Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 93787
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 5: Edward el Cosaco

 

Bella cerró la puerta de golpe dejando fuera la flor quemada, y se llevó la mano al pecho. ¿Qué clase de hombre podía dominar el fuego?

Notando que el corazón le latía con fuerza bajo la mano, se recordó que estaba en un circo, un lugar de ilusiones. Edward debía de haber aprendido algunos trucos de magia en el transcurso de los años y Bella no debería dar rienda suelta a la imaginación.

Se tocó la pequeña marca roja en la suave curva del pecho y el pezón se tensó en respuesta. Mirando la cama sin hacer, se dejó caer en una de las sillas junto a la mesa de la cocina e intentó asimilar la ironía de todo aquello.

MÍ hija se reserva para el matrimonio.» Renée solía soltar esa declaración en las cenas para divertir a sus amigos mientras Bella se tragaba la vergüenza y fingía reírse con ellos. Cuando Bella cumplió los veintitrés años, su madre dejó de anunciarlo en público por miedo a que sus amigos pensaran que su hija era un bicho raro.

Ahora que tenía veintiséis, Bella se consideraba una reliquia victoriana. Sabía lo suficiente de psicología humana para darse cuenta de que su resistencia al sexo fuera del matrimonio era un acto de rebeldía. Cuando era niña, había observado el vaivén de la puerta del dormitorio de su madre y supo que nunca podría ser como ella. Deseaba con toda el alma ser considerada una mujer respetable. Incluso hubo un tiempo en que pensó que lo había conseguido.

Se llamaba James Witherdale, tenía cuarenta años y era ejecutivo en una editorial británica. Lo conoció en una fiesta en Escocia. Era todo lo que admiraba en un hombre: caballeroso, inteligente y bien educado. No fue difícil enamorarse de él.

Bella era una mujer hambrienta de afecto, y los besos de James y sus expertas caricias la enardecían hasta casi hacerla perder el juicio. Incluso así, Bella no pudo olvidar sus principios, profundamente arraigados, para acostarse con él. Al principio, la negativa de la joven le irritó, pero poco a poco él comprendió lo importante que era aquello para ella y le propuso matrimonio. Bella aceptó entusiasmada y vivió en una nube rosa durante los días que faltaban para la ceremonia.

Renée fingió estar encantada, pero Bella debería haber imaginado que a su madre le daba terror quedarse sola, hasta el punto de dejarse llevar por la desesperación. A Renée no le llevó demasiado tiempo tramar un cuidadoso y calculado plan para seducir a James Witherdale.

A favor de James debía decir que logró resistirse casi un mes, pero Renée siempre conseguía lo que se proponía y al final lo conquistó.

— Lo hice por ti, Bella —había dicho cuando una Bella apesadumbrada descubrió la verdad. — Quería que abrieras los ojos y vieras lo hipócrita que es. Dios mío, habrías sido muy desgraciada si te hubieras casado con él.

Madre e hija discutieron amargamente y Bella había llegado a recoger todas sus pertenencias para marcharse. El intento de suicidio de Renée puso fin a eso.

Se subió el tirante del vestido de novia y suspiró. Fue un sonido profundo y doloroso, el tipo de suspiro que salía desde lo más profundo del alma porque no tenía palabras para expresar sus sentimientos.

Para otras mujeres el sexo resultaba fácil. ¿Por qué no para ella? Se había prometido a sí misma que nunca tendría relaciones sexuales fuera del matrimonio y ahora estaba casada. Pero, irónicamente, su marido era más desconocido para ella que cualquiera de los hombres que había rechazado. El hecho de que fuera tan brutalmente atractivo no cambiaba las cosas. Ni siquiera podía imaginar entregarse a alguien a quien no amara.

Volvió a mirar la cama. Se levantó y se acercó a ella. Algo que parecía una cuerda negra asomaba bajo unos vaqueros tirados de cualquier manera sobre las arrugadas sábanas azules. Se inclinó para tocar la tela de los vaqueros, desgastada por el uso, y deslizó un dedo por la cremallera abierta. ¿Cómo sería ser amada por ese hombre? ¿Despertar cada mañana y ver la misma cara mirándola desde el otro lado de la almohada? ¿Tener una casa y niños? ¿Un trabajo? ¿Cómo sería ser una mujer normal?

Apartó los vaqueros a un lado y dio un paso atrás al ver lo que había debajo. No era una cuerda negra, sino un látigo. El corazón comenzó a latirle con fuerza.

«Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. De un modo u otro voy a ganar.»

Edward había insinuado que habría consecuencias si no le obedecía. Cuando ella le había preguntado cuáles serían, había contestado que lo descubriría ella misma esa noche. No habría insinuado que tenía intención de golpearla, ¿verdad?

Intentó normalizar la respiración. Puede que en el siglo XVIII los hombres pegaran a sus esposas, pero las cosas habían cambiado desde entonces. Llamaría a la policía si se atrevía a ponerle un solo dedo encima. No sería víctima de la violencia de ningún hombre por muy desesperadas que fueran las circunstancias.

Seguramente había una explicación sencilla para todo eso: el fuego, el látigo e incluso esa amenaza. Pero Bella estaba exhausta y temblorosa por el vuelco que había dado su vida y le costaba pensar con claridad.

Antes de hacer nada, tenía que cambiarse de ropa. Una vez que volviera a sentirse ella misma, se encontraría mejor. Arrastró la maleta hasta el sofá, donde la abrió, y se encontró con que todos sus elegantes vestidos habían desaparecido, aunque el resto de las prendas parecían bastante adecuadas para alternar con esa gente. Se puso unos pantalones caquis, un top marca Poorboyusa de color melón y unas sandalias. El diminuto cuarto de baño resultó estar mucho más limpio que el resto de la caravana. Y cuando se arregló el pelo y se retocó el maquillaje, se sintió lo suficientemente bien consigo misma para salir y explorar el lugar.

Olores a animales, heno y polvo inundaron las fosas nasales de Bella tan pronto como puso un pie en el suelo. La brisa caliente de finales de abril corría por el recinto, agitando suavemente las lonas laterales de la carpa y los banderines multicolores. Oyó el sonido de una radio a través de la ventana abierta de una de las caravanas y el sonido estridente de un programa de televisión saliendo de otra. Alguien estaba cocinando en una parrilla de carbón y a Bella le rugió el estómago. Al mismo tiempo, creyó percibir el olor a tabaco. Lo siguió hasta otra caravana y vio a un hada apoyada contra la pared, fumando un cigarrillo.

Era una delicada y etérea criatura, con el pelo dorado, ojos de Bambi y boca diminuta. Recién entrada en la adolescencia, poseía unos pequeños pechos que presionaban contra una descolorida camiseta con un agujero en el cuello.

Llevaba unos vaqueros cortos y una imitación de deportivas Birkenstocks que se veían enormes en sus delicados pies.

Bella la saludó amablemente, pero los ojos de Bambi de la chica se mostraron taciturnos y hostiles.

— Hola, soy Bella.

— ¿Es ése tu nombre de verdad?

— Bueno, no. Mi nombre es Isabella, mi madre era un tanto melodramática, pero todos me llaman Bella. ¿Cómo te llamas?

Hubo un largo silencio.

— Heather.

— Qué bonito. Eres del circo, ¿no? Por supuesto que lo eres, o no estarías aquí, ¿verdad?

— Soy una de las acróbatas de Brady Pepper.

— ¡Eres artista! ¡Genial! Nunca he conocido a una artista de circo.

Heather la miró con el perfecto desdén que sólo los adolescentes parecen capaces de dominar.

— ¿Has crecido en el circo? —Al hacer la pregunta, Bella se dio cuenta de la inmoralidad que suponía pedir un cigarrillo a una adolescente.

— ¿Cuántos años tienes?

— Acabo de cumplir dieciséis. Llevo aquí algún tiempo. —Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca, donde parecía vagamente obsceno. Entrecerrando los ojos por el humo, la chica comenzó a lanzar los aros hasta que hubo cinco en el aire. Al ver que fruncía la frente con concentración, Bella tuvo la impresión de que aquel ejercicio de malabarismo no era fácil para ella, especialmente cuando los ojos de la joven comenzaron a lagrimear por el humo.

— ¿Quién es Brady Pepper?

— Mierda. —A Heather se le cayó uno de los aros y luego atrapó los cuatro restantes. —Brady Pepper es mi padre.

— ¿Actuáis los dos juntos?

Heather la miró como si estuviera chiflada.

— ¿Pero qué dices? ¿Cómo voy a actuar con mi padre si ni siquiera puedo mantener los cinco aros en el aire?

Bella se preguntó si Heather era así de ruda con todo el mundo.

— Brady actúa con mis hermanos, Matt y Rob. Yo sólo salgo para posar con estilo.

— ¿Posar con estilo?

— Para captar la atención del público. ¿Es que no sabes nada?

— No sobre el circo.

— Tampoco debes saber mucho sobre los hombres. Te vi entrar antes en la caravana con Edward. ¿Sabes lo que dice Sheba sobre las mujeres que se enrollan con Edward?

Bella estaba bastante segura de no querer escucharlo.

— ¿Quién es Sheba?

— Sheba Vulturi. Es la dueña del circo desde que murió su marido. Y le dice a todas las mujeres que se acercan a Edward que algún día acabará asesinándolo.

— ¿Porqué?

— Se odian mutuamente. —Tomó una profunda calada y tosió. Cuando se recuperó, miró a Bella de reojo con una intensidad aniquiladora que parecía ridícula en un hada. —Apuesto algo a que se deshace de ti después de que te haya follado un par de veces.

Bella había oído cosas peores en su infancia, pero aún se sentía desconcertada cuando esa palabra salía de labios de un adolescente. Ella nunca decía palabrotas. Otra rareza como rebelión a su educación.

— Eres una chica muy guapa. Es una pena que lo eches a perder utilizando ese lenguaje tan soez.

Heather le dirigió una mirada de desprecio absoluto.

— Follar. —Se quitó el cigarrillo de la boca y lo tiró al suelo, apagándolo con la suela de la sandalia.

Bella contempló la colilla con anhelo. Habría podido darle al menos tres caladas antes de apagarla.

— Edward puede tener a la mujer que quiera —le escupió Heather por encima del hombro cuando se dio la vuelta para marcharse. —Puede que seas su novia ahora, pero no durarás mucho tiempo.

Antes de que Bella pudiese decirle que era la esposa de Edward, no su novia, la adolescente desapareció. Ni siquiera mirándolo por el lado positivo, podía decir que el primer encuentro con uno de los miembros del circo hubiera sido bueno.

Se pasó la siguiente media hora deambulando por el recinto, observando los paseos de los elefantes desde una distancia segura y procurando mantenerse apartada del camino de todo el mundo. Se percató de que había un orden sutil en la forma en que funcionaba el circo. En la parte delantera se encontraba el puesto de comida y de venta de recuerdos junto a una carpa decorada con brillantes pósters de dibujos horripilantes de animales salvajes devorando a sus presas. En el letrero de la entrada se leía CASA DE FIERAS DE LOS HERMANOS VULTURI. Justo enfrente, había una caravana con una taquilla en el extremo. Los camiones de carga pesada estaban estacionados a un lado, lejos de la multitud, mientras que las caravanas, las camionetas y los remolques ocupaban la parte del fondo.

Cuando la gente comenzó a agolparse en la carpa del circo, Bella avanzó entre los puestos de comida, recuerdos y algodón de azúcar para acercarse más. Los olores de gofres y palomitas de maíz se mezclaban con los de los animales y el del moho de la carpa de nailon del circo. Un treintañero con el pelo color arena y una voz atronadora intentaba convencer a la gente de que entraran en la casa de fieras para ver la exhibición de animales salvajes.

— Sólo por un dólar podrán ver a un cruel tigre blanco en cautividad, a un exótico camello, a una llama cariñosa con los niños y a una gorila feroz. . .

Mientras seguía con el discurso, Bella pasó junto a él y bordeó el puesto de comida donde estaban almorzando algunos trabajadores del circo. Desde que había llegado a aquel lugar se había dado cuenta de lo ruidoso que era, y ahora descubría la fuente de ese sonido atronador: un camión que contenía dos grandes generadores amarillos. Pesados cables se extendían desde ellos; algunos culebreaban hacia la carpa, otros hacia las tiendas y algunos más hacia las caravanas.

Una mujer envuelta en una capa ribeteada con plumas de marabú de color azul verdoso salió de una de las caravanas y se detuvo a hablar con un payaso que llevaba una brillante peluca naranja. Otros artistas comenzaban a reunirse bajo una carpa que debía de ser la entrada de los empleados del circo, ya que estaba en el lado contrario a la del público. Bella no vio señales de Edward y se preguntó dónde estaría.

Aparecieron los elefantes, magníficos con sus mantas doradas y rojas y sus casquetes de plumas. Cuando enfilaron en dirección a Bella, ésta retrocedió hasta una de las caravanas. Si los perros pequeños la aterrorizaban, los elefantes no podían ser menos y estaba segura de que se desmayaría si se le acercaba uno de ellos.

Varios caballos engalanados con arneses adornados con joyas se encabritaron a un lado. Bella hurgó torpemente en el bolsillo para coger la caja de cigarrillos casi vacía que acababa de gorronear de una de las camionetas y sacó uno.

— ¡Señoras y señores, la función va a comenzar! Acérquense todos. . .

El hombre que hacía el anuncio era el mismo que animaba a la gente a entrar en la casa de fieras, aunque ahora llevaba puesta una chaqueta roja de maestro de ceremonias. En ese momento Bella vio aparecer a Edward montado en un caballo negro. Fue entonces cuando la joven se percató de que su marido no sólo era el gerente del circo, sino también uno de los artistas.

Iba vestido con un traje de cosaco: una camisa blanca de seda con las mangas abullonadas y los holgados pantalones negros remetidos en unas botas altas de cuero que se le ajustaban a las pantorrillas. Una faja color escarlata con joyas incrustadas le rodeaba la cintura y los flecos rozaban el lomo del caballo. Vestido así no era difícil imaginarlo cabalgando por las estepas rusas para saquear y violar. También llevaba un látigo enrollado colgando de la silla de montar y, con alivio, Bella se percató de que había dejado volar la imaginación.

El látigo que había visto sobre la cama no era nada más que uno de los artilugios que Edward utilizaba en la pista.

Mientras lo observaba inclinarse sobre el lomo del caballo para hablar con el maestro de ceremonias, Bella recordó que había hecho unos votos sagrados que la vinculaban a ese hombre y supo que ya no podía ignorar más su conciencia. No podía negar que aceptar casarse con él era la cosa más cobarde que había hecho nunca. Había dudado de sí misma, de su habilidad para cuidarse sola; debía haberse negado al chantaje de su padre y haberse buscado la vida, aunque eso significara ir a la cárcel.

¿Sería así como viviría el resto de su vida? ¿Evitando responsabilidades y saliendo airosa de las situaciones? Se sintió avergonzada al recordar que había hecho esos votos sagrados sin intención de cumplirlos y supo que de un modo u otro tenía que llevarlos a cabo.

La conciencia se lo había susurrado durante horas, pero se había negado a escucharla. Bella aceptaba ahora que no iba a poder vivir consigo misma a menos que intentase cumplir su promesa. El que fuera a ser difícil no lo hacía menos necesario. En el fondo reconocía que si huía de esto no habría esperanza para ella.

Pero aunque sabía que tenía que hacerlo, su mente ponía obstáculos. ¿Cómo podía honrar los votos hechos a un desconocido?

«Tú no se los hiciste a un desconocido, le recordó su conciencia. Se los hiciste a Dios.»

En ese momento Edward la vio. La decisión que había tomado era demasiado reciente como para que fuera cómodo para ella hablar con él ahora, pero no tenía escapatoria. Le dio una nerviosa calada al cigarrillo sin apartar la mirada cautelosa del caballo que él montaba, y que parecía más feroz según se acercaba. El animal estaba enjaezado con magníficos arreos, incluida una silla de montar revestida de rica seda dorada y roja, unas bridas con filigranas doradas y elaboradas piedras preciosas rojas que parecían rubíes de verdad. Él la miró desde arriba.  

— ¿Dónde te habías metido? 

— He estado explorando.

— Hay gente poco recomendable rondando por el circo. Hasta que sepas cómo va todo, quédate donde pueda verte.  

Ya que ella acababa de prometerse a sí misma que iba a cumplir los votos matrimoniales, se tragó su resentimiento ante las maneras dictatoriales de su marido y se obligó a responder amablemente.

— De acuerdo.

A Bella comenzaron a sudarle las palmas de las manos ante la proximidad del caballo y se encogió contra el remolque.

— ¿Es tuyo?

— Sí. Perry Lipscomb lo cuida por mí. Hace un espectáculo ecuestre y transporta a Misha en el remolque de sus caballos.

— Ya veo.

— Entra y echa un vistazo a la función.

Él agitó las riendas y ella retrocedió con rapidez. Luego siseó consternada cuando el resto del cigarrillo comenzó a arder.

— ¡Tienes que dejar de hacer eso! —gritó Bella, sacudiendo las ropas y pisoteando las ascuas que habían caído al suelo.

Él la miró por encima del hombro con la comisura de la boca ligeramente curvada.

—Ese vicio acabará por matarte. —Riéndose entre dientes, regresó a su lugar en la fila junto al resto de los artistas.

Bella no sabía qué encontraba más desalentador: el que Edward hubiera destruido uno de los cigarrillos con su acostumbrada teatralidad o saber que parecía haberla vencido en cada uno de los encuentros que habían tenido ese día.

Aún se sentía acalorada cuando rodeó a los animales y entró en la carpa por la entrada trasera. Encontró un sitio libre en las gradas. Eran tablones de madera blanca, duros y estrechos, sin otro lugar donde apoyar los pies que el asiento de los espectadores de la fila de abajo. Pero rápidamente olvidó la incomodidad al ver la excitación de los niños de alrededor.

Le encantaban los niños. Aunque nunca se lo había dicho a nadie, su sueño secreto había sido dar clases en una guardería. No creía que aquel sueño se fuera a hacer realidad algún día, pero le gustaba pensar en ello algunas veces.

Las luces se atenuaron y un redoble de tambores sonó en crescendo mientras un foco iluminaba al maestro de ceremonias en la pista central.

— ¡Señoooooras y señores! ¡Niños de tooooodas las edades! ¡Bienvenidos a la emocionante edición número veinticinco del circo de los Hermanos Vulturi!

La música estalló, tocada por una banda que constaba de dos músicos con tambores, un sintetizador y un ordenador. Comenzó a sonar una animada versión de I'd like to teach the world to sing y en la pista entró un caballo blanco con una chica que portaba la bandera americana. Los demás artistas la siguieron portando coloridos estandartes, sonriendo y saludando con la mano a la multitud.

La trouppe de acróbatas de Brady Pepper fue la que captó la atención de Bella; la componían tres hombres guapos y Heather, que estaba ataviada con lentejuelas doradas, mallas brillantes y espeso maquillaje. Sobre el pelo de la chica, ahora suavemente rizado, había una diadema de brillantes y rubíes de imitación que brillaba como un cometa. Bella no tuvo ninguna dificultad en identificar a Brady Pepper entre sus hijos. Era un hombre musculoso y de estatura media, que le recordaba a un chico duro de la calle. Los seguía un grupo de jinetes, payasos, malabaristas y perros adiestrados.

Edward entró solo en la arena, a lomos de su feroz caballo negro, y a diferencia de los demás artistas no hacía gestos con las manos ni saludaba. Mientras daba vueltas por la pista, parecía un ser tan distante y misterioso como su corazón ruso. No era ajeno a la presencia de la gente, pero de alguna manera permanecía aislado y le daba una extraña dignidad al colorido despliegue. La multitud se animó cuando los elefantes cerraron el desfile.

La función comenzó y, según avanzaba el espectáculo, Bella se sorprendió ante tanto talento. Salió un trío de rumanos, unos trapecistas llamados los Tolea Voladores, las luces se apagaron y la música se desvaneció. Un foco azul iluminó al maestro de ceremonias, el único que ocupaba la oscura pista central.

— Están a punto de presenciar un número jamás visto en ningún otro lugar del planeta más que en el circo de los Hermanos Vulturi. Por primera vez, voy a contarles una historia asombrosa. —Su voz se volvió dramáticamente baja y una folclórica y embrujadora melodía rusa comenzó a sonar de fondo.

»Hace casi treinta años, en las estepas heladas de Siberia, una tribu errante de bandidos cosacos se tropezó con un niño muy pequeño que sólo vestía harapos y llevaba un colgante esmaltado de valor incalculable en el cuello. Los cosacos llevaron al niño a su pueblo y le enseñaron las habilidades que habían aprendido de sus padres. Sólo el colgante que llevaba puesto daba alguna pista de su verdadera identidad.

Las extrañas notas de la popular melodía rusa se fundía con la voz baja del maestro de ceremonias, y cuando la luz se volvió más brillante, el público escuchó, embelesado.

— Durante años, se forjó una leyenda sobre ese hombre, una leyenda que incluso a día de hoy sus rescatadores insisten en que es cierta.

La música se hizo más estridente.

— Creen que es el único descendiente directo del asesinado Zar Nicolás II y su esposa Alexandra. —La voz del hombre se volvió más fuerte. —Señoras y señores, ese hombre está aquí esta noche... —un redoble de tambores. —¡El heredero de la corona imperial rusa!

Bella sintió un estremecimiento de excitación, a pesar de que no se creía ni una palabra de la historia que había oído.

La voz del maestro de ceremonias resonó en la carpa.

— ¡El circo de los Hermanos Vulturi se enorgullece en presentar... al incomparable Edward el Cosaco!

Las luces subieron de intensidad, la música resonó y Edward entró en la pista a todo galope a lomos de su caballo negro. Las mangas de su camisa blanca ondeaban y las joyas de la cintura parecían gotas de sangre roja. El poderoso alazán se elevó sobre las patas traseras. Desafiando la gravedad, Edward levantó los brazos por encima de la cabeza, permaneciendo montado sólo con la presión de las poderosas piernas.

El caballo bajó y Edward desapareció. Bella quedó boquiabierta al verle reaparecer, de pie sobre la silla de montar. Mientras su montura galopaba alrededor de la pista, él realizó una serie de proezas diestramente ejecutadas que eran a la vez atrevidas y dramáticas. Finalmente se hundió en la silla y tomó el látigo que colgaba del pomo, ejecutando un gran arco sobre su cabeza, haciéndolo resonar tan fuerte que la gente de la primera fila pegó un salto. 

Habían introducido algunos accesorios en la pista durante la presentación del maestro de ceremonias: una hilera de dianas con cintas y coronadas con globos púrpura. Dando una vuelta sobre la pista, Edward hizo estallar los globos uno a uno, y una brillante explosión roja, como gotas de sangre, surcó el aire con cada chasquido del látigo.

Uno de los focos iluminó un candelabro con seis brazos enormes. Edward hizo girar el látigo en un hipnótico arco sobre su cabeza para apagar las velas.

El público aplaudió, incluso los de las filas traseras habían podido obtener una buena visión del espectáculo. Edward bajó con gracilidad a la arena y el caballo se alejó trotando fuera de la carpa. Las luces se atenuaron hasta que sólo el quedó iluminado por el foco. Cogió un segundo látigo y los hizo restallar a los dos al mismo ritmo, arriba y abajo, delante y detrás. Y luego los hizo bailar, realizando movimientos intricados con una gracia tan masculina, que Bella se quedó sin aliento. El baile iba en aumento, con movimientos cada vez más rápidos y, como por arte de magia, los dos látigos se convirtieron en uno solo. Gigante. Con una poderosa torsión del brazo, Edward lo elevó por encima de su cabeza para hacerlo estallar en llamas.

El público soltó un grito ahogado, se apagaron las luces y el látigo de fuego bailó una mazurca alocada en medio de la oscuridad.

Cuando las luces se encendieron de nuevo, Edward el Cosaco había desaparecido.

  

Capítulo 4: "Hogar dulce hogar" Capítulo 6: Medalla Rusa

 
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