Deep Passion (+ 18)

Autor: vickoteamEC
Género: Angustia
Fecha Creación: 22/05/2012
Fecha Actualización: 15/01/2013
Finalizado: SI
Votos: 25
Comentarios: 154
Visitas: 39358
Capítulos: 18

T E R M I N A D A

El amor profundo y sincero se refugia en un extraordinario sentimiento de pasión. Desbordante y descontrolada pasión, aquella que te hace perder la cabeza, la misma en la que juegas el corazón.

 

 

Los personajes son propiedad de Stephenie Meyer, la trama es propiedad de mi alocada imaginación.

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Capítulo 13: PRISIONERA

 

CAPÍTULO XI

 

No sabía ni siquiera por qué, pero mientras el coche avanzaba Isabella se sentía cada vez más nerviosa. Jugueteó con sus manos impaciente, revolvió la tela de su falda, golpeó el piso con un pie, luego con el otro, hasta que llegó el punto en el que su respiración se comenzó a dificultar. Tras una profunda respiración corrió la cortinilla para echar un vistazo hacia afuera, su corazón se aceleró aún más, aunque el paisaje estuviera nevado, sabía a la perfección el camino hacia la casa Black y aquel extraño paraje no era por nada el que ella conocía. Entonces lo escuchó, los apresurados cascos de los caballos, el choque de las armaduras en cada movimiento de galope, alcanzó a ver a través del cristal cómo eran rodeados por un imponente ejército, el cochero siguió su marcha cómo si nada estuviese pasando; Isabella estuvo a punto de bajarse sin importarle que estuvieran a  media marcha, dio un último vistazo para encontrarse con ese es estandarte… el escudo Vulturi.

No podría huir, no tenía ni la más mínima posibilidad. Estaba perdida.

¿Qué hacía? ¿Qué demonios hacía? ¿Dejaba que la llevaran? ¿Se rebelaba y exponía su vida? ¿Sería capaz de entregarse a las garras de la muerte por convicción? ¿Era esa una salida? Claro que lo era pero… ¿qué pasaría con Alice? ¡Edward!, ¿qué sería de él?

Tomó tanto aire cómo sus sollozos se lo permitieron, ¿ese sería su final? Cerró los ojos elevando la más sentida plegaria al cielo. No había más. Ya había terminado. Aro la tenía. No sabía ni siquiera cómo lo había logrado, pero él lo había conseguido.

Poco a poco las ruedas del coche comenzaron a disminuir su velocidad, ¿tan pronto habían llegado? ¿O estaba tan absorta que no midió el paso del tiempo? Con ansias trató de absorber algo que le indicara su paradero. Inútilmente intentó identificar el lugar en el que estaba, sólo alcanzaba a ver bosque y más bosque alrededor de la imponente y lúgubre fortaleza. Era un pequeño castillo en medio de la nada, nunca supo de algo igual: las murallas ennegrecidas, las torres coronadas por un roído estandarte con el escudo maldito y una gruesa puerta de madera en la entrada de la barbacana. Absolutamente todo al más puro estilo medieval.

En cuanto atravesaron la puerta el ambiente se volvió aún más frío y húmedo, cómo si la maldad se impregnara dentro de aquel lugar.

Isabella tenía un enjambre de ideas y mil sentimientos que no sabía si quiera cuál era el que sentía en realidad.

Por fin, el coche se detuvo totalmente. Cerró los ojos para luego escuchar cómo se hacían los movimientos previos a su descenso, la puertezuela se abrió, un hombre encapuchado la miró, la hizo bajar y la condujo a trompicones hacia el interior del castillo. No había emitido sonido alguno, se decidió por el silencio cómo castigo al secuestro, no se humillaría suplicando piedad, afrontaría lo que venía con agallas. Tal y cómo lo debieron hacer sus padres.

De un empujón la hicieron entrar a una habitación obscura, escuchó el tintineo del hielo dentro de  una copa. Frente la luz de la chimenea estaba él. Cómo un maldito demonio, con su aire orgulloso, su lustroso cabello perfectamente acomodado hacia atrás en un media coleta y una elegancia que se le antojaba repugnante. Giró lentamente hasta que la miró de frente, una sonrisa casi diabólica apareció en su rostro, se acercó lentamente e Isabella mantuvo su postura firme y la mirada al frente.

—Hasta que nos volvemos a ver, señorita Swan— resonó la maléfica voz.

Él extendió su mano a modo de saludo, pero ella no correspondió, ni siquiera miró la mano de aquel maléfico ser.

— ¿Ahora te has vuelto grosera? — silencio, no se doblegaría ante él—. ¿Sabes por qué estás aquí? — Bella tragó el entumecimiento en su garganta y no dijo ni una palabra.

Sí, porque me vas a matar— dijo ella en su mente.

— ¿Te comió la lengua el ratón, estúpida?

Para ti… sí, ¡idiota, maldito, desgraciado!

—Te estoy hablando— Aro la jaló del brazo con rudeza. Fue como si tirara de una muñeca de trapo—. Pero mírate, con finos vestidos, listones de seda, joyas discretas pero muy valiosas. Ahora dime, ¿qué se siente haber ganado la peor pesadilla de tu vida a cambio de MI riqueza?

Nada. ¡Ahora suéltame!

—Te vas a quedar cómo idiota, ¿verdad? — más silencio.

Aro elevó la copa que aún sujetaba en una de sus manos, dio un profundo trago y lo aventó contra la primera superficie firme que encontró. El estruendo del cristal la hizo dar un respingo interno, pero ante la mirada de Aro ella sólo había cerrado los ojos y los había abierto lentamente, respirando acompasadamente. Una diabólica y sardónica carcajada resonó por toda la habitación.

—Por lo que veo no vas a ceder, mi querida Isabella— pasó un dedo por la mejilla de ella, provocándole repulsión.

Ni en tus malditos sueños— pensó.

La asió bruscamente por los brazos, ella pudo haber chillado de dolor, pero se limitó a tragar el grueso nudo que debió ser un alarido y se mantuvo impasible ante la atenta mirada.

—Ya veremos por cuánto tiempo más te sigues haciendo la valiente. Ya lo veremos— amenazó con el odio impreso en su voz.

El próximo movimiento no lo vio venir, tomó un puñado de su cabello, lo jaló y la aventó con fuerza hacia el sofá. Su cuerpo rebotó y se mantuvo inerte por unos segundos; luego ella se incorporó, acomodó su cabello y se irguió orgullosa, sentándose como si nada hubiera pasado.

—Disfrute su estancia, señorita Swan— dijo él burlonamente, haciendo una impecable reverencia mientras la veía retadoramente a los ojos.

Antes de quedarse sola, en medio de la penumbra, escuchó cómo la puerta vibraba a causa de la maléfica carcajada que sonaba del exterior.

Era absurdo considerarlo, pero fue hacia la puerta e inútilmente trató de abrirla, por lo menos lo había intentado. Tanteó por las paredes y no encontró ni una ventana. Por supuesto, tanto tiempo tras ella, era más que obvio que no se lo dejaría tan fácil.

Se dejó caer con derrota en el sofá, indagó sobre cómo era posible que hubiera terminado en ese escalofriante lugar, evaluó sus posibilidades, pensó en el futuro que le avecinaba, en cómo sería su final y se decidió a desterrar los recuerdos al lado de sus amigos, de Jacob, su hermana… de Edward; eso sólo la haría sufrir aún más, alejaría su mente de la claridad, la cordura. Necesitaba pensar fríamente sus movimientos; además, no permitiría que Aro la pisoteara entre lamentos y súplicas, si moría lo haría dignamente… aunque eso significara romper el corazón de Edward.

—Edward— susurró con añoranza.

Por última vez se permitió recordarlo, perdiéndose en las sensaciones de sus recuerdos y añorando lo que no viviría más. Rebobinó como perfectas fotografías animadas los momentos clave al lado de su amado Edward: el primer encuentro, la primer sonrisa, los interminables paseos por las tardes, aquel mágico día en la casita del árbol, la primera vez que se entregó, aquella primera mirada el día del baile, el beso que los reencontró en un obscuro pasillo del imperio, el día que Edward se hospedó en su casa y ella se coló a su recámara, los encuentros posteriores… la noche anterior, sus caricias, sus besos y cada te amo con la promesa de un buen mañana. Lloró por él, sólo por él, ¿podría tener la oportunidad de verlo por última vez?

Se ovilló en el sofá; abrazó con fuerza sus piernas, tratando de contrarrestar el frío que se extendía cómo un halo de obscuridad que descendía desde el inalcanzable techo de la habitación al compás de las llamas de la chimenea que se iban extinguiendo lentamente; dando paso a su vez a la inconsciencia entre sueños tortuosos y agitados.

Despertó cuando escuchó el relajo provocado por los torpes movimientos que intentaban encender de nuevo la chimenea, apretó los ojos y los abrió lentamente, sintió el entumecimiento de sus extremidades por estar tanto tiempo férreamente enganchadas en la misma posición. Lo primero que encontró su vista fue el agradable y cálido fulgor de un candelabro que iluminaba la lerda tarea de Aro, que después de muchos intentos logró encender la chimenea.

— Vaya, vaya, te dignaste a despertar ¿Tienes frío? — preguntó arrastrando las palabras, no se necesitaba ser un genio para darse cuento del estado deplorable de ebriedad en el que estaba.

Bella siguió con el silencio, la mirada de odio y el ceño fruncido. Aro conectó la mirada con la de ella, haciendo un choque de invisibles chispas de rencor, cómo una batalla, tratando de demostrar quién era el más fuerte.

— ¿Sabes, mosquita muerta? Yo también tengo frío— ella no contestó—. Sigues con tu tontería de no hablar, ¿eh? Ya veremos cuanto tiempo dura esto.

Se puso de pie con estrepitosos pasos, se acercó a tumbos hacia Bella y ella pegó la espalda al respaldo del sofá en el que estaba sentada. Veía su intención en la lasciva mirada que le daba, la forma en la que recorría su cuerpo, la intención de darle alcance. Eso era demasiado, no podía permitirlo, no podía dejar que la humillara de esa manera, que mutilara su alma con un acto tan despiadado y ruin. Una mano de Aro la apresó por la cintura, mientras que la otra mantenía firme su rostro para que le pudiera ver directo a los ojos.

—Espero que sirvas de algo, perra… y me hagas entrar en calor— el asqueroso aliento de Aro golpeó en su rostro, su barba le picó la piel cuando sintió que estrellaba sus labios contra el cuello.

Isabella luchó, se removió con toda la fuerza que tenía para zafarse de su agarre, ¡no!

— ¡No te muevas! — ordenó él y le dio una fuerte bofetada que la aturdió—. Si no hablas, te haré gritar… de dolor— amenazó tan mordazmente que Isabella temió más que nunca su destino.

La abofeteó de nuevo, con mucha más fuerza, haciendo su cuerpo estrellarse violentamente contra el sofá, aprovechó su conmoción para posicionarse peligrosamente sobre ella, Aro comenzó a desgarrar en dolorosos tirones la tela que cubría el indefenso cuerpo de Isabella, haciendo volar girones de seda y encaje por todas partes, era veloz, tanto que apenas pudo reaccionar sobre lo que pasaba.

— ¡NO! — chilló desesperada. Aro rió en descaradas carcajadas.

—Eso es, así, maldita zorra. Grita, ¡grita!

— ¡Detente! — pidió moviéndose frenéticamente debajo del cuerpo de Aro, él apresó sus manos para que dejaran de golpearlo y sin esperar, con la mano libre, comenzó a desabotonar su camisa—. ¡NO! 

La puerta se abrió en un golpe sordo, Bella no era consciente de ello, pero aquella nueva persona entró apresuradamente y al ver la horrenda escena abrió los ojos como platos. Se abalanzó sobre Aro, lo tomó por los hombros y con dificultad logró apartarlo de ella.

Cuando Isabella dejó de sentirse apresada por el cuerpo de Aro abrió apresuradamente los ojos, una mirada verde claro la observaba con dulzura, en un par de segundos la pudo apreciar bien: era alta, sumamente hermosa; no lucía como una persona mayor, pero bien podría ser su madre; tenía una larga cabellera rubia y ondulada; vestía una bata de tela fina, brillante y dorada que hacía juego con el color de su cabello y piel, sus labios rosados le daban una leve sonrisa y en su rostro había impresa una mueca de disculpa.

A señas le indicó que se levantara del sofá, Bella obedeció torpemente, la mujer empujó a Aro para que cayera sentado sobre la mullida superficie, sin pensar dos veces se subió a horcadas sobre él, desató el nudo de su bata y expuso su cuerpo para el deleite del hombre borracho que estaba debajo de ella. Bella miraba totalmente desconcertada, no sabía qué hacer, lo que estuvo a punto de pasarle la dejó tan impactada que aún no reaccionaba y se limitaba a ver a la mujer que la había salvado de Aro.

Isabella sintió terror cuando el rostro de Aro comenzó a girar hacia donde estaba ella, antes de que pudiera enfocarla, la mujer tomó el rostro de él entre sus manos y lo llevó directo a sus pechos.

—Vete— articuló la mujer haciendo una seña con su mano.

Bella parpadeó, sacudió su cabeza, miró hacia la puerta y al encontrarla abierta se atrevió a acercarse. Antes de salir dio una leve mirada a la mujer que la había salvado, quería cerciorarse de que estaría bien, no le quedó duda alguna cuando ante los gruñidos de él, la mujer gemía audiblemente y echaba la cabeza hacia atrás complacida. Dio un paso temerosa, no encontró a nadie, ¿era en serio?, ¿ni un guardia? Sin importarle nada más echó la carrera hacia su libertad.

En cuanto puso un pie fuera de la construcción, un vendaval la azotó con furia, haciéndola tiritar. Caminó presurosa, luchando contra el entumecimiento y la sensibilidad en su piel que perdía calor cada que un copo de nieve chocaba con su piel expuesta. No sabía dónde estaba la salida, ni cómo lo lograría pero siguió avanzando más y más. El trote de un caballo la alertó y caminó lo más rápido que pudo en medio de la penumbra. Los pasos se acercaban, su corazón latía desbocado entre su desesperado intento de continuar, el caballo se emparejó a su paso, una fuerte mano la jaló de lo que quedaba en la espalda del corsé y la hizo subir al caballo.

— ¡No! ¡Por favor! — suplicó entre fuertes sollozos que le helaban el rostro por el llanto.

—Lo siento— dijo aquella voz masculina desconocida.

La guió a lo alto de una torre; entre empujones, trompicones y protestas la encarceló en un horrendo calabozo. Su cuerpo brincó por el frío, trató de dejarse llevar por la inconsciencia para poder olvidar su dolor y su pena. Pero por más que lo intentó no pudo hacerlo. El tiempo pasaba eterno ante su mirada acuosa y su rostro frío y empapado. En lo alto de la pestilente habitación había un par de ventanitas que dejaban entrar rayos de sol, cómo un indefenso animalito se acurrucó en el lugar exacto en el que entraban los leves halos de calor.

Estaba logrando ceder ante el sueño cuando un par de pasos irrumpieron con su eco hasta el frío espacio en el que estaba ovillada. Un par de hombres entraron al calabozo con atronadores pasos que hicieron mella en su cabeza, otro par se quedó aguardando en la puerta. Los hombres encendieron fuego en la chimenea que Isabella notó hasta ese momento, otro dispuso un camastro destartalado de madera, algunas mantas y un conjunto de ropa vieja. Los hombres se marcharon en un firme paso marcado y poco después un andar más sofisticado se acercó.

Aro entró tan imponente cómo siempre, sonrió burlonamente cuando la miró en el piso. Isabella también lo miró, sentía tanto odio que llegaba a saborearlo en su lengua cómo la ponzoña del más mortal veneno.

—Vístete— ordenó aventándole los harapos a la cara—. Ni creas que no me enteré de lo que hiciste, estúpida. Tu castigo será estar encerrada aquí mientras yo violo la seguridad de tu querido imperio, mientras mi ejército se abre paso entre tu gente destrozando y asesinando hasta el último ser viviente de esa casa y poseyendo todo aquello que es tuyo.

Alice, Jacob… ¡Edward!

— ¡No! — pidió en un murmullo entrecortado.

—Lo único que quiero de ti… lo voy a conseguir a la fuerza. Porque es MÍO.

Se fue dejándola en la más ruin de las miserias, con el corazón roto, las lágrimas brotando y las ganas de luchar cada vez más desfallecida.

Uno a uno, los días se acumulaban ante su noción perdida, entre más tiempo pasaba se sentía más débil, más cansada, como si cada día se llevara un poco de esperanza al anochecer. Su voluntad, su salud, su mente; se escapaban entre sus dedos cómo agua. Todos los días entraba Charlotte, la mujer del servicio que le llevaba una charola con un potaje frío, una pieza de pan duro y un pequeño vaso de agua; ella siempre hablaba con Isabella y le hacía compañía hasta que terminaba de comer, le acariciaba el cabello y una que otra vez le regalaba un caramelo, un trocito de queso o un trozo de pan recién hecho que Bella agradecía con una leve sonrisa y un “gracias” entre susurros.

Tenía, no sabía que tantos días, sintiéndose realmente mal; todo le daba vueltas, la cabeza amenazaba con explotarle, su apetito se había esfumado; aunque, bueno, la comida que le disponían no era la más apetecible. Charlotte estaba sentada a su lado, acariciando levemente su espalda mientras le suplicaba que comiera.

—Anda, mi niña, come algo. Te vas a enfermar— pidió la mujer de cabello canoso, mirada compasiva y sonrisa conciliadora.

—No, gracias. No quiero nada, Charlotte— susurró Bella casi ininteligible.

—Anda.

Unos pasos presurosos se hicieron escuchar en el recoveco, Charlotte giró hacia la puerta y escuchó con claridad la voz de su ama.

—Abre inmediatamente la puerta— ordenó al guardia.

—Lo siento, señora. El señor Aro me ha dicho que…

—El señor Aro no está. Yo también puedo dar órdenes y te exijo que abras esa puerta inmediatamente si no quieres que te eche a patadas— amenazó ella mordazmente.

El guardia abrió la puerta para que su señora pudiera entrar.

— ¡Maldición! — espetó al ver lo que había expuesto ante sus ojos—. ¿Desde cuándo está aquí? — preguntó a Charlotte.

—Quince días, señora. Temo que está enferma, no quiere comer.

La mujer se acercó presurosa al cuerpo casi inconsciente de Isabella, sin importarle la suciedad y las condiciones del calabozo. Su fina ropa podría tener arreglo, podría quitarle la suciedad; pero si algo le pasaba a esa joven mujer… eso sí que no podría arreglarse.

Bella sintió el roce de una cálida mano palpando su frente, mejillas y pecho; haciéndola estremecer de pies a cabeza.

— ¡Dios mío, esta niña está ardiendo en fiebre! ¡Se lo dije, se lo dije! — decía preocupada—. ¡Marco! Entra y ayúdame a llevármela de aquí— ordenó al guardia.

—Lo siento, señora— de disculpó Charlotte apenada.

— ¿Qué es eso? — preguntó la mujer asqueada al ver el “almuerzo” de Isabella.

—Su comida— contestó la empleada.

— ¿¡Qué!? Definitivamente ese hombre se volvió loco— el guardia estaba dentro de la pequeña habitación, se inclinó sobre el camastro y tomó en brazos el delicado cuerpo de Isabella—. Con cuidado— ordenó la mujer.

— ¿A dónde la llevo, señora? — preguntó el hombre.

—A mi habitación. Charlotte, deshazte de eso y luego sube a mis aposentos— ordenó rápidamente haciendo referencia a la bandeja con comida, luego tomó las mantas para cubrir a Isabella de la nieve del exterior.

Caminaron apresuradamente por los pasillos, subieron la escalinata al segundo piso y la mujer guió al guardia hasta su habitación. Le indicó que dejara a la chica sobre la cama y le pidió inmediatamente que se retirara.

—Oh, pequeña, ¿qué te han hecho? — murmuró la mujer mientras la acomodaba cuidadosamente.

— ¿Dígame, señora? — dijo Charlotte al entrar a la habitación.

—Tenemos que bajarle la fiebre, pero el agua a esta hora es demasiado fría, calienta un poco para que la podamos templar. Mientras yo me hago cargo de ella tú prepara un caldo de pollo y… ¿recuerdas las hiervas que te traje el otro día? — la sirvienta asintió—. Prepara una infusión cómo te enseñé y trae compresas de agua fría para el resto de la noche.

—Sí, señora.

—Si necesito algo más yo te llamo.

—Sí, señora— sin perder más tiempo la mujer salió a paso veloz de la habitación para cumplir con todo lo que se le había ordenado.

En ese punto de la situación, Isabella ya no era consciente de nada, la enfermedad la había consumido por completo, llevándola a un pozo obscuro y frío.

La mujer rubia frotó los brazos de Isabella hasta que el baño estuvo listo, la desvistió con premura, la envolvió en un grueso edredón y la llevó con mucha dificultad hasta su cuarto de baño. Isabella tembló ante el tacto del agua fresca, pero le sirvió para tener unos breves minutos de lucidez en los que guardó en su memoria el rostro preocupado de aquella hermosa mujer y el malestar que la tenía imposibilitada. La mujer la vistió con ayuda de Charlotte, le pusieron una esponjosa bata que la mantendría caliente,  la llevaron de nuevo a la habitación en donde la acomodaron sobre la cálida cama, la hicieron beber un poco de sopa y unos sorbos de té.

—Estaré viniendo por si se le ofrece algo más— dijo Charlotte antes de retirarse con una bandeja llena de todo lo que habían desocupado.

—Perfecto. Gracias— contestó su ama.

Charlotte se retiró en silencio. La mujer rubia se acercó a la chimenea y agregó un par de leños al fuego, así mantendría la temperatura de la habitación y no tendría que levantarse más tarde. Cambió las compresas de agua fría de la frente de Isabella, la cubrió bien con las mantas y se recostó a su lado, mirándola detenidamente.

—Tienes que recuperarte, pequeña— rogó.

Las horas se acumulaban, los delirios aumentaban, la fiebre parecía no amainar y la mujer conmovida por Isabella estaba cada vez más ansiosa porque todo aquello terminara. Pasaba de mediodía, el sueño le pasaba factura a la mujer después de una angustiante noche en vela, pero no encontraba motivo alguno para retractarse, Isabella tenía una temperatura normal al tacto, además llevaba un par de horas durmiendo profundamente y respirando con normalidad. Escuchó unos murmullos entre sueños, la rubia abrió los ojos de golpe y se acercó rápidamente a Isabella; acarició su cabello y le sonrió mientras esperaba a que por fin abriera sus ojos.

Isabella parpadeó débilmente, luego comenzó a abrir los ojos lentamente, trató de reconocer el lugar, pensó en cómo era posible que hubiera llegado a una cómoda y cálida cama; su último recuerdo era de ella ovillada sobre el viejo catre, temblando debajo de las mantas en aquella gélida y horrenda celda de la torre. Enfocó la vista en su acompañante cuando fue consciente de la mano que tomaba la suya y de una leve caricia en su rostro.

—Hola— saludó una dulce voz.

— ¿Quién es usted? — murmuró débilmente.

—Me llamo Ravenna. Te he cuidado por horas, tenías mucha fiebre y delirabas— Isabella frunció el ceño al sentir la insistente caricia en su cabello y rostro.

Miró los ojos claros que le transmitían ternura y la recordó, ella era la mujer que la había salvado del ataque de Aro el día que llegó a ese lugar.   

—Hola, Ravenna. Yo soy Isabella— susurró.

—Lo sé. Charlotte me lo dijo

— ¿Por qué haces todo esto? — Ravenna guardó silencio, apretó levemente la mano de Bella que y no supo ni siquiera por qué, pero la convaleciente correspondió el gesto tanto cómo sus fuerzas se lo permitieron.  

Ravenna le sonrió, pero en sus ojos había una gran tristeza. Suspiró cómo si un recuerdo le robara el aliento por un momento y se inclinó un poco más hacia Isabella para seguir acariciando su cabello.

—Lo hago porque… me recuerdas a mi hija. La perdí cuando ella era una niña y desde la primera vez que te vi, imaginé que ahora debería lucir igual que tú. Tal vez pienses que estoy loca, pero… no quiero que nada ni nadie te dañe— Isabella guardó silencio por un momento.

—Entonces, ¿lleva años buscándola?— aventuró Bella curiosa.

—No, Isabella. Ella murió.

—Oh, lo siento. Perdón, yo no…

—Tranquila. No pasa nada— Isabella logró comprender la preocupación y las molestias que Ravenna se estaba tomando con ella. Bella despertaba su lado maternal y la necesidad de expresar la ternura que no pudo con su hija.

—Gracias— dijo Bella sinceramente.

—Ni lo digas— contestó Ravenna—. ¿Tienes hambre? Seguro que sí.

—En realidad…

—No, señorita, ni se te ocurra negarte. Espera un momento, ya regreso— Ravenna se puso de pie y salió con un paso grácil de la habitación.

En ese momento Isabella se permitió explorar el lugar con la mirada. Se sentó cómodamente en la cama y comenzó con su escrutinio. Se encontraba en una gran cama con colchas doradas, cuatro imponentes barrotes de madera se alzaban para formar el dosel, al pie de ésta alcanzaba a ver los brazos de un diván con destellos guindas, los muebles eran de madera fina, ornamentados con figuras abstractas de oro, en el piso había adoquines guindas cubiertos por un par de gruesas alfombras, las paredes estaban empapeladas con paneles beige que tenían guirnaldas con flores rojas, café y guinda, en lo alto del techo había molduras doradas, un par de preciosos candelabros de cristal, más adelante estaban  tres puertas y una chimenea que irradiaba el calor suficiente para mantener una temperatura perfecta en la habitación. El conjunto en sí era sumamente refinado y único, como nada que hubiera visto anteriormente, ni siquiera al interior del imperio.

Se acomodó entre las mantas y en ese momento se escucharon un par de pasos que se adentraban en la habitación. Charlotte venía detrás de Ravenna cargando una bandeja con comida. Dispusieron para ella un generoso plato con un potaje de verduras, una pieza de pan recién horneado, un vaso de leche recién ordeñada, un poco de natilla dulce y fruta fresca. Lo primero que tomó fue un gran trago de leche, cerró los ojos disfrutando de la sensación del líquido bajando por su garganta hasta deslizarse suavemente al vacío en su estómago, miró con agradecimiento a sus salvadoras y comió tanto como pudo.

Los días pasaban y Bella lucía cada vez más recuperada. Ella se dejaba mimar por Ravenna y compartía con ella mucho tiempo. Podría incluso decir que lo pasaba bien, pero le faltaban las ocurrencias de Alice, la protección de Jacob, los buenos momentos con sus amigos y… el amor de Edward.

Desde que Ravenna la había sacado del calabozo, Bella supo en contadas ocasiones sobre la presencia de Aro en el castillo, mismas que ella se escondía en los aposentos de su protectora. La primera vez, cuando él regresó y supo de la ausencia de Bella en su celda despotricó en contra de sus guardias, Ravenna lo enfrentó desafiante y llegó al acuerdo de que ella se haría cargo de la chica a cambio de no dejarla salir ni siquiera al patio, cuando se lo proponía, Ravenna lograba lo que quería con sus encantos y buenos trucos en la intimidad.

El frío invernal era cada día más crudo, como presagio al vacío en su interior, como si con cada día su corazón se enfriara un par de grados, hasta que la tristeza diera paso a su final. Isabella no era, ni por asomo, la misma.

Ravenna notaba la mirada perdida de Isabella, la ausencia de su mente al viajar en el pasado, la profunda tristeza reflejada en su semblante y su indisposición a tomar iniciativa con actividades simples. Con toda la ternura que tenía, Ravenna trataba de distraerla para que, por lo menos un instante, olvidara su pesadumbre. Aunque tenía toda la intención de ayudarla y sacarla de ahí, no podía, Aro se imponía sobre ella y el temor ganaba a cualquier sentimiento.

En su aislamiento, Bella se enteró de la vida de aquella hermosa mujer que fungía como su amorosa protectora. Ravenna tenía una familia hermosa, sencilla, modesta y humilde a las afueras del poblado en una pequeña aldea. Ella y su esposo criaban a su hija con tanto amor como sus corazones se lo permitían y disfrutaban de pequeños detalles que para cualquiera pudieran pasar desapercibidos. Ella era realmente feliz. Un fatídico día un ejército traspasó el lindero de la aldea y atacó sin piedad a todos los habitantes, arrasando con cualquier vida que se interpusiera. Una despiadada masacre acabó con aquel lejano lugar. A la par de los desalmados apareció otro ejército maldito, clamando los territorios como su propiedad. Tres bandos lucharon hasta que uno quedó victorioso: Aro. Él descubrió a Ravenna muriendo por las múltiples heridas que le habían hecho, la llevó al castillo, cuidó de ella y desde entonces la resguardó en ese lugar. Cuando Ravenna se recuperó las malas noticias la golpearon, su adorada hija y su amado esposo perecieron en la batalla. Aro la mantuvo con vida, la alentó a seguir, la llenó de lujos inimaginados, condenándola a existir sin su razón de ser, manteniéndola a su lado más por el agradecimiento que ella le tenía que por otra cosa. Si Ravenna estuviera segura de que podría ser capaz de seguir adelante por su propia cuenta, si no la aterraran sus inseguridades y si conociera otra cosa además de las murallas del castillo y el poblado al que solía comprar de vez en cuando… de seguro hacía años que se hubiera independizado de su misterioso y poderoso amante.

—Cariño, sabes que tengo que salir, ¿verdad? — preguntó Ravenna a Isabella. Los días seguían su curso sin hacer amago de detenerse por más que Bella lo deseara.

A pesar de cualquier situación adversa, Ravenna había dado la cara por su querida Isabella ante Aro, la protegía y agradecía con comodidades el afecto que crecía cada vez más entre ellas.

—Sí— contestó Bella temerosa.

—Estarás bien, dulzura. No tardaré mucho, mañana al atardecer estaré de vuelta— Bella asintió levemente—. Te traeré algo lindo, ¿está bien?

—No tienes por qué molestarte…

—No es ninguna molestia, quiero consentirte— Ravenna acarició la mejilla de su protegida—. Ahora ayúdame a vestirme— Bella asintió con una sonrisa e hizo el sencillo trabajo que ya sabía de memoria.

No podía dejar de sorprenderse cada vez que estaba en aquella situación, ver el torso de Ravenna masacrado por los patrones abstractos que surcaban desde un costado hasta el otro, marcando su espalda con varias líneas de cicatrices, producto de su pasado; dejando una huella permanente cómo recuerdo de lo que ya no tenía. Cualquier vestido tradicional lograba cubrir aquel secreto en el cuerpo de la mujer que poseía una belleza sin igual, no sólo exterior, su alma era cristalina y de amor puro. Cuando estuvo perfectamente vestida se giró hacia Bella para agradecerle con una resplandeciente sonrisa.

—Prometo comprar las cosas que necesito lo más rápido posible, para estar de nuevo contigo, cariño— dijo la rubia amorosamente.

—Te estaré esperando.

—Mientras tanto…— Ravenna se volvió hacia su tocador, sacó el estuche que guardaba sus listones más hermosos—, usarás esto. Me lo regresarás cuando nos veamos de nuevo— dijo tomando un precioso listón dorado con piedras brillantes que combinaban a la perfección con el precioso vestido que usaba Bella. La hizo girar y lo amarró a su cintura.

Se despidieron con un caluroso abrazo, Isabella se conmovió por el intenso amor de madre que le regalaba su querida Ravenna, no sabía el porqué de su sensibilidad, pero lloró un momento cuando la vio marchar. Por órdenes de Ravenna, Isabella estaría en su habitación, literalmente encerrada y nadie podía molestarla o hacerle compañía al menos que ella lo solicitara. Aro había quedado advertido por su amada, aunque renegara de su forma de actuar y de su sobreprotección sobre su prisionera, prefirió dejarla hacer lo que le diera la gana; al fin y al cabo lo único que quería de Bella era su dinero y el poder que le concedía poseer las tierras del imperio.   

El día siguiente Isabella lo pasó al lado de Charlotte, esperó con ansias por el transcurso de la tarde, calló la noche y nada. La puerta sólo se abría para dejar entrar a Charlotte; pero de Ravenna no había ni la más mínima señal. Al amanecer Isabella despertó muy temprano, se cambió de ropa, se anudó el listón de Ravenna en la cintura con un moño de lado y se preparó para recibirla. Conforme el tiempo pasaba se sentía ansiosa e incluso desesperada.

—Buenos días, mi niña— saludó Charlotte entrando a la habitación con una bandeja de comida—. Te traje el desayuno.

—Buenos días. Gracias— contestó Isabella rápidamente—. ¿Hay alguna noticia de la señora Ravenna?

—No, niña.

—Me preocupa, debió llegar ayer al atardecer.

—Lo sé, mi niña.

— ¿Regresará? ¿Se habrá ido finalmente a probar suerte fuera de éste castillo? — Charlotte se quedó muda, no sabía que contestar—. ¿Qué haré ahora? — se preguntó Bella atemorizada, se abrazó a sí misma y caminó ansiosa de un lado a otro.

—Mi niña, tú tienes muchos motivos para seguir adelante. Uno de ellos muy grande…

— ¿A qué te refieres? — cuando la empleada le brindó una sonrisa y tomó un respiro para contestar, se vieron interrumpidas por el estruendo de la puerta al abrirse.

Ambas mujeres giraron encrespadas hacia ella, esperaron encontrar a Ravenna, pero no fue así. El color abandonó el rostro de Isabella para dejar sus mejillas más pálidas de lo normal. Aro la miraba con tanto desprecio que casi podía sentir su corazón oprimirse.

—Márchate, Charlotte— ordenó en medio de un fuerte gruñido.

—Con permiso— dijo la sumisa empleada con una reverencia.

Cuando estuvieron solos Aro se giró hacia Isabella y caminó a grandes zancadas hacia ella hasta que la apresó contra una pared.

— ¿Dónde está? — bramó con coraje. Isabella temió por su vida como ya había olvidado hacerlo.

—No sé de qué me hablas— espetó. Miró con firmeza en la furia de la mirada de Aro.

—Ravenna, ¿dónde está? Y ¿qué demonios hiciste para traicionarla?

— ¿Qué?

— ¡No te hagas la sorprendida, niñita idiota! ¡Te exijo que me digas dónde la tienen!

— ¿De qué me hablas? — chilló ella.

— ¡Contesta! — la estrujó con violencia.

— ¡No sé! ¡No sé! — Aro cubrió con una mano la garganta de Bella e hizo presión contra la pared, dificultando su respiración, lastimándola.

—Más te vale que hables, maldita zorra.

Cuando Isabella sentía que el aire comenzaba a atorarse en su garganta, que los dedos de Aro dejaban lacerantes ondas de dolor en su piel y que su cabeza daba vueltas, amenazando con apagarse lentamente… escucharon un grito que le salvaría la vida.

— ¡Emboscada! — se escuchó el grito resonando por todos los rincones.

— ¡Maldición! — Aro la soltó, dejando que el aire llenara de nuevo sus pulmones.

Le dirigió una mirada envenenada, sin dejar que recuperara el aliento por completo la arrastró sólo Dios sabía hacia donde. Pasaron por entre las filas de hombres que corrían de un lugar a otro a la vez que Aro gritaba instrucciones a diestra y siniestra. Apenas lograba recuperarse cuando sintió que la elevaban y de un fuerte golpe la dejaban caer contra algo duro que le sacó el aire. Le tomó un largo momento comprender que iban sobre un caballo a todo galope, con ella trepada como si fuera un saco de carga y que detrás de ellos iba un hombre cubriéndoles la espalda. Estaba confundida, desorientada y dolorida; todo se movía con rapidez, daba vueltas, mareándola, enfermándola.

Isabella pegó un fuerte grito cuando algo impactó contra ellos, mandándolos directo al piso helado. El golpe fue duro, eso terminó de desorientarla aún más, en un último momento totalmente consiente logró distinguir una corpulenta y fiera figura, era tan familiar pero a la vez tan lejana en sus pensamientos. Entonces, el rostro de resplandeciente sonrisa apareció entre el nudo de sus recuerdos y luego… esos ojos, la mirada que sabía de memoria.

—Jacob— susurró antes de caer en un intervalo de inconsciencia que se volvió intermitente.

Por a través de sus pestañas, en los momentos de lucidez, logró mirar a Jacob luchando contra Aro. Jacob era joven y fuerte, pero Aro lo compensaba con habilidad y experiencia. Después de tortuosos minutos luchando… Aro logró hacer un giro para empujar a Jake contra un tronco, abatiéndolo el tiempo suficiente como para acabar con algo antes de huir.    

—No serás feliz, maldita usurpadora— gruñó Aro.

Emmett, Edward y Frederic seguían el rumbo de Jacob tan rápido cómo sus caballos lo permitían. Llegaron justo para ver cómo Aro atacaba a Bella con algo brillante y puntiagudo; cómo era que ella convulsionaba antes de que Jacob, algo torpe  y tembloroso, lo empujara para apartarlo de ella; luego como el desalmado de Aro luchaba intentando disparar directo al cuerpo inerte de Bella. La bala salió en un fuerte estruendo que envolvió al remoto lugar en un silencio sepulcral. Aro aprovechó la conmoción para tomar uno de los caballos y huir; sin perder tiempo Frederic y Emmett se lanzaron detrás de él.

Edward se acercó hacia Bella, suspiró entrecortadamente, no podía creer que la tuviera de nuevo con él, pero su estado era deplorable. Echó una mirada a Jacob.

—Tranquilo, amigo. Ya viene la ayuda, aguanta— dijo mirando cómo Jacob luchaba por mantenerse consiente a la vez que apretaba el hueco que contenía la bala que laceraba su cuerpo.

—No te preocupes por mí. Ayúdala— pidió con convicción.

Edward se arrodilló frente a Bella, se sacó su chaqueta y cubrió delicadamente el cuerpo frío de su amada, escuchó el leve resuello de su respiración y cerró los ojos con fuerza, agradeciendo en silencio el aliento de vida que le daba esperanza.

—Tranquila, ya estoy aquí. Ya acabó, amor. Ya acabó— prometió tomándola cuidadosamente entre sus brazos.       

La guerra se inclinó rápidamente hacia un bando, el número de hombres y la calidad del armamento obviaba la victoria de la batalla. Los hombres del imperio se impusieron ante el ejército del castillo, alzándose victoriosos.

Poco después Edward trasladaba a un delirante Jacob y una inconsciente Bella de regreso al imperio.

Hubo un gran movimiento dentro del imperio cuando varios carruajes; entre ellos el de Edward, Bella y Jacob; arribaron con el aire de la victoria, la promesa de la esperanza y el dolor de la incertidumbre. Rápidamente las tareas se dividieron sin pensarse, Alice, Edward y Maggie atendieron a Bella mientras que el resto se dedicó a cuidar de Jacob, que era el más afectado.   

Entre su convalecencia, Isabella delira a causa de su alta temperatura corporal. Maggie y Alice se movieron rápidamente a su alrededor, tratando de aliviarla. Preparan un baño frío, Edward la cargó y la introdujo en el agua lentamente. Los alaridos de Bella hicieron que el corazón de Edward se sacudiera como si fuera tocado por choques eléctricos, trató de mentalizar que lo hacían por el bien de ella, por su salud. Rogó a todo o divino porque ella se recuperara rápidamente y agradeció el tenerla de regreso a su lado.

Edward se negó a separarse de su amada Bella, por más que Maggie y Alice insistían en tomar su lugar al lado de ella. Por suerte la herida de Bella sólo fue superficial, sanaría mucho más rápido que Jacob.

Edward sentía cada vez más ansias por ver que su amada despertara, que ella le dedicara una de sus hermosas sonrisas o lo observara con sus ojos color chocolate. Maggie y Alice le hacían compañía la mayor parte del día, añorando igual que él que Bella despertara.

—La niña Alice por fin se quedó dormida— informó Maggie entrando a la habitación de Isabella con una bandeja de comida para Edward.

—Me parece bien que descanse. Han sido días… intensos.

—Sí— se limitó a contestar la sirvienta.

—Ya debería haber despertado— comentó Edward a Maggie un poco desesperado.

—No impaciente, Edward. Ella lo hará pronto. Cuando esté lista.

—Pero ya quiero que abra los ojos, que… quiero que me diga…

—Lo sé, comprendo. La verdad es que ese bebé ha sido muy fuerte, se ha aferrado a la vida cómo todo un guerrero.

—Y lo es. Estoy seguro de que lo es.

Ellos ignoraban totalmente que Isabella tenía un par de minutos escuchándolos, abrió los ojos, reconoció el lugar y trató de recordar a la par que escuchaba la voz de Edward.

— ¿Bebé? ¿De qué hablan? — murmuró Bella en voz baja, llamando la atención de ambos.

— ¡Bella! — Edward se acercó rápidamente, se inclinó suavemente sobre ella y acarició su rostro con adoración.

Ella no pudo evitar el llanto cuando sintió el roce de Edward sobre su piel, ¡era real! Y no una jugarreta en medio de su pérdida de la razón. Edward le llenó el rostro de besos, hasta que al final rozó sus labios en un beso ansiado y emotivo. Las lágrimas de ambos se mezclaron en el más puro sentimiento de amor. Al final Edward rompió el tembloroso beso, pero no dejó de acariciar el rostro de su amada Bella con la punta de su nariz.

—Bienvenida, mi amor. Ya estás en casa— Isabella sonrió débilmente.

— ¿Aro? — chilló alarmada cuando los recuerdos le llegaron de golpe.

—No te preocupes por eso. Ya todo terminó— ella suspiró y descansó su peso sobre las mantas, aliviando la tensión de hacía un momento.

—Edward.

— ¿Dime? — dijo él sin dejar de mirar los maravillosos ojos que lo tenían tan locamente enamorado.

— ¿De qué hablaban? No me contestaste— Edward giró su rostro hacia un lado. No supo en qué momento Maggie les había dado privacidad.

Isabella se conmovió al ver ese brillo tan desconocido y espectacular en los ojos de Edward. ¿Era verdad? No podía creer que no fuera un sueño. Él guardó un momento de silencio, saboreando la anticipación, disfrutando cada mínimo detalle en el rostro de su Bella. Haciendo lo más desconcertante, Edward deslizó una de sus manos por el vientre de Isabella, ella le frunció el ceño, no queriendo creer lo que el simple gesto significaba. ¿Podría ser verdad?

—Éste bebé, Bella. Nuestro hijo.

— ¿Qué? — susurró ella.

—Estás embarazada, mi amor— ella le dio una leve sonrisa mientras un par de silenciosas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

— ¿Cómo es que no me di cuenta antes? — se recriminó—. ¿Un bebé?

—Sí. Nuestro— Edward la besó delicadamente.

En ese momento Bella sintió cómo algo en su interior se colmaba del amor más puro, de una paz como jamás pensó que podría sentir y supo que estaría a salvo, que todo estaría bien. Entonces lo sintió, cómo un suave correazo extendiéndose delicadamente en su interior, ajeno a cualquier función de su organismo y supo que estaba ahí; su pequeño milagro estaba ahí. Las lágrimas y las sonrisas no se hicieron esperar.

—Estaremos bien— prometió Edward, a lo que Isabella correspondió con una sonrisa.

—Edward, me siento cansada— murmuró.

—Duerme, amor. Aquí estoy.

—Ven aquí— susurró Isabella palmeando débilmente el espacio libre a su lado.

Edward rodeó la cama, se acomodó con sumo cuidado y la atrajo hacia sus brazos delicadamente. Él no dejaba de acariciar el rostro de su amada Isabella con una mano, mientras lloraba en silencio de dicha. Ella no estaba totalmente convencida de que todo aquello no fuera un sueño, de no ser por las convincentes caricias de su amado Edward, aún lo dudaría sin que nadie la hiciera retractarse de su locura.

—Te amo— susurró Bella con los ojos cerrados, a punto de caer en un profundo sueño.

—Y yo a ustedes— contestó Edward de vuelta.

Y así fue como por primera vez después de mucho tiempo, ambos descansaron en un profundo y conciliador sueño. En los brazos del amor de su vida y con sus manos entrelazadas sobre el vientre que guardaba su mayor tesoro, el fruto de su amor.  

 

 

 

Capítulo 12: TRAICIÓN Capítulo 14: PLENITUD

 
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