El Noble y la Ladrona (+18)

Autor: Gothic
Género: + 18
Fecha Creación: 15/08/2010
Fecha Actualización: 13/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 29
Comentarios: 57
Visitas: 81798
Capítulos: 22

Cuando un audaz salteador de caminos asaltó su carruaje y apuntó con una pistola a una parte crucial de su anatomía, el marqués de Cullen tuvo que efectuar una elección crítica, entregar el anillo de su hermano fallecido o perder las joyas de la familia.

Edward decidió separarse del recuerdo, pero sólo de modo temporal. Localizaría al ladrón de los inolvidables ojos color Chocolate aunque fuese lo último que hiciera.

Para todos era conocida la escandalosa reputación de la Liga de los Libertinos de Londres, de modo que, cuando el más infame de sus miembros la tomó entre sus brazos en un baile de sociedad, Isabella Swan comprendió que sus intenciones no eran nada honorables.

La fogosa persecución de Edward hizo que sus ojos chocolates se abriesen de par en par y el pulso se le acelerase, pero…
 
¿Él iba en busca de una amante o de la picara que se había atrevido a robarle a punta de pistola?
Fuera como fuese, Isabella  sabía que le había llegado la hora de devolver lo robado, y estaba más que deseosa de entregarle tanto su cuerpo como su corazón.

Disclaimer : Esta historia es una adaptación de una novela, sólo he tomado partes de la trama y la he adaptado con los personajes de la saga crepúsculo, que le pertenecen a Stephanie Meyer.

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Capítulo 14: Capitulo 14

HOLAAAAAAAAA AHHHHHHHHHHH LAS ENGAÑE BUENO AQUI ESTA UN CAPITULO PARA Q NO ME ODIEN ...

MILLONES DE BESOS A TODAS Y ESPERO SUS COMENTARIOS...

LAS QUIERO MUCHOTTTTTEEEEEEEEE...

Su Amiga Claudia (Gothic)

Isabella nunca en la vida había visto nada tan majestuoso como Cullen Park. Rodeada de bosques, huertos y cuidados jardines, la espaciosa mansión surgía como una joya en el centro del esplendor de la naturaleza, reflejándose en el brillante lago que tenía delante. Resplandecía a la luz del sol como una gran dama ataviada del modo más elegante; una matriarca que reposara tranquila en un entorno bucólico.


Derbyshire, situado en los Midlands, era famoso por sus sinuosas colinas, verdosas tierras de sembrado, árboles y cercados de espinos y rosas. Era el centro de la caza del zorro y atraía a muchos miembros de la alta sociedad a la zona durante la época.


—Tu casa es magnífica —dijo Isabella mientras cruzaban la entrada y se dirigían hacia la mansión antigua por un amplio camino flanqueado de cercados.
—¿Verdad que sí? —repuso Edward. Aunque he tratado de evitarlo, la echaba de menos.
—¿Cuánto tiempo hace que no visitas esta finca?
—Supongo que demasiado. Me marché de aquí tras la muerte de mi madre, y nunca he regresado. Paul heredó el título poco después de casarse con Irina y no había ninguna razón para que me quedase aquí. Compré una comisión en el ejército y serví en la Península, con Wellington. Paul falleció hace tres años, cuando yo estaba en el extranjero. Después de mi regreso, nunca encontré el momento de visitar Derbyshire. Por fortuna, tengo un excelente administrador, Winthorpe.


Isabella no podía imaginar qué era lo que había mantenido a Edward lejos de la finca familiar durante tantos años, pero era un hombre con muchos secretos.
El carruaje se detuvo ante la escalera principal y Isabella miró por la ventanilla, dejando vagar la vista valorativamente por la fachada de piedra rosada y cubierta de hiedra coronada por torrecillas y almenas. La casa era demasiado nueva para ser descrita como un castillo medieval, y demasiado antigua para ser calificada de construcción moderna.


Edward se bajó primero y le tendió la mano. Isabella desvió la vista de la mansión y apoyó su mano en él.
—No me habías preparado para tanta magnificencia, Edward. ¿Sabe la viuda de tu hermano que venimos?
—No hubo tiempo de enviarle un mensaje. Me imagino que se sorprenderá pero le gustará vernos.
Isabella así lo esperaba. Algo acerca de lady Irina Dwyer la preocupaba, aunque no la conociera. Tenía la impresión de que se le escapaba algo importante respecto a esa mujer.
Un anciano sirviente abrió la puerta, sonriente al ver a Edward.
—¡Bienvenido a casa, milord! No le esperábamos. ¡Es maravilloso que vuelva a estar aquí!
Edward agradeció al hombre su entusiasta bienvenida.
—No ha envejecido nada desde que me marché, Ephraim. Veo que sigue tan activo como siempre. Es agradable estar de nuevo en casa.
—Confío en que su estancia sea prolongada, milord.
—El tiempo lo dirá, Ephraim. Mis sirvientes tardarán un día o dos en llegar, y la abuela vendrá pronto con su acompañante. Por favor, encárguese de que preparen habitaciones para mi prometida. La alcoba junto a la mía estará bien.
Ephraim volvió la mirada hacia Isabella, asombrado por la revelación de Edward. Pero como buen sirviente, se limitó a inclinar la cabeza y decir:
—Bienvenida, milady. Si me disculpa, avisaré a lady Irina para que la reciba debidamente.
—¿Tenemos invitados, Ephraim?


La voz sorprendió a Isabella. El dulce y armonioso tono procedía de una voz suave y melódica. Cuando lady Irina entró en el vestíbulo, Isabella se medio ocultó instintivamente detrás de Edward. Comparada con la encantadora cuñada de Edwar, se sentía tosca y torpe. Irina era tan hermosa que dolía mirarla. Alta, rubia y frágil, el pálido óvalo de su rostro parecía tan perfecto como su bien modelado cuerpo. Era tan exquisita, que parecía resplandecer en su ajustado vestido de algodón rosa pálido. Parecía una chiquilla jugando a mayor, y se diría que tenía varios años menos que Isabella, aunque Edward había dicho que eran de la misma edad.


Irina llamó a Edward por su nombre, se llevó una mano a la garganta y pareció ir a desmayarse. Edward la sujetó entre sus brazos y ella se estrechó inmediatamente contra él, asiéndose a sus anchos hombros y susurrando su nombre mientras dejaba escapar un suave suspiro. La inesperada escena desagradó a Isabella, y su intuición le dijo que entre Irina y Edward había algo más de lo que él le había contado.


Tras unos minutos de permanecer abrazada a él, Irina distinguió a Isabella por encima del hombro de Edward y se puso tensa. El le soltó los brazos de su cuello y la apartó un poco.
—Perdóname por no haberte informado de que venía, pero no había tiempo —se disculpó—. Salí de Londres bastante repentinamente.
Ignorando las palabras de Edward, Irina observó a Isabella con hostil curiosidad.
—¿Quién es esta mujer, Cullen? Ephaim debería haberla dirigido a la entrada de servicio.
—Isabella no es una sirviente, Irina, ella es...
—No me digas que es tu amante, Cullen, porque me niego a creer que te hayas atrevido a traer a tu fulana a mi casa. Parece una mendiga —dijo arrugando la nariz—. ¿La recogiste en el arroyo? Ni siquiera es joven... No sabía que te atrajeran las mujeres de ese tipo.


Terriblemente indignada, Isabella irguió los hombros, abrumada por la absoluta falta de modales de Irina. Una mordaz réplica estaba ya formándose en su garganta, pero Edward se le anticipó.
Con los labios apretados en una línea de desaprobación, colocó un brazo protector sobre Isabella.


—Acabas de insultar a mi futura esposa, Irina. Te presento a lady Isabella Swan, mi prometida. Isabella, ésta es lady Irina Dwyer, viuda de mi hermano.
El rostro de Irina palideció de repente.
—¿Vas a casarte? Yo creía que tú nunca te casarías. Pensaba que era por mi causa. Yo... no lo puedo creer. Pensaba que tú y yo... He... estado esperando que vinieras a casa para decirte...
— Irina —le advirtió Edward—, ya has dicho bastante. Isabella está agotada y le gustaría poder ir a su habitación. Luego hablaremos. Ven conmigo Bella, te acompañaré a tu alcoba. Está junto a la mía, en el ala oeste.
—¿Le has asignado la suite próxima a la tuya? —balbuceó Irina.
—¿Por qué no? Es donde le corresponde estar.
—¿Cuándo será la boda?
—En cuanto llegue la abuela. Ella y la tía de Isabella se encargarán de los preparativos. Cuento contigo para actuar como carabina mientras Isabella está en mi casa.
—¿Por qué tanta prisa, Cullen? —preguntó Irina burlona—. ¿Está tu futura esposa embarazada?
El tono de Edward fue levemente reprobador.
—¿Qué te pasa, Irina ? Siempre has tenido muy buenos modales.


Los ojos de Irina estaban inundados de lágrimas, pero a Isabella eso no la conmovió. Hasta una necia podría ver que esa mujer la odiaba, y Isabella no era ninguna necia.
Irina  quería a Edward.


—Discúlpame, Cullen —rogó Irina—. He estado muy sola desde que Paul falleció. Te aguardaré en el estudio. Podemos hablar después de que tu futura esposa esté instalada.
—No le gusto —susurró Isabella mientras Edward la conducía hacia la escalera.
—Debes disculpar a Irina  —le dijo Edward—. Está enfadada conmigo por no haberla visitado desde que renuncié a mi comisión y regresé a Inglaterra.
—¿Por qué no habías venido hasta ahora?
—Llegué demasiado tarde para el funeral de Paul y no vi razón para dejar Londres.
Isabella pensó que había algo más que eso, pero no insistió en el asunto. Irina  y Edward compartían un pasado que Isabella desconocía, pero resultaba evidente que a Irina no le gustaba la idea de que Edward tomara esposa.
Llegaron al descansillo superior y Edward giró por un extenso pasillo y luego por otro.
—Esta ala ha pertenecido tradicionalmente al lord y a su lady —dijo Edward —. Las alcobas son anexas, separadas por un saloncito. También hay un cuarto de baño con modernas tuberías entre las dos suites. Cuando heredé el título, hice modernizar la casa.
—¿Por qué lo hiciste si no ibas a vivir aquí? —inquirió Isabella.
—Irina residía aquí y deseaba que la finca estuviera en buen estado por si algún día yo decidía regresar. ¡Ah, ya hemos llegado! —exclamó abriendo una puerta y acompañándola al interior.


Isabella entró en el salón y se detuvo bruscamente, la opulencia de su entorno la dejó anonadada por un momento. Lujosas alfombras cubrían el suelo, y seda de color crema adornada con diminutas rosas decoraba las paredes. Un sofá tapizado en satén rosa y sillones haciendo juego estaban dispuestos cerca de una chimenea, y un escritorio delicadamente tallado y una silla se encontraban entre el mobiliario.


—¿Cuenta con tu aprobación? —le preguntó Edward —. Era la habitación de mi madre hasta que... Bien, no importa.
—¿Estoy desplazando a Irina?
—No. Paul nunca ocupó estas habitaciones cuando heredó el título. Prefería el ala este. Aunque esta parte de la casa ha sido mantenida a punto para mi regreso, hasta ahora no ha sido ocupada. ¿Te gustaría ver el dormitorio?
—¿No deberías esperar a que nos casáramos para darme estas habitaciones?
Edward enarcó las cejas.
—Es como si estuviéramos casados, Bella.
Abrió la puerta y se hizo a un lado para que ella entrase.


La atención de Isabella fue inmediatamente atraída por los ventanales que llegaban del suelo al techo, cubiertos con cortinajes de satén de un rosa pálido, y por el tapizado de las paredes, combinado en seda crema y rosa. Luego, dirigió la mirada hacia el enorme lecho con cortinas del mismo color que los cortinajes. La habitación contaba además con un recargado tocador completo, con espejo y un gran surtido de cepillos, un cómodo diván tapizado en albaricoque rosa y una cómoda. Sobre la repisa de la chimenea había un reloj y un conjunto de fotos que debían de haber pertenecido a la madre de Edward.


—Mis habitaciones están pasado el salón —dijo éste indicando una puerta frente a aquella por la que habían entrado—. Al cuarto de baño se accede por el vestidor.
—No hay cerraduras en las puertas —observó Isabella—. ¿Qué te impide entrar en mi habitación cuando quieras?
—Nada. Una vez estemos casados, dormirás en mi lecho.
—Hasta que te canses de mí —siseó Isabella.
Edward le pasó un dedo bajo la mandíbula y una vena latente de su cuello.
—¿Qué te hace pensar que me cansaré de ti?
Isabella se encogió de hombros.
—Es lo que hacen los libertinos. Los dos sabemos por qué te casas conmigo.
Edward enarcó las cejas.
—¿Lo sabemos?
—Desde luego. Culpabilidad. Me disparaste y te sientes obligado a aceptar la responsabilidad de mí y de mi familia. Pero no tienes por qué hacerlo, Cullen. Puedo cuidar de mí misma.
—¿Puedes? Veamos —recapituló Edward contando con los dedos—. Careces de fondos, te dispararon, fuiste secuestrada y casi violada. Te vistes con ropas masculinas y robas a viajeros desprevenidos, rogando ser ahorcada. Te estoy salvando de ti misma, Isabella. Tu familia estará mucho mejor si yo cuido de ella.
Isabella, indignada, se puso rígida.
—Pues yo me arreglaba muy bien hasta que tú llegaste.
Él avanzó hacia ella y la estrechó entre sus brazos.
—¿Te las arreglabas bien, Bella? Si te sucediera algo porque yo hubiera dejado de protegerte, eso habría sido insoportable para mí —dijo seriamente—. ¿Por qué tienes que cuestionar mis motivos?
—¡Porque tus motivos son sospechosos! —replicó Isabella—. Tú no querías casarte y yo jamás seré la clase de mujer que cierra los ojos ante los líos de su marido mientras ella lleva adelante los suyos propios. ¿Qué dices a esto, Cullen?
Mirándola con ojos perversamente brillantes, le levantó la barbilla y reclamó sus labios.


«Pequeña boba», pensó Edward mientras deslizaba su lengua entre los dulces labios de Isabella y profundizaba el beso. No tenía ni idea de cuánto tiempo le complacería Isabella, pero le gustaba que ella se propusiera honrar sus votos conyugales.
Edward luchó para controlar su terrible deseo, con escaso éxito. Sus músculos estaban tensos, su miembro rígido y inflado y su control casi a punto de resquebrajarse. Se había dicho a sí mismo que no volvería a hacer el amor con Isabella hasta que estuvieran casados. Era una especie de prueba. Deseaba demostrar que podía refrenar su ardor respecto a ella, pero todas sus buenas intenciones se disiparon cuando sus cuerpos se acercaron y sus labios encajaron tiernamente en los de él.
Las manos de Edward acariciaban febrilmente las nalgas de Isabella hasta que comprendió cuan próximo estaba de sucumbir al deseo. Interrumpió el beso. Al cabo de un momento, la hubiera tendido en el lecho con las faldas hasta la cintura y su miembro profundamente hundido en ella.
Isabella pareció confusa cuando él la separó y soltó un hondo suspiro. Sus ojos estaban vidriosos de pasión y sus labios húmedos y inflados por sus besos. Cuando ella tenía aquel aspecto resultaba muy peligrosa. Edward no podía permitirse bajar la guardia; no podía darle un hijo.
Por encima de todo, no deseaba que ella se enamorase de él. Eso sería cruel, porque cuando todo se acabase... Hasta el momento no había indicios de ello, pero eso podía cambiar al día siguiente o al otro o el día siguiente a aquél. Con una voluntad fruto de la necesidad, Edward decidió poner distancia entre Isabella y él. Le haría el amor, pero no entonces, cuando su terrible deseo le hacía imposible controlarse.


—Tienes tiempo para descansar hasta la cena —dijo Edward escueto—. Te enviaré a una doncella para que te ayude a bañarte. Mientras tú descansas, hablaré con Irina para que mande llamar a modistas que te confeccionen un guardarropa.
Tras su apresurada retirada, Edward se detuvo en el vestíbulo e inspiró hondo esforzándose por eliminar su erección. Irina le aguardaba en el estudio, y no sería agradable para ella ver el poder que Isabella tenía sobre él. Una vez recuperado, bajó rápidamente al encuentro de la viuda de su hermano.
—Creía que no llegabas nunca —se quejó Irina cuando él entró en la sala—. ¿En qué estás pensando, Cullen? No sé qué ves en esa mujer. No hay más que mirarla para saber que no aporta nada al matrimonio.
—No necesito nada de Isabella —repuso Edward.
—¿Está embarazada?
—No habrá herederos de los Cullen.
—Nunca le perdonaré a Paul que no me diera hijos —se lamentó Irina—. Insistía en que teníamos mucho tiempo para tener niños, y por su obstinación, murió sin descendencia.
Edward aplaudió la decisión de Paul, pero se cuidó mucho de manifestar su opinión ante su cuñada.
—Antes de que hablemos de Isabella, deseo informarme sobre la muerte de Paul. Sé que se ahogó, pero me consta que era un gran nadador. ¿Cómo pudo morir así?
—No lo sé. Lo único que sé es que nunca volvió a ser el mismo tras aquella conversación con tu madre, poco antes de que ella se arrojase por la ventana. Tú estabas aquí, en Cullen Park, debiste darte cuenta. A veces me pregunto qué le dijo tu madre para cambiarlo de ese modo.
Edward sabía exactamente lo que preocupaba a su hermano.
—¿Cómo estaba Paul el día que se ahogó?
—Igual que siempre. Deseaba ir a pescar antes de que estallara una tormenta que parecía aproximarse.
—Dímelo sinceramente, Irina. ¿Crees que Paul se quitó la vida?
A ella se le desorbitaron los ojos.
—¿Por qué debía hacer algo así?
«Porque no podía vivir con lo que le había dicho nuestra madre», pensó Edward.
—Lo siento, Irina, olvida que te lo he preguntado. —Luego cambió bruscamente de tema—. Quisiera pedirte que ayudases a Isabella a sentirse bien recibida.
—¿Cómo puedes pedirme eso? —exclamó Irina—. He esperado tu regreso durante años. Sabes que te prefería a Paul. Te amaba, Edward. Paul fue elección de mis padres, no mía.
—Sin embargo, te casaste con él. El día de vuestra boda, yo me prometí cambiar de vida. Ambos éramos jóvenes. Lo que teníamos entonces ya no existe. Tú eras la esposa de Paul y yo no tenía derecho a pensar en ti más que como mi hermana. No puede haber nada entre nosotros, Irina.
Ella se abalanzó sobre Edward, enlazando los brazos alrededor de su cuello en desesperada súplica.
—Tú no piensas eso, Edward. Tú me amas, lo sé. Comprendo que nunca podamos casarnos, pero podemos ser amantes.
—Irina —le advirtió él retirando sus brazos—. Voy a casarme con Isabella. Ya no siento lo mismo por ti.
Con las manos en las caderas, ella dio una patada en el suelo como una niña malcriada.
—¡No te creo! Reconócelo, Edward. Yo soy la razón de que nunca te hayas casado.
—Lo siento, Irina. La abuela y algunos de mis amigos íntimos pueden creerlo así, pero no es cierto.
—No mientas Edward. No es posible que ames a Isabella.
—No tengo por qué explicarte mis sentimientos por ella.
—¡Lo sabía! —se jactó Irna—. No la quieres. Niégalo cuanto quieras, pero es a mí a quien amas; a mí a quien deseas.
Edward dejó escapar un suspiro exasperado.
—Estás equivocada, Irina, pero pensarás lo que tú quieras, por muy enérgicamente que yo lo niegue. Lo único que deseo de ti en estos momentos es tu ayuda. Deseo que mi novia vaya vestida adecuadamente, aunque ello signifique emplear a todas las costureras del pueblo.


»¿Podrás hacer que las costureras y sus ayudantes estén aquí mañana por la mañana a las diez? —prosiguió—. Quiero que le hagan vestidos, lencería, sombreros de moda... y un traje de boda, no lo olvides. Yo me pondré en contacto con el zapatero.
—Puesto que me lo pides, lo haré, pero no me gusta —repuso haciendo un mohín.
—Sabía que podía contar contigo —declaró Edward —. Lo dejo todo en tus expertas manos. Que el primer vestido esté acabado pasado mañana; pagaré una gratificación cuando se entregue.


Si las miradas matasen, Edward estaría muerto. Irina apretó los labios convirtiéndolos en una tensa línea, giró sobre sus talones y se fue de allí airada.
Una incómoda sensación le advirtió a Edward que Irina iba a resultar problemática. Sospechaba que había empeorado las cosas pidiéndole que ayudase a Isabella con su guardarropa, pero nunca había imaginado que ella esperara que reanudasen lo que habían tenido antes de que se casara con Paul. Irina deseaba más de lo que él estaba dispuesto a darle. Sólo podía confiar en que, una vez que Isabella y él estuvieran casados, su cuñada volviese con su familia, o bien a su propio hogar. Si decidía quedarse, la situación podía volverse infernal.


La doncella que Irina asignó a Isabella miró a su nueva ama de arriba abajo y dijo:
—Me llamo Sue y soy su doncella, milady. ¿Dónde han puesto sus baúles? Lady Irina me ha dicho que deshaga su equipaje y que procure que se sienta cómoda.
Isabella le devolvió a Sue la altanera mirada. Se negaba a sentirse intimidada por una sirvienta.
—No he podido traer mis pertenencias.
Sue enarcó las cejas.
—Comprendo. Si se quita el vestido, me encargaré de que lo planchen y esté presentable para la cena de esta noche.
—Preferiría tomar la cena en mi habitación —dijo Isabella—. ¿Puede arreglarse?
—Desde luego, milady. ¿Desea usted algo más?
—Ahora mismo no. Voy a dormir una siesta. Procure que no me molesten. Cuando me despierte, me bañaré.
—Muy bien, milady.
Isabella pensó que no era extraño que la doncella la tratara con desdén. Su traje de terciopelo verde estaba polvoriento y arrugado por el viaje. El dobladillo se veía deshilachado y, el en otro tiempo elegante adorno de encaje, estaba ajado. Parecía una pariente pobre en lugar de la futura esposa de un marqués. Ella no pertenecía allí. Deseaba el amor de Edward, no su culpabilidad. Se desnudó hasta quedarse en camisa y se tendió en el lecho. Los párpados se le cerraron y, en unos minutos, se quedó dormida. Despertó una hora más tarde, se estiró para aflojar los músculos y se levantó. No se veía a Sue por ninguna parte, por lo que decidió prepararse ella misma el baño. Abrió la puerta del vestidor, encontró la puerta de comunicación con el baño y se quedó gratamente sorprendida al descubrir la bañera ya llena de agua caliente. Se quitó la camisa y, suspirando reconocida, se sumergió en ella.


Edward regresó a su habitación, se quitó la ropa y se puso la bata. Si habían seguido sus instrucciones, la bañera estaría ya llena, aguardándole. Un tranquilo baño era exactamente lo que necesitaba para liberar la tensión que bullía en él.
En breve tiempo, su vida iba a cambiar para siempre. Estaba a punto de tomar esposa y asumir responsabilidades, algo que siempre había confiado evitar. Mientras Isabella siguiera complaciéndole, no necesitaría una amante, pero no podía predecir cuánto tiempo lo mantendría fiel el deseo por su esposa. Antes de conocer a Isabella, su vida había estado llena de hedonistas placeres, y una larga serie de amantes habían compartido su lecho días y noches.
Pasó por el vestidor en dirección al cuarto de baño, y entonces se detuvo bruscamente. Su cuerpo reaccionó de manera espontánea al ver a Isabella con sus senos de pezones de coral balanceándose sobre el agua y los ojos cerrados mientras se enjabonaba el cabello.


—Deme la toalla, Sue —dijo, tendiendo la mano—. Me ha entrado jabón en los ojos.
De alguna manera, Edward encontró fuerzas para moverse, aunque sin apartar la vista de los senos de Isabella flotando en el agua. Cogió la toalla y la depositó en su mano tendida.
—Gracias.
—No se merecen —dijo Edward.
Isabella abrió bruscamente los ojos.
—¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me parece que estás usando el agua que han preparado para mí.
—¡Oh, yo creía...! Lo siento.
—No necesitas disculparte, Bella. La bañera es bastante grande para dos.
Se quitó la bata y la echó a un lado.
Isabella comenzó a levantarse.
—Puedes quedarte con la bañera.
Pero Edward la empujó dentro del agua.
—Aún tienes jabón en el pelo. —Cogió una jarra de agua limpia del lavabo y la levantó—. Echa la cabeza hacia atrás.
Isabella obedeció sin protestar y él vertió un chorro sobre su castaña melena. Mientras ella se escurría el líquido de los cabellos, Edward se metió en la bañera y se sumergió en el agua.
—Voy a salir.
El agua salpicó el suelo mientras ella trataba de irse.
Edward la asió por la muñeca y tiró de ella hacia abajo. Ella cayó contra él y sus senos le rozaron el pecho.
—Tienes unos senos encantadores, Bella.
Inclinó la cabeza e introdujo en su boca un maduro pezón, que comenzó a chupar. Deseaba saborearla, tocarla, penetrar en ella.


Los pezones de Isabella se volvieron casi dolorosamente tensos mientras la boca de Edward los acariciaba y lamía. Abrió la boca en silencioso ruego, pero él parecía saber lo que ella deseaba sin que se lo dijera. Bajó las manos por su cintura y caderas hasta los tensos montículos de sus nalgas, amasándolos con firmes y expertas caricias.
Isabella carecía de voluntad por completo. Edward la había despojado de ella.


—Puede entrar alguien —susurró con temblorosa respiración.
Edward sonrió divertido.
—Que lo hagan.


Isabella se preguntaba por qué permitía que Edward hiciera todo aquello con ella. Él controlaba su cuerpo como controlaba a sus sirvientes. Le bastaba con tocarla para que ella respondiera. Una mirada de sus perversos ojos y se deshacía. Había tratado de levantar un muro en torno a su corazón, pero él tenía la habilidad de destruirlo con el fuego de sus ojos y con un solo contacto.
Los pensamientos de Isabella se detuvieron bruscamente mientras Edward la levantaba, le extendía las piernas con las rodillas y se deslizaba en su interior.


—Aquí es donde pertenezco —murmuró contra su oído.
—Hasta que otra mujer despierte tu atención —balbuceó Isabella.
—No puedo predecir el futuro, Bella. Nadie puede prometer el «para siempre» que tú pides. ¿Por qué no puedes estar contenta con lo que tenemos?
La vaga respuesta de Edward contribuyó poco a consolar a Isabella. Su fatalista enfoque de la vida la confundía.
—El matrimonio es un compromiso para toda la vida, Edward, y tú no te lo tomas en serio.
Él se movió en su interior arremetiendo profundamente.
—Hablo en serio. El amor es algo que hacemos bien juntos.


Isabella pensó que hacer el amor y ser amada eran dos cosas distintas. ¿Cómo podría ella soportar el dolor de amar y no ser correspondida? La culpabilidad de Edward no bastaba para construir un matrimonio.
Los pensamientos de Isabella se diluían mientras un cálido sentimiento de deseo se instalaba en su vientre. El impetuoso ritmo de las caderas de Edward se aceleró. Un chispazo se encendió en ella. Se sintió poseída, consumida, devorada por un terrible infierno. El agua salpicaba por los costados de la bañera mientras las caderas de Edward se agitaban y su boca reclamaba la de ella en un beso abrasador. Sensación tras sensación la trastornaba mientras enredaba los dedos en los negros cabellos de él y frotaba los sensibles pezones contra su pecho.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Edward. Sentir los dedos de ella asiéndole, su tensa respiración a cada acometida de su cuerpo, la dulzura de su beso... era demasiado. Era muchísimo lo que deseaba darle, decirle, pero no se atrevía. Por mucho que lo deseara, no se atrevía a desnudar su alma ante Isabella, ni a abrumarla con secretos familiares.
El gemido de ella lo llevó al límite. Su miembro estaba profundamente introducido en ella. Sentía cómo se contraían sus músculos interiores y la oyó gritar. Con una fuerza de voluntad fruto de la determinación, aguardó hasta que Isabella alcanzó el clímax, y luego se quedó quieto antes de salir y permitirse su propio placer.


—¿Por qué haces eso? ¿Por qué no quieres darme un hijo? —gritó Isabella, saltando de la bañera y sosteniendo la toalla como un escudo ante ella.
Edward se levantó y salió del agua.
—Es complicado y no tiene nada que ver contigo.
—Lo tiene que ver todo conmigo —replicó Isabella duramente—. Pero si tú no me cuentas tus secretos, yo no te contaré tampoco los míos.
Giró sobre sus talones y abrió bruscamente la puerta. Edward la tomo por el brazo y la atrajo hacia sí.
—Tú no tendrás secretos para mí, Bella.
Ella lo miró con indefensa frustración.
—No puede controlar mis pensamientos, milord.
—Puedo controlar tu cuerpo —replicó él con un brillo peligroso en los ojos—. Y puedo impedir que pongas en peligro tu vida.
—Haré lo que me plazca. Dudo seriamente que permanezcas mucho tiempo en el campo después de nuestra boda. Londres tiene demasiado atractivo para ti. Visitarás tus habituales lugares preferidos y te irás de juerga con tus amigos y amantes mientras yo me quedo aquí abandonada. Lo que yo haga una vez te hayas ido, será cuenta mía.
Edward apretó los labios.
—Estás equivocada, Bella. Yo puedo regresar a Londres, pero tú irás conmigo.
A Isabella se le desorbitaron los ojos de incredulidad.
—¿No coartará una esposa su estilo de vida, milord?
—Tal vez, pero sobreviviré.
Él la volvió de cara hacia su puerta y le dio unos golpecitos en el trasero.
—Ahora vístete. Aún es temprano para cenar. Te acompañaré al comedor.
Isabella se aferró desesperada a la toalla, el sutil olor del acto amoroso la envolvía como una soga de seda, tentándola, inquietándola.
—Puesto que no tengo nada que ponerme, he decidido cenar en mi habitación.
—¿Puedes estar lista en veinte minutos?
—¿No me has oído? Comeré en mi habitación.
Sus palabras resbalaron sobre él como el agua de lluvia.
—Me he cruzado con tu doncella en el vestíbulo. Tu vestido ha sido aireado y planchado, de modo que tu excusa no sirve.
Le dio un suave empujón hacia la puerta.
—Veinte minutos, Bella.


Isabella regresó rabiosa a su habitación. Aquel hombre era terco como una mula. ¿No oía nada de lo que ella decía? ¿Tenía que salirse siempre con la suya? ¿No comprendía Edward que ella no podía competir con la elegante Irina?
Sue estaba aguardando a Isabella en su habitación. Puso los ojos en blanco al advertir sus enmarañados cabellos.


—Siéntese, milady. Intentaré peinarla de una manera apropiada. ¿Se los empolvo? Los cabellos castaños no están de moda.
—No quiero polvos —repuso Isabella con toda la cortesía de que fue capaz a la altanera doncella—. Me gusta el color de mis cabellos. —«Menuda mentira»—. Puede peinarlos mientras lo haga con un estilo sencillo.
—Lady Irina es el colmo de la moda —resopló Sue —. Nunca aparece en público con un cabello fuera de lugar.
—Pero yo no soy lady Irina —replicó Isabella mordaz. —Discúlpeme, milady —dijo Sue, aunque no parecía en absoluto apenada.
Al cabo de quince minutos, los cabellos de Isabella habían sido dominados y recogidos en un sencillo moño con unos rizos sueltos sobre la nuca y las sienes. Acababa de ponerse el vestido cuando Edward apareció en la puerta de comunicación, guapo y elegante, con un chaleco negro, pantalones color arena e hileras de encaje adornando sus puños y la parte delantera de la camisa.
—Bien, ya estás preparada —comentó, ofreciéndole su brazo—. ¿Bajamos? No debemos hacer esperar a Irina en nuestra primera noche.
—Por supuesto —convino Isabella—. No quiera Dios que ofendamos a tu Irina.
Edward enarcó las cejas.
—¿Mi Irina? ¿Estás insinuando que hay algo entre Irina y yo?
Tras una pausa deliberada, Isabella observó:
—Tú lo dices, no yo.

Capítulo 13: Capitulo 13 Capítulo 15: Capitulo 15

 
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