Pideme lo que quieras (+18)

Autor: Robsten2304
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2015
Fecha Actualización: 29/08/2015
Finalizado: NO
Votos: 3
Comentarios: 8
Visitas: 51536
Capítulos: 35

Erótico sensual y tremendamente morboso. Una novela que reúne las fantasías de muchas mujeres.

Tras la muerte de su padre Edward Cullen, un prestigioso empresario alemán, decide viajar a España para supervisar las delegaciones de la empresa Müller. En la oficina central de Madrid conoce a Isabella, una joven ingeniosa y divertida de la que Edward se encapricha al instante.

Atraída por su jefe, tanto como él por ella, Isabella, entrará en sus morbosos juegos. Unos juegos llenos de fantasías, sexo y situaciones que ella nunca pensó vivir.

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Historia hecha por Megan Maxwell, solo cambie los nombres de los personajes por los de Stephenie Meyer

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Capítulo 18: Capitulo 18

CUANDO suena mi despertador, quiero morir. Estoy cansada. Apenas he dormido pensando en lo ocurrido en aquel bar. Las palabras de Edward, su mirada y cómo aquellos hombres me deseaban me impedían dormir. Al final, sobre las cuatro de la madrugada saqué el vibrador de la maleta y, tras jugar un poco con él, conseguí apagar mi fuego interno.

 

Como el día anterior, Tanya, Edward y yo salimos del hotel y el chófer nos llevó hasta las oficinas para proseguir la reunión. Hoy me he puesto pantalones. No quiero que vuelva a ocurrir lo del día anterior. Nada más verme, Edward ha paseado su mirada por mi cuerpo y, aunque sólo me ha dicho «Buenos días», por su tono intuyo que ya no está enfadado.

 

Durante horas, mientras escucho atenta la reunión, mi mirada y la de Edward se encuentran en varias ocasiones. Hoy no me manda ningún correo, ni interrumpe la reunión. Se lo agradezco. Quiero ser profesional en mi trabajo.

 

A las siete, cuando llegamos al hotel, me despido de él y de Tanya y subo a mi habitación. Estoy muerta de calor. Alguien llama a mi puerta. Abro y no me sorprendo cuando veo a Edward. Su mirada es decidida. Entra y cierra la puerta, se quita la chaqueta y la tira al suelo, se deshace el nudo de la corbata y después me coge entre sus brazos, y camina hacia el dormitorio con el morbo instalado en su mirada.

 

—Dios, pequeña… Te deseo.

 

No hace falta decir nada más. El deseo es mutuo y la noche, larga y perfecta. Cuando me despierto a las seis de la mañana, Edward no está. Se ha ido de mi cama, pero como estoy tan agotada por nuestro maratón de sexo vuelvo a dormirme.

 

Sobre las diez de la mañana, el sonido de mi móvil me despierta. Rápidamente lo cojo y leo un mensaje de Edward: «Despierta».

 

Salto de la cama y me doy una ducha. Es sábado. Hoy no tenemos ninguna reunión y quiero pasar el máximo de tiempo con él. Cuando salgo de la ducha vestida sólo con la toalla, alguien llama a mi puerta.

 

Abro y me encuentro a un magnífico Edward vestido con unos vaqueros de cinturilla baja y una camisa blanca abierta. Su aspecto es tentador y salvaje. Terriblemente apetecible.

 

¡Vaya, qué bueno está!

 

—Buenos días, pequeña.

 

—¡Buenas!

 

Lo miro, como si fuera una colegiala.

 

—¿Te apetece pasar el día conmigo? —me comenta.

 

Su pregunta me sorprende. Por una vez, no está dando nada por hecho.

 

—Por supuesto que sí.

 

—¡Genial! Te voy a llevar a comer a un sitio precioso. Coge el bañador.

 

Sonrío afirmativamente y él entra en la suite.

 

—Ve a vestirte o al final mi comida serás tú —murmura con voz ronca.

 

Divertida por sus palabras, corro hacia el dormitorio. Cuando entro, oigo una canción en la radio que me encanta y canto mientras me visto:

 

Muero por tus besos, por tu ingrata sonrisa.

Por tus bellas caricias, eres tú mi alegría.

Pido que no me falles, que nunca te me vayas

Y que nunca te olvides, que soy yo quien te ama.

Que soy yo quien te espera, que soy yo quien te llora,

Que soy yo quien te anhela los minutos y horas…

Me muero por besarte, dormirme en tu boca

Me muero por decirte que el mundo se equivoca…

 

Cuando me doy la vuelta, Edward está apoyado en el quicio de la puerta, observándome.

 

—¿Qué cantas?

 

—¿No conoces esta canción?

 

—No. ¿Quién canta?

 

Termino de abrocharme el vaquero y añado:

 

—Un grupo llamado La Quinta Estación y la canción se llama Me muero.

 

Edward se acerca. Me pongo el top lila, pero no puedo evitar sonreír, intuyo sus intenciones. Me coge de la cintura.

 

—La canción dice algo así como «me muero por besarte», ¿no?

 

Asiento como una boba. Pero qué tonta me pongo con él…

 

—Pues eso mismo me pasa a mí en este momento, pequeña.

 

Me coge entre sus brazos. Me aúpa y me besa. Me devora los labios con tal ímpetu que ya deseo que me desnude y prosiga devorándome. La canción continúa sonando, mientras me besa… me besa… me besa. Pero de pronto se detiene, me suelta y me da un azote divertido en el trasero.

 

—Termina de vestirte o no respondo de mí.

 

Me río y entro rápidamente en el baño para recogerme el pelo en una coleta alta. Cuando salgo, Edward está apoyado en la cristalera mirando hacia el exterior. Su perfil es impresionante. Sexy. Cuando me ve aparecer, sonríe.

 

—¿Cómo lo haces para estar cada día más guapa?

 

Encantada por aquel piropo, le dedico una sonrisa. Él se acerca a mí, me agarra del cuello y me besa. ¡Oh, sí! Finalmente, se separa de mí y me mira a los ojos.

 

—Salgamos de aquí antes de que te arranque la ropa, pequeña —murmura.

 

Entre risas llegamos a la recepción del hotel. No vuelve a tocarme ni a acercarse a mí más de lo necesario. Un joven recepcionista, al vernos, se acerca a nosotros y le entrega a Edward unas llaves. Cuando se aleja miro el llavero, movida por la curiosidad.

 

—¿Lotus?

 

Edward asiente y señala hacia la puerta del hotel donde veo aparcado un maravilloso deportivo naranja.

 

—¡Dios, un Lotus Elise 1600!

 

Edward se sorprende.

 

—Señorita Swan ¿además de entender de fútbol también entiende de coches?

 

—Mi padre tiene un taller de reparaciones de coches en Jerez —respondo, coqueta.

 

—¿Te gusta el coche?

 

—Pero ¿cómo no me va a gustar? ¡Es un Lotus!

 

—Me dejarás conducirlo, ¿verdad? —le pregunto, sin acercarme a él, a pesar de que lo estoy deseando.

 

Sin sonreír Edward me mira… me mira… me mira y al final tira las llaves al aire y yo las cojo.

 

—Todo tuyo, pequeña.

 

Deseo tirarme a su cuello y besarlo, pero me contengo. Al fondo veo a Tanya mirarnos con curiosidad y no quiero darle carnaza, aunque sé que ella está sacando sus propias conclusiones. ¡Que le den! Su cara lo dice todo y presiento que está muy… muy cabreada.

 

Edward y yo salimos por la puerta del hotel y, en cuanto nos montamos en el coche y lo arranco, pongo la radio. La canción Kiss de Prince suena y yo muevo los hombros, encantada. Edward me mira y pone los ojos en blanco. Divertida, sonrío por su gesto y, antes de que pueda decir nada, me pongo mis gafas de sol.

 

—Agárrate, nene.

 

El día se presenta fantástico. Conduzco un Lotus impresionante junto a un hombre más impresionante todavía. Cuando salimos de Barcelona en dirección a Tarragona me desvío por una carreterita. Edward no mira

 

—No sé si sabes que yo he veraneado en Barcelona muchos años —le informo.

 

—No. No lo sabía.

 

Siento la adrenalina a tope mientras conduzco.

 

—Te voy a llevar a un sitio donde se puede probar esta maravilla. Verás. ¡Vas a flipar!

 

Con su seriedad habitual, Edward me mira y dice:

 

—Bella… este camino no es para este coche.

 

—Tú tranquilo.

—Vamos a pinchar, Bella

 

—¡Cállate, aguafiestas!

 

Mi adrenalina se revoluciona. Continúo el camino y pasamos sobre varios charcos. El reluciente coche se embarra y Edward me mira. Yo canturreo y hago como que no lo estoy viendo. Sigo mi camino pero de pronto, ¡oh, oh! El coche me hace un movimiento extraño y presiento que hemos pinchado una rueda.

 

La adrenalina, la alegría y el buen humor se esfuman en décimas de segundos y maldigo en mi interior. Seguro que me dice que me lo avisó y tendré que asentir y callar. Disminuyo la velocidad y, cuando paro, me muerdo el labio y lo miro con cara de circunstancias.

 

—Creo que hemos pinchado.

 

El gesto de Edward se descompone. Está claro que los imprevistos no le gustan. Estamos en medio de un camino a pleno sol a las doce de la mañana. Sin decir nada, sale del coche y da un portazo. Yo salgo también. El portazo lo omito. El coche está sucio y embarrado. Nada que ver con el precioso y reluciente coche que comencé a conducir apenas cuarenta minutos antes. La rueda pinchada es justo la delantera de mi lado. Edward cierra los ojos y resopla.

 

—Vale, hemos pinchado. Pero, tranquilo. Que no cunda el pánico. Si la rueda de repuesto está donde tiene que estar, yo la cambio en un santiamén.

 

No contesta. Malhumorado se dirige hacia la parte de atrás del coche, abre el portón trasero y veo que saca una rueda y las herramientas necesarias para cambiarla. De malos modos, se acerca hasta mí, suelta la rueda en el suelo y me dice con las manos ennegrecidas:

 

—¿Te puedes quitar de en medio?

 

Sus palabras me molestan. No sólo es su tono, es su intención.

 

—No —contesto sin moverme ni un centímetro—, no me puedo quitar de en medio.

 

Mi respuesta lo sorprende.

 

—Bella —gruñe—, acabas de estropear un bonito día. No lo estropees más.

 

Tiene razón. Yo me he empeñado en meterme por aquel camino, pero me duele que me hable así.

 

—El precioso día lo estás estropeando tú con tus malos modos y tus caras de fastidio —le contesto, incapaz de quedarme callada—. ¡Joder! Que sólo se ha pinchado la rueda del coche. No seas tan exagerado.

 

—¡¿Exagerado?!

 

—Sí, terriblemente exagerado. Y ahora, por favor, si te quitas de en medio yo solita cambiaré la rueda y pagaré mi terrible, irreparable y tremendo error.

 

Edward suda. Yo sudo. El sol no nos da tregua y no llevamos una mísera botella de agua para refrescarnos. Veo el agobio en su cara, en su mirada.

 

—Muy bien, listilla —me dice, abriendo las manos—. Ahora vas a cambiarla tú solita.

 

Sin más, comienza a andar hacia un árbol que está a unos diez metros del coche. En cuanto llega a la sombra, se sienta y me observa. La furia me llena por dentro y empieza a picarme el cuello. ¡El sarpullido! Sin pararme a pensar en ello, pongo el gato del coche debajo de él y comienzo a hacer palanca para subirlo. El esfuerzo me hace sudar. Sudo como una cosaca. Mis pechos y mi espalda están empapados, el pelo de mi flequillo se me pega a la cara pero prosigo en mi empeño, sin dar mi brazo a torcer.

 

Para bruta y autosuficiente, ¡yo! Tras un esfuerzo terrible en el que pienso que me va a dar un patatús, consigo quitar la rueda pinchada. Me pringo toda de grasa, pero la cosa ya no tiene remedio. Cuando estoy a punto de gritar de frustración, siento que Edward me agarra por la cintura.

 

—Vale, ya me has demostrado que tú solita sabes hacerlo —me dice con voz suave—. Ahora, por favor, ve a la sombra, yo terminaré de poner la rueda.

 

Quiero decirle que no. Pero tengo tanto… tanto… tanto calor que o voy bajo el árbol o estoy segura de que me voy a desmayar. Diez minutos después, Edward arranca el coche, le da la vuelta y se acerca a mí marcha atrás.

 

—Vamos… monta.

 

Enfurruñada, hago lo que me pide. Estoy sucia, furiosa y sedienta. Él está igual aunque reconozco que su humor es mejor que el mío. Conduce con cuidado por el puñetero camino y sale a la autopista. Cuando ve una gasolinera grande para,

me mira y pregunta:

 

—¿Quieres beber algo fresquito?

 

—No… —Al ver cómo me mira, gruño—: Pues claro que quiero beber algo. Me muero de sed, ¿no lo ves?

 

—¿Se puede saber qué te pasa ahora?

 

—Me pasa que eres un amargado. Eso es lo que me pasa.

 

—¡¿Cómo?! —pregunta, sorprendido.

 

—Pero ¿de verdad crees que, por pinchar una rueda y manchar la ropa de grasa, el bonito día se puede jorobar? ¡Por favor! Qué poco sentido del humor y de la aventura que tienes. Alemán tenías que ser.

 

Va a responder algo pero se calla. Resopla, baja del coche y entra en la gasolinera. Entonces veo a mi lado un lavado de coches manual y no lo pienso. Arranco el coche, pongo el vehículo en paralelo, meto tres euros en la maquinita y la manguera de agua comienza a funcionar. Lo primero que hago es mojarme las manos y quitarme la grasa que la rueda ha dejado en ellas y es tanto el calor que siento que me suelto la coleta y, sin importarme quién me mire, meto la cabeza bajo el chorro.

 

 ¡Oh, qué frescura!

 

¡Qué gusto!

 

Cuando me he refrescado la cabeza, vuelvo a ver la vida de mil colores. Edward sale de la gasolinera con dos botellas grandes de agua y una Coca-Cola y se acerca a mí, sorprendido.

 

—Pero ¿qué estás haciendo?

 

—Refrescarme y, de paso, lavar el coche. —Y, sin previo aviso, giro el chorro hacia él y lo mojo mientras me río a carcajadas.

 

Su cara es un poema. La gente nos mira y yo ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo de hacer. ¡Madre, qué cara de mala leche! Esa espontaneidad mía me va a dar disgustos y creo que en décimas de segundos llegará el primero. Pero, sorprendiéndome, Edward suelta las botellas de agua y la Coca-Cola en el suelo y se acerca más hacia mí.

 

—Muy bien, nena, ¡tú lo has querido!

 

Corre hacia mí, me quita la manguera y me empapa entera. Yo grito, me río y corro alrededor del coche mientras él disfruta con lo que hace. Durante varios minutos nos empapamos mutuamente y nuestra furia se va con el barro y la suciedad. La gente nos mira divertida al pasar por nuestro lado mientras nosotros, como dos tontos, seguimos mojándonos y riéndonos a carcajadas.

 

Cuando el agua se corta de pronto porque los tres euros se han acabado, yo estoy empapada contra la puerta del coche. Edward suelta la manguera y se pega a mi cuerpo antes de besarme. Me devora la boca con auténtica pasión y me pone la carne de gallina.

 

—Algo tan inesperado como tú está dando emoción a un amargado alemán.

 

—¿De verdad? —murmuro como una boba.

 

Edward asiente y me besa.

 

—¿Dónde has estado toda mi vida?

 

¡Momentazo!

 

Momentazo de película. Me siento la heroína. Soy Julia Roberts en Pretty Woman. Baby en A tres metros sobre el cielo. Nunca nadie me ha dicho nada tan bonito en un momento tan perfecto. Tras un montón de besos ardientes, decidimos marcharnos. Estamos empapados y ponemos unas toallas en los asientos de cuero del coche. Edward vuelve a darme las llaves del Lotus.

 

—Sigamos con la aventura —murmura.

 

Entre risas, llegamos hasta Sitges. Allí aparcamos el coche y no me sorprendo cuando, tras guardar las llaves en mi bandolera, Edward reclama mi mano. Se la entrego y juntos caminamos por las calles de aquella bonita localidad como una pareja más.

 

El calor seca nuestras ropas y me lleva hasta un precioso restaurante donde comemos mientras observamos el mar. Nuestra charla es fluida o, mejor dicho, mi charla es fluida. No paro de hablar y él sonríe. Pocas veces lo he visto así. En ese momento, ni él es mi jefe ni yo su secretaria. Simplemente somos una pareja que disfruta de un momento precioso.

 

Por la tarde, sobre las seis, decidimos darnos un baño en la playa. Nada más entrar en el agua, Edward me coge en sus brazos y camina conmigo hacia el interior hasta que me suelta y bebo un buen trago de agua. ¡Joder, qué mala está! Dispuesta a hacerle pagar su fechoría, meto una pierna entre las suyas y, cuando no se lo espera, la ahogadilla se la hago yo. Eso lo sorprende, así que intento escapar de él, pero me coge de nuevo y me sumerge en el mar.

 

Pasamos un rato divertido en el agua y, cuando salimos, nos tiramos sobre nuestras toallas en la arena y nos secamos al sol en silencio. La morriña se apodera de mí y estoy a punto de dejarme llevar por Morfeo cuando Edward se levanta y me propone tomar algo fresco. Lo acepto sin dudarlo. Recogemos nuestras cosas y nos acercamos a un chiringuito.

 

Edward va a pedir las bebidas mientras yo me siento a una mesita y me suena el teléfono. Mi hermana. Pienso si cogerlo o no, pero al final decido que no y corto la llamada. Vuelve a sonar y finalmente claudico.

 

—Dime, pesada.

 

—¿Pesada? ¿Cómo que pesada? Te he llamado mil veces, descastada.

 

Sonrío. No me ha llamado cuchufleta. Está cabreada. Mi hermana es un caso, pero como no estoy dispuesta a estar tres horas hablando con ella, le pregunto:

 

—¿Qué pasa, Marie?

 

—¿Por qué no me llamas?

 

—Porque estoy muy liada. ¿Qué quieres? —pregunto mientras observo a Edward pedir las bebidas y luego teclear algo en su móvil.

 

—Hablar contigo, cuchuuuuuuu.

 

—Marie, cariño, ¿qué te parece si te llamo más tarde? Ahora no puedo hablar.

 

Oigo su resoplido.

 

—Vale, pero llámame, ¿de acuerdo?

 

—Besossssssssss.

 

Corto la comunicación y cierro los ojos. La brisa del mar me da en la cara y estoy feliz. El día está siendo maravilloso y no quiero que acabe nunca. El móvil suena otra vez y, convencida de que es mi hermana, respondo:

 

—Pero mira que eres pesadita, Marie, ¿qué narices quieres?

 

—Hola, guapísima, siento decirte que no soy la pesadita de Marie.

 

Inmediatamente me doy cuenta de que es Jacob, el hijo de Billy. Cambio mi tono de voz y suelto una carcajada.

 

—¡Ostras, Jacob, perdona! Acababa de colgar a mi hermana y ya sabes lo pesadita que es…

 

Oigo cómo sonríe.

 

—¿Dónde estás? —me pregunta.

 

—En este momento en Sitges, Barcelona.

—¿Y qué haces allí?

 

—Trabajando.

 

—¿Hoy sábado?

 

—Nooooooooo… hoy no. Hoy disfruto del sol y la playa.

 

—¿Con quién estás?

 

Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder.

 

—Con gente de mi empresa —digo finalmente.

 

Edward se acerca a la mesa. Deja una Coca-Cola con mucho hielo y una cerveza sobre su superficie y se sienta a mi lado.

 

—¿Cuándo vienes a Jerez? Ya estoy esperándote.

 

—Dentro de unos días.

 

—¿Tanto vas a tardar?

 

—Me temo que sí.

 

—Joder —maldice.

 

Incómoda por cómo Edward me observa y escucha la conversación respondo:

 

—Tú pásalo bien. Ya sabes que por mí no tienes que guardar luto.

 

Jacob resopla. Mis palabras no le han gustado y añade:

 

—Lo pasaré bien cuando tú llegues. Ya sabes que unas vacaciones sin mi jerezana preferida me saben a poco.

 

Me río. Edward me mira.

 

—Anda… no seas tonto, Jacob. Tú pásalo bien y cuando llegue a Jerez te doy un toque y nos vemos, ¿de acuerdo?

 

Tras despedirnos, cierro el móvil, lo dejo sobre la mesa y cojo la Coca-Cola. Estoy sedienta. Durante unos segundos, Edward mira cómo bebo.

 

—¿Quién es Jacob?

 

Dejo el vaso sobre la mesa y me retiro el pelo de la cara.

—Un amigo de Jerez. Quería saber cuándo voy a ir.

 

De pronto me doy cuenta de que le estoy dando explicaciones. ¿Qué hago? ¿Por qué se las doy?

 

—¿Un amigo… muy amigo? —insiste.

 

Sonrío al pensar en Jacob.

 

—Dejémoslo en amigo.

 

El maravilloso hombre que está a mi lado asiente y mira al horizonte.

 

—¿Qué pasa? ¿Que tú no tienes amigas?

 

—Sí… y con algunas comparto sexo. ¿Compartes sexo tú con Jacob?

 

Si me pudiera ver la cara, vería la cara de tonta que se me ha puesto con su pregunta.

 

—Alguna vez. Cuando nos apetece.

 

—¿Disfrutas con él?

 

Esa pregunta tan íntima me parece totalmente fuera de lugar.

 

—Sí.

 

—¿Tanto como conmigo?

 

—Es diferente. Tú eres tú y él es él.

 

Edward me clava su mirada, me observa… me observa y me observa.

 

—Haces muy bien, Bella. Disfruta de tu vida y del sexo.

 

Tras aquello, no vuelve a preguntar sobre Jacob. Nuestra conversación continúa y el buen rollito entre nosotros prosigue. A las siete de la tarde decidimos regresar a Barcelona. De nuevo Edward me da las llaves del Lotus y yo conduzco encantada, disfrutando del momento.

 

Esa noche, cuando llegamos al hotel, Edward pide que nos suban algo de cena a mi habitación y durante horas hacemos salvajemente el amor.

Capítulo 17: Capitulo 17 Capítulo 19: Capitulo 19

 
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