Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 93323
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 12: Un pequeño pretendiente

Bella estaba sobre la rampa del camión a las diez de la mañana siguiente. Tenía los músculos de las piernas agarrotados y le dolían a cada paso que daba. Además sentía como si le hubieran estirado los brazos en un potro de tortura.

— Lo siento, Digger. Me he quedado dormida.

A pesar de lo cansada que estaba la noche anterior, se había despertado a eso de las tres de la madrugada tras un sueño en el que Edward y ella navegaban en una barca rosa con forma de cisne por un anticuado túnel del amor. Edward la besaba y la miraba con tal ternura que ella se había sentido como si su cuerpo se fundiera con la barca, con el agua y con el propio Edward. Había sido esa sensación lo que la había despertado y lo que la había hecho reflexionar, tumbada en el sofá, sobre el doloroso contraste entre aquel bello sueño y la realidad de su matrimonio.

Cuando llegaron a la amplia explanada de High Point, en Carolina del Norte, el remolque que transportaba a los elefantes aún no había aparecido, y se había metido en la camioneta para echar una siesta. Dos horas después, se había despertado con el cuello rígido y dolor de cabeza.

Desde lo alto de la rampa vio que Digger casi había terminado de retirar el estiércol del camión. La sensación de alivio se mezcló con una punzada de culpabilidad. Ése era su trabajo.

— Deja que siga yo.

— Lo peor ya está hecho. —Habló como un hombre que estaba acostumbrado a esperar lo peor de la vida.

— Lo siento, no ocurrirá de nuevo.

Él sorbió por la nariz y la miró como diciendo que se lo creería cuando lo viera.

Desde donde estaba, Bella tenía una amplia vista de la nueva localización del circo, situado entre un Pizza Hut y una gasolinera. Según le había dicho Edward, la mayor parte de los miembros del circo preferían instalarse en un terreno liso y asfaltado, aunque eso significara tener que reparar antes de marcharse todos los agujeros que hicieran para clavar las estacas.

Oyendo de fondo el rítmico golpeteo de los hombres que montaban el circo, miró hacia atrás y vio a Heather sentada en una silla delante de su caravana. Sheba estaba de pie detrás de ella haciéndole una trenza. También había visto cómo la dueña del circo echaba una mano a los trabajadores y ayudaba a levantarse al pequeño de los Lipscomb, de seis años, cuando se caía. Sheba Vulturi era una mujer llena de contradicciones: con Bella se comportaba como una bruja malvada, pero con todos los demás era una persona muy amable.

Sintió que le tiraban del pantalón. Cuando bajó la vista vio que era la trompa de Tater, que estaba al pie de la rampa, mirándola con adoración a través de unas pestañas ridículamente rizadas.

Digger se burló de ella.

— Tu novio ha venido a verte.

— Pues se va a llevar un chasco. No me he puesto perfume.

— Supongo que tendrá que acercarse más para comprobarlo por sí mismo. Llévalo con los demás, ¿de acuerdo? Hay que darles de beber. El pincho está allí. Dijo, señalando con la cabeza el objeto apoyado contra el camión.

Ella miró el pincho con autentica aversión. Al fondo de la rampa, Tater barritó y giró sobre sí mismo, como si estuviera llamándola. Luego se detuvo, y levantó una pata tras otra como si fuera un bebé pataleando. O mucho se equivocaba Bella o todo eso era por ella.

— ¿Qué voy a hacer contigo, Tater? ¿No te das cuenta del miedo que me das?

Armándose de valor, se acercó al fondo de la rampa mientras se metía la mano en el bolsillo para sacar una zanahoria mustia que había encontrado en la nevera. Esperaba que la siguiera al ver que iba a alimentarlo, y le ofreció la hortaliza con una mano temblorosa.

El animalito alargó la trompa y olisqueó la zanahoria con delicadeza, haciéndole cosquillas en la palma de la mano. Ella retrocedió un paso, utilizando la zanahoria como cebo para llevarlo con los demás. Tater se la arrebató de la mano y se la llevó a la boca.

Bella observó con aprensión la mano ahora vacía mientras el alargaba la trompa hacia ella otra vez.

— N-no tengo más.

Pero no era comida lo que él quería; era perfume.

Metió la trompa por el cuello de la camiseta de Bella buscando el olor que tanto le gustaba.

— Amiguito. . . lo siento. . . yo. . .

¡Zas! Con un dramático barrito, Tater le dio un golpe con la trompa y la tiró al suelo. Bella gritó. Al mismo tiempo, Tater levantó la cabeza y volvió a barritar, anunciando al mundo la profunda traición de la que acababa de ser objeto: ¡Bella no llevaba perfume!

— Bella, ¿estás bien? —Edward apareció de la nada y se puso en cuclillas a su lado.

— Estoy bien. —Hizo una mueca de dolor al sentir una punzada en la cadera.

— ¡Maldita sea! No puedes dejar que este animal continúe haciéndote eso. Sheba me ha dicho que ayer también te tiró.

Por supuesto, Sheba no había podido resistirse a dejar pasar algo como eso, pensó Bella, tensándose al cambiar de postura.

Por el rabillo del ojo, vio cómo Neeco se acercaba a grandes zancadas hacia ellos.

— Yo me encargaré de esto —les dijo.

Bella soltó un grito ahogado cuando lo vio coger el pincho.

— ¡No! ¡No le pegues! Ha sido culpa mía. Yo. . . —Ignorando el dolor, se obligó a ponerse de pie y se interpuso de un salto entre Neeco y Tater, pero llegó demasiado tarde.

Horrorizada, observó cómo Neeco golpeaba al elefantito en aquel lugar sensible detrás de la oreja. Tater soltó un agudo chillido y retrocedió. Neeco se acercó de nuevo a él, levantando el pincho para propinarle un segundo golpe.

— Ya basta, Neeco.

Bella no oyó las suaves palabras de advertencia de Edward porque ya se había lanzado sobre la espalda de Neeco.

— ¡No vuelvas a pegarle! —con un grito de indignación, intentó arrebatarle el pincho.

Alarmado, Neeco tropezó, y tras recuperar el equilibrio, soltó una maldición y se dio la vuelta. Bella no pudo sujetarse a sus hombros y sintió que se resbalaba. Pero en vez de caer al sucio piso por segunda vez ese día, Edward la atrapó en sus brazos.

— Ya te tengo.

 Sheba se acercó con rapidez.

— Por el amor de Dios, Edward, hay periodistas en el recinto.

Mientras la dejaba en el suelo, Bella se preparó para sufrir una bronca de Edward. Pero para su sorpresa, Edward se volvió hacia Neeco.

— Creo que Tater ha captado el mensaje la primera vez.

Neeco se puso rígido.

— Sabes tan bien como yo que no hay nada más peligroso que un elefante se vuelva contra sus adiestradores.

Bella no pudo morderse la lengua.

— ¡Es sólo un bebé! Y fue culpa mía. No me he puesto perfume y se enfadó conmigo.

— Cállate, Bella —dijo Edward con suavidad.

— Tu bebé pesa una tonelada —dijo Neeco apretando los labios. —No dejaré que ninguno de los que trabaja conmigo se ponga sentimental con los animales. No podemos correr riesgos. Actuando de esa manera pones en peligro la vida de la gente; los animales tienen que saber quién manda.

Bella dejó salir toda su frustración.

— ¡Las vidas de los animales también tienen valor! Tater no pidió que lo encerraran en un circo. No pidió que lo llevaran por todo el país en un remolque maloliente, ni que le ataran para ser exhibido delante de personas ignorantes. Dios no creó a los elefantes para que hicieran equilibrios sobre sus patas. Los creó para que vagaran libres.

Sheba se cruzó de brazos y alzó una ceja con ironía.

— Ya la veo tirando pintura roja a los abrigos de piel. Edward, controla a tu esposa o la echaré de mi circo.

Ni el más mínimo atisbo de emoción cruzó por la cara de Edward cuando sus ojos se encontraron con los de Sheba.

— Bella es la encargada de los elefantes. Por lo que he visto, sólo cumplía con su trabajo.

A Bella casi se le detuvo el corazón. ¿Sería posible que su marido la estuviera defendiendo?

El placer de la joven se desvaneció cuando él se volvió hacia ella, señalando con la cabeza el remolque de los elefantes.

— Se está haciendo tarde y aún no lo has limpiado con la manguera. Vuelve al trabajo.

Ella se dio la vuelta y, deseando que los tres se fueran al infierno, volvió a su tarea. Sabía que los animales que viajaban con el circo debían estar bajo control, pero la idea de que estaban siendo obligados a comportarse en contra de su naturaleza, le molestaba. Tal vez encontrara tan perturbadora su situación porque sentía que tenía algo en común con ellos. Como los animales del circo, estaba cautiva contra su voluntad y, como ellos, su guardián tenía todo el control.  

 

 

 

Sheba casi había llegado al vagón rojo cuando la abordó Brady Pepper. A pesar de lo molesta que estaba con Brady, no podía negar lo apuesto que era, con aquella piel aceitunada y esos rasgos fuertes y firmes. Aunque tenía cuarenta y dos años, sólo había unas pocas hebras plateadas en el pelo rizado del acróbata y aquel atlético y poderoso cuerpo que poseía no tenía ni un ápice de grasa.

— ¿Te tiras a Neeco? —preguntó él de esa manera agresiva que siempre la hacía rechinar los dientes.

— No es asunto tuyo.

— Me apuesto lo que sea a que sí. Es el tipo de tío que te gusta. Guapo y corto de entendederas.

— Vete al infierno. —La irritación de la mujer se debía al hecho de que sí se había acostado con Neeco en alguna ocasión al inicio de la temporada. Sin embargo, había perdido rápidamente el interés en él y no había sentido ganas de repetir la experiencia. No quería que nadie sospechara que el sexo ya no le interesaba tanto como antes.

— Con un tío como Neeco siempre puedes llevar la voz cantante, ¿verdad? Mientras que con alguien como yo. . .

— Alguien como tú nunca podría satisfacerme. —Dirigiéndole una falsa sonrisa, le recorrió con la uña el deltoides que se marcaba bajo la camiseta. —Las chicas dicen que ya no se te levanta, ¿es cierto?

Para disgusto de Sheba, él reaccionó a la puya con una carcajada.

— Vigila esa lengua viperina que tienes, Sheba Vulturi. Un día te meterá en grandes problemas.

— Me gustan los problemas.

— Lo sé. En especial los que provocan los hombres.

Ella continuó caminando hacia el vagón rojo, pero en vez de darse por aludido y marcharse, Brady no tardó en ajustar su paso al de ella. Todo en él, desde la longitud de su zancada hasta el movimiento de sus hombros, anunciaba que se consideraba un regalo de Dios para las mujeres. Era además un machista confeso, por lo que Sheba siempre tenía que recordarle quién era la que mandaba. Y aun así, a pesar de todo lo que la exasperaba, era el tipo de hombre que más le gustaba. Orgulloso, trabajador y honesto. Debajo de su hosca fachada tenía una naturaleza generosa y, a diferencia de Edward Masen, no había en él más de lo que se veía.

La recorrió con la mirada tal y como hacía siempre. Brady nunca había mantenido en secreto que le gustaban las mujeres y, a pesar de que solía coquetear con las jóvenes del circo, tenía una manera de mirarla que la hacía sentir como si aún estuviera en la flor de la vida. Ella había fingido no notar la sensual cadencia de caderas de ese hombre, pues no podía olvidar que Brady era el hijo de un carnicero de Brooklyn sin una sola gota de sangre circense en las venas.

— Heather y tú pasáis mucho tiempo juntas últimamente —dijo él.

— Hoy le he hecho una trenza, si es eso a lo que te refieres.

Brady la cogió del brazo y la giró hacia él.

— Eso no es lo que quiero decir, y lo sabes. Estoy hablando del tiempo que dedicas a entrenarla. 

— ¿Y qué?

— No quiero que la hagas albergar falsas esperanzas. Sabes que no tiene madera para ser una buena equilibrista.

— ¿Por qué dices eso? Ni siquiera le has dado una oportunidad.

— ¿Estás de coña? ¡He trabajado con ella desde que llegó y no ha mejorado nada!

— ¿Y te parece extraño?

— ¿Qué quieres decir?

— Quiero decir que podría llegar a ser buena si tú fueras un buen entrenador.

 — ¡No me jodas! No hay nadie que entrene mejor que yo. —Se clavó el pulgar en el pecho. — Fui yo quien le enseñó a mis hijos todo lo que saben.

— Matt y Rob son tan duros como tú. Una cosa es enseñar a dos chicos pendencieros y otra trabajar con una joven sensible. ¿Cómo va a aprender algo contigo si no haces más que decirle lo mal que lo hace?

— ¿Qué demonios sabrás tú de jovencitas sensibles? Por lo que me han dicho, tu madre te amamantó con arsénico.

— Muy gracioso.

— No intentes convencerme de que tu padre se añilaba con contemplaciones cuando te enseñaba a hacer el triple salto.

— No tenía que andarse con nada. Yo ya sabía que me quería.

Brady apretó los labios.

— ¿Estás insinuando que no quiero a mi hija?

Ella plantó las manos en las caderas.

— Pero ¡qué estúpido eres! ¿No se te ha ocurrido pensar que en este momento te necesita más como padre que como entrenador? Si dejaras de presionarla tanto, lo haría mejor.

— Vaya, pero si tenemos aquí a la jodida Arm Landers —dijo refiriéndose a la famosa columnista del Chicago Tribune.

— ¡Vigila tu lengua!

— Mira quién fue a hablar. Te lo advierto, Sheba, no me jodas con Heather. Ya lo tiene bastante difícil en este momento sin que tú intentes ponerla en mi contra.

Y se fue rezumando animosidad.

Lo observó durante un momento, luego abrió la puerta y entró en el vagón rojo. Brady y ella habían chocado desde el principio, pero además existía entre ellos una poderosa atracción sexual que la hacía mantenerse en guardia. La experiencia le había enseñado a ser cauta con los hombres que elegía como amantes. El día que se casó con Aro Vulturi había sido el día que se había prometido a sí misma que nunca más se acostaría con un hombre al que no pudiera controlar. Tenía mala suerte con los hombres y en dos ocasiones casi la habían destruido: primero Carlos Méndez y luego, de manera más contundente, Edward Masen.

Había hecho pagar a Carlos Méndez por lo que le había hecho, y se recordó a sí misma que Edward había tenido su propio castigo. Miró por la ventana y vio a Bella Masen forcejeando con un fardo de heno. Sheba casi sintió lástima por ella —y la hubiera sentido de haber sido otra persona, — pero Bella era el instrumento con el que podía castigar a Edward. Qué humillado debía de sentirse.

Seguro que estaba embarazada, ¿por qué otra razón se hubiera casado Edward con esa mujer? Pero a pesar de lo mucho que odiaba a Edward, el circo lo significaba todo para Sheba, y le parecía denigrante que la sangre de los Masen —una de las familias más famosas en la historia del circo— pasara a la siguiente generación a través de una ladronzuela. Cada vez que miraba a Bella, Sheba se preguntaba cómo podría haber mantenido la cabeza en alto si no se hubiera hecho pública la verdad sobre Bella. 

 

 

Capítulo 11: Castigo Capítulo 13: Es suficiente!

 
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