podemos permitírnoslo. Necesitaremos trajes de baile nuevos y tendremos que alquilar un simón que nos lleve hasta allí.
—¿Está realmente pensando en ir, señorita Bella? —preguntó Jacob.
—Es una oportunidad demasiado buena como para perdérsela. ¿Has encontrado comprador para la botonadura y el anillo que conseguimos anoche?
—Siempre lo consigo, señorita Bella.
—¡Oh, querida, esto es terrible! —se lamentó tía Charlotte cuando Jacob salió de la habitación—. Hace siglos que no voy a un baile. Ve sin mí, Bella, y ahórrate así el gasto de mi vestido.
—Sabes que no puedo, tía. Benjamin no está aquí para acompañarme, y necesito una carabina, aunque sea una solterona.
—¿Cómo vas a ser una solterona, querida? —protestó Charlotte—. Sólo tienes veinticuatro años.
—Casi veinticinco, y solterona, sí —repitió Isabella —. No pasa nada, tía, tengo asumida mi falta de perspectivas. Sin una dote, existen pocas esperanzas de que me case.
—¿Y qué hay de lord Volturi? Él se casaría contigo sin dote si tú accedieras.
—El vizconde Volturi es un sapo —afirmó Isabella.
Alma se encogió de hombros.
—No estoy de acuerdo contigo. Por ahí, circulan algunos desagradables chismes sobre él, pero ya sabes lo que son las murmuraciones.
—Lo desprecio. Dejó embarazada a la hija de un comerciante y la muchacha se tiró por el puente de Londres cuando él se negó a casarse con ella. Además, bebe demasiado y juega aún más. Y no olvides que condujo a mi padre a las deudas y a la vida disoluta —añadió amargamente—. Por otra parte, se dice que sus bolsillos están tan vacíos como los nuestros, lo que me hace preguntarme por qué deseará casarse con la hija de un conde sin blanca.
—No hay nada que confirme el rumor de que Volturi dejó embarazada a la muchacha, y cualquier hombre podía haber descarriado a tu padre; dio la casualidad de que fue Volturi.
—Di la verdad, tía, a ti tampoco te gusta ese hombre.
—Es cierto, querida, pero me preocupas mucho cada vez que intentas algo peligroso o insensato. Tengo horribles pesadillas contigo colgando de la horca. —Se le alteró la voz—. Es terrible, sencillamente terrible.
Isabella rodeó con los brazos a la diminuta mujer y le dio un abrazo tranquilizador. Quería entrañablemente a Charlotte. Era la única madre que ella y Benjamin habían conocido desde que la suya falleció al traer a Benjamin al mundo, dieciocho años atrás. Su padre se había apartado de su familia tras la muerte de su esposa y pasado el resto de su vida persiguiendo placeres mundanos. Había muerto hacía cuatro años, defendiendo el honor de una prostituta en un duelo y dejando tras de sí importantes deudas.
—No te preocupes, tía, seré cuidadosa. Jacob no permitiría que me sucediera nada.
—Las cosas acabarán torciéndose —se quejó Charlotte—. Lamento el día en que Jacob te convenció de esa locura a la que ahora te dedicas.
—Fue idea mía, no de Jacob—le recordó Isabella —. Él se unió a mí porque yo estaba decidida a hacerlo fuera como fuese. —Alzó la barbilla tercamente—. Además, no tengo ningún remordimiento por lo que hago. La gente a la que robo es la misma que alimentaba el apetito de mi padre por el libertinaje. Sus supuestos buenos amigos no movieron un dedo para detener su ruina, aunque eran conscientes de que mal podía permitirse seguir su ritmo. La mansión Swan de Grosvenor Square sirvió para pagar las deudas de juego. Si no hubiera comprado esta ruinosa casa, ni siquiera tendríamos dónde vivir.
—¿No hay nada que pueda decir para detenerte? —insistió Charlotte.
—Nada. Si las cosas funcionan en el baile, quizá pueda poner fin a mis expediciones nocturnas.
—Sólo me cabe esperar que así sea —suspiró Charlotte
—Ve a por tu sombrero y tu chal, tía. Visitaremos al modisto en cuanto coma algo.
Isabella masticó su tostada y sorbió su té mientras su mente retornaba al hombre que viajaba la noche anterior en el carruaje. Parecía la clase de hombre que ella se había propuesto evitar a toda costa. Era un libertino de los que Isabella conocía bien; camino de su casa tras una cita amorosa. En un arrebato de despecho se preguntó cuántas reputaciones habría arruinado.
Era muy guapo y tenía un aspecto vicioso pese a su bien formado cuerpo y sus anchos hombros. Le consideraba un noble depravado con tendencia al libertinaje. Era exactamente igual que lord Volturi, que había llevado a su padre a la ruina y a una temprana tumba.
Isabella no podía evitar preguntarse sobre la identidad del hombre. Su carruaje no ostentaba ningún blasón, pero exhalaba dinero y educación. Y aquella burlona sonrisa suya le había erizado el vello de la nuca.
Quitó importancia a una repentina premonición de fatalidad y concluyó su desayuno. Tenía mejores cosas que hacer que fantasear sobre un hombre a quien probablemente no volvería a ver en su vida.

Edward se paseaba de un lado a otro ante su abuela, la marquesa viuda de Cullen, con las manos a la espalda y el cejo fruncido.
—No es necesario dramatizar, Cullen —lo reconvino lady Jane—. Sabes lo que pienso en cuanto a proporcionar un vástago que herede el título y las tierras. De haber vivido tu hermano, estoy segura de que hubiese cumplido con su deber.
—¡Condenación, abuela! ¿Siempre tienes que refunfuñar sobre mi estado de soltería? Sólo tengo treinta años. Papá no se casó hasta los treinta y cinco.
—Deja de compararte en eso a tu querido padre fallecido —dijo lady Jane categórica—. Me estoy haciendo mayor y deseo que haya un heredero antes de dejar este mundo. Si detuvieras un poco tu vida de festines, podrías encontrar una joven dama de tu agrado. Tengo entendido que las debutantes que entran este año en el mercado del matrimonio son excepcionales.
—¿Excepcionales? ¿Por qué razón, abuela? —se quejó Edward—. ¿Excepcionalmente jóvenes? ¿Excepcionalmente sosas y dóciles? ¿Excepcionalmente bobas? No tengo ningún interés en esa clase de mujeres.
Lady Jane golpeó con su bastón de puño plateado en el pulido suelo de madera con bastante fuerza como para hacerse acreedora de la atención de Edward.
—La condesa viuda Sutherland da un baile esta noche. Todo aquel que es alguien en sociedad estará allí. Supongo que recibiste una invitación.
Edward se encogió de hombros.
—Supongo. Laurent se ocupa de esas cosas.
—Espero que asistas —dijo lady Jane con una voz que no admitía discusión—. Mientras estés allí, puedes examinar a las damitas.
Edward quería entrañablemente a su abuela, pero era algo tirana cuando se trataba de organizarle la vida. Así y todo, a él no se le ocurriría decepcionarla. Asistiría al baile, aunque no tenía ningún interés en considerar sus perspectivas matrimoniales. La abuela lo conduciría al agua, pero no podría hacerle beber.
Se inclinó y besó la piel tenue como papel de su mejilla.
—Muy bien, abuela, asistiré al baile de lady Sutherland, pero no esperes que busque allí al amor de mi vida. Estoy disfrutando demasiado como para dejarme encadenar tan pronto.
Los verdes ojos de lady Jane, muy parecidos a los de su nieto, brillaron de satisfacción.
—Eres un buen muchacho, Cullen. Sabía que verías las cosas como yo. A propósito —añadió dirigiéndole una inocente mirada—, ¿has sustituido ya a tu última amante? Aquella actriz apenas alcanzaba tus habituales niveles de «calidad».
Edward profirió una carcajada estrepitosa.
—Nunca dejas de sorprenderme, abuela. Ya no veo a Bree ni he encontrado a nadie que la sustituya.
—No lo hagas —le aconsejó lady Jane—. Tengo una buena sensación sobre esta noche. Tomarás el té, ¿verdad?
—Desde luego, pero no puedo quedarme mucho tiempo. Si tengo que asistir al baile de lady Sutherland, me gustaría llevar refuerzos.
—¿Por casualidad te refieres a aquellos amigotes tuyos de mala fama? En su momento encontrarán esposas, y entonces, la Liga de los Libertinos de Londres se dispersará. Para variar, deja que las lenguas se muevan hablando de algún otro. Sinceramente, estoy harta de oír hablar de las aventuras de mi nieto. Ahora siéntate mientras pido que traigan el té... tus constantes paseos me agotan.
Edward se fue de casa de su abuela una hora después. Al subir a su carruaje, asió las riendas y dirigió a su par de caballos grises hacia White's. McCarty  y Whitlock aún no lo sabían, pero iban a acudir al baile.

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Capítulo 2:

 
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