El Noble y la Ladrona (+18)

Autor: Gothic
Género: + 18
Fecha Creación: 15/08/2010
Fecha Actualización: 13/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 29
Comentarios: 57
Visitas: 81792
Capítulos: 22

Cuando un audaz salteador de caminos asaltó su carruaje y apuntó con una pistola a una parte crucial de su anatomía, el marqués de Cullen tuvo que efectuar una elección crítica, entregar el anillo de su hermano fallecido o perder las joyas de la familia.

Edward decidió separarse del recuerdo, pero sólo de modo temporal. Localizaría al ladrón de los inolvidables ojos color Chocolate aunque fuese lo último que hiciera.

Para todos era conocida la escandalosa reputación de la Liga de los Libertinos de Londres, de modo que, cuando el más infame de sus miembros la tomó entre sus brazos en un baile de sociedad, Isabella Swan comprendió que sus intenciones no eran nada honorables.

La fogosa persecución de Edward hizo que sus ojos chocolates se abriesen de par en par y el pulso se le acelerase, pero…
 
¿Él iba en busca de una amante o de la picara que se había atrevido a robarle a punta de pistola?
Fuera como fuese, Isabella  sabía que le había llegado la hora de devolver lo robado, y estaba más que deseosa de entregarle tanto su cuerpo como su corazón.

Disclaimer : Esta historia es una adaptación de una novela, sólo he tomado partes de la trama y la he adaptado con los personajes de la saga crepúsculo, que le pertenecen a Stephanie Meyer.

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Capítulo 5: Capitulo 5

Isabella comprendió que algo había sucedido en el momento en que su tía entró en el dormitorio. ¿Habría regresado Cullen? ¿Qué deseaba ahora?
—¿Qué sucede, tía?
—Cullen ha enviado a su médico —gimió Charlotte—. ¿Qué vamos a hacer?
Isabella trató de sentarse, pero el dolor la hizo volver a reclinarse sobre las almohadas.
—¡Maldito sea ese hombre! ¿Por qué no se ocupará de sus asuntos? Despide al doctor.
—Sabes que eso hará que Cullen se vuelva aún más suspicaz.
Isabella se concentró en el problema que se le presentaba y buscó un modo de evitar al médico sin que Cullen regresara con más preguntas. La inspiración le hizo esbozar una débil sonrisa.
—Haz pasar al doctor, tía. No tiene por qué examinarme a fondo. Tú dijiste que mi herida no estaba infectada, ¿no? Pues le diremos que me ha aparecido una fiebre sin razón alguna.
—¿Estás segura, Bella?
Isabella frunció los labios.
—Muy segura. Cuando el doctor regrese a informar a Cullen, como estoy segura de que hará, tendrá poco que contarle.


Paseando por su estudio arriba y abajo, con un humor de perros, Edward maldijo a Isabella por hacer que se preocupase por ella. Él tenía una reputación de granuja y libertino que mantener. Un hombre impulsado por sombríos secretos no debía sucumbir a tiernos sentimientos. No, no eran tiernos sentimientos. Lo que él sentía por Isabella era de naturaleza claramente sexual. Sólo deseaba una cosa de ella.
Dos horas después, Laurent  hizo entrar al buen doctor en el estudio de Edward.
—¿Cómo ha encontrado a lady Isabella, doctor? —le preguntó el marqués antes siquiera de que el hombre tuviera tiempo de sentarse.
—No tenía idea de que lord Forks hubiera dejado a su familia en la miseria. Sus condiciones de vida son horrorosas, y nada apropiadas para una buena salud.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Edward.
Crowley miró al aristócrata con curiosidad.
—¿Conoce usted bien a la familia?
—He conocido recientemente a lady Isabella y a su tía. ¿Por qué lo pregunta?
—He encontrado a lady Isabella..., ¿cómo diría?, obstinada y poco dispuesta a colaborar, pero me he esforzado todo lo posible por emitir un diagnóstico.
Edward sofocó una sonrisa. Obstinada era una expresión que se quedaba corta. Isabella había carecido de adecuada orientación durante demasiado tiempo, y concedía demasiado valor a su independencia.
Simulaba fría reserva, pero la intuición le decía a Edward que eran de sangre tan ardiente como él mismo. De pronto, comprendió que Crowley estaba esperando para proseguir, y controló sus eróticas reflexiones.
—¿Ha logrado saber qué le pasa, doctor? ¿Se recuperará lady Isabella?
Crowley frunció los labios y dijo:
—Toda la visita me ha resultado desconcertante. El único examen que la dama me ha permitido ha sido superficial. Dice que hace varios días que está con fiebre, pero que no tiene otros síntomas. Me ha permitido auscultarle el corazón y éste sonaba con fuerza. La falta de otros síntomas es extraña, pero no fuera de lo corriente.
Edward sentía cómo iba creciendo su impaciencia. Interrumpió al médico:
—¿Ha llegado a establecer un diagnóstico y prescribir medicación?
—La ciencia médica todavía tiene que descubrir por qué se producen las fiebres esporádicas. Según lady Charlotte, la joven dama posee una fuerte constitución y rara vez está enferma, de modo que pronostico que su fiebre remitirá cuando concluya su curso. Le he dejado un elixir para bajarle la temperatura y le he prescrito varios días de reposo en el lecho y aire fresco una vez cese la fiebre.
Edward pensó suspicaz que eso era insuficiente.
—¿Eso es todo? ¿Podría lady Isabella estar consumida?
—No, categóricamente no. Eso lo he descartado de inmediato. Confíe en mí, Cullen. Lady Isabella estará perfectamente bien dentro de pocos días.
A Edward no le quedaba más remedio que confiar en el médico.
—Muy bien. Envíele la factura a mi administrador. Cuidaré de que se incluya una gratificación por su pronta atención.
—Muy amable por su parte, Cullen—repuso Crowley—. Me marcho.
—Laurent le acompañará.
Crowley tenía ya la mano en el pomo de la puerta cuando Cullen dijo:
—Una pregunta más, doctor. ¿Está lady Isabella en condiciones de recibir visitas?
—Dele unos cuantos días, Cullen. Ya sabe que a las damas no les gusta ser vistas cuando no están en plena forma.
Las palabras de despedida de Crowley provocaron una seca sonrisa en los labios de Gabriel. El tipo de mujeres que él visitaba a duras penas podían ser descritas como damas, y siempre se hallaban en plena forma cuando había un varón presente. Pero suponía que Isabella, como todas las mujeres, era presumida, y él aguardaría a que estuviera suficientemente recuperada como para visitarla.


Una semana después de la visita del doctor Crowley, Isabella estaba sentada en el salón, todavía pálida, pero lo bastante repuesta como para reanudar sus actividades normales. La herida estaba sanando y la fiebre hacía ya días que había desaparecido. Había recuperado el apetito y sentía que le volvían las fuerzas. Por fortuna, Cullen no había regresado, aunque su ausencia no resolvía todos los problemas que la atormentaban.
Había tenido que desprenderse de la señora Mallory dejando a su tía Charlotte y a Jacob a cargo de la casa, pero aun así sus finanzas seguían siendo críticas. Jacob había ofrecido contratarse en algún otro sitio, pero Isabella se había negado tajantemente. Sólo les quedaba un botón de diamante para vender y, después de eso, nada. El asno para pobres aparecía en su horizonte, enorme y aterrador.
No podía considerar recurrir a la ayuda de parientes. El padre de Isabella se había gastado su propia fortuna y la dote de su esposa. Tras la muerte de sus abuelos maternos en el mar, hacía varios años, un primo lejano había heredado el título. Isabella le había pedido ayuda tras la muerte de su padre, pero él había ignorado su ruego. Si sus abuelos aún estuvieran vivos, Isabella sabía que la ayudarían, pero por desgracia no estaban en condiciones de ayudar a nadie.
Las reflexiones deIsabella se vieron interrumpidas por la apresurada aparición de Jacob.
—¡Señorita Bella, venga en seguida! Ha ocurrido algo de lo más extraño.
Isabella se disponía a interrogar a Jacob, pero interrumpió bruscamente sus palabras al oír golpes y chirridos que venían de algún lugar por encima de su cabeza.
—¡Por todos los demonios! ¿Qué es eso?
—Eso es lo que estoy tratando de decirle, señorita Bella. Han llegado unos obreros para reparar el tejado. Ahora mismo están haciéndolo.
—¡No puede ser! —exclamó Isabella—. Diles que paren inmediatamente. Seguro que se han equivocado de dirección. Yo no he encargado nada.
—Les he ordenado que se marcharan, pero han insistido en que ésta era la dirección correcta. Lady Charlotte está en el mercado, pero dudo que ella encargara un nuevo techo sin su consentimiento. Cuando les he dicho que no les podíamos pagar, han contestado que ya habían cobrado.
—Tiene que tratarse de un error.
Los golpes continuaban, sólo que esta vez procedían de la puerta principal. Jacob se apresuró a abrir.
—Si es uno de los obreros, quiero hablar con él —le dijo Isabella.
Se recostó en su silla, segura de que podría aclarar aquello en unos momentos.
—Es lord Cullen, milady —anunció Jacob en tono formal.
«¡Maldición!», pensó Isabella mientras Edward aparecía en la puerta con aspecto elegante y distinguido, llevando una chaqueta gris de excelente tela, que se ajustaba a la perfección a la anchura de sus hombros. Su inmaculado pañuelo blanco estaba atado con elegante descuido y sus calzones de ante se adherían a los duros muslos y las largas piernas de un hombre que seguramente era la envidia de quienes carecían de su evidente masculinidad.
Su rostro anguloso, de noble nariz y firme mandíbula, evidenciaba, a las claras su aristocrático linaje. Sus pómulos parecían esculpidos en granito, sus labios plenos y sensuales exhibían una pizca de libertinaje, y en sus ojos se reflejaba una innata inteligencia y, desde luego, perversidad. Aunque Isabella tratara de evitarlo, no podía dejar de advertir de qué modo se flexionaban los largos músculos de sus piernas mientras avanzaba graciosamente hacia ella.
—Veo que han llegado los obreros del tejado —observó Edward.
Isabella lo miró comprendiendo de repente.
—¡Ha sido usted! ¡Usted ha contratado a los obreros!
—Me reconozco culpable —repuso él.
—¡Cómo se ha atrevido!
—Yo me atrevo a muchas cosas —replicó Edward.
—Sabe que yo no puedo pagar un nuevo tejado. Debe ordenar a los trabajadores que detengan inmediatamente lo que están haciendo.
—Si no me engaño, nunca ha dicho que no necesitara un nuevo tejado.
—Esa no es la cuestión.
—¿Y cuál es la cuestión?
—Apenas le conozco y, por consiguiente, no puedo permitir que haga esto. Primero me envía a su médico contra mi deseo claramente expresado, y luego contrata a obreros para que arreglen mi tejado sin mi conocimiento. Esto no es correcto. Las reparaciones de mi casa se harán cuando yo pueda permitírmelas. Su caridad es inaceptable.
—¿Quién ha dicho nada sobre caridad? Se me ocurren varios modos en los que puede saldar la deuda. Algunos muy agradables.
El calor inundó las mejillas de Isabella. Las palabras de Cullen dejaban pocas dudas en cuanto a sus intenciones respecto a ella. «Los libertinos no cambian», le advirtió una voz interior.
—Váyanse usted y sus obreros, Cillen. Sé lo que está buscando, y no va a salirse con la suya. Es usted un degenerado con los instintos de un semental en celo.
Edward echó atrás la cabeza y se rió.
—¿Qué sabe usted de sementales en celo, lady Isabella?
—Lo suficiente como para reconocer a uno en cuanto lo veo. Estoy segura de que hay mujeres que disfrutan siendo insultadas, pero yo no soy una de ellas.
Sus palabras parecieron resbalar sobre él como el agua de la lluvia durante una tormenta.
—He traído mi carruaje. Hace un día tan espléndido que he pensado que tal vez le gustaría disfrutar de un paseo por el parque. —Su luminosa mirada recorrió lentamente sus facciones—. Está muy pálida. El aire fresco y el sol le harán mucho bien.
—Probablemente tiene razón y disfrutaría con un paseo... pero con cualquiera que no fuese usted.
—¿Qué estoy oyendo acerca de un paseo? —preguntó lady Charlotte entrando apresurada en la habitación.
Cuando vio a Edward, se le desorbitaron los ojos.
—Lord Cullen, buenas tardes.
—Buenas tardes, lady Charlotte —repuso Edward cortésmente—. He venido para llevarme a lady Isabella a dar un paseo en mi carruaje.
Charlotte observó el pálido rostro de su sobrina.
—Podrías aprovechar y tomar un poco el aire, Bella.
—¡Tía!
—¡Oh, querida! ¿He vuelto a decir algo equivocado?
—No pasa nada, tía, tranquila.
—Casi lo había olvidado —prosiguió Charlotte—, ¿has ordenado reparaciones en el tejado?
—¡Absolutamente no! —resopló Isabella dirigiendo a Edward una mirada ofendida—. Los reparadores del tejado son otro de los actos de caridad de lord Cullen. Está lleno de ellos.
—¿Verdad que sí? —contestó Charlotte—. No olvides llevarte un chal y cubrirte la cabeza, querida —añadió al retirarse—. No quiero que cojas un resfriado tras tu reciente... enfermedad.
—¿Adónde vas, tía?
¿Su tía se marchaba dejándola sola con lord Cullen? ¿No comprendía cuan peligroso era ese hombre para ellas ni cuánto mal podía causarles si su fisgoneo desenterraba la verdad?
—Estaré en la cocina, querida. He convencido al carnicero para que me vendiera de una pieza de buey de primera por el precio de un corte de menor calidad —dijo Charlotte entusiasmada—. Jacob y yo vamos a preparar una cena especial para esta noche.
La vergüenza sonrojó las mejillas de Isabella. Ahora Cullen creería que realmente estaban en la miseria.
Sintió la dura mirada de él sobre ella y lo miró con ferocidad.
—¿Por qué me mira de este modo?
—Isabella...
—Para usted lady Isabella.
—Si usted insiste, milady —se burló Edward. Le tendió la mano—. No creo que necesite el chal, pero de todos modos, tal vez debería cogerlo. Como dice su tía, no deseamos tentar a la suerte después de su enfermedad.
Hipnotizada por la sensual promesa de sus ojos, Isabella casi dejó que le cogiese la mano, pero en el último momento prevaleció el sentido común. El solo hecho de estar a solas con Cullen era un peligro.
—No creo...
—¡Jacob! —gritó Edward.
Jacob apareció al instante.
—¿Ha llamado, milord?
—Traiga el chal y el sombrero de lady Isabella.
Jacob le dirigió a ésta una mirada preocupada y luego se apresuró a obedecer las órdenes de Edward.
—No puedo salir con usted —protestó Isabella—. Lady Charlotte está demasiado ocupada para hacer de carabina.
—Al ser una dama que se halla fuera del mercado matrimonial, son sus palabras no las mías, su edad le permite más libertades que a una señorita recién presentada en sociedad.
Jacob reapareció.
—Su chal, su sombrero y sus guantes, señorita Bella.
Edward tendió la mano. Jacob le entregó las prendas de ropa y se retiró discretamente.
Isabella comprendió que Cullen no iba a aceptar una negativa por respuesta. Una vez había tomado una decisión, el hombre era imperturbable como el granito. Ella podía protestar hasta el día del juicio final, que él seguiría allí imperturbable, desafiándola con su perversa sonrisa. Maldiciéndose por ser tan necia, asió la mano que él le tendía y se puso en pie, dejando que le atara el tocado bajo la barbilla y la ayudara con el chal sin un murmullo de protesta. Para su vergüenza, encontraba al marqués de Cullen físicamente atractivo, intelectualmente estimulante y peligrosamente enigmático. Sin embargo, su propia vida dependía de que supiera resistirse a esos atributos que encontraba tan sugestivos.
—Sabía que le parecería bien —comentó Edward mientras la cogía por el codo y la guiaba hacia la puerta.
Se produjo un embarazoso momento cuando él la levantó hasta el asiento elevado de su carruaje. El repentino movimiento le produjo dolor en la herida en curso de curación y ella desvió el rostro para que Cullen no advirtiera su mueca.
—¿Está bien?
—Estoy perfectamente —repuso Isabella apretando los dientes.
—He pensado que podríamos pasear por Sulpicia Park —comentó Edward poniendo su suntuoso grupo de caballos en movimiento.
Aunque luchaba contra ello, Isabella comenzaba a disfrutar con la salida. Hacía muchos años que no había paseado en un carruaje tan espléndido. A lo largo de Park Sulp, el entorno era impresionante a la brillante luz de aquella tarde de verano. Las fachadas de las casas, de granito y mármol, relucían brillantes, y el transparente cristal de las ventanas destellaba al sol mientras las iban dejando atrás.
Sulpicia Park era un lugar bullicioso a aquella hora del día. La gente paseaba por el camino pavimentado, entre exuberantes cercados, flores, árboles y bancos de piedra, mientras caballos y carruajes competían por el espacio a lo largo de la vía pública. Sin embargo, los edificios de tres y cuatro pisos que formaban la plaza que rodeaba el paraje, le recordaban a Isabella su propio estado de pobreza.
—El parque está hoy concurrido —observó Edward mientras conducía el vehículo hacia una de las salidas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Isabella mientras pasaban ante vendedores ambulantes y músicos callejeros.
Edward le dedicó una traviesa sonrisa.
—Ya lo verá.
Cuando pasaron el puente de Londres dejando atrás la ciudad y se dirigieron al campo de Surrey, un escalofrío de cautela recorrió la columna de Isabella. Estar a solas con Cullen no era una buena idea por varias razones, y no era la menor de ellas la atracción que bullía a fuego lento entre ellos dos.
—Lléveme a casa, Cullen —le ordenó Isabella con su voz más altanera—. Acabo de recuperarme de una enfermedad y éste es mi primer día fuera.
—¿Se siente mal? —preguntó Edward repentinamente preocupado.
—No, en realidad, no, pero...
—No iremos lejos —le aseguró él.
Al cabo de unos momentos, tomaban un sendero recortado flanqueado por cercados. Cuando el camino se abrió mostrando un laguito habitado por cuatro graciosos cisnes, Isabella exclamó encantada:
—¡Es precioso! No sabía que existiera algo tan pacífico tan cerca de la ciudad.
—Pensé que le gustaría —comentó Edward mientras ponía el freno y saltaba al suelo.
Isabella observó agitada cómo Edward retiraba una manta de debajo del asiento y la extendía sobre el exuberante césped, junto al lago. Luego la bajó a ella del vehículo como si no pesara nada y así, en brazos, la transportó hasta ella.
Lo primero que se le ocurrió a Isabella era que Cullen había hecho eso mismo antes muchas veces, con una gran variedad de mujeres. Si su intención era seducirla, iba a quedar decepcionado.
No estaba dispuesta a sucumbir a sus manejos depredadores. Y si creía que ella iba a ofrecerle su cuerpo en pago del nuevo tejado, no la conocía bien.
—Soy perfectamente capaz de andar, milord —dijo mientras él la depositaba cuidadosamente en la manta y se tumbaba a su lado.
—Puedes llamarme Edward.
Él escudriñó su rostro fijando su intensa mirada en sus ojos. Ella los bajó y procuró no apartar la vista de las manos. Edward la contempló durante tanto rato que Isabella temió que reconociera algo en sus rasgos. ¿Se daría cuenta de pronto de que era Bells, el salteador de caminos? Sus temores aumentaron cuando él dijo:
—¿Le ha dicho alguien que tiene unos hermosos ojos chocolate? Sé que la he visto antes, pero no puedo recordar dónde. Estoy seguro de que tarde o temprano me acordaré.
—No nos hemos visto antes del baile de la duquesa viuda de Sutherland —afirmó Isabella—. Usted ha conocido a muchas mujeres, tal vez me parezca a alguna de sus... amantes.
—Ninguna mujer que yo conozca se parece a usted —insistió Edward.
Isabella sintió calor en los labios bajo su mirada y se los humedeció con la lengua, inconsciente del efecto que ese simple gesto podía tener en él.
—¿Está usted atormentándome, Bella?
Isabella abrió los ojos de par en par. No tenía ni idea de a qué se refería, pero no quería que él utilizara el diminutivo sólo permitido a los miembros de la familia.
—Sólo me llaman Bella los íntimos, milord.
Una juguetona sonrisa curvó sus labios.
—Yo pudo ser íntimo, muy íntimo de usted, Bella.
Edward devolvió la mirada a sus labios. Se inclinó acercándose a ella. Tan próximo que el olor a cuero, tabaco y a pura virilidad la envolvió penetrando sus poros. Sus sentidos se estaban alterando. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Sintió el aliento de Edward rozar su mejilla y comenzó a temblar. ¡Maldito fuera! ¿Por qué estaba permitiendo que un conocido mujeriego y degenerado le hiciera eso?
El duro cuerpo del hombre estaba cerca, lo suficiente como para que sintiera su calor. Y eso avivaba en ella una ardiente respuesta. Abrió los ojos y descubrió que él la observaba. Trató de poner distancia entre ambos, pero no fue capaz de apartarse, atada por invisibles lazos.
—No lo haga —dijo ella sin aliento.
—¿Hacer qué?
—Mirarme como un sabroso bocado. Sus modales son deplorables, lord Cullen.
Él curvó las comisuras de los labios.
—¿Por qué cree que se me considera un libertino? —murmuró inclinando su cabeza hacia ella.
Si no hubiera estado tan escandalizada, lo habría abofeteado. En lugar de ello, permaneció como petrificada, con la cabeza ladeada, mirándolo, y los labios ligeramente entreabiertos.
Lo que sucedió a continuación fue inevitable. La boca de Edward tomó la suya. El beso fue puro fuego que se extendió por su cuerpo caldeándolo hasta el último rincón. El gesto la inquietó y le gustó. Sin voluntad consciente, se acercó a él, atraída por su cuerpo, ansiosa por notar la sólida superficie de su pecho contra sus senos doloridos. En su limitada experiencia con los hombres, nada la había preparado para aquel momento.
Lo único que le impedía deslizar las manos bajo su camisa y tocarlo era una diminuta chispa de razón que conservaba. Pero hasta ese poco de cordura se disipó cuando él deslizó la lengua entre sus dientes, saboreándola audazmente. Isabella, temblorosa, bebió el sutil sabor a él. Apretó las palmas contra su pecho con intención de apartarlo, pero en lugar de ello, deslizó las manos hasta sus hombros y le rodeó el cuello.
Lo oyó gemir, y luego él la atrajo hacia sí, hasta que estuvo reclinada entre sus brazos. Sus muslos eran como columnas de granito que la mantenían sobre la manta, y el beso se fue prolongando hasta que, de pronto, Isabella fue consciente de que el tenso sexo de Edward empujaba contra su vientre. Se apoderó de ella un vicioso urgencia de levantar las caderas para acercarse a esa misteriosa dureza, pero consiguió dominarlo.
Cuando notó que se le caía el sombrero, comprendió que estaba metiéndose en problemas. Cullen era demasiado experimentado, demasiado seguro de sí mismo, demasiado masculino. Se dio cuenta de que ya le había desabrochado el vestido y que sujetaba su seno por encima de la camisola. Se quedó sin aliento.
—Te adaptas perfectamente a mi mano —murmuró él contra sus labios—. Me gusta que no lleves corsé. Eres lo bastante esbelta como para poder prescindir de él.
Las palabras de Edward volvieron a Isabella a la realidad.
—¡No lo haga! —Se desprendió de sus brazos y se abrochó rápidamente—. ¿Cómo se atreve a tomarse semejantes libertades con mi persona?
Él le sonrió.
—Parecías disfrutar con lo que yo estaba haciendo.
El calor inundó sus mejillas. Debería haber hecho mayor esfuerzo por resistirse. Debía haberle ordenado que la llevara a casa. En lugar de ello, se había recostado complacientemente contra su cuerpo, y permitido que él obrara su magia.
—Se ha aprovechado de mi inexperiencia —lo atacó Isabella.
Edward la miró enarcando una ceja con elegancia.
—¿Estás diciendo que Volturi no te ha poseído?
—¡Cómo se atreve! Su audacia me horroriza.
Hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Usar el brazo derecho aún le resultaba doloroso, pero no iba a permitir que aquel libertino despreciable la ayudara.
—¿Me perdonarás si me disculpo, Bella?
—Disculpas no aceptadas —resopló Isabella—. ¿Puede llevarme a casa, lord Cullen? Desde luego me entregará una factura completa por el coste de mi nuevo tejado, y procuraré devolverle hasta el último penique.
—No deseo su dinero.
—No obstante lo tendrá. Eso cuesta menos que lo que usted desea de mí.
—Le ruego que me diga qué es eso.
«Mi corazón, mi alma, todo lo que soy.» Avanzó hacia el carruaje y se subió a él.
—Esta conversación ha concluido, milord.
—Me llamo Edward, y no nos iremos de aquí hasta que digas mi nombre.
«Sapo arrogante.»
—Muy bien. Deseo marcharme... Edward.
Su sonrisa casi la compensó de la angustia que le estaba causando, pero se mordería la lengua antes que admitirlo. Con los párpados entornados, observó cómo se subía al coche y cogía las riendas. Si no fuera por la insoportable compañía, casi lamentaba dejar aquella apacible cañada por el hedor y suciedad de la ciudad.
—Tus mejillas comienzan a mostrar algún color —comentó Edward cuando cruzaban el puente de Londres—. La salida te ha hecho bien, tal como yo suponía. Si mañana por la mañana no llueve, iré a buscarte sobre las diez. Tendremos una comida campestre.
—Una perspectiva algo aburrida para usted, ¿no es así? —aventuró Isabella—. Los hombres de su clase raras veces dejan los antros de juego y los burdeles antes del amanecer, y luego duermen hasta mediodía.
—Tal vez prefiera estar contigo que dormir —repuso Edward.
—Y tal vez los burros vuelan —se mofó Isabella—. No tengo idea de por qué está decidido a seducirme, lord Cullen, a menos que cortejar a una solterona madura le divierta.
—¿Te has mirado últimamente, Bella? Desafío a cualquiera a que te describa como una solterona madura. En cuanto a cortejarte, olvida ese bonito sentimiento. No estoy interesado en el matrimonio.
—¿Y yo soy su entretenimiento de esta semana o de este mes? No tengo el menor interés en entablar relación con usted, por muy platónica que ésta fuera.
—Tampoco estoy interesado en una relación platónica, Bella. —Sus ojos se oscurecieron hasta volverse de un verde oscuro—. Deseo ser tu amante. Puedo manteneros a ti y a tu familia cómodamente. No tendrás que pasar apuros para que tu hermano siga en la universidad, y tu tía no tendrá que discutir con el carnicero por un corte mejor de carne de lo que podéis permitiros.
A la vez que las palabras de él despertaban su furia, Isabella tuvo que admitir que, por un breve momento, se sintió tentada. Era lo bastante inteligente como para saber que su falta de dote y su edad avanzada la descartaban como esposa, pero siempre se había preguntado cómo sería experimentar pasión, conocer el contacto íntimo de un hombre. Ella había tenido su primera experiencia aquella tarde, y la avergonzaba reconocer que deseaba más. Pero no de lord Cullen. Él era de esa clase de hombres que toman y toman y a cambio no dan nada de sí mismos. Aunque pudiese recibir cosas materiales de Cullen, ella siempre ansiaría algo más.
—Antes aceptaría la propuesta de matrimonio de Volturi que permitirle tenerme —le replicó Isabella—. Por lo menos su oferta es honrada, y mi reputación permanecería intacta.
Cuando Edward se detuvo ante la casa de Isabella, vio un carruaje ante la puerta. Tiró de las riendas y se bajó.
—Parece que tienes visita, Bella.
Isabella frunció los labios. El carruaje pertenecía a Volturi, el último hombre de la Tierra, además de Cullen, a quien deseaba ver.
—Probablemente sea una de las amigas de tía Charlotte —mintió.
Edward la ayudó a bajar del coche.
—Gracias por el paseo, milord.
— Edward.
—Claro... Edward.
—Te veré mañana.
—¿Por qué? Ninguno de los dos tiene nada que ganar con esta relación. Adiós, lord Cullen.
Edward la saludó.
—Adieu, Bella. A las diez. Procura estar bien.
Edward se rió para sí mientras observaba cómo Bella desaparecía en el interior de la casa. ¡Qué atardecer tan estimulante! No podía recordar cuándo se había sentido tan vivo a tan temprana hora del día. El aburrimiento que había experimentado últimamente daba paso a la euforia. No había nada aburrido en lady Isabella Swan. Aquella tarde, Edward había tenido un breve atisbo de la ardiente pasión que se ocultaba bajo su irritable exterior. Había tenido su seno en la mano, la había besado y había notado su excitación.
Ya la imaginaba vestida con la más fina seda y luciendo las joyas que él se proponía regalarle. Inmediatamente, esa visión se vio sustituida por otra. Isabella  en su lecho, su vibrante cabello extendido sobre la almohada, su desnudo cuerpo expuesto licenciosamente, invitándolo al contacto. Y su rostro... imaginaba su expresión soñadora para él solo y al momento sintió que se excitaba.
La visión desapareció cuando otro hombre entró en escena: Volturi. ¿Por qué un hombre con los bolsillos vacíos deseaba a una mujer sin dote? No tenía sentido. Edward apretó la mandíbula con determinación.
«Volturi no puede tener a Bella.»
Se fue de allí y se dirigió a Brook's. Estaba de muy buen humor, y deseaba compararlo con sus amigos. Al entrar, vio a Emmet  sentado en un cómodo sillón de cuero, leyendo un periódico, y se reunió con él. Emmet lo saludó y dejó el periódico a un lado.
—Me he detenido en tu casa, pero ya te habías ido —dijo—. Laurent  me ha dicho que esta mañana has salido temprano. ¿No podías dormir?
—Algo así —repuso Edward —. Hacía un día tan magnífico que decidí salir a dar un paseo.
—¿Solo? ¡Vamos, Cullen! Te conozco mejor que eso. ¿Quién es ella?
—No la conoces —contestó él, esquivo.
—¿Bromeas? Ninguna mujer escapa a mi atención. —Chasqueó los dedos—. ¡Ya lo sé! ¡Es esa nueva actriz de la ópera! ¿Qué tal está? Tal vez la pruebe cuando te canses de ella.
Edward dirigió a Emmet una encendida mirada.
—He estado con una dama, no con una actriz.
—¿Una dama? ¡Qué aburrido!
—No me he aburrido en absoluto. En realidad, me he sentido más vigoroso que desde hace mucho tiempo. El juego de perseguir y conquistar siempre me excita.
—¿Te refieres a nueva caza en la ciudad? ¿Una dama soltera quizá?
Edward permaneció obstinadamente silencioso.
—¡Por todos los infiernos, Cullen, estás convocando el desastre! Grábate mis palabras: entretenerse con damas puede traer problemas. ¿Tan pronto has olvidado nuestra promesa?
—¿Cómo podría olvidarla? No trates sin respeto a damas de buena cuna si quieres evitar caer en la trampa del párroco. No temas, McCarty, mis intenciones hacia esa dama no son conducirla al altar.

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ESPERO Q LES GUSTE ESTE REGALO...... BESOS ESPERO COMENTEN COMO LES ESTA PARECIENDO LA HISTORIA

Capítulo 4: Capitulo 4 Capítulo 6: Capitulo 6

 
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