Isabella se pasó todo el día nerviosa y una llamada de su madre desde Melbourne no le puso las cosas fáciles. Aquello de estar engañando a todo el mundo, sobre todo a su madre, no podía ser, así que, cuando volvió a casa por la tarde, estaba decidida a decirle a Edward que no podían compartir habitación, que todo tenía un límite
Al entrar, Judith la saludó con cariño y la informó de que había trasladado sus cosas a la suite de Edward, ante lo que Isabela no tuvo más remedio que dar las gracias. Volvió a pasar sus cosas a su habitación, se duchó y, cuando estaba saliendo del baño, se encontró a Edward, con el armario abierto y recogiendo de nuevo su ropa.
—Déjala donde está —le dijo.
Edward la miró muy serio.
—Veo que quieres hacer las cosas por las malas.
—¡No quiero hacerlas!
—Si. Quieres intimidad, la tendrás, pero vamos a compartir habitación.
—¿Es que acaso no importa lo que yo quiera?
—Dada la situación, no.
—Me sacas de quicio…
—Creo que eso ya me lo has dicho tres o cuatro veces.
—Bastardo —le soltó Isabella muy satisfecha, pero Edward la ignoró—. Me las voy a volver a traer para acá —le advirtió.
—Pues vamos a tener una noche muy movida.
Isabella se dijo que, de momento, era mejor no hacer nada y esperó a que después de cenar Edward se recluyera en su despacho para volver a pasar su ropa a su habitación. Satisfecha, se metió en la cama y apagó la luz. Era tarde y no tardó en quedarse dormida. Al despertarse a la mañana siguiente, descubrió que no estaba ni en su cama ni en su suite.
Y lo peor era que no estaba sola. Edward estaba tumbado en el otro extremo de la cama con una hilera de almohadas entre ellos. En algún momento de la noche, la había llevado a su habitación. ¿Cómo se había atrevido?
A Isabella se pasó por la cabeza golpearlo con una almohada y, como si le hubiera leído el pensamiento, Edward abrió un ojo y le dio los buenos días.
—Ni se té ocurra —le advirtió.
—No sabes lo que estoy pensando —contestó ella
—Si tiene algo que ver con contacto corporal ten en cuenta que puede que no te gusten las consecuencias.
Isabella tomó aire.
—No me caes bien —reflexionó.
—Pues te fastidias.
En aquel momento, sonó el teléfono móvil de Isabella
—¿Qué tal te va en la cama con él, zorra? —le espetó Demetri—. ¿Te gusta lo que te hace?
Isabella colgó con dedos temblorosos.
—¿Demetri?
—Sí —contestó Isabella, poniéndose en pie y corriendo al baño lavarse la cara con agua fría.
Sentía náuseas, pero se vistió y se acicaló para irse a trabajar.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Edward.
—Las porquerías de siempre.
Edward, que se estaba haciendo el nudo de la corbata, observó lo pálida que estaba.
—Sólo es cuestión de tiempo —le aseguró.
Isabella asintió.
—No me apetece desayunar —declaró a continuación—. Ya tomaré algo más tarde.
—No, tómate algo en casa antes de irte —le indicó Edward, acercándose a ella y tomándole el rostro entre las manos.
—¿Es una orden?
Edward sonrió.
—Una petición, más bien.
—Está bien, me llevaré un yogur y me lo tomaré en el taller.
—Te llamaré luego —se despidió Edward.
Isabella bajó a la cocina por el yogur, tal y como había prometido, se despidió de Judith y siguió a Ben hasta el garaje. El día fue normal habló con su madre, que le dijo que su tía estaba mejor de salud, y hubo dos llamadas sin respuesta que Ilana atribuyó a Demetri
Al llegar a casa, por pura cabezonería y diciéndose que era una cuestión de principios, Isabella volvió a pasar sus pertenencias de la habitación de Edward a la suya, pero él volvió a llevárselas a su suite.
—Está bien, tú ganas —se rindió Isabella, levantando las manos.
Edward aceptó sin discutir que Isabella necesitara dedicarle mucho tiempo al siguiente desfile y él desaparecía tras la puerta de su despacho todas las noches para hablar con varios patrocinadores sobre la subasta que iba a tener lugar para la recaudación de fondos para ciertas causas benéficas.
Isabella solía acostarse antes que él y, aunque la pared de almohadas seguía allí, cada vez se le hacía más difícil tenerlo tan cerca y tan lejos a la vez.
Estaba pendiente de él y, tumbada en la oscuridad, imaginaba que Edward la buscaba, que sentía su boca de nuevo, sus manos… y revivía todo lo que había sucedido entre ellos antes de llegar al maravilloso orgasmo que Edward le había regalado.
Quería volverlo a vivir, pero con él, sólo con él.
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