Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 93783
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 8: Perfecta

 

—Vete.

— Es mi último aviso, cara de ángel. Dentro de tres minutos nos vamos.

Bella abrió los ojos lo justo como para echarle una ojeada al reloj y ver que eran las cinco de la madrugada. No pensaba ir a ninguna parte a esas horas, así que se acurrucó aún más bajo las mantas y volvió a dormirse. Lo siguiente que supo fue que Edward la cogía en brazos. 

— ¡Eh! —gritó. —¿Qué haces? 

Sin decir ni una palabra, Edward la sacó al gélido aire matutino, la metió dentro de la cabina de la camioneta y dio un portazo. La fría tapicería de vinilo contra sus piernas desnudas espabiló a Bella de golpe y le hizo recordar que sólo llevaba puesto una camiseta y unas diminutas bragas azules. Él subió por el otro lado y unos instantes más tarde abandonaban el lugar.

— ¿Cómo has podido? ¡Sólo son las cinco de la madrugada! ¡Nadie se levanta tan temprano!

— Nosotros sí. Tenemos que ir a Carolina del Norte.

Edward parecía bien despierto. Se había afeitado y se había puesto unos vaqueros y una camisa roja. Él deslizó los ojos por las piernas desnudas de Bella.

— Espero que la próxima vez te levantes cuando te lo diga.

— ¡No estoy vestida! Tienes que dejarme coger la ropa. Y necesito maquillaje. ¡Mi pelo.. .! ¡Tengo que lavarme los dientes!

Él metió la mano en el bolsillo y sacó un aplastado paquete de chicles Dentyne.

Ella se lo arrebató, sacó dos y se los metió en la boca. Volvió a recordar los acontecimientos de la noche anterior. Escudriñó la cara de Edward buscando algún rastro de resentimiento, pero no lo encontró. Estaba demasiado cansada y deprimida para volver a discutir, pero si no le replicaba, parecería que se había rendido y que hacía lo que él quería.

— Va a ser duro para mí quedarme aquí después de lo que sucedió anoche.

— No te iba a resultar fácil de todas maneras.

— Soy tu esposa —dijo Bella con voz queda— y también tengo mi orgullo. Anoche me humillaste delante de todo el mundo y no me lo merecía.

Él no dijo nada y, si no hubiera sido por la manera en que frunció los labios, Bella habría pensado que no la había oído. Se sacó el chicle de la boca y lo guardó en el envoltorio.

— Por favor, para y déjame coger mis cosas.

— Deberías haberlo hecho antes. 

— Estaba dormida.

— Te avisé.

— Eres un robot. ¿Acaso no tienes sentimientos? 

Ella tiró del bajo de la camiseta para taparse todo lo posible.

Edward bajó la mirada a los desnudos muslos de Bella. 

— Oh, claro que tengo sentimientos. Pero no creo que sean los que tú quieres.

Ella siguió intentando bajarse la camiseta. 

— Quiero mi ropa.

— Te desperté con tiempo de sobra para vestirte.

— Lo digo en serio, Edward. Esto no es divertido. Estoy casi desnuda.

— De eso ya me doy cuenta.

— ¿Te excito? —preguntó Bella bruscamente a causa del sueño que tenía.

— Sí.

Eso sí que no se lo esperaba. Había pensado que él le respondería con su habitual desdén. Al recobrarse de la sorpresa, le lanzó una mirada feroz.

— Vaya. . . qué pena. Porque yo no siento ningún interés por ti. Por si no lo sabías, el cerebro es el órgano sexual más importante, y mi cerebro no está interesado en hacer nada contigo.

— ¿Tu cerebro?

— Tengo cerebro, ¿sabes?

— Jamás lo he dudado.

— ¿Cómo qué no? No soy estúpida, Edward. Puede que mi educación no fuera demasiado convencional, pero te aseguro que fue muy completa.

— Tu padre no está de acuerdo.

— Lo sé. Le gusta decir a todo el mundo que soy una inculta porque mi madre me sacaba del colegio cada dos por tres. Pero cada vez que Renée hacía un viaje interesante, me llevaba con ella si creía que podría ser beneficioso para mí. Algunas veces pasaban meses antes de que regresara al colegio. A veces, ni siquiera volvía, pero ella se aseguraba de que siguiera estudiando. 

— ¿De qué manera?

— Siempre le pedía a quienquiera que fuera a visitarla o pasara algún tiempo con ella, que me enseñara algo de provecho.

— Pensaba que tu madre sólo trataba con estrellas de rock.

— Aprendí bastante sobre alucinógenos. 

— Me lo imagino.

— Pero también estábamos con otro tipo de gente. Fue la princesa Margarita la que me enseñó todo lo que sé sobre la historia de la familia real británica.

Él clavó los ojos en ella.

— ¿Hablas en serio?

— Claro. Y no fue la única. Crecí rodeada de gente famosa. —Bella no quería que Edward pensara que se estaba jactando, así que omitió mencionar la espectacular puntuación que había obtenido en las pruebas de acceso a la universidad. —Te agradecería que dejaras de poner en duda mi inteligencia. Si en cualquier momento te apetece hablar de Platón, estoy dispuesta.

— He leído a Platón —dijo él a la defensiva.

— ¿En griego?

Tras eso, viajaron en absoluto silencio hasta que, finalmente, Bella se quedó dormida. En sueños buscó una posición más cómoda y acabó apoyándose en el hombro de Edward. Un mechón de su pelo se agitó con la brisa y acarició los labios de Edward. Él lo dejó jugar allí un rato, rozándole la boca y la mandíbula. Ella olía a un perfume dulce y caro, como a esencia de flores silvestres en una joyería.

Bella tenía razón sobre lo que había ocurrido la noche anterior. Se había portado como un tonto. Pero era porque lo habían cogido por sorpresa. No quería que se celebrara algo que no tenía ninguna importancia. Si él no tomaba precauciones, ella se tomaría ese matrimonio muy en serio.

Pensó que nunca había conocido a una mujer con tantas contradicciones. Ella había dicho que él era como un robot sin sentimientos, pero se equivocaba. Claro que tenía sentimientos. Sólo que no eran los que ella quería; la vida le había enseñado a Edward que era incapaz de tenerlos.

Se dijo a sí mismo que tenía que prestar atención a la carretera, pero no pudo resistirse a mirar hacia abajo, al cálido y delgado cuerpo que se acurrucaba contra él. Bella tenía las piernas recogidas sobre el asiento y, finalmente, había perdido la batalla contra la camiseta que se le había subido y mostraba la suave curva interior del muslo. Los ojos de Edward cayeron sobre las diminutas bragas. Cuando el calor se le concentró en la ingle, apartó la mirada enfadado consigo mismo por someterse a esa tortura. «Dios, era tan hermosa.»

Y además era tonta y mimada, y más superficial de lo que nadie podía imaginar. Nunca había conocido a una mujer que se pasara tanto tiempo delante del espejo. Pero a pesar de todos esos defectos, Edward tenía que admitir que Bella no era la joven egoísta y egocéntrica que él había creído que era. Poseía una inesperada y perturbadora dulzura que la hacía parecer más vulnerable de lo que él quería.

Cuando Bella salió de los servicios del bar de carretera donde le acababa de pedir un cigarrillo a una señora, vio que Edward estaba ligando de nuevo con una camarera. Aunque él le había dejado claro que no tenía intención de tomarse en serio su matrimonio, verlo actuar de esa manera la deprimió. Cuando lo observó asentir con la cabeza a algo que le había dicho la camarera, Bella se dio cuenta de que su marido le estaba dando la excusa perfecta para ignorar los votos matrimoniales. La horrible escena de la tarta y lo que él había dicho después deberían haberla liberado de su compromiso. Él no tenía intención de mantener los votos, ¿por qué tendría que hacerlo ella?

Porque su conciencia no le ofrecía otra opción. Reunió valor y, componiendo una sonrisa, se dirigió hacia el reservado de vinilo naranja. Ni la camarera ni Edward le prestaron atención cuando se deslizó en el asiento. Una tarjeta identificativa con forma de tetera indicaba que la chica se llamaba Tracy. Estaba muy maquillada, pero no se podía negar su belleza. Y Edward parecía un hombre encantador que le ofrecía una amplía y perezosa sonrisa y una mirada apreciativa.

Por fin él pareció darse cuenta de la presencia de Bella.

— ¿Ya de vuelta, hermanita? 

«¡Hermanita!»

Él le dirigió una sonrisa desafiante.

— Tracy y yo estamos conociéndonos.

— Estoy tratando de convencer a tu hermano de que me espere —dijo Tracy. —Termino el turno en una hora.

Bella supo que si no ponía fin a ese tipo de cosas de inmediato, Edward pensaría que podía ignorar alegremente sus responsabilidades durante seis meses. Se inclinó hacia delante y le dio a la camarera una palmadita en la mano que tenía apoyada en la mesa.

— Eres una buena chica, cariño. Se ha mostrado muy tímido con las mujeres desde que le diagnosticaron ese problema médico. Yo no hago más que decirle que los antibióticos hacen milagros y que no debe preocuparse por esas molestas enfermedades de transmisión sexual.

La sonrisa de Tracy vaciló. Clavó los ojos en Bella, luego en Edward y palideció.

— El jefe me echará una bronca si hablo demasiado tiempo con los clientes. Tengo que irme. — Se alejó apresuradamente de la mesa.

La taza de café de Edward tintineó sobre el platillo.

Bella se enfrentó a él.

— Ni se te ocurra decir nada, Edward. Hemos hecho unos votos sagrados.

— Pero yo no creo en ellos.

— Eres un hombre comprometido. Y los hombres comprometidos no ligan con las camareras. Por favor, procura no olvidarlo.

Él le gritó de vuelta a la camioneta, insultándola con palabras tales como «inmadura», «egoísta» o «intrigante». Sólo se calló cuando se pusieron en marcha.

Habían recorrido en silencio casi dos kilómetros cuando ella creyó oír lo que parecía una risita ahogada, pero cuando lo miró, vio la misma cara severa y seria de siempre. Como sabía que el alma rusa del oscuro Edward Masen no poseía ni la más mínima pizca de sentido del humor, dio por hecho que se había equivocado.

Al atardecer, Bella estaba muy cansada. Sólo esforzándose al máximo había sido capaz de terminar de limpiar la caravana, de ducharse, de preparar algo de comer y de llegar al vagón rojo a tiempo de atender la taquilla. Se habría demorado mucho más si Edward no hubiera limpiado los restos de tarta la noche anterior. Dado que había sido ella la que la había tirado, había sido una sorpresa que la ayudara.

Era sábado y escuchó sin querer las breves conversaciones que mantenían los trabajadores que se acercaban a recoger los sobres de su paga. Edward le había contado que algunos de los trabajadores que montaban las carpas y trasladaban el equipo eran alcohólicos y drogadictos, pero que los sueldos bajos y las malas condiciones no atraían a empleados más estables. Algunos llevaban años trabajando en el circo sólo porque no tenían otra parte donde ir. Otros eran aventureros atraídos por el encanto del mundo circense, pero generalmente nadie duraba mucho tiempo allí.

Edward alzó la mirada del escritorio cuando Bella entró en la caravana; en su cara se había dibujado lo que ella comenzaba a pensar que era un ceño perpetuo.

— Las cuentas de ayer no cuadran.

Había sido muy cuidadosa al dar el cambio y estaba segura de no haber cometido ningún error. Acercándose por detrás, miró las hojas pulcramente escritas.

— ¿Dónde?

Edward señaló el libro de ingresos que había encima del escritorio.

— He cotejado los números de las entradas con los recibos. Y no coinciden.

Tardó sólo un momento en darse cuenta de qué era lo que pasaba.

— No coinciden porque regalé algunas entradas de cortesía. Fueron como una docena.

— ¿Entradas de cortesía?

— Para las familias pobres, Edward.

— ¿Decidiste ser caritativa?

— No podía aceptar ese dinero.

— Sí podías, Bella. Y de ahora en adelante lo harás. En casi todos los pueblos, el circo es patrocinado por una organización local. Ellos dan pases especiales, y también los doy yo si se da el caso. Pero tú no, ¿entendido?

—Pero. . .

— ¿Entendido?

Ella asintió con la cabeza.

— Bien. Si piensas que alguien merece un pase, me lo dices y yo me ocuparé de ello.

— De acuerdo.

Edward se puso en pie y frunció el ceño.

— Hoy vuelve Sheba. Le diré que te busque un maillot para la función. Cuando ella pueda atenderte, enviaré a alguien para que se ocupe de la taquilla.

— Pero yo no soy artista.

— Esto es el circo, cara de ángel. Todo el mundo es artista.

La curiosidad que sentía por la misteriosa Sheba hizo que ignorase la mueca de Edward.

— Brady me dijo que Sheba fue una famosa trapecista.

— Es la última de los Cardoza. Su familia era al trapecio lo que los Wallenda a la cuerda floja.

— ¿Por qué dejó de actuar?

— Podría volver a hacerlo. Sheba sólo tiene treinta y nueve años y se mantiene en muy buena forma, pero dejó de ser la mejor y se retiró.

— Parece que se lo tomó en serio.

— Muy en serio. Mantente tan apartada de su camino como te sea posible. —Edward se dirigió a la puerta. —Recuerda lo que te he dicho sobre la caja del dinero. No la pierdas de vista.

— De acuerdo.

Con una brusca inclinación de cabeza, Edward desapareció.

Bella se encargó de la venta de entradas sin problemas. El flujo de gente cesó en cuanto empezó la función, y ella se sentó en las escaleras de la caravana para disfrutar de la brisa nocturna.

Miró la casa de fieras y recordó que Sinjun, el tigre, estaba allí dentro. Ese mismo día, mientras trataba de quitar las peores manchas de la alfombra, había pensado en él, tal vez porque pensar en el tigre era mucho más sencillo que pensar en Edward. Sentía un inquietante deseo de echar otro vistazo al feroz animal, pero desde una distancia segura.

Un Cadillac antiguo entró en el recinto acompañado de una estela de polvo. De él se bajó una mujer de aspecto exótico con una brillante melena rojiza. Vestía un top ceñido y una falda tipo sarong con una abertura que revelaba unas largas piernas y unas sandalias de pedrería. Grandes aros dorados brillaban bajo la tenue luz entre el pelo despeinado y un par de brazaletes a juego le adornaban las delgadas muñecas.

Mientras la mujer se dirigía hacia la entrada del circo, Bella vislumbró su cara: piel pálida, rasgos bien definidos y boca voluptuosa enfatizada con un lápiz de labios color carmín. Aquella mujer mostraba tal seguridad en sí misma que era imposible que fuera una visita y Bella supo que sólo podía tratarse de Bathsheba Vulturi.

Un cliente se acercó a comprar entradas para la segunda función. Bella charló con él unos minutos y, cuando se fue, Sheba había desaparecido. Tan pronto como despachó a todos los que acudieron a la taquilla, Bella comenzó a curiosear el contenido de un sobre lleno de recortes de viejos periódicos locales.

El número de Edward con el látigo era mencionado en varios artículos fechados dos años antes y no se volvía a mencionar hasta hacía un mes. Ella sabía que los circos cambiaban las actuaciones y que los artistas iban de un lugar a otro, lo que hizo que se preguntara dónde habría actuado Edward en la época en que no viajaba con el circo de los Hermanos Vulturi.

Cuando acabó la primera función apareció uno de los trabajadores, un hombrecillo viejo y marchito con un lunar en una mejilla.

— Soy Pete. Edward me ha enviado para que me encargue de la taquilla. Tienes que volver a la caravana para probarte un maillot.

Bella le dio las gracias y se dirigió a la caravana. Cuando entró, se quedó sorprendida al ver a Sheba Vulturi delante del fregadero lavando los platos del almuerzo rápido que Edward y Bella habían tomado unas horas antes.

— No tienes por qué fregar eso.

Sheba se volvió y se encogió de hombros.

— No me gusta esperar sin hacer nada.

Bella se sintió doblemente insultada: primero por no tener la cocina limpia y luego por la tardanza. No añadiría a esos pecados ser maleducada.

— ¿Te gustaría tomar una taza de té?¿0 quizás un refresco. . .?

— No. —La mujer cogió un trapo y se secó las manos. —Soy Sheba Vulturi, pero supongo que ya lo sabes.

Al verla más de cerca, Bella fue consciente de que la dueña del circo llevaba un maquillaje más llamativo del que ella hubiera elegido. No es que no le quedara bien, pero combinado con aquella ropa colorida y algo provocativa junto con aquellos extravagantes complementos, resultaba evidente que sus patrones de belleza habían sido influenciados por la vida en el circo.

— Soy Bella . O más bien Bella Masen. Todavía no me he acostumbrado al cambio.

Una profunda emoción cruzó por el rostro de Sheba. Una profunda repulsión combinada con una hostilidad casi palpable. Al momento, Bella supo que Sheba Vulturi no sería su amiga.

Se obligó a permanecer inmóvil bajo el frío escrutinio de Sheba.

— A Edward le gusta comer bien. Apenas tienes nada en la nevera.

— Lo sé. Aún no me he organizado. —No tuvo valor de señalarle a Sheba que no estaba bien andar fisgoneando.

— Le gustan los espaguetis y la lasaña, y le encanta la comida mexicana. Pero no malgastes el tiempo haciéndole postres. No le gustan los dulces, salvo en el desayuno.

— Gracias por decírmelo. —Bella notó que se le volvía el estómago. Sheba pasó la mano por el desconchado mostrador. —Este lugar es horrible. Edward inició la gira en una caravana nueva, pero se deshizo de ella la semana pasada y comenzó a utilizar ésta aunque me ofrecí a conseguirle algo mejor.

Bella no pudo ocultar la tristeza que la embargó. ¿Por qué había insistido Edward en vivir en un sitio así si no tenía por qué hacerlo?

— Pienso arreglarlo —dijo ella, aunque la idea no se le había pasado por la cabeza hasta ese momento.

— La mayoría de los hombres quieren que su esposa disfrute de todas las comodidades posibles. Me sorprende que Edward rechazara mi oferta. 

— Seguro que tenía sus razones. 

Sheba examinó la pequeña figura de Bella. 

— No tienes ni idea de cómo manejarlo, ¿verdad? 

Sheba parecía dispuesta a pelear como el perro y el gato, pero Bella sabía quién de las dos saldría perdiendo, así que señaló los dos maillots de lentejuelas que había en el respaldo de la silla.

— ¿Son esos maillots los que tengo que probarme? 

Sheba asintió con la cabeza. Bella cogió el de arriba y se dio cuenta de que no era más que un trozo de tela azul marino bordado con lentejuelas.

— Tengo la sensación de que me cubrirá muy poco. 

— Ésa es la idea. Esto es el circo. El público espera ver una buena porción de piel. 

— ¿Y tiene que ser de la mía? 

— No estás gorda. No veo el problema.

— No tengo precisamente un cuerpo de diez. Jamás he hecho deporte.

— Es cuestión de tener un poco de disciplina.

— Sí, bueno, ahora que lo dices, tampoco sé qué es eso.

Sheba la observó con aire crítico, esperando evidentemente que la esposa de Edward Masen enderezara la espalda. Pero después de haber vivido con su madre, Bella sabía cuándo no debía chocar con una experta en discusiones. La sinceridad era la única defensa contra los expertos en malicia.

Entró en el cuarto de baño y se quitó toda la ropa menos las bragas, pero cuando se puso aquella prenda diminuta se dio cuenta de que el corte de la pierna era tan alto que se veían. Volvió a desnudarse y empezó de nuevo.

Cuando acabó, se miró en el espejo y se sintió como una prostituta. Dos tiras verticales con lentejuelas de color azul le cubrían los pechos, y otra tira horizontal más ancha las cruzaba. El cuerpo del maillot no era más que un fino velo de red plateada. Sheba ni siquiera había incluido unas mallas.

— Creo que no puedo salir con esto —exclamó a través de la puerta.

— A ver. . .

Bella salió.

— Es demasiado. . . —sus palabras quedaron interrumpidas cuando vio a Edward delante del fregadero vestido de cosaco. Quiso volver corriendo al baño y, si Sheba no hubiera estado allí, lo hubiera hecho. ¿Por qué tenía que aparecer cuando estaba vestida de esa manera?

— Acércate para que podamos verte —dijo él.

Bella dio un paso adelante de mala gana. Sheba se puso al lado de Edward. Los dos se quedaron en silencio y Bella tuvo la sensación de ser una intrusa.

Edward no dijo nada, pero la escrutó de tal manera que ella se sintió desnuda.

— Date la vuelta —ordenó Sheba.

Bella se sentía como una prostituta expuesta ante un cliente por la madame de turno. Aunque el espejo del cuarto de baño era muy pequeño, sabía de sobra como le quedaba el maillot por detrás y se hacía una buen idea de lo que ellos estaban viendo: dos nalgas redondas, desnudas salvo en el lugar donde se unían y que estaba cubierto por un trozo de tela. Ruborizada se dio la vuelta de nuevo.

— Es un espectáculo para familias —dijo Edward. —No quiero que salga así.

Sheba se acercó a ella y comenzó a desatar el corpiño.

— Tienes razón. No tiene atributos suficientes para llenarlo adecuadamente. Fuera. —Bella sintió las manos de la mujer en el cuello. —Veamos si el otro te queda mejor.

Sheba abrió el maillot sin avisar y se lo bajó, dejando a Bella desnuda hasta la cintura. Con una exclamación ahogada, Bella agarró el charco de lentejuelas y la red que se le habían deslizado hasta el vientre, pero tenía los dedos torpes y fue como intentar atrapar aire. Miró a Edward.

Él estaba apoyado contra el fregadero, con los tobillos cruzados y las manos apoyadas en el mostrador que tenía detrás. Bella le suplicó en silencio que apartara la vista, pero él no dejó de mirarla fijamente.

— Por Dios, Bella, te sonrojas como una virgen. —Los labios de Sheba se curvaron en una sonrisa. —Me sorprende que te acuestes con Edward y aún recuerdes cómo sonrojarte.

Las joyas brillaron en el cinturón de cosaco de Edward cuando éste dio un paso adelante. —Ya basta, Sheba. Déjala en paz. Sheba se dio la vuelta para coger el otro maillot. Edward se interpuso entre las dos mujeres, casi como si quisiera ocultar la desnudez de Bella, lo que era ridículo, pues era de él de quien ella quería esconderse.

— Dámelo. —Las mangas flojas de la camisa blanca ondearon cuando arrancó el maillot de lentejuelas rojas de las manos de Sheba. Lo miró y se lo dio a Bella. —Éste está mejor. Mira a ver si te sirve.

Ella cogió el maillot y entró corriendo en el cuarto de baño. Cuando hubo cerrado la puerta, se apoyó contra ella e intentó respirar con normalidad, pero le palpitaba el corazón y le ardía la piel. «Te has criado con una madre que tomaba el sol desnuda. Esto no es para tanto.» Quizá no, pero le molestaba.

Finalmente se puso el maillot, y vio con alivio que la cubría algo más que el otro. Las lentejuelas rojas, en forma de lengua de fuego, trepaban desde la entrepierna hasta el corpiño, donde se pegaban a sus pechos de manera irregular y dentada. Las aberturas de la pierna llegaban casi hasta la cintura, mostrando una buena porción de piel. Abrió la puerta y salió a regañadientes del baño. Al menos le cubría la cintura.

Sólo estaba Edward, apoyado en el borde de la mesa con la cadera. Bella tragó saliva. 

— ¿Dónde está Sheba?

— Tenía que hablar con Jack. Date la vuelta. 

Ella se mordisqueó el labio inferior y no se movió. 

— Habéis sido amantes, ¿verdad? 

— Ahora ya no. De cualquier manera es algo que no te incumbe.

— Parece que todavía le importa. 

— Sheba me odia.

A pesar de todo lo que Edward decía del orgullo, no sabía lo que era el honor o nunca se habría dejado comprar por su padre. Pero Bella tenía que saber una cosa.

— ¿Estaba casada con Aro Vulturi cuando estabas liado con ella?

— No. Ahora deja de cotillear y deja que te vea por detrás.

— Querer saber más cosas de ti no es cotillear. Por ejemplo, he estado mirando unos recortes viejos de periódico y he observado que no hiciste la gira con el circo de los Hermanos Vulturi el año pasado. ¿Por qué?

— ¿Qué más da?

— Me gustaría saberlo.

— Eso no es asunto tuyo.

Edward era la persona más reservada que Bella hubiera conocido en su vida y sabía que no le sacaría nada más.

— No me gusta este maillot. No me gusta ninguno de los dos. Me siento vulgar.

— Pareces una artista. —Dado que ella no se dio la vuelta como él le había pedido, Edward se puso a su espalda. La joven odió verse expuesta de esa manera y se apartó al sentir que él le tocaba el hombro.

— Quédate quieta —Edward le agarró la cintura con la otra mano. —Éste no podrá ser criticado ni por los más conservadores.

— Enseña demasiado.

— No es para tanto. Las demás mujeres llevan puestos maillots más pequeños y no les quedan tan bien como te queda a ti éste.

Edward se había acercado tanto que los pechos de Bella rozaron contra la suave tela de su camisa cuando se volvió hacia él. La joven se estremeció.

— ¿De verdad crees que me queda bien?

— ¿Buscas un cumplido?

Ella asintió con la cabeza, sintiendo que se le debilitaban las rodillas.

Él bajó la mano que había colocado en la cintura de la joven, deslizándola por el borde inferior del maillot y ahuecándole las nalgas.

— Considérate elogiada. —La voz de Edward contenía una nota áspera.

Unas llamaradas ardientes recorrieron a Bella de los pies a la cabeza. Se apartó un poco; no porque quisiera escabullirse, sino porque deseaba demasiado quedarse donde estaba.

— No nos conocemos.

Sin apartar la mano de donde estaba, Edward inclinó la cabeza y le acarició el cuello con la nariz, calentándole la piel con el susurro de su aliento en la oreja.

— Estamos casados. Con eso basta.

— Sólo es un acuerdo legal.

Él se echó hacia atrás y ella pudo ver las motas grisáceas brillando en sus ojos.

— Creo que es el mejor momento para hacer oficial nuestro acuerdo, ¿no crees?

A Bella se le aceleró el corazón y supo que no podía haberse escapado aunque hubiera querido. Levantó la mirada y sintió como si todo se hubiera desvanecido y no existiera nada más que ellos dos.

La boca de Edward le pareció extrañamente tierna a pesar de su gesto duro. Él abrió los labios y cubrió los de ella con suavidad. Al mismo tiempo, le apretó las nalgas y la estrechó aún más contra su cuerpo. Lo sintió grande y pesado contra ella. Cuando Edward amoldó la boca a la suya, Bella experimentó un momento de asombro. Los labios de su marido eran tiernos y suaves en contraste con el resto de su persona.

Bella le ofreció la boca dado que no podía hacer otra cosa. Él le acarició el labio inferior y le rozó la punta de la lengua con la suya. La sensación la hizo sentirse ligeramente mareada y rodeó la cintura de Edward con los brazos, sintiendo la sedosa tela de la camisa bajo los dedos; luego le deslizó las palmas por las nalgas. Él gimió contra la boca femenina. 

— Dios mío, te deseo —dijo, y acto seguido su lengua descendió en picado sobre la de ella.

El beso se hizo salvaje. Edward la alzó contra él y la empujó hacia atrás, subiéndola a la encimera. Bella se aferró a su espalda para no perder el equilibrio. Edward se colocó entre sus piernas y las joyas del cinturón de cosaco se clavaron en el interior de los muslos de Bella.

Sus lenguas se acariciaron. El suave gemido femenino resonó como un eco en la cálida boca masculina. Bella sintió las manos de Edward en la nuca. Él se apartó para bajarle el maillot hasta la cintura.

— Eres preciosa —gimió, mirándola. Le ahuecó los pechos con las palmas de las manos y le rozó los pezones con los pulgares, provocando ramalazos de placer en el cuerpo de Bella. Comenzó a besarla de nuevo mientras jugueteaba con ellos. Ella se agarró a los brazos de Edward y sintió la poderosa fuerza masculina a través de las mangas ondulantes.

Edward abandonó los senos de Bella y le recorrió la parte trasera de los muslos hasta las nalgas desnudas. Era demasiado para ella. El roce de las joyas del cinturón en los muslos. . . la suave caricia de sus manos. . .

— ¡Cinco minutos para la función! —Alguien golpeó con fuerza la puerta de la caravana. — ¡Cinco minutos, Edward!

Bella se bajó de un salto del mostrador como una adolescente culpable y, dándole la espalda, se subió el maillot con nerviosismo. Se sentía ardiente, agitada y. . . terriblemente irritada. ¿Cómo podía estar tan ansiosa por entregarse a un hombre que casi nunca le decía una palabra amable? ¿Un hombre que no respetaba los votos que hacía?

Salió disparada hacia el cuarto de baño, pero se detuvo al oír la voz suave y ronca de Edward.

— No te molestes en preparar el sofá esta noche, cara de ángel. Dormiremos juntos.

 

 

Capítulo 7: Sorpresa! Capítulo 9: Dos almas perdidas

 
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