El Noble y la Ladrona (+18)

Autor: Gothic
Género: + 18
Fecha Creación: 15/08/2010
Fecha Actualización: 13/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 29
Comentarios: 57
Visitas: 81797
Capítulos: 22

Cuando un audaz salteador de caminos asaltó su carruaje y apuntó con una pistola a una parte crucial de su anatomía, el marqués de Cullen tuvo que efectuar una elección crítica, entregar el anillo de su hermano fallecido o perder las joyas de la familia.

Edward decidió separarse del recuerdo, pero sólo de modo temporal. Localizaría al ladrón de los inolvidables ojos color Chocolate aunque fuese lo último que hiciera.

Para todos era conocida la escandalosa reputación de la Liga de los Libertinos de Londres, de modo que, cuando el más infame de sus miembros la tomó entre sus brazos en un baile de sociedad, Isabella Swan comprendió que sus intenciones no eran nada honorables.

La fogosa persecución de Edward hizo que sus ojos chocolates se abriesen de par en par y el pulso se le acelerase, pero…
 
¿Él iba en busca de una amante o de la picara que se había atrevido a robarle a punta de pistola?
Fuera como fuese, Isabella  sabía que le había llegado la hora de devolver lo robado, y estaba más que deseosa de entregarle tanto su cuerpo como su corazón.

Disclaimer : Esta historia es una adaptación de una novela, sólo he tomado partes de la trama y la he adaptado con los personajes de la saga crepúsculo, que le pertenecen a Stephanie Meyer.

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Capítulo 4: Capitulo 4

El atormentado grito del bandido herido se había grabado en la mente de Edward y no podía quitárselo de la cabeza por mucho que lo intentase. Tres días después del atraco, estaba sentado a la mesa de su estudio, tratando de concentrarse en cuestiones de negocios, pero su cerebro se negaba a colaborar.

Incluso había tratado de desterrar sus pensamientos explorando pasatiempos más agradables, tales como jugar en Crocker's y probar las mujeres de casa de madame Tía, pero nada le había servido.


Desde que disparó al bandido, Edward había dado vueltas en la cama recordando una y otra vez el desgarrador grito del hombre. Era absurdo que lamentase haberle disparado a un criminal, pero extrañamente, así era. Edward decidió que debía de estarse ablandando con la edad. Antes de entonces había disparado contra hombres, pero bien era verdad que sólo durante épocas de guerra, cuando la vida de un soldado dependía de su puntería.


Con una voluntad fruto de la determinación, Edward agitó la cabeza para despejársela del desafortunado incidente, y trató de concentrarse en el informe de Winthorpe, el administrador de Cullen Park. Sin embargo, sus pensamientos, de manera espontánea, se deslizaban hacia otro sendero más agradable.
Isabella Swan.


Por razones que estaban más allá de su comprensión, su curiosidad por la dama se agitaba de forma desenfrenada. ¿Dónde viviría? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Tendría enemigos? Al parecer, era una especie de cautiva, porque raras veces se la veía en sociedad. ¿Tenía admiradores, aparte de Volturi? Incapaz de concentrarse en el informe, Edward se levantó y fue hacia la ventana. La lluvia acribillaba el cristal, sólidas gotas de agua se estrellaban contra el suelo, frente a la casa, ocultando a alguna ocasional alma esforzada que se aventuraba a salir en ese día rudo y tempestuoso.


Edward se apartó de la ventana y tiró del cordón para llamar a Laurent. Al cabo de unos momentos, un hombre alto y delgado, de edad indeterminada, entró en el estudio. Laurent, aunque impecable en su aspecto y maneras, era más peligroso de lo que cabía imaginar, y era versado en cuestiones que quedaban levemente fuera de la ley. Durante la guerra, había servido a Edward como asistente, y le había salvado la piel en más de una ocasión. Edward había tenido una buena relación con él entonces, y ahora, en tiempos de paz, el hombre le servía bien en más de una habilidad.


—Parece bastante malhumorado esta mañana, milord —observó Laurent—. ¿Está enfermo? ¿Puedo hacer algo por usted?
—No estoy enfermo, pero sí que hay algo que puede hacer por mí. Sé que hace un día endemoniado, pero esto es importante. Necesito cierta información, y puesto que usted es tan bueno obteniéndola...
Laurent  sonrió.
—Soy su hombre, milord. ¿Qué desea saber?
—Lady Isabella Swan, hija del difunto conde de Forks. Deseo saberlo todo sobre ella.
Laurent  enarcó interrogativamente una de sus cejas ligeramente grisáceas.
—¿Hay algo en particular que le interese?
—Deseo saber dónde vive, si su padre le dejó dinero y los nombres de sus pretendientes. Tengo entendido que convive con una tía. ¿Tiene otros parientes? Cuanto pueda decirme sobre la casa será de ayuda.
—Haré todo lo posible —prometió Laurent. Y se volvió para marcharse.
—Me disculpo de nuevo por enviarle fuera con este tiempo tan inhumano —dijo Edward.
—No tiene importancia, milord. Los tuvimos peores en la Península.
—Llévese el carruaje, Laurent.
Edward volvió a su informe. Con Laurent encargado de obtener la información que necesitaba, ésta pronto estaría disponible.


Lady Charlotte se retorcía las manos preocupada mientras cuidaba de su sobrina, que estaba tendida muy pálida e inmóvil en la cama. Desde el incidente de Isabella con lord Cullen, hacía tres días, su recuperación estaba yendo muy lenta para el gusto de Charlotte. Isabella había empezado a tener fiebre al día siguiente del terrible incidente, y ninguno de los remedios de Charlotte parecía surtir efecto.


—Tía Charlotte, ¿aún estás ahí? Tengo mucho calor.
Charlotte contempló a Isabella con dolorida preocupación.
—Es que tienes fiebre, querida. No te ha bajado en tres días. Creo que es hora de llamar a un médico.
—¡No! —exclamó Isabella, esforzándose por sentarse—. No puedes, tía, sabes que no puedes.
Charlotte le dio unos suaves golpecitos en el hombro y la apremió a acostarse de nuevo.
—Te estás alterando, querida, y eso no es bueno para ti. No haré nada que no desees. Descansa mientras voy a buscarte un caldo.
 Una vez Charlotte se aseguró de que Isabella estaba cómodamente recostada en el lecho, salió silenciosa de la habitación. Sorteó los charcos de agua que se formaban en el suelo pese a los recipientes colocados bajo las numerosas goteras del techo, y se apresuró hacia la cocina.
—¿Cómo está? —preguntó Jacob mientras depositaba un bote de forma ruidosa sobre la gastada mesa.
—Aún con fiebre. La he sugerido avisar a un médico, pero no quiere oír hablar de ello.
Sorbió por la nariz y se enjugó una lágrima.
—Estoy preocupada —concluyó.
—De todos modos, dudo que con este tiempo viniera ningún médico —comentó Jacob.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Charlotte.
—Buscando botes para ponerlos bajo las goteras.
Charlotte fue a la despensa y regresó con las manos vacías y los ojos asustados.
—No tenemos ni un hueso para sopa. ¿Qué vamos a hacer?
Jacob recogió su impermeable de un gancho.
—No se preocupe, lady Charlotte. Yo le conseguiré un hueso para la sopa.


Edward paseaba arriba y abajo de su estudio, deteniéndose de vez en cuando para mirar con atención al exterior a través de la ventana. Laurent hacía horas que se había ido y estaba oscureciendo. No debía haber enviado a su hombre de confianza a la calle en un día como aquél, su encargo podría haber esperado al día siguiente. A Laurent le debía un aumento de sueldo, y Edward decidió que sería importante.


Se estaba retirando de la ventana cuando vio acercarse su carruaje. Se dirigió al vestíbulo y aguardó impaciente a que el cochero dejase a Laurent ante la entrada principal. La puerta se abrió con una ráfaga de viento que casi le hizo perder el equilibrio.


—Póngase ropa seca antes de informarme de sus descubrimientos —le ordenó Edward—. ¿Prefiere té o brandy?
Laurent  esbozó una sonrisa.
—Brandy, milord.
Edward le devolvió la sonrisa.
—Yo pensaba lo mismo. El brandy y yo le aguardaremos en mi estudio.
Laurent se presentó allí poco después. Edward le tendió una copa de brandy.
—Mi información sobre lady Isabella es incompleta, pero puede ser de cierto valor para usted —comenzó Laurent  mientras se sentaba en una silla frente a Edward —. La dama y su tía son un par de solitarias.
—¿De qué se ha enterado? ¿Puede decirme dónde vive?
—Ciertamente, milord. Encontré su casa. Está al sur de Mayfair, en Chelsea. —Le tendió un pedazo de papel—. Anoté el número de la casa. No es un lugar impresionante.
Edward echó una mirada a la dirección y se guardó el papel en el bolsillo.
—¿Qué más?
—Como ya sabe, la tía soltera de lady Isabella vive con ella. Tiene además un hermano más joven, pero no cuenta con parientes próximos en Inglaterra. Según los vecinos, tienen dos sirvientes, una combinación de cocinera/ama de llaves que acude diariamente y un hombre para todo que vive en la casa. Sospecho que palpan la pobreza.
—Tengo entendido que el hermano está fuera, en la universidad. ¿Cómo se las arreglan para pagar su estancia allí?
—Eso es en cierto modo un misterio. El muchacho tiene dieciocho años. Algunos dicen que el conde de Forks dejó bastante dinero como para pagar los estudios de su hijo, pero nadie parece saberlo a ciencia cierta. Los que conocieron al conde dicen que tras la muerte de su esposa fue de mal en peor. Que se involucró con un individuo llamado Volturi y en toda clase de libertinajes.
—¡Volturi! —repitió Edward —. Ese hombre es una amenaza para la sociedad. Siga, Laurent.
—El conde de Forks encontró la muerte en un duelo por una prostituta de Covent Garden. Fue todo un escándalo. Se dice que fue incitado a batirse por Volturi. No sé qué tendría que ganar Volturi en ello, pero me parece sospechoso, en especial porque me he enterado de que ha propuesto matrimonio a lady Isabella.
Gabriel se quedó inmóvil.
—¿Ella ha aceptado?
—No, que yo sepa. Y eso es todo, milord. La dama y su tía raras veces asisten a acontecimientos sociales, aunque algunos antiguos amigos de la familia aún las invitan. Jacob, el hombre para todo, cuida de ellas como si fueran su propia familia.
—Lo ha hecho muy bien, Laurent—lo felicitó Edward —, la verdad es que nunca me ha fallado usted. Se ha ganado una buena gratificación por su trabajo y un sustancial aumento para primeros de mes.
—Gracias, milord. Es usted muy generoso.
—Tómese el resto del día libre, se lo merece. Ya me abrirá algún lacayo cuando regrese esta noche.
—¿Va a salir, milord? ¿Con este tiempo?
—Lord McCarty me ha enviado una nota. Whitlock y él me invitan a reunirme con ellos en Brook's para una cena tardía.
Laurent se puso en pie.
—Muy bien, milord. Le deseo una noche agradable.
—Buenas noches, Laurent.
Edward  salió de su estudio y ordenó a un lacayo que hiciera venir a la puerta su carruaje. Luego regresó a su habitación para vestirse para la noche. Siobhan, su criado, le ayudó a ponerse una camisa de hilo y un traje, le ajustó la chaqueta a los hombros y luego le tendió el sombrero y el bastón. Edward salió de la casa con el aspecto de un elegante marqués.
Cuando le indicó al cochero la dirección, sólo se le ocurrió un  solo lugar adonde anhelaba ir.
—A Chelsea, Garret. Y después a Brook's.
Garret ocupó el asiento del conductor y el vehículo se puso en marcha traqueteando por la calle barrida por la lluvia hacia Chelsea. Cuando llegaron a ese distrito, antes tan de moda, Edward localizó la dirección que Laurent le había facilitado y dio unos golpecitos en el techo. El coche se detuvo ante una estrecha casa que tal vez había sido distinguida en otro tiempo, pero que ahora necesitaba desesperadamente una restauración.
Edward se preguntó por qué lady Isabella no habría destinado parte de su salario mensual a reparaciones. El misterio despertó en él el deseo de resolverlo. Si no aquella noche, algún otro día no muy lejano. No se hacían visitas a damas casi desconocidas a aquellas horas de la noche. Aunque Edward tal vez no fuera un caballero en el estricto sentido de la palabra, observaba algunas de las normas dictadas por la sociedad.
Dio un golpe en el techo y el coche avanzó a sacudidas. Estaba abismado en sus pensamientos cuando el carruaje se detuvo y Garret abrió la puerta.
—Estamos en Brook's, milord.
Sostuvo un paraguas por encima de la cabeza de Edward y lo acompañó hasta la entrada.
La puerta se abrió y Edward se agachó un poco para entrar. En seguida vio a McCarty y Whitlock. Estaban de pie junto al hogar, absortos en una conversación con lord Alistair. Edward avanzó hacia ellos a grandes pasos.
—Cullen —lo saludó Emmet—, llegas tarde. El estómago me llega a la columna. ¿Qué te ha entretenido?
—Tenía que hacer algo primero. Hola, Alistair. Creía que estabas en el extranjero.
—Acabo de regresar, amigo. ¿No sabes que acabo de encadenarme?
—Felicidades.
—Sí, bueno, la dote valía la pena. Ahora debo marcharme; mi mujercita me está esperando.
Emmet  soltó una risita mientras Alistair se alejaba.
—He aquí un ejemplo excelente de lo que el matrimonio puede hacer con un hombre.
—Busquemos una mesa y encarguemos la cena —sugirió Jasper—. Mientras comemos, Cullen puede contarnos qué lo ha hecho retrasarse.
Tras encargar la cena, Emmet y Jasper observaron a Edward expectantes.
—¿Quién es la mujer que te ha hecho llegar tarde? —preguntó Jasper sin más preámbulos.
—¿Qué te hace pensar que sea una mujer?
—Nunca se me ocurriría que pudiese no serlo —rió Jasper  a carcajadas.
—Tal vez nuestro amigo ha estado ocupado tratando de averiguar la identidad de nuestros salteadores de caminos —aventuró Emmet.
—Lo dudo —replicó Jasper—. Desde el día del robo venimos sufriendo este horrible tiempo. Estoy seguro de que Cullen ha estado encerrado en su casa, lo mismo que nosotros. Nada como una bebida caliente y un fuego acogedor en el hogar cuando el tiempo es así de atroz.
—He estado pensando en el robo, en efecto —reconoció Edward—. Me propongo enviar a Laurent  a recorrer hospitales y médicos que se sepa que atienden a delincuentes para que investigue si recientemente ha ingresado alguien con una herida de bala.
—Hiciste lo que tenías que hacer —afirmó Emmet—. No pienses más en ello. Sólo nos robaron una mísera suma. Te lo puedes permitir.
—Ésa no es la cuestión, McCarty. Ser robado dos veces por los mismos bandidos es algo indignante.
—Ya nos informarás de lo que averigües —repuso Emmet centrándose en su plato de chuletas de cordero y patatas—. Estoy ansioso por sentarme con las cartas. Hoy siento que voy a tener suerte.
—Yo creo que esta noche pasaré —dijo Edward—. Tengo necesidad de hacer algo.
Emmet  dejó su tenedor en la mesa y miró fijamente a su amigo.
—¡Lo sabía! ¡Has encontrado una nueva amante! ¿Quién es? Debe de ser alguien importante para que estés tan nervioso.
Edward  arqueó una ceja.
—En realidad no hay ninguna amante. —Dejó su tenedor y se limpió la boca con la servilleta—. Ahora, si me disculpáis, debo irme.
Jasper  y Emmet se miraron el uno al otro con la preocupación reflejada en el rostro mientras Edward se alejaba.
—¿Qué supones que le pasa? —dijo Emmet—. Últimamente no es el mismo. Nunca había visto que nada lo consumiera tanto como ese asunto de los salteadores. Casi parece que lamente haber disparado a uno de aquellos bastardos.
—Eso es absurdo, McCarty —lo reprendió Jasper—. Cullen no permitiría que un robo lo afectase de ese modo. Se trata de una mujer, hazme caso.
—No le he visto con ninguna mujer en especial —reflexionó Emmet en voz alta.
—Ni yo... a menos que... ¡diablos! No creerás que se está interesando por lady Isabella, ¿verdad?
—Ya sabes que ella está fuera del mercado. Dudo que Cullen perdiera su tiempo con una mujer sin dote, por muy encantadora que sea. Además, perder el tiempo con una dama soltera no es el estilo de Cullen. Ella acabaría exigiendo matrimonio, y nuestro amigo no tiene ninguna intención de encadenarse.


Edward no tenía idea de que sus amigos estaban especulando sobre su vida amorosa mientras su coche traqueteaba por la carretera, bajo la húmeda noche. Le había dado a Garret una dirección que lo conducía de nuevo hacia Chelsea. Dio unos golpecitos en el techo y el vehículo se detuvo otra vez en la curva, ante la casa de Isabella. Aunque Edward no tenía intenciones de entrar en la casa esa noche, se recostó en los cojines y contempló la luz fluctuante a través de las ventanas.
Comprendiendo que entretenerse fuera de la casa de Isabella era una pérdida de tiempo, Edward estaba ya a punto de indicarle a Garret que prosiguiera, cuando advirtió una figura encorvada que se acercaba a la residencia. Esa persona llevaba un paquete bajo el brazo, vestía un impermeable y era sin lugar a dudas un hombre. Al ver que entraba en la casa sin llamar, Edward entrecerró los ojos. Evidentemente, Laurent no se había enterado de todo acerca de lady Isabella Swan.


Al día siguiente, Edward se levantó antes del mediodía pese a haber dormido poco la noche anterior. Se vistió, tomó un ligero desayuno y salió de la casa. Puesto que el día había amanecido insólitamente excelente tras casi una semana de lluvia, Edward decidió dirigir su carruaje hacia Chelsea. Tal vez pudiese invitar a lady Isabella  a dar un paseo por Sulpicia Park. Si pasaba más tiempo en su compañía, podría acabar recordando dónde se habían visto antes.
A la luz del día, Chelsea resultaba deprimente. Filas de mansiones antiguas que habían conocido tiempos mejores se alineaban en las calles, e incluso la gente que merodeaba por allí parecía desaliñada.
Edward hizo detener el coche delante de la casa de Isabella, y descendió de él ágilmente. Se ajustó la chaqueta, recogió su bastón y anduvo airoso hacia la puerta principal. No había picaporte, por lo que usó su bastón para anunciar su presencia. Transcurrió largo rato hasta que la puerta se abrió, apareciendo en ella un hombre mayor, de cabellos grises y larga nariz, que vestía lo que pretendía ser una librea, unos calzones negros y un ajado chaleco negro sobre su arrugada camisa de hilo.
¿Sería aquél el hombre para todo de Isabella? Pareció algo sobresaltado al ver a Edward, pero se recompuso en seguida.
—¿En qué puedo servirle, milord?
—Por favor, informe a lady Isabella de que lord Cullen ha venido a visitarla. ¿Sabe si recibe?
—Yo... no es momento oportuno, milord.
El hombre parecía totalmente desconcertado, y Edward se preguntó por qué razón.
—Le sugiero que anuncie mi presencia a lady Isabella y deje que sea ella quien decida.
—Lo siento, milord, no puedo hacer eso. Lady Isabella no está... es decir, ella...
—¿Quién es, Jacob? —se oyó preguntar.
—Su señoría el marqués de Cullen desea ver a lady Isabella.
Edward miró más allá del mayordomo y distinguió a lady Charlotte  junto a la escalera, al parecer tan desconcertada como Jacob.
—¡Oh Dios, Dios! —exclamó Isabella—. Él no puede. Quiero decir, es imposible.
Sin aguardar a ser invitado, Edward pasó por delante de Jacob y entró en el vestíbulo. Se quitó el sombrero y se detuvo tan bruscamente que casi tropezó con uno de los cubos llenos a rebosar de la lluvia del día anterior. Una gota de agua cayó del techo en su cabeza en ese momento, y cuando levantó los ojos, otra gota le cayó en uno de ellos. Se la secó y, de repente, se dio cuenta de que había varios cubos más situados estratégicamente en todo el vestíbulo y más allá.
Edward se volvió hacia Jacob.
—¿Qué es todo esto?
—El techo, milord, tiene goteras —repuso Jacob secamente.
—Ya lo veo. Pero ¿por qué no ha sido reparado?
—Porque no todos disponemos de una riqueza como la suya —repuso Charlotte adelantándose para defender a Jacob.
—¿Dónde está lady Isabella? —preguntó Edward ignorando el sarcasmo de la mujer.
La mujer lanzó una preocupada mirada hacia la escalera.
—No está... disponible.
Edward ya había tenido más que suficiente.
—¿Qué le sucede?
—Mi sobrina está afectada por el clima y no se halla en condiciones de recibir, milord.
—¿Han avisado a un médico?
Lady Charlotte palideció.
—No es necesario. Soy perfectamente capaz de cuidar dolencias menores.
Edward, con una mueca, lanzó una mirada apreciativa a las paredes, que destilaban agua, y al suelo húmedo.
—Las condiciones de vida aquí son pésimas. No es de extrañar que lady Isabella esté enferma.
Lady Charlotte agitó las manos impotente.
—Le aseguro que, como ha dejado de llover, Isabella se pondrá bien muy pronto.
Ni el ceño de lady Charlotte ni la frente arrugada de Jacob eran tranquilizadores.
—Juzgaré por mí mismo las condiciones de lady Isabella —dijo, dirigiéndose a la escalera. Charlotte se situó frente a él.
—¡Lord Cullen!, usted no puede hacer esto! No es correcto. Usted y mi sobrina apenas se conocen.
Él la rodeó.
—Sea como fuere, voy a subir. Usted puede acompañarme, pero no puede detenerme.
—Jacob, haga algo —rogó Charlotte.
—¿Qué quiere que haga yo? —preguntó Jacob observando la altura y la envergadura de Edward —. Él es un marqués y yo... —se encogió de hombros—, yo soy un criado.
Edward subió la escalera advirtiendo, a medida que avanzaba, la barandilla se bamboleaba y que los peldaños cedían bajo su peso. Charlotte subía a trompicones detrás de él retorciéndose las manos y murmurando para sí.
—Muéstreme el camino —dijo Edward, dejando que Charlotte le precediese.
Ésta avanzó rápidamente ante él y se aplastó contra una puerta cerrada en lo alto de la escalera. Gabriel enarcó una ceja, cogió a Alma por la cintura y la hizo a un lado. Luego golpeó una vez en la puerta y pronunció el nombre de Olivia. Al no recibir respuesta, llamó de nuevo.
—Lady Isabella, soy Cullen . Su tía dice que está usted mal. ¿Puedo serle de ayuda?
En esta ocasión, oyó un débil:
—¿Cullen? ¡Oh, no! ¡Váyase!
—¿Lo ve? —exclamó Charlotte mirándolo rabiosa—. Isabella no desea verle. Sencillamente, no es correcto, milord.
Edward sabía que estaba quebrantando las normas, pero algo iba mal, muy mal. Si Isabella necesitaba un médico, él iba a asegurarse de que lo tenía. Tal vez ella no pudiera pagárselo, pero él sí.
—Voy a entrar —anunció Edward.
Le concedió un momento para que se preparara y luego abrió la puerta y entró. Su mirada se posó en el lecho donde la ligera figura de Isabella era apenas distinguible bajo la colcha que la cubría. Una espléndida cabellera chocolate estaba extendida por la almohada, enmarcando un rostro mortalmente pálido, salvo por dos manchas rojas en sus mejillas.
—¿Qué está usted haciendo aquí? —balbuceó Isabella.
Edward se aproximó al lecho.
—Está enferma. Enviaré a Garret por mi médico personal inmediatamente.
—¡No! —protestó Charlotte—. ¡Por favor, milord, váyase! Le prometo que avisaré a mi propio médico.
Edward miró a Isabella con la frente fruncida por la preocupación.
—Está con fiebre. ¿Cuánto tiempo hace que está así?
—Uno o dos días —contestó Isabella débilmente—. Váyase, no deseo que me vea así.
—¿Qué han hecho por ella? —preguntó Edward rodeando a Charlotte—. No soy médico, pero tengo suficiente conocimiento de fiebres como para saber que debería estar obligándola a ingerir líquidos.
Isabella trató de incorporarse, pero Edward la asió por los hombros y suavemente la obligó a recostarse. A través del camisón de hilo sintió el calor de su carne, y maldijo entre dientes. Al parecer, los brebajes preparados por lady Charlotte poco habían contribuido a aliviar la fiebre de la joven. Se arrodilló junto al lecho y le cogió la mano.
—Lady Isabella, sé por qué su tía no ha avisado a un doctor. Tal vez usted no pueda permitirse cuidados médicos, pero yo sí puedo.
—No... no es eso —repuso ella con voz ronca—. No se preocupe. Me curaré. Tía Charlotte está atendiéndome muy bien. No necesito su ayuda. Adiós Cullen.
Edward se levantó, pero no se marchó, como Isabella ordenaba. Mientras dirigía la mirada por la habitación, escasamente amueblada, su expresión era de sombría desaprobación.
—Usted no pertenece a este lugar. El techo tiene goteras y el yeso se está desmoronando.
—Somos muy conscientes de la situación —repuso Charlotte mordiéndose el labio inferior para evitar que le temblara.
—¿Cómo se atreve a venir a nuestra casa sin ser invitado y a insultarnos? —lo atacó Isabella—. Tampoco puede usted dictarnos cómo debemos vivir. No es de su incumbencia cómo manejamos nuestros asuntos.
Edward pensó que ella tenía razón. Apenas conocía a Isabella Swan y a su tía, y no tenía ningún motivo para inmiscuirse en sus vidas; pero allí se necesitaba un médico y por razones que se le escapaban, se sentía obligado a ayudar.
—Enviaré a Garret por mi médico.
—Puesto que no le permitiré que me examine, estará usted perdiendo su tiempo y el de él —replicó Isabella.
Edward, exasperado, se pasó la mano por los cobrizos cabellos.
—¿Por qué rechaza mi ayuda?
—No aceptamos caridad. Además, estoy segura de que su ayuda conlleva un precio que no estoy dispuesta a pagar. Un hombre de su desagradable reputación siempre desea algo a cambio.
Edward soltó un resoplido de indignación.
—Yo no le he pedido nada.
Isabella cerró los ojos y recordó la noche del baile. Lord Cullen no sólo le había hecho una proposición indecorosa, sino que se había tomado libertades y formulado preguntas de naturaleza muy personal. Por añadidura, si se enteraba de que ella era quien le había robado, estaría perdida. No podía permitir que un doctor viese su herida. Sin duda alguna levantaría sospechas.
—Le prometo avisar a mi propio doctor si usted quiere, pero déjeme sola —dijo Isabella.
Prometería cualquier cosa con tal de librarse de Cullen. El hombro le dolía endiabladamente y se sentía como si se estuviera cociendo en los fuegos del infierno.
Edward parecía vibrar hacia adelante y hacia atrás ante la desvaída visión de Isabella. Contemplando aquel rostro tan hermoso se preguntaba qué lo habría llevado junto a su lecho. Era la última persona del mundo a quien hubiese esperado ver. Por la expresión de sus ojos veía claramente que la encontraba patética, y ella no deseaba su piedad. No deseaba nada del marqués de Cullen.
—¿Por qué está usted aquí, milord?
—¿Tan pocos pretendientes tiene que no reconoce a uno cuando viene de visita? Creí que le gustaría disfrutar de un paseo por el parque.
—En otra ocasión quizá —intervino Charlotte—. Ahora Isabella debe descansar.
—Por favor, váyase Cullen —le rogó la joven—. Mi tía tiene razón. Estoy cansada.
—¿Qué hay del médico? —la presionó Edward.
—Enviaré a Jacob a buscarlo inmediatamente —repuso Charlotte  llevándolo hacia la puerta—. Le acompaño.
—Muy bien. Pero no se librarán de mí tan fácilmente. Volveré mañana.
Isabella no pudo relajarse hasta que Charlotte regresó para decir que Cullen se había ido.
—¿Por qué ha venido? —preguntó Isabella.
Charlotte  le dio unos golpecitos en el hombro para tranquilizarla.
—Está interesado en ti, Bella. He podido verlo en sus ojos.
—Los intereses de Cullen van en una sola dirección —se burló Isabella—. Y ésta está por debajo de su cinturón. Él sólo desea una cosa de una mujer, y evidentemente cree que yo estoy disponible y dispuesta a entregarme. Estoy segura de que cree que una mujer soltera está desesperada por tener un hombre.
—Tal vez le convinieras como esposa —especuló Charlotte—. Necesita un heredero, y tu pureza de sangre es intachable.
—Cullen  es un libertino empedernido, y no está en absoluto interesado en el matrimonio. Dudo que exista una mujer capaz de enderezarlo. Además —añadió fatigada—, no lo querría ni en bandeja de plata.
—Estás cansada, querida —observó Charlotte—. Échate una siesta mientras te caliento un poco de caldo. Cullen tiene razón en que debo forzarte a tomar líquidos. También es acertado lo de avisar a un médico. Tu persistente fiebre me preocupa.
—Aguarda un día más, tía —le rogó Isabella—. Si la fiebre no expide mañana, puedes enviar a Jacob  a por el doctor Quil. Podemos vender el último botón de diamante para pagar sus honorarios y comprar su silencio.
Charlotte le dirigió una mirada aprensiva.
—Muy bien. Un día más, Bella. Pero sólo eso.


El pálido rostro de Isabella seguía presente en los pensamientos de Edward mucho después de que éste regresara a casa. No alcanzaba a comprender por qué se preocupaba por su bienestar, pero así era, y se le ocurrió que podía hacer algo por ella.
—¡Laurent!
Éste debía de estar fuera, junto a la puerta, porque apareció al instante.
—¿Me llamaba, milord?
—Por favor, avise a mi médico y dígale que vaya a casa de lady Isabella. Ya sabe la dirección.
—Al punto, milord.
—Y Laurent...
—Sí.
—Dígale al doctor Crowley que venga inmediatamente a verme después de visitar a su paciente. Procure que comprenda que tendrá una gratificación además de sus honorarios.
—Muy bien, milord.
Edward sabía que Isaella no apreciaría su intromisión, pero por más que se esforzaba, no podía entender por qué ella y su tía eran tan inflexibles en cuanto a lo de buscar ayuda médica. ¿Había algo que no deseaban que se supiera?
¿Qué secretos estaban encubriendo?
Algo en Isabella lo intrigaba, lo atraía, le hacía desear desenmarañar el misterio que la rodeaba.
Un golpe en la puerta le sobresaltó despertándolo de su ensueño. Laurent entró al ser autorizado.
—El doctor Crowley está camino de Chelsea, milord. Ha prometido venir a verlo antes de regresar a su consulta.
—Gracias, Laurent. Acompáñelo a mi estudio en cuanto llegue. ¿Y ha podido averiguar algo acerca de los dos salteadores de caminos que nos robaron a McCarty y a mí?
—No, milord, se diría que aparecen y desaparecen muy misteriosamente. He corrido la voz por la calle y contratado a los investigadores de Bow Street para que vigilen todos los lugares de mala nota donde se reúnen los ladrones. Antes o después cometerán un error, y, cuando lo hagan, usted será el primero en enterarse.
»Sin embargo, he localizado su anillo en una casa de empeños y me he tomado la libertad de comprárselo.
Edward  tomó el anillo que le tendía Laurent y se lo puso en el dedo.
—Vale usted su peso en oro, Laurent. ¿Qué haría sin su ayuda? En cuanto a los ladrones, prefiero mantener la ley fuera del asunto hasta que sepa quiénes son. Algo me dice que los conozco, por lo menos a uno de ellos.

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HOLA NIÑASS ESTOY DE NUEVO AQUI ESPERO SUS COMENTARIOS Y SUS VOTITOS POR FIS Y AHHHHHHHHH LES TENGO UN REGALITO .......

BESOS Y ABRAZOS

SU AMIGA CLAUDIA (GOTHIC)

Capítulo 3: Capitulo 3 Capítulo 5: Capitulo 5

 
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