El Noble y la Ladrona (+18)

Autor: Gothic
Género: + 18
Fecha Creación: 15/08/2010
Fecha Actualización: 13/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 29
Comentarios: 57
Visitas: 81803
Capítulos: 22

Cuando un audaz salteador de caminos asaltó su carruaje y apuntó con una pistola a una parte crucial de su anatomía, el marqués de Cullen tuvo que efectuar una elección crítica, entregar el anillo de su hermano fallecido o perder las joyas de la familia.

Edward decidió separarse del recuerdo, pero sólo de modo temporal. Localizaría al ladrón de los inolvidables ojos color Chocolate aunque fuese lo último que hiciera.

Para todos era conocida la escandalosa reputación de la Liga de los Libertinos de Londres, de modo que, cuando el más infame de sus miembros la tomó entre sus brazos en un baile de sociedad, Isabella Swan comprendió que sus intenciones no eran nada honorables.

La fogosa persecución de Edward hizo que sus ojos chocolates se abriesen de par en par y el pulso se le acelerase, pero…
 
¿Él iba en busca de una amante o de la picara que se había atrevido a robarle a punta de pistola?
Fuera como fuese, Isabella  sabía que le había llegado la hora de devolver lo robado, y estaba más que deseosa de entregarle tanto su cuerpo como su corazón.

Disclaimer : Esta historia es una adaptación de una novela, sólo he tomado partes de la trama y la he adaptado con los personajes de la saga crepúsculo, que le pertenecen a Stephanie Meyer.

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Capítulo 11: Capitulo 11

Isabella tardó quince minutos en encontrar un coche, y otros veinte en llegar a la mansión de Edward. Nunca había estado en su casa, pero sabía que vivía en la calle más de moda de la ciudad. El conductor parecía saber exactamente dónde estaba situada, y la condujo rápidamente a Park Phoenix. Isabella bajó del coche, pasó corriendo junto a las columnas de mármol, subió rápidamente la escalera y golpeó con fuerza el picaporte de latón.


—¡Por favor, Señor, que esté en casa! ¡Por favor, Señor, que esté en casa! —repetía una y otra vez.
Un lacayo abrió la puerta. Si se quedó sorprendido al encontrar allí a una mujer de expresión frenética, no dio muestras de ello.
—¿En qué puedo servirla, madame?
—Lord Cullen... debo verle —balbuceó Isabella —. ¿Está en casa?
—¿Quién es, Amun? —exclamó Edward desde lo alto de la escalera—. A quienquiera que sea, dígale que deje una tarjeta. Estoy a punto de salir.
Isabella casi se desplomó de alivio al oír el sonido de la voz de Edward. Empujó al sirviente a un lado, corrió hacia el pie de la escalera y dijo:
—Soy Isabella, milord. Debo hablar con usted. Es de vital importancia.
—¿ Isabella?


Ella miró con avidez a Edward mientras éste bajaba la escalera. Estaba impresionante, con un ajustado chaleco negro, camisa de hilo embellecida con blanco encaje, y tensos calzones color ante que moldeaban sus muslos y pantorrillas. Lo observó desde los anchos hombros hasta su estrecha cintura y caderas, y luego recorrió sus firmes piernas hasta las botas impecablemente lustradas. Estaba tan guapo que Isabella casi olvidó el motivo de su visita.
Edward pareció sorprendido al verla, lo cual no podía censurársele. Si alguien la hubiera visto entrar en la casa, las murmuraciones sobre ella y el marqués se intensificarían. Pero no importaba. Nada importaba más que salvar la vida de su hermano.
Edward llegó al vestíbulo y le pasó un brazo por los hombros.
—Estás temblando, Bella. —Se volvió hacia el lacayo—. Amun, busque a Laurent. Dígale que sirva té en mi estudio.
Con el brazo aún en torno a ella la guió por el vestíbulo hacia su estudio, una sala magnífica decorada en cuero y pesada madera negra, y que se ajustaba perfectamente a la personalidad de Edward. La llevó hasta una silla y la hizo sentarse.


—¿Qué sucede, Bella? ¿Te ha vuelto a molestar Volturi? ¡Por Dios! Voy a arrancarle la piel si te ha tocado.
—No se trata de mí sino de Benjamin —consiguió balbucir Isabella.
—¿Bejamin? ¿Tu hermano? ¿No estaba lejos, en la universidad?
—Se enteró de lo que se dice sobre nosotros y ha venido a casa.
—Confío en que le tranquilizaras. ¿Es por eso por lo que estás tan afectada?

Sabes que no deberías estar aquí. Si te vieran, los chismosos disfrutarían de lo lindo.
Laurent apareció con el carrito del té, y Isabella se calló mientras lo servía y luego se retiraba en silencio. Edward cogió la taza de Isabella, fue con ella a la alacena y añadió un generoso chorro de brandy.


—Bébelo —le ordenó—. Pareces necesitarlo.
Isabella tomó un sorbo, sintió el ardiente líquido deslizarse por su garganta y llenar su estómago de un agradable calor. Luego tomó otro sorbo y, seguidamente, dejó la taza y se aclaró la garganta.
—Bien, veamos —comenzó Edward—. Cuéntame qué es lo que te ha trastornado tanto.
—Benjamin sabe la verdad sobre Volturi y lo que intentó hacerme, y le ha desafiado en duelo —soltó de corrido.
—¿Y Volturi ha aceptado? —preguntó Edward con una nota de incredulidad en la voz.
—El duelo tendrá lugar mañana al amanecer en un lugar apartado de Hyde Park. Si Volturi mata a Benjamin, y yo estoy segura de que lo hará, será un asesinato. Mi hermano sólo tiene dieciocho años y no tiene experiencia con armas de fuego.
Miró los ojos verdes esmeraldas de Edward implorándole con la mirada.
—No sé a quién recurrir, milord.
—Me llamo Edward, Bella. Has recurrido a la persona adecuada. —Se arrodilló a sus pies—. ¿Confías en mí?
Isabella asintió.
—Entonces confía en que ayudaré a tu hermano. ¿Quién es su segundo?
—Lord McCarty.
—¡McCarty! Por lo menos está en buenas manos. Tu joven hermano está descubriendo, acaso por vez primera, que vale la pena luchar por el honor. Ahora es el cabeza de familia y se siente obligado a defender vuestro honor.
Isabella se puso en pie bruscamente.
—Parece como si estuvieras de acuerdo con él. He recurrido a ti en busca de ayuda, no para oírte exponer tus ideas sobre el sentido de responsabilidad de un hombre.
Edward se levantó y la atrajo suavemente hacia sí.
—Sólo te estoy explicando las razones de Benjamin, Bella. Sin embargo, es demasiado joven para enfrentarse en un duelo, y Volturi no debería haber aceptado medirse con él.
Isabella contempló al hombre al que había llegado a amar.
—¿Podrás ayudarnos?
El calor de su cuerpo la envolvía. Sus labios se cernían sobre los de ella, tan próximos que podía ver las finas líneas de éstos.
—Siempre puede hacerse algo.
Su tono era decidido, su convicción clara. Isabella sintió como si le hubieran quitado una carga pesada de los hombros.
—Yo ya he ido a ver a Volturi. Me ha ofrecido un trato que no he aceptado.
Edward enarcó las cejas sorprendido, para luego bajarlas airado.
—¿Que has ido a ver a Volturi? ¿Qué te ha hecho? ¿Te ha tocado? ¿Te ha hecho daño?
Isabella negó con la cabeza.
—No, nada de eso. Ha dicho que anularía el duelo si accedía a casarme con él.
Isabella pudo sentir cómo el cuerpo de Edward se ponía tenso.
—¡El muy bastardo! ¿Cuánto hace que lo has visitado?
—Una, dos horas... ¿Qué importa eso?
—Deja que me encargue de esto, Isabella. Aguárdame aquí.
—No, quiero ir contigo.
— Isabella —dijo Edward severamente—. Éste es el único modo en que accedo a ayudarte. Prométeme que te quedarás aquí tranquila hasta que vuelva. No tardaré. Laurent te facilitará todo cuanto necesites en mi ausencia.
—Milord... Edward, debe de haber algo que yo pueda hacer.


Él le cogió la barbilla, le levantó la cara y la besó. Edward sabía maravillosamente, cálido, húmedo, seductor. Su aroma, su proximidad y sabor, el contacto de su lengua, la embriagaron mientras él devoraba su boca con un anhelo casi desesperado. Fue un beso de fiera intensidad, de pura e indómita pasión. Pero tan repentinamente como había comenzado, el beso concluyó. Edward la apartó de él, jadeante y con los brazos estirados.
—No tardaré, Bella.
Entonces la soltó y se fue. Aturdida, Isabella lo vio partir amándole tanto que le resultaba doloroso.


Un propósito inexorable oscurecía los ojos de Edward mientras hablaba con Laurent al marcharse.
—La joven dama parece muy turbada, milord —aventuró el sirviente.
—Deseo que mantenga aquí a lady Isabella hasta que yo regrese —le aleccionó Edward—. Llévela a la biblioteca y cuide de que esté cómoda. Que el cocinero le prepare algo de comer. Haga lo que sea preciso para que no se vaya de la casa.
—¿Hay problemas, milord?
—Todo lo relacionado con Isabella significa problemas —repuso él—. Ordene que traigan mi carruaje a la puerta.


Al cabo de unos minutos, Edward se dirigía a casa de Volturi, en Oxford Street, en el West End, un respetable vecindario pero algo menos de moda que Mayfair. Confiaba en encontrar al vizconde en casa, pero estaba dispuesto a buscarlo en sus clubes si era necesario. Edward detuvo su vehículo en la esquina, ante la casa de Volturi, y echó el freno, sorprendiéndose al ver el carruaje de McCarty aparcado cerca.
Saltó al suelo, fue hacia la entrada principal y llamó con energía. La puerta se abrió y él se metió dentro.
—Por favor, informe al vizconde que lord Cullen desea verle —le dijo al lacayo.
—Lord Volturi tiene una visita, milord. Aguarde aquí, por favor, mientras le informo de su presencia.
Edward no estaba dispuesto a esperar. Deseaba ver a Volturi y quería verlo ya. Se adentró más profundamente en el vestíbulo y gritó:
—¡Volturi, asómese!
Aguardó un momento y luego repitió su orden, esta vez más alto.
El vizconde apareció ante una puerta con expresión disgustada.
—¿Me está buscando, Cullen?
—¡Sí, maldita sea!
—¡Cullen! —McCarty apareció tras Volturi—. Me preguntaba qué hacías aquí cuando te he oído.
—¿Por qué no me has contado lo que pasaba?
—Iba a hacerlo si no lograba imbuir cierto sentido común en Volturi y en ese joven irreflexivo al que Isabella llama hermano.
—¿Has obtenido algún progreso?
—Por desgracia, no —repuso McCarty apenado.
—Entonces ha llegado el momento de que yo entre en escena —declaró Edward.
—¿Puedo preguntarle cómo se ha enterado del duelo? —inquirió el vizconde.
—No, no puede —replicó Cullen—. Pero me propongo detenerlo.
Palmerson se echó a reír.
—¿Y cómo se propone hacerlo? Si el joven Forks se niega a retractarse, ¿por qué iba a hacerlo yo?
—Porque lo digo yo —espetó Edward con un duro gruñido.
—Lo siento, amigo. Usted no puede hacer nada.
Con lenta deliberación, Edward se quitó el guante derecho y abofeteó con él la mejilla de Volturi.
Este inspiró asustado.
—¿Me está desafiando? ¿Con qué motivo?
—Por principios generales. McCarty es mi testigo. Si usted se niega, la noticia circulará por toda la ciudad en menos tiempo del que cuesta decir su nombre.
Edward se sintió contento al ver cómo palidecía el rostro del vizconde.
—No me deja otra elección, Cullen. Acepto su desafío.
—Yo actuaré como tu segundo —se ofreció Emmet.
—Se lo notificaré a Biers —dijo Volturi—. McCarty y él tendrán que disponer hora y lugar.
—No hay necesidad de un encuentro de segundos, Volturi. Yo le diré la hora y el lugar. Hoy a las seis de la tarde bajo el roble que hay junto a la estatua de la ninfa de madera de Sulpicia Park. Puesto que usted pretende ser un buen tirador, dejemos que sea ésa el arma escogida.
Se volvió para marcharse.
—¡Aguarde! Esto es inaceptable. Escoja otro momento.
—Acceda a mis condiciones o anule su enfrentamiento con el joven Forks. Aguardaré mientras usted escribe una nota exculpatoria y me encargaré de entregársela yo mismo.
—¿Y ser el hazmerreír de mis ideas? ¡Nunca en la vida!
—Muy bien. Le veré en el campo del duelo.
—Es un bastardo despiadado Cullen —se enfureció Volturi—. Ella no es digna de esto y usted lo sabe. Esa zorra se ha estado escabullendo desde hace años, desde la muerte de su padre. Yo le ofrecí mi nombre, ¿puede usted decir lo mismo? No tiene derecho a robarme lo que en buena ley me pertenece. Eso no se hace. Confío en que esté preparado para morir.
Edward no dignificó las palabras de Volturi con una respuesta, sino que giró sobre sus talones y se fue de allí con paso airado.


—¡Cullen, espera! —gritó Emmet—. ¡Voy contigo!
Un lacayo abrió la puerta y Edward y su amigo salieron juntos.
—Me atrevería a decir que Volturi está temblando —se rió el conde de McCarty—. Has estado muy brillante, Cullen. ¿Lo matarás?
—Probablemente no —dijo Edward—, aunque debería. Sólo deseo asegurarme de que no está en condiciones de enfrentarse luego con el joven Forks.
—¿Y si es él el afortunado? Volturi es bueno. Podría matarte.
—Es una posibilidad que estoy dispuesto a asumir.
—Te importa ella realmente, ¿verdad?
—Si te refieres a lady Isabella, desde luego que me importa. Le propuse matrimonio, ¿no es así?
—Por tu abuela, o así lo dijiste, pero me pregunto... ¿Qué sucedió realmente entre tú y lady Isabella en La Liebre y el Sabueso?
—Hace mucho tiempo que somos amigos, McCarty. Deberías guardarte de formular preguntas como ésta.
—Discúlpame —dijo Emmet—. Te lo pregunto precisamente porque soy tu amigo. Estás arriesgando tu vida por lady Isabella y su hermano, y eso revela muchísimo acerca de tus sentimientos hacia la dama.
—Olvida mis sentimientos y concéntrate en el duelo. Te recogeré con mi carruaje a las cinco y media.
Edward subió al asiento del conductor y tomó las riendas. No oyó murmurar a Emmet mientras el carruaje rodaba ruidosamente por la calle.
—¡Pobre tonto!


Isabella había seguido a Laurent desde el estudio a la biblioteca donde el hombre le había pedido que se pusiera cómoda mientras le preparaban un refrigerio. Impresionada por la opulencia que la rodeaba, Isabella contemplaba los miles de libros encuadernados en piel que se alineaban en las estanterías. Sabía que el marqués era rico, pero le resultaba difícil imaginar tal abundancia tras vivir los últimos años casi en la pobreza.
Aunque impaciente por el retorno de Edward, Isabella disfrutó examinando los libros y saboreando el refrigerio ligero pero delicioso que Laurent le sirvió. Acababa de sacar Los viajes de Gulliver de la estantería cuando la puerta se abrió y Edward entró en la biblioteca.


—Me alegro de encontrarte con algo que ocupa tu mente —dijo Edward.
El libro cayó de las manos de Isabella.
—¡Has vuelto! ¿Qué ha sucedido? ¿Has logrado anular el duelo de Volturi?
—Lo he hecho, Bella. No tienes que preocuparte de nada.
Isabella sintió que se quitaba un tremendo peso de encima. Estaba tan aliviada que se abalanzó sobre él, que la cogió entre sus brazos y la estrechó. Parecía lo más natural del mundo que ella se pusiera de puntillas y lo besara. Lo que comenzó como simple gratitud, se intensificó y la pasión acabó dominando.
La atracción que había entre ellos se encendió como una llama. Edward tensó los brazos en torno a ella y sintió endurecerse su cuerpo. Isabella sofocó un grito contra la garganta de Edward mientras él cubría sus senos con las manos y sus caderas se balanceaban contra las de ella.
Isabella hizo una advertencia de cordura.


—Edward, no deberíamos...
—Shhh, amor. No nos queda mucho tiempo. Déjame amarte.
Ella apenas registró sus palabras mientras se concentraba en sus manos y en lo que estaba haciendo. Le había desabrochado el vestido y se lo había bajado junto con la camisa, desnudando así sus senos. Con las puntas de los dedos le acariciaba los pezones arriba y abajo, que se erizaban como tensos capullos. Luego, su experta boca cubrió uno de ellos y se lo lamió. El húmedo calor de su boca resultaba insoportablemente erótico y un sonido anhelante surgió de la garganta de ella ante aquel sorprendente placer. Una multitud de sensaciones la abrumó y se arqueó y estrechó contra él, pidiéndole más, con las manos sujetando sus hombros y la cabeza echada hacia atrás.


—¿Debo detenerme, Bella? —murmuró Edward contra su piel húmeda.
Ella deseaba decir que sí, pero la palabra se quebró en su garganta. No podía soportar que Edward se detuviera. Negó con la cabeza en silencio. Con una sonrisa, él la depositó lentamente sobre la gruesa alfombra.
Le quitó los zapatos con una mano mientras con la otra hurgaba bajo sus faldas en busca de las cintas de sus enaguas. Las soltó hábilmente quitándoselas. Cuando ella yacía desnuda, con sólo las medias sostenidas por delicados ligueros, Edward le separó los muslos, se arrodilló entre ellos y contempló la longitud de sus piernas hasta su propio núcleo.


—Eres tan bella... —dijo, con ojos brillantes mientras contemplaba los ensortijados rizos de su entrepierna.
Isabella aspiró asombrada cuando él le tocó la suave piel del estómago y le rozó ligeramente el ombligo con el pulgar. Luego deslizó los dedos hacia abajo y fue separando los pétalos de su sexo, acariciando y estimulando su centro exquisitamente sensible. Deslizó un dedo en su interior, lo introdujo profundamente, lo sacó y luego lo deslizó por su inflado sexo.
Isabella sintió que las piernas le flaqueaban. Edward retiró el dedo y besó el interior de su muslo. Isabella nunca se había sentido tan vulnerable, tan expuesta. No era justo. Se asió a las solapas de él y trató de quitarle la chaqueta por los hombros.
Edward negó con la cabeza.


—Todavía no, Bella. Necesito probarte ahora. El resto puede venir después.
Cuando él posó su boca en aquel lugar que sus dedos mantenían abierto, un gemido implorante escapó de los labios de la joven. Le deseaba desesperadamente, le necesitaba dentro de ella, pero él no parecía inclinado a satisfacerla.
—Paciencia —murmuró él.


Presionó su boca en ella, en el interior de su sexo, hasta que Isabella rogó sentir sus dedos, su lengua, su miembro. Edward prosiguió el delicioso tormento con sus labios y lengua, succionándola y haciéndola emitir unos suaves gemidos. Su respiración se aceleró cuando los dedos de Edward se introdujeron entre sus nalgas, acariciando un lugar escandalosamente inadmisible y sin embargo audazmente excitante. La confusión le dejó la mente en blanco. Trató de protestar, pero se dio cuenta de que su cuerpo cedía sin su consentimiento. Un palpitante placer latía en todo su cuerpo. Isabella vibró una y otra vez, arqueándose contra su amante, mientras su boca y sus manos la elevaban vertiginosamente hacia el clímax.
Cuando la respiración de Isabella se convirtió en un frenético jadeo, Edward se apartó y se desabrochó los pantalones. Flexionó las caderas y penetró dura y profundamente en su interior. Aún absorta en el delicioso período posterior a su placer, Isabella envolvió sus piernas en torno a él y se movió con él al unísono hasta alcanzar un nuevo goce. Oyó la violenta respiración de Edward, sintió sus músculos tensos y su miembro agitándose dentro de ella. Luego, in extremis, él salió y vertió su simiente en la alfombra.


—Aún estás vestido —murmuró Isabella.
—No por mucho tiempo —susurró el marqués roncamente.
Se apoyó en un codo, se quitó la chaqueta y la camisa, que utilizó para limpiar la mancha de la alfombra. Luego se puso en pie y acercó a Isabella hacia él. Al ver que la levantaba en brazos y la llevaba hacia la puerta, ella protestó:
—¡Mis ropas! ¡Estoy desnuda! ¿Qué pensarán tus criados?
—Les pago lo suficiente como para que no piensen.
—Así y todo, no saldré de la habitación si no estoy totalmente vestida.
Su decidido tono convenció a Edward, que la dejó de pie en el suelo y se cruzó de brazos sobre su desnudo pecho.
—Muy bien, pero hazlo de prisa. Se hace tarde y deseo volver a hacerte el amor antes de...
—¿De qué?
La mirada de Edward se apartó de ella. Un escalofrío de aprensión recorrió a Isabella, pero lo desechó.
—Tengo una cita más tarde... a la que no puedo faltar.
La joven se apresuró a vestirse.
—Debo irme a casa. ¿Tú crees que Volturi habrá enviado ya una nota de disculpa para Benjamin?
Al ver que Edward fruncía el ceño, Isabella dijo:
—Eso es lo que va a pasar, ¿no? Una disculpa es el único modo en que Benjamin podrá salvar las apariencias.
—Me he encargado de ello —repuso Edward evasivo—. Volturi no estará en condiciones de enfrentarse en duelo con tu hermano, eso es todo lo que necesitas saber.
Isabella se quedó inmóvil.
—¿Qué has hecho Edward? ¿Cómo has conseguido que Volturi se volviera atrás?
—Eso no importa. Has dicho que confiabas en mí. Déjame a mí los detalles.


El marqués abrió la puerta y la acompañó al vestíbulo. Luego le ofreció el brazo y juntos subieron la escalera de mármol hacia su habitación. Para gran alivio de Isabella, todos los sirvientes se hallaban en otros lugares, salvo Amun, que estaba junto a la entrada principal y que, si los vio, no dio muestras de haberlo hecho.
Pero una vez cerrada la puerta del dormitorio de Edward ya no habría más ojos curiosos. La ropa fue rápidamente desechada, volando aquí y allá. Edward estrechó a Isabella de un modo tan repentino que la dejó sin aire en los pulmones y, al cabo de unos momentos, ella se encontró tendida en un lecho muy grande y cómodo, con cortinajes de terciopelo verde y un cubrecama a juego.
Edward se acostó a su lado, acariciándola expertamente con las manos, y todas las sensaciones que había experimentado en el suelo de la biblioteca comenzaron de nuevo.


—Me gustaría vestirte con sedas y satenes, y adornarte con joyas del color de tus ojos —murmuró él. Su mirada se tornó oscura e intensa—. Sé que he visto unos ojos marrones como los tuyos en algún lugar. Ayúdame a recordarlo, Bella.
Isabella le acarició la mejilla.
—No nos hemos visto antes, te lo aseguro. Muchas mujeres tienen los ojos marrones.
Edward gruñó y cogió la mano llevándola hacia su pene.
—Lo discutiremos más tarde. Tócame, Bella. Tócame donde me duele por ti.
Isabella flexionó los dedos y luego los curvó en torno a su erección. Él estaba duro como mármol y, sin embargo, ardiente al contacto; la punta era suave como terciopelo y coronada por una gota nacarada de humedad. Ella movió la mano experimentalmente y se vio recompensada con un prolongado gemido que parecía surgir de lo más profundo del pecho de Edward.
Asustada, trató de retirar la mano, pero él la detuvo.
—¿Te he hecho daño? —preguntó ella.
—¡Por Dios, no! ¡No pares!
Animada por la respuesta movió la mano arriba y abajo a todo lo largo, sorprendiéndose al ver cómo su miembro parecía crecer dentro de su mano cerrada. Un diablo interno la impulsó a bajar la cabeza y tocar con la punta de la lengua al extremo palpitante. La inesperada intimidad hizo arquearse a Edward violentamente hacia arriba. Luego la asió con brusquedad de la cintura levantándola y colocándola a horcajadas sobre él.
—Cabálgame, Bella.


Guiada por sus manos en sus caderas, Isabella cabalgó sobre él, la carne golpeando contra la carne. Estaba tan excitada que se deshacía. Con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, jadeante y sin aliento, prosiguió implacablemente hasta que un estrépito retumbó en su cabeza y su cuerpo se estremeció. Se corrió con una oleada de placer tan exquisito que creyó que había muerto y subido a los cielos.


—¡Bella, apártate de mí ahora mismo! —rogó Edward—. Voy a... ¡Oh Dios, Dios... demasiado tarde!
Isabella lo asió fuertemente con las piernas negándose a hacerlo. A continuación, recibió el cálido chorro de su simiente en el interior de su vientre, sintió a Edward estremecerse y lo oyó llamarla por su nombre. Ella se acercó aún más a él y escuchó el frenético latido de su corazón.
El hombre maldijo con violencia.
—Esto no tenía que haber ocurrido. Nunca había soltado mi simiente dentro de una mujer. No puedo creer que haya dejado que sucediera. Sabías condenadamente bien que no podía retirarme a tiempo.
—Y yo no podía dejar que lo hicieras. Sé como se quedan embarazadas las mujeres, Edward, pero no creo que por esta sola vez hayamos engendrado un niño. Me consta que no deseas esposa ni hijos y nunca te atraparía de ese modo. No sé qué me ha pasado.
Edward sonrió.
—Yo soy lo que te ha pasado. Dos veces.
Isabella se sonrojó.
—Sabes lo que quiero decir. Esto no puede volver a suceder, Edward. Parecemos estallar en llamas siempre que estamos juntos.
—Eso no es malo —dijo él mirando distraídamente el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea.
Isabella advirtió la dirección de su mirada e hizo un movimiento para dejar la cama.
—Tienes una cita a la que debes ir. Tengo que marcharme.
—Descansa un momento mientras hablo con Laurent No hay prisa.
Isabella sofocó un bostezo. Estaba agotada, y unos pocos minutos más no importarían.
—Muy bien, unos minutos, pero no más.
Edward se inclinó y la besó intensamente en los labios antes de abandonar la cama y desaparecer por una puerta que Isabella supuso conduciría a su vestidor. Bostezó de nuevo y se tumbó de cara a la puerta para ver regresar a Edward.


Isabella se despertó con un sobresalto, consternada al descubrir que se había quedado dormida. Miró por la ventana y le sorprendió ver que el sol estaba ya bajo en el horizonte. ¿Por qué no la había despertado Edward? ¿Se habría marchado ya a su cita? Se había mantenido tan reservado sobre ello que se preguntaba si le estaba ocultando algo. Pero aquello era absurdo, se burló. Ella no tenía derecho a entrometerse en sus asuntos.
Se levantó del lecho y descubrió que alguien había dejado un jarro de agua caliente en el lavamanos. Se lavó, se vistió y se preparó para pasar la vergüenza de ser vista saliendo del dormitorio de Edward.
Pero ésa no era su única preocupación. Edward estaba a punto de identificarla como Bells, el salteador de caminos, y ella no podía permitir que eso sucediera. ¿Cuántas veces tendría que despistarlo con negativas? ¿Cuánto tiempo podría mentir sobre sus actividades ilegales? Mientras que su mente le decía que olvidara a Edward, su cuerpo y su corazón deseaban más de él.
No podía ser, y ella lo sabía.
Aspiró profundamente para calmarse, abrió la puerta del dormitorio, salió al vestíbulo y miró en torno. ¿Habían subido un tramo o dos de escalera? ¿Debía girar a la derecha o a la izquierda? Había estado tan absorta con Edward que no se había fijado en la dirección que tomaban. Completamente perdida, se limitó a quedarse inmóvil, aguardando la inspiración para ponerse en camino. Mientras, llegó Laurent.


—Milady, el carruaje de lord Cullen la aguarda. Si está preparada, la acompañaré hasta la puerta.
Isabella pasó por varias tonalidades de sonrojo.
—Gracias. Ya estoy preparada.
Luego, mientras seguía al sirviente por el pasillo, preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que se marchó lord Cullen?
Se hizo un silencio.
—No estoy muy seguro —murmuró Laurent con una desgana que inquietó a Isabella.
¿Se habría perdido algo?
—¿Ha dejado lord Cullen algún mensaje para mí?
—No, milady.
Isabella no le creyó. El hombre sabía más de lo que le estaba diciendo. ¿Acaso la cita de Edward se relacionaba con Volturi? La intuición le decía que sí.
—Me preocupa Cullen. ¿Cree usted que está bien?
Laurent se volvió bruscamente con expresión recelosa.
—¿Lo sabe usted? Pensaba yo... —Se encogió de hombros—. Bueno, no creí que se lo hubiera dicho. Su señoría debería estar ahora en Sulpicia Park, pero no hay motivo para preocuparse. Es un excelente tirador. Lord Volturi no tiene ninguna posibilidad.
Isabella se puso palidísima.
—¿Van a enfrentarse en duelo?
—¿No lo sabía? ¡Dios mío!, ¿qué he hecho? Su señoría me arrancará la piel por esto.
—Gracias, Laurent —gritó Isabella mientras echaba a correr delante de él.
—¡Aguarde, milady! ¿Qué se propone hacer?
—Voy a Sulpicia Park —gritó, volviendo la cabeza.
—¡No puede ir sola! La acompañaré.


Isabella no se molestó en responder mientras pasaba corriendo ante un sobresaltado Thomas, que abrió la puerta a tiempo para evitar una colisión. Una sensación de alivio la inundó al distinguir el coche de Edward en la esquina. Por lo menos no tendría que perder tiempo buscando un vehículo de alquiler. Isabella no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara a Sulpicia Park, sólo sabía que tenía que estar allí. ¡Condenado fuera Edward por no habérselo dicho! ¿Se proponía matar a Volturi? ¿Así era como se hacía cargo de las cosas?
Laurent la alcanzó, dio instrucciones al conductor y se metió en el carruaje junto a ella.
—A su señoría esto no le va a gustar —advirtió.
—Su señoría no es Dios —replicó Isabella —. Confiaba en que Cullen convenciera a Volturi para que desistiera. En ningún momento quería que solucionara el asunto vertiendo sangre.
—No creo que su señoría se proponga matar a Volturi —aventuró el sirviente.
—¿Y si Volturi tiene suerte y hiere o mata a Cullen?
Laurent soltó un respiro no muy decoroso.
—Eso es sumamente improbable, milady.
—¿No puede correr más este coche?
—Vamos lo más rápido que podemos —repuso el hombre.
Descendieron por Regent Street y giraron a la derecha por Piccadilly. Cuando se aproximaban a Sulpicia Park, la multitud de última hora de la tarde comenzaba a reducirse.
—¿Sabe usted dónde tendrá lugar el duelo? —preguntó Isabella mientras giraban por la puerta del parque.
—Así es, milady —repuso Laurent. Se asomó por la ventanilla y voceó unas órdenes al conductor—. Ya estamos cerca.
—¿Cree que negaremos a tiempo?
—Sinceramente confió en que no, milady —contestó.
La suerte quiso que llegaran al campo de duelo demasiado tarde. Con ayuda de lord McCarty, Edward estaba poniéndose la chaqueta que se había quitado mientras el cirujano y lord Biers asistían al herido Voluri. No había nadie más por allí. Isabella saltó del carruaje antes de que éste se detuviera del todo, llamando a Edward por su nombre, y luego corrió hacia él.
Edward se volvió con evidente conmoción al ver a Isabella allí con Laurent pisándole los talones.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ásperamente—. Te dije que me encargaría de Volturi.
Se volvió hacia su subordinado con el ceño ensombreciendo su frente.
—No debería haberla traído aquí.
El sirviente parecía afligido.
—Discúlpeme, milord.
—No culpes a Laurent —salió Isabella en su defensa—. Le engañé para que me lo contara. Hubiera venido sola si él no hubiera insistido en acompañarme. ¿Matando a Volturi era como te proponías ayudarme? ¿Está malherido? ¿Vivirá?
Edward le dirigió una mirada indescifrable.
—No creí que te preocupara Volturi. No era mi intención matar a ese bastardo.

Sólo me proponía herirle para que no pudiera encontrarse mañana con tu hermano. Puedes irte a casa y decirle a ese joven insensato que ha salido con bien del apuro. Y no estarían de más unas «gracias».
Isabella no sabía por qué estaba tan enojada, salvo porque Edward podía haber muerto, y habría sido por culpa de ella.
Una voz procedente de la creciente oscuridad interrumpió sus pensamientos.
—¡Maldito sea, Cullen! Usted y su ramera aún no han oído mi última palabra.

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Espero q les alla gustado de verdad millones de besos espero actualizar en esta semana pero por fis no se desesperen tenganme un poquito de paciencia.....

BESOS SU AMIGA CLAUDIA (GOTHIC)

Capítulo 10: Capitulo 10 Capítulo 12: Capitulo 12

 
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