Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 93411
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 11: Castigo

— Aquí tienes la pala —dijo el hombre que se ocupaba de los elefantes. —Ahí está la carretilla. Y ahí el camión con el estiércol.

Digger, que era quien se encargaba de los animales de Neeco Martin, el domador, le dio una pala y se alejó cojeando. Era un hombre mayor que padecía artritis; tenía el rostro arrugado y los labios hundidos por la falta de dientes. Digger era ahora el jefe de Bella.

Bella miró la pala. Ése era su castigo. Se había imaginado que Edward la mantendría confinada en la caravana, que utilizaría aquel lugar como una celda ambulante, pero debería haber sabido que él no se conformaría con algo tan sencillo.

La noche anterior Bella había llorado en el sofá hasta quedarse dormida. No tenía ni idea de si Edward había dormido en la caravana ni de si había regresado. Por lo que ella sabía, hasta podía haber pasado la noche en compañía de una de las showgirls. La invadió la tristeza. Edward apenas le había hablado esa mañana salvo para decirle que tendría que trabajar para Digger y que no debía abandonar el recinto sin su permiso.

Desvió la mirada desde la pala que sostenía en la mano al interior del camión. Los elefantes ya habían bajado del remolque a través de unas anchas puertas correderas situadas en el centro de éste, justo encima de la rampa. A Bella se le puso un nudo en el estómago y una oleada de intranquilidad hizo que le subiera la bilis a la garganta. Había mucho estiércol. Muchísimo. En algunas partes la paja estaba casi limpia. En otras había sido aplastada por las gigantescas patas de los paquidermos.

Y aquel olor. . .

Bella volvió la cabeza y aspiró aire fresco. Su marido creía que era una ladrona y una mentirosa y, como castigo, la obligaba a trabajar con los elefantes a pesar de que ella le había dicho que los animales le daban miedo. Volvió a mirar hacia dentro del camión.

Adiós a su modelito de Mary McFadden.

Bella se sintió derrotada y, justo en ese momento, supo que había fallado. No podría hacerlo. Otras personas parecían tener una fortaleza a la que recurrir en tiempos de crisis, pero Bella no. Era débil y no hacía nada a derechas. Todo lo que su padre y Edward habían dicho de ella era verdad. Sólo servía para charlar en las fiestas y eso no le valía de nada en este mundo. Con el sol cayendo a plomo sobre su cabeza, rebuscó en su interior, pero no encontró ni un ápice de coraje. Se dio por vencida. Tiró la pala sobre la rampa.

— ¿Ya te has dado por vencida?

Bella bajó la mirada. Edward estaba al pie de la rampa. Ella asintió lentamente con la cabeza.

Él le sostuvo la mirada con las manos apoyadas en las caderas cubiertas por unos vaqueros descoloridos. —Los hombres han hecho apuestas sobre si harías o no el trabajo.

— ¿Y qué has apostado tú? —La voz de Bella apenas era un susurro y a él le sonó como un graznido.

— No estás preparada para recoger mierda, cara de ángel. Cualquiera puede verlo. Pero, y sólo para que conste en acta, no he apostado nada.

No era por lealtad hacia ella, de eso estaba segura, lo habría hecho para mantener su reputación como jefe. Lo miró con una distante curiosidad.

— Has sabido todo el tiempo que no podría hacerlo, ¿verdad?

— Sí, lo sabía —dijo Edward, asintiendo lentamente con la cabeza.

— Entonces, ¿por qué me has hecho pasar por esto?

— Eras tú la que tenía que entender que no podías soportarlo. Pero has tardado demasiado tiempo en darte cuenta, Bella. Intenté decirle a Charlie que no ibas a sobrevivir aquí más que una bola de nieve en el infierno, pero no quiso escucharme. —La voz de Edward se volvió casi suave y, por alguna razón desconocida, a ella le molestó más aquello que el anterior desprecio de su marido. — Vuelve a la caravana, Bella, y cámbiate de ropa. Te pagaré un billete de avión.

«¿Adonde iré?», se preguntó. No tenía ningún lugar al que ir. Oyó el rugido de Sinjun y miró hacia su jaula, pero el camión del agua le bloqueaba la vista.

— Te daré dinero para que puedas mantenerte hasta que encuentres trabajo.

— Eso es lo que te pedí en la limusina y no aceptaste. ¿Por qué lo haces ahora?

— Le prometí a tu padre que te daría una oportunidad. He mantenido mi palabra.

Dicho lo cual, él se dio la vuelta para dirigirse a la caravana, seguro de que ella lo seguiría. Esa arrogante seguridad atravesó el dolor de Bella y lo transformó en un ramalazo de ira, tan extraña en su tranquila naturaleza que la joven apenas reconoció lo que era. Él estaba tan convencido de su derrota que ni siquiera dudaba del hecho de que fuera a rendirse.

«¿Iba a rendirse?»

Miró a la pala tirada sobre la rampa. Tenía abono seco pegado al mango y a la paleta, lo que atraía a un enjambre de moscas. Mientras la miraba, se dio cuenta de que esa pala, sucia, era como todas las malas decisiones que había tomado en su vida.

Con un sollozo entrecortado la recogió con rapidez y se metió dentro del remolque. Contuvo la respiración y deslizó la pala bajo el montón de paja más próximo, recogió una paletada y con brazos temblorosos la llevó hasta la carretilla. Los pulmones le ardieron por el esfuerzo. Aspiró aire fresco y casi se atragantó con aquel pestilente olor. Sin darse tiempo para pensar, fue a por el siguiente montón y luego a por el siguiente. Comenzaron a dolerle los brazos, pero no se detuvo.

Las botas de Edward resonaron pesadamente en la rampa.

— Para, Bella, y sal de ahí ya. Ella tragó saliva intentando desatascar el nudo de su garganta. 

— Vete.

— No podrás sobrevivir aquí. Tu obstinación sólo pospondrá lo inevitable.

— Es posible que tengas razón. —Perdió la batalla por contener las lágrimas y éstas se le deslizaron por las mejillas. Sorbió por la nariz, pero no dejó de trabajar.

— Lo único que estás consiguiendo con esto es convencerme de lo tonta que eres.

— No estoy intentando convencerte de nada y, francamente, ya no quiero hablar más. —Con un trémulo sollozo, levantó otro pesado montón y, sin apenas fuerzas, consiguió llevarlo hasta la carretilla.

— ¿Estás llorando?

— Vete.

Él entró y se puso delante de ella. 

— Sí, estás llorando.

— Perdona, pero me estás interrumpiendo —dijo Bella con voz trémula.

Él trató de quitarle la pala, pero ella la apartó a un lado antes de que pudiera cogerla. Un arranque de cólera alimentado por la adrenalina le dio la fuerza suficiente para deslizar la pala bajo otro montón de paja y amenazar con arrojárselo.

— ¡Vete! ¡Lo digo en serio, Edward! Si no me dejas en paz te lo echaré encima.

— No te atreverás.

A Bella le temblaban los brazos y las lágrimas le caían desde la barbilla a la camiseta, pero sostuvo la mirada de Edward sin rendirse.

— No deberías desafiar a alguien que no tiene nada que perder.

Edward se quedó inmóvil por un momento. Luego meneó lentamente la cabeza y retrocedió.

— De acuerdo, pero sólo lo estás haciendo más difícil para ti.

La joven tardó dos horas en limpiar el remolque. Bajar la pesada carretilla por la rampa fue lo más difícil. Se le volcó la primera vez que lo intentó y tuvo que recogerlo todo de nuevo. Había seguido llorando todo el tiempo, pero no se detuvo. De vez en cuando levantaba la cabeza y veía a Edward, que la observaba con esos ojos azules, pero lo ignoró. Los hombros y los brazos le dolían demasiado, pero apretó los dientes y se obligó a seguir.

Cuando terminó de limpiar con la manguera el interior del camión, la camiseta y los vaqueros que Edward le había comprado dos días antes estaban cubiertos por una capa de porquería que parecía formar parte de ellos. Tenía el pelo alborotado alrededor de la cara y se le habían roto las uñas. Examinó el trabajo intentando sentir orgullo por lo bien que lo había hecho, pero lo único que sintió fue un cansancio mortal.

Se apoyó en la puerta del camión. Desde aquella ventajosa posición, en lo alto de la rampa, podía ver a los elefantes encadenados cerca de la carretera para anunciar que el circo estaba allí.

— Baje, señorita —dijo Digger. —El día no ha terminado todavía.

Bella bajó por la pendiente cojeando sin apartar la vista de los elefantitos que estaban, sin atar, a unos quince metros.

Digger los llamó por señas.

— Hay que llevarlos a abrevar. Use esto para empujarlos, cláveselo en los costados. —Le señaló un palo de casi dos metros con un pincho en el extremo, luego se acercó a los pequeños elefantes (que debían de pesar cerca de una tonelada cada uno). Combinando las órdenes y la voz con unos ligeros golpecitos del pincho, Digger los hizo ponerse en movimiento hacia un tanque lleno de agua. Bella se mantuvo tan alejada de ellos como le fue posible, con el corazón latiéndole con fuerza por el miedo.

El hombre volvió la mirada hacia ella.

— Así es como debe hacerlo.

Bella se acercó poco a poco, diciéndose a sí misma que, a pesar de su tamaño, aquellas bestias eran sólo unos bebés. Al menos no eran unos desagradables perritos.

Observó que algunos bebían directamente de la artesa, mientras que otros aspiraban el agua con la trompa y luego se la llevaban a la boca. Digger notó que ella se mantenía apartada.

— No le darán miedo, ¿verdad, señorita?

— Por favor, tutéame.

— No debes dejar nunca que los animales perciban tu miedo.

— Eso me ha dicho todo el mundo.

— Tienes que demostrarles quién es el jefe. Enseñarles que eres tú la que manda.

Él golpeó a uno de los animales, haciendo que se echara a un lado para que pudieran pasar los demás. Desde lo alto de las gradas, durante el espectáculo, Bella había encontrado preciosos a los elefantitos, con esas orejas blanditas, aquellos encantadores rabitos y las expresiones solemnes, pero ahora le daban muchísimo miedo.

Bella había visto cómo manejaba Neeco Martin a los adultos (los machos, se recordó a sí misma, aunque hubiera jurado que todas eran hembras). Hizo una mueca cuando Digger golpeó con fuerza a uno de ellos. Puede que ella no fuera amante de los animales, pero al ver aquello se revolvió por dentro. Los elefantes no habían nacido para vivir en un circo y nadie debería tratarlos tan brutalmente por no seguir las reglas de los hombres, en especial cuando dichas reglas iban contra sus instintos.

— Tengo que ayudar a Neeco a pasear a los elefantes —dijo Digger. —Encárgate de llevar a los elefantitos hasta la estaca. Iré dentro de unos minutos para ayudarte a atarlos.

— ¡Oh, no! No, no creo que. . . —Aquel de allí es Puddin. Ése es Tater. El del fondo es Pebbies y este de aquí es Bam Bam, lo llamamos Bam para abreviar. Dale ahora a Pebbies con el pincho. Tienes que enseñarle modales. —Le ofreció el pincho a Bella y se alejó.

Bella miró con consternación aquella arma del diablo. Bam abrió la boca, Bella no supo si lo hacía para bostezar o para pegarle un bocado, y se echó hacia atrás. Dos de los elefantes metieron la trompa en el abrevadero.

«Ahora sí que me voy a rendir», pensó ella. Había conseguido limpiar el camión, pero no lograría acercarse a los elefantes. Había alcanzado su límite.

A lo lejos vio a Edward observándola, vigilándola como un buitre acecha a su presa antes de saltar sobre ella.

Ella se estremeció y dio un paso indeciso hacia los elefantitos.

— Eh. . . venga, amiguitos. —Temblorosamente señaló la estaca con el pincho.

Bam (o quizá fuera Pebbies) levantó la cabeza y le lanzó una mirada de desdén.

Ella se acercó con inquietud.

— Por favor, no me deis más problemas. Ha sido un día terrible.

Tater levantó la trompa de la artesa y giró la cabeza hacia ella. A continuación Bella recibió un chorro de agua fría en la cara.

— ¡Aaah! —Gritó dando un salto atrás.

Tater salió disparado aunque, por supuesto no hacia la estaca, sino hacía los remolques.

— ¡Vuelve! —gritó ella, frotándose la cara. —¡No hagas eso! ¡Por favor, vuelve!

Neeco se acercó corriendo con una larga barra metálica con un aguijón en forma de U en el extremo. Lo dirigió hacia Tater, escogiendo un punto detrás de la oreja. El elefante dio un fuerte chillido de dolor; se detuvo en seco y se giró inmediatamente hacia la estaca. Los demás elefantes lo siguieron con rapidez.

Bella miró a los animales antes de volverse hacia Neeco.

— ¿Qué le has hecho?

Él se pasó la barra metálica de una mano a otra y se apartó el largo cabello rubio de la cara.

— Es una picana. Lanza descargas eléctricas. No la uso a menos que sea necesario, pero ellos saben que la utilizaré si no se comportan correctamente.

Bella miró la picana con desagrado.

— ¿Les das descargas? ¿No te parece que es una medida muy drástica?

— Cuando se trabaja con animales no se puede ser sentimental. Puede que los quiera mucho, pero no soy estúpido. Tienen que saber quién es el que manda, quién lleva aquí la voz cantante.

— Neeco, esto no es para mí. Ya le he dicho a todo el mundo que los animales me dan miedo, pero nadie me hace caso.

— Acabarás por superarlo. Sólo necesitas pasar algún tiempo con ellos. No les gustan las personas ni los ruidos inesperados, así que tienen que verte venir. —Le quitó el pincho de la mano y le dio la picana a cambio. —Si te ven con ella te respetarán más. Los pequeños son fáciles de controlar; un par de descargas rápidas si no te hacen caso y listo. Cuando uses el pincho, apunta detrás de las orejas, es donde más les molesta.

Ella sintió como si estuviera siendo obligada a sujetar algo obsceno. Miró a los elefantitos y vio que Tater le devolvía la mirada. El animal observó la picana y, aunque tal vez fuera cosa de su imaginación, Bella pensó que parecía decepcionado.

Cuando Neeco se marchó, ella se acercó a los animalitos tosiendo para no sorprenderlos. Ellos levantaron la cabeza y se removieron inquietos al ver lo que llevaba en la mano. Bam abrió la boca y emitió un fuerte barrito de tristeza.

Debían de estar acostumbrados a que les dieran descargas eléctricas. Bella pensó lo mucho que comenzaba a desagradarle Neeco Martin. Más que incrementar la confianza en sí misma, la picana hacía que se sintiera incómoda. No importaba lo mucho que le asustaran los animales, jamás podría hacerles daño, así que dejó el artilugio detrás de una bala de heno.

Miró con anhelo la caravana de Edward. Sólo tres días antes la había considerado repugnante, pero ahora le parecía el lugar más acogedor del mundo. Se recordó a sí misma que si había podido limpiar el remolque, también podía sobrevivir a eso.

Se acercó a las bestias de nuevo, esta vez sin la picana. Ellos la observaron durante un momento. Satisfechos de que ella ya no supusiera una amenaza, se dedicaron a remover el heno.

Todos salvo Tater. ¿Sería cosa de su imaginación o él le estaba realmente sonriendo? ¿Y no tenía esa sonrisa cierto toque diabólico?

— Elefantes bonitos. Elefantitos b-bonitos —canturreó ella. —Bella es buena. Bella es muuuuuy buena.

Pebbies y Bam levantaron la cabeza y se miraron el uno al otro, y ella hubiera jurado que incluso habían puesto los ojos en blanco. Tater, mientras tanto, levantó un fardo de heno y lo dejó caer sobre su lomo. Aunque los demás elefantes continuaron observándola, Tater no estaba molesto por la presencia de la joven. Parecía el más sociable de todos.

El animal dejó caer otro fardo de heno sobre su lomo. Bella se acercó unos pasos más, hasta que sólo hubo tres metros entre ellos. Tater comenzó a resollar en la paja.

Tater bonito. Tater es un elefantito muy bonito. —Se acercó a él unos centímetros más, susurrándole tonterías como si fuera un bebé de verdad. —Niño bonito. Sé bueno. —Comenzó a temblarle la voz. —Tater tiene que ser más educado. —Estaba tan cerca que podía palmearle la trompa, y Bella sintió la piel húmeda y pegajosa por el sudor. —A Tater le gusta Bella. Bella es amiga de Tater. —Alargó la mano lentamente, obligándose a hacerlo centímetro a centímetro, diciéndose a sí misma que los elefantes no comían personas, tan sólo... «¡Zas!»

El elefantito le plantó la trompa en el pecho y la tiró al suelo. La joven cayó con tal fuerza que vio las estrellas. El dolor le subió por el costado izquierdo. La vista se le aclaró justo a tiempo de observar cómo el elefante levantaba la trompa y emitía un grito de inequívoca victoria.

Bella se quedó allí sentada, demasiado deprimida para levantarse. Las florecitas de las sandalias centelleaban como estrellas plateadas ante sus ojos. Levantó la cabeza y vio que Bathsheba Vulturi la miraba desde detrás de unas gafas de sol. Sheba llevaba un ceñido top blanco, unos pantalones cortos a juego y un cinturón de color lavanda. Cargaba sobre la cadera a un bebé de pelo oscuro, un niño que Bella recordaba haber visto con uno de los hermanos Tolea y su mujer. Sheba bajó la mirada hacia ella, luego se colocó las gafas de sol en la coronilla, retirándose el pelo lo suficiente para dejar a la vista unos pendientes púrpura con brillantes en forma de estrellas.

Bella esperaba ver una expresión de triunfo en los ojos de Sheba, pero sólo vio satisfacción. Se dio cuenta de que estaba tan hundida que la mujer ni siquiera la consideraba una amenaza.

— ¿De dónde demonios te ha sacado Edward?

Negando con la cabeza, Sheba pasó por encima de los pies de Bella, para acercarse a Tater y acariciarle la trompa.

— Eres un pequeño demonio, ¿verdad, colega? ¿A que es un diablillo, Theo? —dijo Sheba, cogiendo el pie del niño.

Bella había sido derrotada por todos y ya no pudo soportarlo más. En lo que a ella concernía, el trabajo había terminado por ese día, y había sobrevivido a duras penas. Se puso en pie y se dirigió a la caravana. En ese momento vio a Edward. Demasiado cansada para volver a enfrentarse a él, se dio la vuelta y comenzó a deambular por el recinto del circo.

Se cruzó con dos de las animadoras, pero le dieron la espalda. Uno de los payasos fingió no verla. Bella necesitaba con urgencia un cigarrillo.

Dio un respingo cuando un potente chillido surcó el aire. La joven giró la cabeza con rapidez y vio a Frankie cerca de uno de los camiones de la mano de Jill. La señaló y chilló de nuevo. Jill lo cogió en brazos y, sin dirigirle la palabra a Bella, se alejó.

Bella se sintió fatal. El mensaje era claro. La habían declarado una paria.

Siguió caminando hasta que se encontró delante de la casa de fieras. La puerta de lona estaba levantada y todos los animales estaban dentro menos Sinjun, cuya jaula aún se encontraba a pleno sol. El animal bajó las orejas cuando ella se acercó, y la miró con desdén. La noche anterior había estado demasiado oscuro para ver en qué condiciones se encontraba la jaula, pero ahora podía ver lo sucia que estaba. Digger era quien se encargaba de cuidar a los animales, pero estaba claro que éstos ocupaban el último lugar en su lista de tareas.

El tigre clavó los ojos en ella y Bella no pudo apartar la mirada de él. La noche anterior el pelaje a rayas parecía brillar bajo los reflectores, pero ahora el animal parecía flaco y sucio. La joven miró fijamente aquellos misteriosos iris azules y, al cabo de unos segundos, se sintió muy sofocada.

El sudor le cubría el hueco de la garganta y los brazos. Tenía la cara congestionada y los pechos mojados. Nunca había sentido tantísimo calor. Quiso desnudarse por completo y meterse en una piscina de agua helada. Tenía un calor insoportable. Sabía que el ardor no provenía de ella sino del tigre.

— Aquí estás.

Bella volvió la cabeza y vio que Edward se acercaba a ella. La miró de arriba abajo y se quedó helada bajo el impacto de esos ojos fríos e impersonales.

— Aún te queda algo de tiempo libre antes de la función —dijo. —¿Por qué no vas a ducharte y luego cenamos algo?

— ¿La función?

— Ya sabes que es parte de tu trabajo.

— Pero no esta noche. Es imposible que pueda hacer nada esta noche. ¡Mírame!

Mientras la observaba, Edward casi se rindió. La parte más decente de sí mismo le exigía que la dejara en paz por esa noche. Estaba pálida debido al agotamiento y tan sucia que era imposible reconocerla. El único rastro de cosméticos en su cara era la mancha de rímel bajo los ojos. Su pequeña boca tenía un gesto de tristeza y Edward pensó que nunca había estado en presencia de alguien que estuviera tan a punto de quebrarse.

Sintió una renuente chispa de admiración ante el hecho de que ella estuviera todavía en pie. Por la forma que había manejado la pala supo lo difícil que le había resultado todo aquello. La joven lo había dejado sorprendido. Por desgracia, aquella pequeña rebelión sólo había prolongado lo inevitable.

¿Por qué no se rendía? No sabía de dónde había sacado las fuerzas para llegar hasta allí, pero sí que acabaría por ceder, y se negaba a torturarla más. Luchó contra esa debilidad interior que lo impulsaba a ablandarse, sabiendo que sería una crueldad presionarla. Pero tenía que hacerlo si quería que Bella aceptara la verdad.

Se recordó con firmeza que era una ladrona y que, a pesar de las circunstancias, no podía perdonárselo.

— La primera función es a las seis. Saldrás con los elefantes.

— Pero. . .

Se fijó en que ella tenía un corte en la palma de la mano y se la agarró con rapidez para examinarla.

— ¿Cuánto hace que te vacunaste del tétanos?

Lo miró sin comprender.

— La vacuna del tétanos. Por la infección.

Ella parpadeó; estaba tan agotada que él tuvo que resistir el deseo de cogerla en brazos y llevarla a la caravana. Edward no quiso pensar lo que sería sentir ese menudo y suave cuerpo entre sus brazos. Si no hubiera robado ese dinero, hubieran pasado la noche anterior en la misma cama, pero al ver lo que había hecho, él se había enfurecido tanto que no había confiado en sí mismo para tocarla. No había deseado tocarla.

— ¿Cuándo te has vacunado del tétanos? —repitió l bruscamente.

Ella se miró el corte.

— El año pasado. Me corté en el yate de Biffy Brougenhaus.

«Santo Dios.» ¿Cómo podía estar casado con una mujer que conocía a alguien llamado Biffy Brougenhaus? Al diablo con ella.

— Échate un poco de antiséptico —le espetó— y procura estar lista a tiempo para la función o también te encargarás del remolque del caballo.

Mientras la miraba, el semblante de Edward se endureció todavía más. Siempre se había sentido orgulloso de su sentido de la justicia, pero ella lo hacía sentir como un matón malhumorado. Otro punto más en contra de ella.

 

 

Bella sobrevivió a la función, básicamente porque el cansancio la había entumecido de tal manera que no le dio vergüenza aparecer en público vestida con el minúsculo maillot rojo. Aunque Edward le había dicho que desfilaría con los elefantes, había ocupado un lugar algo más atrás, como si fuera un miembro de los Tolea Voladores.

Se había obligado a ducharse, algo que le había resultado muy doloroso por los arañazos que le cubrían los brazos. Se lavó y secó el pelo y se maquilló más de lo habitual siguiendo las instrucciones de Edward. Entre ambas funciones, se quedó dormida en la caravana con un sándwich de mantequilla de cacahuete en la mano. Si él no la hubiera despertado se habría perdido la segunda función.

Al finalizar, Neeco la detuvo cuando salía por la puerta de los artistas.

— Digger necesita que le eches una mano para subir a los elefantitos al camión.

Digger no parecía necesitar ayuda, pero ése era su trabajo y ella no quería que Edward le echara nada en cara.

— No seré de mucha ayuda —dijo ella.

— Tienen que acostumbrarse a ti, eso es todo.

Bella se puso una bata azul de Edward que había encontrado colgada en la percha del cuarto de baño. Aunque se enrolló las mangas, todavía le quedaba enorme, pero era apropiada para preservar su pudor.

Al ver que los elefantitos salían en ese momento por la puerta trasera, Bella se acercó a Digger.

— ¿Necesitas ayuda?

— No te pasees por delante de ellos, todavía les pones nerviosos.

Se puso detrás de Digger, a varios metros de distancia de los elefantes. No tuvo ningún problema en reconocer a Tater dado que era el más pequeño de los cuatro; recordaba de sobra el golpe que le había dado y lo miró con resentimiento mientras él trotaba detrás de Puddin cogido de su cola. Cuando llegaron a la estaca, Digger los ató con una correa.

— Ven aquí, Bam. Acércate Bella, así aprenderás cómo se hace.

Bella estaba tan atenta a lo que él estaba haciendo con Bam que no se dio cuenta de que Tater se había acercado a ella por detrás, hasta que sintió un cosquilleo húmedo, suave como una caricia, por el lateral de su cuello. Dio un gritito y saltó hacia atrás, alejándose de la trompa extendida del elefante.

El elefantito la miró con un brillo testarudo en los ojos, se acercó a ella y alargó la trompa de nuevo. Demasiado tensa para moverse, Bella se quedó mirando las fosas nasales de la trompa que cada segundo estaban más cerca de ella.

Tater b-bonito. Elefantito b-bonito. —Emitió un chillido asustado cuando Tater le metió la trompa por el cuello, abriéndole la bata. —Digger. . . —gritó.

Digger la miró y se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.

— ¿Te has puesto perfume?

Ella tragó saliva y asintió con la cabeza. Tater le pasó la trompa con delicadeza por detrás de la oreja.

— A Tater le vuelven loco los perfumes de mujer.

— ¿Qué tengo que hacer ahora? —dijo con voz entrecortada.

Digger la miró sin entender qué le preguntaba. 

— ¿A qué te refieres?

— ¿A T-Tater?

— Pues no lo sé. ¿Qué quieres hacer?

Se oyó una risa entrecortada. 

— Es probable que quiera desmayarse, ¿verdad, Bella? 

Edward apareció justo detrás de ella y la joven intentó mostrar valor.

— No. . . no exactamente.

— Es por el perfume. —Alargó la mano y acarició a Puddin. Tater, mientras tanto, emitió un barrito de alegría y metió la punta de la trompa por el cuello de la bata, hasta la base de la garganta de Bella.

— N-nadie me dijo que no usara perfume. —Para sorpresa de la joven, el elefantito bajó más la trompa, hacia las llamas que dibujaban las lentejuelas rojas que cubrían el corpiño del maillot. Recordó que también se había puesto perfume entre los pechos.

— Edward. . . —le imploró. —Me va a tocar... me va a tocar... —la trompa de Tater alcanzó su meta. —¡Los pechos! —gritó.

— Tienes razón. —Edward palmeó la trompa y la apartó a un lado. —Ya basta, amiguito. Eso es de mi propiedad.

Bella estaba tan asombrada por aquella declaración que no notó que Tater retrocedía.

Digger soltó una risita jadeante y señaló al elefante con la cabeza.

— Parece que Tater se ha enamorado.

— Eso me temo—repuso Edward.

— ¿De mí? —Bella miró a los dos hombres con incredulidad.

— ¿Ves a alguien más? —contestó Edward.

Lo cierto era que el elefante le estaba lanzando una mirada conmovedora.

— Pero si me odia. Esta tarde me golpeó y me tiró al suelo.

— Esta tarde no llevabas perfume.

Digger se levantó y le crujieron las rodillas. Se acercó al elefantito.

— Ven, chico. La joven no está interesada.

Mientras Digger lo alejaba de allí, Tater le lanzó por encima del hombro una mirada de adolescente enamorado. Bella no sabía si sentir temor o agradecimiento por gustarle al menos a alguien de ese horrible circo.

Esa noche se quedó dormida en cuanto su cabeza tocó la almohada. Oyó entre sueños que Edward entraba en la caravana unas horas más tarde y notó que le cubría los hombros con la manta mientras volvía a dormirse.

Capítulo 10: A mí nadie me roba! Capítulo 12: Un pequeño pretendiente

 
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