Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 93694
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 16: Un beso inesperado

Apenas había amanecido cuando él comenzó a agredirla verbalmente. Y todo porque él la había distraído antes de que ella hubiera tenido tiempo de explicarle un pequeño detalle.

— Pensé que sabías lo que decías. ¡Lo pensé! Dios mío, qué asno soy. Merezco estar casado contigo. ¿Cómo pude pensar que estabas bien informada sobre eso cuando no haces nada a derechas?

Después de la tierna magia de la noche anterior, aquel ataque era doblemente hiriente. Al principio, la cólera de Edward había sido fría y calmada, pero ahora era como si hubiera estallado una válvula a presión.

— ¿No podías terminar de explicármelo? —despotricó él. —No, claro que no. Hubiera sido demasiado lógico.

Ella parpadeó ante la dureza de sus ojos y se odió a sí misma con todas sus fuerzas por no ser el tipo de persona capaz de devolverle los gritos.

— Cuando me dijiste que tomabas la píldora, tenías que habérmelo contado todo, Bella. ¡Tenías que haberme dicho que acababas de empezar a tomarlas, que no llevabas ni un mes con el tratamiento, que todavía existía alguna jodida posibilidad de que te quedaras embarazada! ¿No podías habérmelo explicado todo?

Ella se clavó las uñas en las palmas de las manos para no llorar. Al mismo tiempo se maldecía a sí misma por permitir que le hiciera eso.

— ¡Contéstame de una puta vez!

El nudo en la garganta de Bella se había vuelto tan grande que tuvo que obligarse a escupir las palabras.

— Me. . . dejé llevar por la p-pasión.

Parte de la tensión pareció abandonar el cuerpo de Edward. Él soltó un poco el acelerador y la miró con el ceño fruncido.

— ¿Estás llorando?

Ella alzó la barbilla y negó con la cabeza pero, al mismo tiempo, le resbaló una lágrima por la mejilla. Bella no podía soportar la idea de volver a llorar delante de él. La joven siempre había odiado la facilidad con que se le saltaban las lágrimas.

Él bajó el tono de voz y recobró el control.

— Bella, lo siento. —Miró por el espejo retrovisor y dirigió la camioneta al arcén.

— ¡No te atrevas a parar! —le dijo ella con fiereza.

Las ruedas levantaron la grava cuando Edward detuvo la camioneta, ignorando como siempre los deseos de Bella. Intentó abrazarla, pero ella se apartó.

— ¡No soy una debilucha! —le espetó mientras se enjugaba las lágrimas con furia.

— No he dicho que lo fueras.

— ¡Pero lo piensas! Es cierto que lloro con facilidad, pero eso no quiere decir nada y no estoy tratando de manipularte con lágrimas. Quiero que te disculpes porque estás portándote como un imbécil, no porque esté llorando y te remuerda la conciencia.

— Definitivamente, estoy portándome como un imbécil.

— No puedo evitar llorar. Siempre he sido una persona muy emotiva. Bebés, anuncios sensibleros, baladas. Veo u oigo algo y lo siguiente que sé es que. . .

— Bella estoy tratando de disculparme. Si quieres, puedes seguir llorando, pero cállate, ¿vale?

Ella sorbió por la nariz y buscó un pañuelo de papel en el bolso.

— Vale.

— No ha estado bien que te grite. Estaba enfadado conmigo mismo y me he desquitado contigo. Fui yo quien te impidió explicarte anoche. Fue culpa mía. Nunca había sido tan irresponsable antes y, la verdad, no lo entiendo. Supongo que simplemente. . . —Él vaciló.

Ella se sonó la nariz.

— ¿Te dejaste arrastrar por la pasión?

Él sonrió.

— Supongo que esa es una razón tan buena como cualquier otra. Pero si te quedas embarazada por culpa de mi estupidez. . .

El miedo que ella oyó en su voz hizo que quisiera llorar una vez más. Pero sólo sorbió por la nariz con seriedad.

— Estoy segura de que no ocurrirá. No es el momento apropiado. Tiene que venirme la regla en un par de días.

El alivio de Edward fue casi palpable y Bella se sintió aún más dolida. No es que quisiera quedarse embarazada, porque no quería, pero no le gustaba que la idea lo repeliera.

Él se pasó las manos por el pelo.

— Supongo que me vuelvo irracional cuando surge este tema, pero no puedo evitarlo. No quiero tener hijos, Bella.

— No tienes de qué preocuparte. Amelia me envió a su ginecólogo hace unas semanas.

— Vale. Espero que lo entiendas. Cuando digo que no quiero tener hijos, quiero decir que no quiero tenerlos nunca. Sería un padre terrible y ningún niño se merece eso. Prométeme que jamás te olvidarás de tomar la píldora.

— No me olvidaré. Y, francamente, Edward, me estoy cansando de que me trates como si fuera estúpida.

Él miró el espejo retrovisor y metió la marcha antes de volver a la carretera.

— Usaré preservativos hasta el mes próximo, cuando ya no corras peligro de quedarte embarazada.

A Bella no le gustó que Edward diera por hecho que continuaría acostándose con él.

— Te aseguro que no habrá necesidad.

Él la miró.

— ¿De qué?

— Actúas como si lo que sucedió anoche fuera a repetirse.

— Créeme. Volverá a repetirse. 

Tanta seguridad la irritó. 

— No estés tan seguro.

— No finjas que no te ha gustado. Estaba allí, ¿recuerdas?

— No estoy fingiendo. Fue maravilloso. Una de las cosas más maravillosas que me ha ocurrido en la vida. Lo que quiero decir es que tu actitud con respecto a hacer el amor deja mucho que desear.

— ¿Qué le pasa a mi actitud?

— Es insultante. Sólo hay que fijarse en tu vocabulario: las palabras que usas son, definitivamente, insultantes.

— No estoy de acuerdo.

— Se supone que hacer el amor es algo sagrado. 

— Se supone que es tórrido, sudoroso y divertido. 

— Eso también. Pero sigue siendo un acto sacrosanto.

— ¿Sacrosanto? —La miró con incredulidad. — ¿Cómo es posible que alguien que creció rodeada de parásitos sociales y estrellas de rock haya salido así de puritana?

— ¡Lo sabía! Sabía que pensabas que soy puritana, pero anoche no fuiste lo suficientemente sincero como para admitirlo.

— Ya entiendo. Estás intentando sacarme de quicio a propósito. Diga lo que diga te cabrearás igualmente conmigo, ¿no? —Edward le dirigió una mirada exasperada.

— No intentes hacerte el inocente conmigo. Eres demasiado borde para eso.

Edward volvió la cabeza y, para sorpresa de Bella, parecía muy dolido.

— ¿De verdad crees que soy borde?

— No lo eres todo el rato —admitió ella. —Pero sí la mayor parte del tiempo. Casi siempre, en realidad.

— Cualquiera del circo te dirá que soy el gerente más imparcial que han conocido.

— Eres imparcial. —Hizo una pausa. —Con todos menos conmigo.

— He sido justo contigo. —Vaciló. —Bueno, tal vez no lo fui el día de la fiesta sorpresa, pero aquello me pilló desprevenido y. . . eso no me excusa, ¿verdad? Lo siento, Bella. No debería haberte humillado de aquella manera.

Ella lo observó, luego asintió con la cabeza. 

— Acepto tus disculpas. 

— Y no fui borde anoche.

— Preferiría no hablar de lo que pasó anoche. Y quiero que me prometas que no intentarás seducirme de nuevo esta noche. Tengo que reflexionar y pienso hacerlo en el sofá.

— No sé qué tienes que pensar. No crees en el sexo fuera del matrimonio, pero estamos casados, así que, ¿cuál es el problema?

— Nuestro matrimonio es un «acuerdo legal» —señaló ella con suavidad. —Hay una sutil diferencia.

Él masculló una obscenidad especialmente desagradable. Antes de que pudiera recriminárselo, Edward giró a la derecha bruscamente y entró en el aparcamiento de camiones de una estación de servicio.

Esta vez la camarera era hosca y de mediana edad, así que Bella no tuvo ningún problema en dejarlo solo para ir al servicio. Debería habérselo pensado mejor, pues cuando salió él había entablado conversación con una atractiva rubia que estaba sentada en la mesa de al lado.

Bella sabía que él la había visto salir del baño, pero aun así vio cómo la rubia cogía su taza de café y se sentaba al lado de su marido. Sabía por qué Edward hacía eso. Quería asegurarse que ella no le daba importancia a lo que había sucedido entre ellos.

Bella apretó los dientes. Tanto si Edward Masen quería admitirlo como si no, era un hombre casado, y ningún flirteo del mundo cambiaría eso.

Vio un teléfono público en la pared, no lejos de la mesa donde la rubia admiraba los músculos de su marido. En cuanto controló su temperamento, descolgó el teléfono y lo mantuvo apretado contra la oreja mientras contaba hasta veinticinco. Finalmente, se volvió hacia él y exclamó:

— ¡Edward, querido! ¡¿A que no lo adivinas?!

Él levantó la cabeza y la miró con cautela. 

— ¡Buenas noticias! —canturreó. — ¡El médico dice que esta vez serán trillizos!  

 

 

 

Edward volvió a dirigirle la palabra cuando llegaron al nuevo recinto. Cuando bajó de la camioneta y empezó a desenganchar la caravana, le dijo a Bella que no volvería a trabajar con los animales. Que debía dedicarse a cosas más ligeras, como ordenar el vestuario y, claro está, aparecer en el desfile todas las noches.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

— Pensaba que te alegraría no tener que trabajar tan duro —dijo él. —¿Qué es lo que te parece mal ahora?

— ¿Por qué has esperado hasta esta mañana para aligerar mis tareas?

— Por ninguna razón en particular.

— ¿Seguro?

— Déjate de rodeos y dime qué estás pensando.

— Me siento como una prostituta a la que están pagando por los servicios prestados.

— Vaya ridiculez. Había tomado la decisión antes de que nos acostáramos juntos. Además, quién dice que tendría que pagarte. Creo sin duda alguna que mi actuación fue buenísima.

Ella no picó el anzuelo.

— Dije que me ocuparía de las fieras y eso es lo que haré.

— Y yo te digo que no tienes por qué hacerlo.

— Y yo digo que quiero hacerlo. —Era cierto. Tras su experiencia con los elefantes, sabía que sería un trabajo duro, pero no podía ser peor de lo que ya había sido.

Había sobrevivido. Había recogido estiércol hasta que le salieron ampollas en las manos, había transportado pesadas carretillas y había sido golpeada por malhumorados elefantitos. Se había enfrentado al miedo y todavía seguía en pie —magullada, tal vez— pero con la cabeza bien alta.

El la miró con una mezcla de incredulidad y algo que casi parecía admiración, aunque Bella sabía que no podía ser eso.

— ¿Por qué no me haces caso y dejas correr el tema?

Bella se mordisqueó el labio inferior y frunció el ceño.

— Mira, no sé qué me deparará el futuro, me limito a vivir el día a día. Ahora mismo lo único que tengo claro es que tengo que hacerlo.

— Bella, es demasiado trabajo.

— Lo sé. —Sonrió. —Por eso tengo que hacerlo.

Edward la observó un buen rato y luego, para sorpresa de Bella, inclinó la cabeza y la besó. Allí mismo, en mitad del recinto, con todos yendo de un lado para otro, con Brady y sus hijos ensayando sus saltos acrobáticos y Heather haciendo equilibrios a su lado. En medio de todo eso le dio un beso largo y profundo. Cuando se separaron, ella se sentía débil y jadeante. Él levantó la cabeza y miró a su alrededor. Bella esperaba que se sintiera avergonzado por aquella exhibición pública, pero no lo parecía. Quizás intentaba compensar el incidente de la fiesta sorpresa, o tal vez sus motivaciones fueran más complicadas pero, sin importar cuál fuera la razón, había dejado claro a todo el que quisiera mirar que ella significaba algo para él.

Bella tuvo poco tiempo para pensar en el tema cuando emprendió sus tareas en la casa de fieras. Poco después apareció un joven llamado Trey Skinner que dijo que Edward le había enviado para ayudarla con el trabajo más pesado. Bella le mandó poner la jaula de Sinjun a la sombra y meter dentro un poco de heno, después le dijo que podía marcharse.

Por suerte, Lollipop no intentó escupirle de nuevo, pero aun así Bella se mantuvo alejada de la llama. Además de Lollipop, Sinjun y Chester, en la casa de fieras también había un leopardo llamado Fred, un buitre con las alas cortadas y una gorila. Había también una boa pero, para alivio de Bella, la serpiente se había convertido en la mascota de Jill y vivía en su caravana cuando no estaba en la exhibición.

Siguiendo las escuetas instrucciones de Digger, Bella alimentó a los animales y después comenzó a limpiar las jaulas, empezando por la de Sinjun. El tigre la miraba con aire condescendiente cuando comenzó a remojarlo con la manguera, como si le estuviera otorgando el privilegio de servirlo.

— No me gustas —murmuró ella empapándolo de agua.

«Mentirosa.»

Ella casi dejó caer la manguera. 

— Deja de hacer eso —siseó. —Deja de meterte en mi mente.

El tigre bostezó y se estiró bajo el chorro de agua, haciéndola sentir increíblemente tonta.

Cuando terminó de duchar a Sinjun, volvió a la carpa y miró a la gorila que recibía el nombre de Glenna y ocupaba la jaula de la esquina. Sus ojos color chocolate parecían tristes y le sostuvieron la mirada cuando la observó a través de los barrotes oxidados de aquella vieja jaula que parecía demasiado pequeña para ella. Algo en la tranquila resignación del animal enterneció a Bella, que se acercó a la jaula.

Glenna se sentó, observándola en silencio, estudiando a uno más de los cientos de humanos que pasaba cada día por su jaula. Bella se detuvo y esperó. De alguna manera sentía que tenía que obtener el permiso de Glenna para poder acercarse más, como si en este pequeño acto la gorila tuviera voz y voto.

Glenna se acercó a la parte delantera de la jaula y la observó. Lentamente el animal levantó el brazo y lo metió entre los barrotes. Bella la miró y se dio cuenta de que la gorila trataba de darle la mano. Glenna esperó pacientemente, con la mano tendida hacia ella. A Bella se le aceleró el corazón. Si apenas se atrevía a acariciar a un gatito, ni hablar de tocar a un animal salvaje. Quiso darse la vuelta, pero el animal parecía tan humano que ignorar su gesto hubiera sido imperdonable, y se acercó vacilante hacía ella.

Glenna se mantuvo inmóvil con la palma hacia arriba. Con gran renuencia, Bella extendió la mano y tocó cautelosamente la punta del dedo de Glenna con su dedo índice. Era blanda y suave. Sintiéndose un poco más valiente, deslizó el dedo sobre el de la gorila. Glenna cerró los ojos y suspiró con suavidad.

Bella se quedó allí un rato, acariciándole la mano, y sintiendo como si le hubiera encontrado sentido a su vida.

Según transcurrió la mañana, se multiplicaron las dudas de Bella sobre el cuidado correcto de los animales. Varias veces acudió a Digger para pedir consejo sobre piensos y rutinas diarias y, cada vez que se acercaba, Tater le daba un golpe con la trompa como si fuera el matón del patio.

Digger respondió a las preguntas a regañadientes, por lo que Bella supuso que todavía estaba molesto por lo ocurrido el día anterior. La segunda vez que se acercó a preguntarle ese día, él escupió cerca de la deportiva de ella.

— No tengo tiempo para más preguntas, señorita. No quiero que nadie piense que no hago mi trabajo.

— Digger, no dije que no hicieras tu trabajo. Sólo estaba preocupada por las condiciones en las que se encontraban los animales de la casa de fieras. —Bella se preguntó para sus adentros si Digger conocería realmente la manera correcta de tratar a los animales de la exposición. Digger estaba loco por los elefantes, pero los demás le traían sin cuidado. Lo cierto es que el hombre no sabía que a los tigres les gustaba el agua. Bella decidió informarse en su tiempo libre.

Los legañosos ojos del anciano estaban llenos de resentimiento.

— Llevo cincuenta años cuidando animales. ¿Cuánto llevas tú?

— Sólo dos semanas. Por eso necesito tu consejo.

— No tengo tiempo para hablar. Tengo demasiado trabajo que hacer. —El hombre miró por encima del hombro de Bella y esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes amarillentos y los huecos de los que le faltaban. La joven se dio cuenta demasiado tarde de cuál era la fuente de su diversión. Tater se había acercado a ella a hurtadillas.

«¡Zas!»

Bella sintió como si le hubieran golpeado en el pecho con una alfombra enrollada. Sin nada a lo que aferrarse, patinó por el suelo antes de tropezar con un fardo de heno. Cayó de lado sobre el estiércol golpeándose la cadera y el dolor le atravesó el cuerpo de arriba abajo. La risa cascada de Digger resonó en sus oídos. Bella levantó la cabeza justo a tiempo de ver en los ojos de Tater una expresión que se parecía muchísimo a una sonrisa de satisfacción.

Bella comenzó a ver rojo. ¡Ya había tenido suficiente!

Ignorando el dolor de la pierna y de la cadera, se puso bruscamente en pie y se plantó delante del elefantito meneando el puño ante sus narices.

— ¡No vuelvas a hacerlo! ¡Jamás! ¿Me has oído?

El elefante retrocedió torpemente mientras ella avanzaba hacia él.

— Eres bruto, sucio y malo. ¡Y la próxima vez que me tires, lo lamentarás! ¡No dejaré que sigas abusando de mí! ¿Me has entendido?

Tater soltó un gemido lastimoso y agachó la cabeza, pero ya se había pasado demasiado con ella y Bella no se ablandó. Olvidando su aversión a tocar animales, le clavó el dedo índice en la trompa.

— ¡Si quieres mi atención, compórtate como es debido! ¡Pero no vuelvas a golpearme!

Él encogió la trompa y plegó una de sus orejas. Bella se irguió en toda su estatura.

— ¿Nos entendemos o no?

Tater levantó la cabeza y le dio una cabezadita en el hombro. Ella se cruzó de brazos, rechazando aquella oferta de reconciliación.

— No puedo olvidar lo que has hecho.

Él le dio otro empujoncito con la cabeza, con esos melancólicos ojos oscuros. Bella se hizo la fuerte ante la mirada que él le brindaba tras las rizadas pestañas.

— Lo siento, pero te va a llevar tu tiempo. Tienes que hacerme olvidar muchas cosas. Ahora si me perdonas, tengo que volver a la casa de fieras. —Se giró para marcharse.

Tater gimió. Desconsolado. Triste. Como un niño que hubiera perdido a su madre.

Bella aminoró el paso y se le rompió el corazón cuando vio al desolado elefantito con las orejas caídas y los oscuros ojos tristes. Arrastraba la pequeña trompa por el suelo manchándola de tierra.

— Tú te lo has buscado —señaló.

El animal soltó un gemido plañidero.

— Yo intenté ser simpática.

Otro gemido patético. Y luego, para asombro de Bella, vio que comenzaban a caerle lágrimas de los ojos. Digger le había dicho que los elefantes eran uno de los animales más sentimentales que existían y que además lloraban, pero no le había creído. Ahora, mientras observaba resbalar las lágrimas por la arrugada piel de Tater, se evaporó todo su resentimiento.

Por segunda vez en el día, ignoró la aversión que sentía a acariciar animales. Tendió la mano y acarició la trompa de Tater.

— Eso no vale. Eres tan llorón como yo.

Él levantó la cabeza y dio unos pasos vacilantes hacia ella. Cuando estuvo a su lado se paró como si quisiera pedir permiso antes de restregarle la cabeza contra el hombro.

Una vez más casi la arrojó al suelo, pero esta vez el gesto había sido cariñoso. Bella le acarició la frente.

— No pienses que te perdono porque soy una debilucha. Tienes que mejorar tus modales o todo habrá terminado entre nosotros.

Él se frotó contra ella con la misma suavidad que un patito.

— Nada de golpes. Nada de trucos.

Tater dejó salir un suave suspiro y Bella se rindió.

— Eres un bebé tonto.

Mientras Bella perdía el corazón por el elefante, Edward estaba en la puerta trasera del circo, observando lo sucedido. Vio cómo el elefante curvaba la trompa en torno al brazo de su esposa y sonrió. Lo supiera Bella o no, acababa de hacer un amigo para toda la vida. Se rio entre dientes y se encaminó hacia el vagón rojo.

 

 

Heather nunca se había sentido tan desdichada. Sentada en la mesa de cocina de la Airstream de su padre, clavó la mirada en los deberes de la escuela, pero lo escrito en la página no captaba su atención. Como los demás niños del circo, recibía lecciones por correspondencia a través de la Calvert School de Baltimore, un lugar especializado en enseñar a los niños que no podían ir a la escuela. Cada pocas semanas llegaba un grueso paquete con libros, cuadernos y exámenes.

Sheba se había acostumbrado a supervisar la tarea escolar de Heather, pero la educación de la mujer no había sido demasiado buena y no había mucho que pudiera hacer excepto comprobar los exámenes. Heather tenía dificultades con la geografía y había suspendido lengua inglesa.  

En ese momento apartó el libro y miró el cuaderno de apuntes que había debajo, donde había garabateado algunos nombres. «Señora de Edward Masen. Heather Masen. Heather Pepper Masen.»

«Mierda.» ¿Porque él lo había permitido? ¿Por qué Edward había dejado que Bella lo besara de esa manera delante de todo el mundo? Heather había querido morirse al presenciar ese beso. Odiaba a Bella, y lo mejor que le había ocurrido esas dos semanas había sido verla sucia y cubierta de mierda. Era lo que se merecía, estar cubierta de mierda.

Más de una vez, Heather había intentado aliviar la culpa que sentía por lo que le había hecho a Bella diciéndose a sí misma que se lo merecía. Que allí no había sitio para ella. Que no encajaba en el circo. Y que nunca debería haberse casado con Edward. Que Edward era suyo.

Se había enamorado de él hacía seis semanas, la primera vez que lo vio. Al contrario que su padre, Edward siempre tenía tiempo para hablar con ella. No le importaba pasar el rato con ella e incluso, antes de que llegara Bella, había dejado que lo acompañara a hacer algunos recados. Una vez, en Jacksonville, habían ido juntos a una sala de exposiciones y le había explicado cosas sobre los cuadros. También la había invitado a hablar sobre su madre y en dos ocasiones la había consolado por algo que le había dicho su terco padre.

Pero a pesar de lo mucho que lo amaba, Heather sabía que aún la veía como una niña. Últimamente había estado pensando en que tal vez, si él se hubiera dado cuenta de que era una mujer, la habría mirado de forma diferente y no se habría casado con Bella.

De nuevo sintió que le invadía la culpa. No había planeado coger ese dinero y esconderlo en la maleta de Bella, pero había entrado en el vagón rojo y Bella estaba ocupada con aquella llamada telefónica. El cajón de la recaudación estaba abierto y, simplemente, había ocurrido.

Estaba mal, pero no dejaba de decirse a sí misma que no era tan grave como parecía. Edward no amaba a Bella, hasta Sheba lo decía. Bella cargaría con la culpa del delito y él se desharía de ella ahora en vez de más adelante.

Pero el beso que había presenciado esa mañana le decía que Bella no iba a dejarlo escapar con tanta facilidad. Heather todavía no podía creerse la manera en que se había abalanzado sobre él. ¡Edward no la necesitaba! No necesitaba a Bella cuando podía tenerla a ella.

¿Pero cómo iba a saber él lo que ella sentía si nunca se lo había dicho? Apartó los libros a un lado y se levantó de un salto. No podía soportarlo más. Tenía que hacerle entender que ya no era una niña. Tenía que hacerle entender que no necesitaba a Bella.

Sin darse tiempo a pensarlo dos veces, salió rápidamente de la caravana y se encaminó al vagón rojo.   

Capítulo 15: Repetimos? Capítulo 17: Necesitas un nuevo número

 
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