Protegiendo un amor (+18)

Autor: cari
Género: + 18
Fecha Creación: 07/06/2010
Fecha Actualización: 17/06/2010
Finalizado: SI
Votos: 57
Comentarios: 96
Visitas: 228178
Capítulos: 24

Edward Cullen quería una esposa. La candidata debía ser de buena familia y debía estar dispuesta a compartir su cama para darle un heredero. Además debía aceptar un matrimonio sin amor.

Bella Swan era una hermosa joven de alta sociedad conocida por ser una princesa de hielo, ella mejor que nadie entendería las condiciones de aquella relación.

Pero Bella acepto la proposición de Edward porque necesitaba ayuda para defenderse de su pasado.

Lo que él no sabía era que Bella no era una mujer fría, ni sofisticada si no una joven tímida y asustada.


Esta historia es de otra escritora llamada helen ... editada por mi ... espero k les guste es mi segundo fic....

 

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Capítulo 3: Reencuentro

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Isabella se pasó la mayor parte del fin de semana trabajando para el Certamen de la Moda, mirando y remirando una y otra vez la selección de prendas que Alice, su socia, y ella había elegido para participar en las diferentes secciones.

El jurado, compuesto por un grupo de expertos, iba a tener en cuenta la tela, el corte y la confección antes de dar la nota final al ver la prenda desfilar en el cuerpo de una modelo.

Eso significaba que había que cuidar todos y cada uno de los detalles para que estuvieran perfectos o casi perfectos. Ganar cualquier categoría significaba despertar el interés del público y vender más. Aunque, en realidad, lo que Isabella quería de verdad era trabajar con buenos tejidos y convertirlos en prendas elegantes.

De pequeña, le encantaba vestir a sus muñecas y, con ayuda de su madre, había hecho patrones y había cortado y cosido ella misma muchas piezas. De ahí, había pasado a diseñarse y a hacerse su propia ropa. Había estudiado moda y había sido aprendiz de una de las diseñadoras australianas más famosas, lo que le había dado la oportunidad de trabajar en París, Milán y Londres durante unos cuantos años antes de volver a Sidney, donde había abierto su propio taller.

Entre los colegas era conocida por su diligencia, su trabajo bien hecho y su marca, Arabelle, era muy apreciada socialmente.

Isabella poseía el talento y la experiencia con, el diseño, la aguja y el hilo y su amiga de la infancia, Alice y Jane, aportaba al equipo sus conocimientos empresariales. Además, su socia tenía una intuición especial para elegir los accesorios, aquel toque final que hacía que cualquier desfile suyo destacara por encima del de los demás diseñadores.

A Isabella le encantaba el aspecto creativo de transformar una idea mental en una realidad material, mirar una tela y visualizar la prenda terminada era un regalo, un don, e Isabella sabía apreciarlo en su justa medida. Colores, telas, estilo. Isabella trabajaba para darles vida, para que las mujeres que compraban su ropa se sintieran especiales. Los premios eran un extra.

La semana previa a la noche de los premios del Certamen de la Moda destinaba muchas horas a revisar que todo estuviera listo, a ponerse en contacto con todas las modelos y a intentar tener todo controlado, cualquier cosa que pudiera surgir.

Mientras entraba en su casa el martes por la noche, Isabella pensó que aquellos días solo tenía tiempo para comer y dormir. El resto del día lo único que hacía era trabajar.

Nada le apetecía más en aquellos momentos que darse un buen baño de espuma y comer bien, pero no iba a poder ser. Se iba a tener que conformar con una ducha rápida, ponerse un vestido de encaje de color beis, un poco de maquillaje, recogerse el pelo en un moño sencillo y conducir a Double Bay para ir con su madre a la inauguración de una galería.

Se trataba de un evento prestigioso al que sólo se podía acudir con invitación y que iba a tener lugar en tres maravillosas casas que se habían unido para convertirse en la galería con los interiores más vanguardistas de toda la ciudad. Aquella galería pertenecía a una familia acomodada de mecenas modernos que se dedicaban a descubrir y patrocinar a nuevos artistas.

Cuando llegó, ya había muchos coches aparcados y tuvo que dar un par de vueltas a la manzana antes de encontrar sitio para aparcar.

Dos guardias de seguridad flanqueaban la entrada de la galería. Uno de ellos buscó su nombre en la lista de invitados mientras el otro le indicaba cómo acceder al vestíbulo.

—Hola, cariño —la saludó el hijo mayor de la familia besándole la mano—. Bienvenida.

—Hola, Jean-Paul —contestó Ilana.

Todos los hombres aquella familia se llamaban Jean. Jean-Marc el padre y Jean-Paul y Jean-Pierre los hijos.

Había gente por todas partes, charlando en grupos y tomando una copa de champán y algún canapé mientras una discreta música llenaba el ambiente a un volumen lo suficientemente bajo como para permitir las conversaciones.

Una camarera le ofreció una bandeja llena de copas de champán y zumos de naranja. Aunque le hubieran ido bien las burbujas, Isabella eligió el zumo. Había bandejas de canapés rondando por el vestíbulo en manos de personal uniformado e Isabella aceptó una servilleta, colocó encima unos cuantos y se los fue comiendo.

—Hola, cariño —la saludó su madre.

—Desde luego, el arquitecto y los decoradores de interiores han hecho una obra de arte —contestó Isabella observando cómo Renee sonreía encantada.

—Desde luego, esto es una maravilla.

—Ha venido mucha gente.

—¿Quién iba a rechazar una invitación de Jean-Marc?

El patriarca era una leyenda en el mundo artístico de la ciudad. Poseía una mente aguda y directa y un instinto que nunca le fallaba para elegir la obra de un artista en concreto.

Muchos compradores habían hecho pequeñas fortunas siguiendo su consejo.

—Mira, quiero enseñarte una cosa —comentó Renee agarrando a su hija del brazo.

—¿Has visto algo que te ha gustado? —sonrió Isabella.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el brillo de tus ojos —contestó Isabella chasqueando la lengua.

—Espero que Jean-Marc esté dispuesto a negociar el precio.

Juntas avanzaron lentamente, parándose a hablar con algún amigo aquí y allá hasta que Renee se paró frente a un precioso paisaje de árboles que parecía vivo. Se trataba de un óleo pintado al detalle, parecía hecho por un maestro.

—Te lo tienes que comprar —comentó Isabella, imaginando perfectamente el lugar de la casa de su madre en el que aquel cuadro quedaría de maravilla.

—Sí —sonrió Renee—. Para el comedor de invitados.

—Te queda de maravilla tal y como lo tienes decorado, los colores van muy bien.

—Eso es exactamente lo que yo he pensado —contestó su madre mirando a Jean-Paul, que se acercaba a ellas de nuevo en aquel momento.

—¿Lo quieres para ti, Renee?

—Sí —contestó la madre de Isabella—, pero me gustaría negociar el precio.

—Seguro que mi padre también —contestó Jean-Paul colocando una discreta etiqueta de reservado junto a la pintura.

A continuación, madre e hija prosiguieron su periplo de copas de champán, canapés y cuadros mientras esperaban el momento oportuno para hablar con Jean-Marc.

—Luego nos vemos —se despidió Isabella con la intención de dejarse llevar por las burbujas, a ver si la llevaban hacía algún cuadro especial.

Y así fue aunque no era el tipo de cuadro que ella esperaba. Se trataba de una pintura oscura y dura, muy inquietante.

—Interesante —comentó una voz conocida a sus espaldas.

Isabella se preguntó, quedándose muy quieta, por qué su mecanismo de protección no había detectado la presencia de Edward Cullen. Tenerlo tan cerca hizo que sintiera un escalofrío por toda la columna vertebral y una llamarada interna que la abrazaba y llegaba a su sistema nervioso central, expandiendo el fuego por todo su cuerpo.

—Dime qué ves —murmuró Edward.

Lo tenía muy cerca. Isabella tenía la sensación de que, si diera un pequeño paso atrás, su hombro entraría en contacto con su torso. Sí, lo cierto era que le apetecía tocarlo, pero Edward se daría cuenta de que lo había hecho adrede y ella no quería que supiera el efecto que tenía sobre ella.

—Demasiado.

¿Por qué había creído que no iba a verlo aquella noche? Edward Cullen tenía mucho dinero. Era evidente que tenía que estar en eventos así. Por supuesto que recibiría una invitación.

—¿Crees que se trata de un recuerdo doloroso o de una advertencia? —insistió.

—Tal vez, las dos cosas.

—No es un cuadro muy agradable de ver.

—No —concedió Isabella.

Aquel hombre era tan alto y tan fuerte, que ella pensaba en él como si fuera un guerrero y se encontró preguntándose si el cuerpo que había bajo el maravilloso traje hecho a medida sería tan musculoso y fuerte como lo imaginaba.

Aquella idea la intranquilizó todavía más. Tendría que excusarse y alejarse, pues la idea de quedarse conversando con él se le hacía insoportable.

Isabella se giró lentamente hacia él e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Sus rasgos eran atractivos, Edward tenía una estructura ósea maravillosa, una boca sensual y unos ojos oscuros que hablaban por sí solos.

—Pareces cansada.

—Gracias por preocuparte —contestó ella cómo quien no quiere la cosa.

—¿Te molesta que lo haga?

—Por supuesto que no.

Aquello hizo reír a Edward

—Vente a cenar conmigo.

Isabella pensó en el plátano que se había comido a toda velocidad mientras bajaba en ascensor al aparcamiento y en el agua, el zumo de naranja, el champán y los exóticos canapés que había comido allí. Desde luego, no había sido una cena sana.

—¿Le dolería mucho a tu ego que te dijera que no?

—Acepto que pospongas la cita —sonrió Edward.

—Yo no he dicho en ningún momento que estuviera dispuesta a aplazar ninguna cita.

—La semana que viene —insistió Edward.

—Ya veremos.

—¿Cuando hayas consultado tu agenda social? ¿Qué noche te viene bien?

Isabella sabía que estaba jugando con fuego. Aquel hombre era capaz de esperar y era imposible saber lo que se proponía.

—¿Si te digo la noche que a mí me viene bien dejarás lo que tengas que hacer para salir a cenar conmigo?

—Sí.

Ella  sintió que el estómago le daba un vuelco. Edward  no se había movido, no la había tocado, pero se sentía como si lo hubiera hecho. Era como si el lugar en el que estaban se hubiera evaporado, el ruido y la música hubiera desaparecido y el aire que había entre ellos se hubiera electrificado. A Isabella le pareció que el tiempo se había detenido.

¿Cuánto tiempo habían permanecido en silencio? ¿Segundos, un minuto, dos? De repente, Isabella se dio cuenta de que Edward  sonreía levemente, se relajaba y su atención se dirigía a otra persona.

—Buenas noches, Renee.

Al oír su voz, Isabella volvió a ver el salón y a sus ocupantes y sintió que la tensión comenzaba a evaporarse de su cuerpo mientras se giraba lentamente hacia su madre.

¿Qué demonios había sucedido?

Nada.

Sí, había sucedido algo. Lo había sentido, lo sentía.

—Buenas noches, Edward  —sonrió su madre sinceramente—. ¿Has visto algo de tu agrado?

«Me estoy equivocando», pensó Isabella.

Tenía que ignorar a aquel hombre que, evidentemente, estaba jugando con ella. Estaba acostumbrado a los desafíos y, como ya no debía de encontrarlos muy a menudo en su vida laboral, ahora había decidido convertirla a ella en un reto.

—Sí —contestó edward—. He visto algo que me voy a reservar para mí.

Estaba hablando de un cuadro, ¿no? ¿Acaso se le había subido el champán a la cabeza y se estaba imaginando que sus palabras ocultaban algo? Isabella pensó en tomarse un café, solo, caliente y fuerte, a ver si así se le despejaba la cabeza, pero sabía que, si lo hacía, no dormiría en toda la noche y realmente necesitaba descansar.

Podía poner una excusa e irse, pues su madre era consciente de las semanas de duro trabajo que llevaba a las espaldas y de las horas frenéticas que todavía tenía por delante hasta la noche de la entrega de premios. Sin embargo, el orgullo la llevó a quedarse.

—Quiero enseñarte una cosa —le comentó a su madre señalando el extremo de la sala.

Isabella tuvo la sensación de que no había engañado a Edward ni por asomo, pero, aun así, se despidió de él con una sonrisa y se mezcló con el resto de los invitados en compañía de su madre. Para disimular, andaba lentamente, como si le interesara lo que veía, se paraba a hablar, sonreía a las personas conocidas y aceptaba los cumplidos y los deseos de buena suerte para los premios.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Un par de horas? Eran casi las diez de la noche cuando decidió irse. Uno de los porteros se acercó a ella al verla salir.

—¿Tiene el coche aparcado cerca, señorita? —le preguntó.

—Está cerca del mío —contestó una voz demasiado conocida—. Yo la acompaño.

No quería su compañía, no necesitaba sufrir su perturbadora presencia.

«Si me tocas, te pego», pensó Isabella bajando las escaleras.

¿Acaso Edward  había hecho coincidir su salida con la de Isabella? ella no hizo ningún intento de iniciar una conversación y le molestó sobremanera que Edward  tampoco lo intentara pues le habría encantado poder soltarle un comentario grosero.

El trayecto hasta el coche se le estaba haciendo eterno. Ya debía de llevar andando, por lo menos, cinco minutos. Cuando por fin llegó, suspiró aliviada, desactivó la alarma y alargó el brazo para abrir la puerta, pero se encontró con la mano de Edward.

Se trataba de una mano cálida, fuerte, de dedos largos y sinuosos. Isabella retiró la suya como si se hubiera quemado.

—Gracias —le dijo mientras Edward  le abría la puerta.

Ella  se subió al coche y se colocó detrás del volante mientras Edward  dejaba una tarjeta de visita en el salpicadero.

—Mi teléfono móvil privado.

¿Le estaba diciendo que lo llamara?

Isabella metió la llave en el contacto y puso el motor en marcha mientras Edward  cerraba la puerta. Mientras conducía, se dio cuenta de que el ligero dolor de cabeza que había tenido durante la última media hora se estaba convirtiendo en una espantosa migraña.

Perfecto, justo lo que necesitaba.

Poco sueño y demasiada tensión…

Qué gran alivio sintió al llegar a su casa, desvestirse, quitarse el maquillaje y tomarse un par de analgésicos.

Mientras se metía en la cama, se dijo que mañana sería otro día.

Capítulo 2: Admirada Capítulo 4: El beso

 
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