Pideme lo que quieras (+18)

Autor: Robsten2304
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2015
Fecha Actualización: 29/08/2015
Finalizado: NO
Votos: 3
Comentarios: 8
Visitas: 51513
Capítulos: 35

Erótico sensual y tremendamente morboso. Una novela que reúne las fantasías de muchas mujeres.

Tras la muerte de su padre Edward Cullen, un prestigioso empresario alemán, decide viajar a España para supervisar las delegaciones de la empresa Müller. En la oficina central de Madrid conoce a Isabella, una joven ingeniosa y divertida de la que Edward se encapricha al instante.

Atraída por su jefe, tanto como él por ella, Isabella, entrará en sus morbosos juegos. Unos juegos llenos de fantasías, sexo y situaciones que ella nunca pensó vivir.

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Historia hecha por Megan Maxwell, solo cambie los nombres de los personajes por los de Stephenie Meyer

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Capítulo 17: Capitulo 17

LA reunión se alarga más de lo esperado y no salimos de las oficinas hasta las ocho y media de la tarde. El rostro de Edward es serio. La tal Tanya, para mi gusto, es una tocapelotas, no ha hecho más que poner impedimentos a todo lo que se hablaba.

 

Nos montamos en la limusina, con Tanya. Durante el trayecto, Edward va parapetado tras una máscara de hostilidad que no me gusta y me pide varios papeles. Se los entrego. Él y Tanya los miran mientras hablan sin parar.

 

Cuando llegamos al hotel deseo correr a la habitación y desnudarme como él me ha pedido. No he podido parar de pensar en ello. Edward y yo. Edward sobre mí. Edward poseyéndome. Pero mi gozo se va a un pozo cuando le oigo decir:

 

—Señorita Swan, ¿le apetece cenar con Tanya y conmigo?

 

Eso me paraliza. Aquella pregunta, en realidad, debería ser: «Tanya, ¿le apetece cenar con la señorita Swan y conmigo?».

 

Siento que la furia se concentra en mi estómago. Ardo por dentro. Aunque, esta vez, mi ardor nada tiene que ver con el deseo. Percibo la mirada de aquella mujer sobre mí. En el fondo, le joroba tanto como a mí compartir la compañía de Edward.

 

—Muchas gracias por la invitación, señor Cullen —respondo, dispuesta a darle el gusto—, pero tengo otros planes.

 

Para no variar, Edward pone cara de sorpresa. Por su mirada, sé que esperaba cualquier otra contestación menos aquélla. ¡Eso por listillo! Doy las buenas noches y me marcho. Siento la mirada de Edward en mi espalda pero continúo mi camino. ¡Para chula, yo! Cuando llego al ascensor y las puertas se cierran consigo respirar. Y cuando entro en mi habitación grito frustrada.

 

—¡Imbécil! Eres un imbécil.

 

Irascible hasta con el aire que me roza, me dirijo hacia el baño. Miro la bañera pero finalmente decido darme una ducha. No quiero pensar en Edward, ¡que le den! Salgo de la ducha. Me seco el pelo y me obligo a ser la tía con carácter que siempre he sido. Suena el teléfono de la habitación. No lo cojo. Abro rápidamente mi móvil. Tres llamadas perdidas de mi hermana. ¡Qué pesadilla! Decido llamarla en otro momento y telefoneo a una amiga de Barcelona. Como es de esperar, se vuelve loca al saber que estoy en la ciudad y quedo con ella. Apago el móvil. Nadie me va a chafar mi alegría, y menos Edward.

 

Así que ansiosa por salir de allí lo antes posible sin ser vista, me pongo un vestido corto de estilo ibicenco y unas sandalias de tacón. Hace un calor horroroso y ese vestido liviano me viene de perlas. Cuando estoy preparada cojo el bolso. Abro la puerta con cuidado y miro el pasillo. No hay moros en la costa y salgo. Pero sé que Edward está en la suite de al lado y en vez de esperar el ascensor me escabullo por la escalera. Bajo cinco tramos y finalmente cojo el ascensor.

 

Sonrío por mi proeza y cuando llego a recepción y salgo por las puertas del hotel Arts, casi doy saltos de alegría. Pero ésta dura poco. De pronto soy consciente de que he dejado vía libre a esa loba de Tanya y la mala leche se instala de nuevo en mí.

 

Cojo un taxi y le doy la dirección. Mi amiga Miriam me espera allí. Cuando llego al lugar,rápidamente la veo. Está guapísima y rápidamente nos fundimos en un sincero abrazo. Miriam y yo somos amigas de toda la vida. Mi madre era catalana y, hasta que murió, íbamos todos los veranos a Hospitalet.

 

—Dios, nena ¡qué guapa estás! —me grita.

 

Tras una enorme tanda de besos, abrazos y piropos, cogidas del brazo nos encaminamos hacia el puerto. Miriam sabe que me gusta la pizza y vamos a un restaurante que sabe que me encantará. Para no perder la costumbre, comemos de todo, regado con litros de Coca-Cola y no paramos de cotorrear durante horas. Sobre las dos de la madrugada estoy cansada y quiero regresar al hotel. Nos despedimos y quedamos en llamarnos al día siguiente.

 

Feliz por la velada con Miriam regreso al hotel llena de energía. Miriam es tan positiva y tan vitalista que estar con ella siempre me llena de felicidad.

 

Cuando el taxi se detiene en la preciosa entrada del hotel Arts, pago al taxista, me despido de él y me bajo sin fijarme que una limusina blanca está parada a la derecha. Camino con decisión hacia la puerta cuando oigo una voz detrás de mí:

 

—¡Isabella!

 

Me doy la vuelta y el corazón me da un vuelco. En el interior de la limusina, por la ventanilla, veo el rostro pétreo de Edward, alias Iceman. Mi estómago se contrae. El rictus de su boca me hace saber que está enfadado y su mirada me lo ratifica. Intento que no me importe, pero es imposible. Ese hombre me importa. Con chulería camino hacia el coche lentamente. Noto que sus ojos me recorren entera, pero no se mueve. Cuando llego hasta él, me agacho para mirar por la ventanilla abierta.

 

—¿Dónde estabas? —gruñe.

 

—Divirtiéndome.

 

Un incómodo silencio se cierne entre los dos, hasta que decido claudicar.

—¿Qué tal tu noche? ¿Lo has pasado bien con Tanya?

 

Edward resopla. Sus ojos me fulminan.

 

—Deberías haberme dicho dónde estabas —gruñe de nuevo—. Te he llamado mil veces y…

 

—Señor Cullen —lo interrumpo y, con voz de pleitesía, añado educadamente—: Creo recordar que me dio la opción de decidir si quería o no cenar con usted y la señorita Tanya… ¿No lo recuerda?

 

No contesta.

 

—Simplemente decidí divertirme tanto o más que usted —continúa la arpía que hay en mí. Eso lo encoleriza. Lo veo en sus ojos. Miro su mano y me doy cuenta de que sus nudillos están blancos por la furia. De repente, abre la puerta de la limusina.

 

—Entra —exige.

 

Lo pienso unos segundos. Los suficientes como para cabrearlo más. Al final, decido entrar. En realidad, toda yo lo está deseando. Cierro la puerta. Edward me mira desafiante y, sin retirar su mirada de mí, toca un botón de la limusina.

 

—Arranque.

 

Noto que el coche se mueve.

 

—Para su información, señorita Swan —añade, con la mandíbula tensa—, la cena con la señorita Tanya fue una cena de compromiso y negocios. Y, como exige el protocolo, usted es la secretaria y a usted era a la que debía invitar a la cena, no a Tanya Fisher.

 

Muevo mi cabeza afirmativamente. Tiene razón. Lo sé, pero igualmente me cabrea. En algunas ocasiones no puedo evitar ser una bocazas, y ésta es una de ellas. Sin querer dar mi brazo a torcer, respondo:

 

—Espero que al menos lo haya pasado bien en su compañía.

 

La mirada de Edward me abrasa, mientras él se mantiene a escasos centímetros de mí, sin acercarse. Su perfume embriaga todos mis sentidos y cientos de maripositas comienzan a aletear en mi bajo vientre.

—Le aseguro, me crea o no, que hubiera disfrutado más de su compañía. Y antes de que siga comportándose como una niña malcriada, exijo saber con quién ha estado y dónde. Llevo horas esperando su regreso, sentado en esta limusina, y quiero una explicación.

 

Eso me saca de mi mutismo de indiferencia.

 

—¿En serio llevas horas esperándome a la puerta del hotel?

 

—Sí.

 

Mi parte de princesa que aún cree en los cuentos de hadas salta de alegría. ¡Me ha estado esperando!

 

—Edward, qué mono eres —murmuro, con voz dulce—. Lo siento. Yo creía que…

 

Noto que sus hombros se relajan.

 

—Vaya… —me pregunta, sin variar su duro tono de voz—. ¿Vuelvo a ser Edward, señorita Swan?

 

Eso me hace sonreír. Él no mueve ni un músculo. ¡Ay, mi Iceman! Y, como ya me ha tocado la fibra tontorrona, me acerco más a él. Siento que su cara se normaliza.

 

—Edward… lo siento.

 

—No lo sientas. Procura comportarte como un adulto. No creo pedir tanto.

 

Vale. Me acaba de llamar niñata. En otras circunstancias, me hubiera bajado del coche y le hubiera dado con la puerta en las narices, pero no puedo. Su magia ya me ha hechizado. Sigue sin mirarme, pero yo no desisto.

 

—Llevo todo el día pensando en desnudarme para ti. Y cuando me dijiste eso de la cena con Tanya yo…

 

No me deja terminar la frase. Clava sus ojazos en mí y me interrumpe:

 

—Este viaje es fundamentalmente de trabajo. ¿Acaso lo has olvidado?

 

La dureza con la que se dirige a mí rompe el encanto del momento y, con ello, mi tregua. Mi gesto cambia. Mi respiración se acelera y no puedo evitar sacar mi genio español.

 

—Sé muy bien que este viaje es de trabajo. Lo dejamos claro antes de salir de Madrid. Pero hoy tú has interrumpido una reunión, has echado a todos fuera de la sala y luego me has quitado el tanga. Tú qué te crees, ¿que yo soy de piedra? ¿O un juguete más de tus jueguecitos? —Como no responde, prosigo— Vale, yo he aceptado este viaje. Yo tengo la culpa de verme en esta situación contigo y…

 

—¿Ahora llevas bragas o tanga?

 

Lo miro boquiabierta. ¿Se ha vuelto loco? Sorprendida por aquella pregunta, frunzo el ceño y me separo de él.

 

—Bastante te importará a ti lo que llevo. —Pero mi genio revienta dentro de mí y le grito como una descosida—: ¡Por el amor de Dios! ¿Estamos discutiendo y tú me preguntas si llevo bragas o tanga?

 

—Sí.

 

Me niego a contestarle, enfurruñada. Tengo la sensación de que me va a volver loca.

 

—Aún no me has dicho con quién has estado esta noche y dónde.

 

Resoplo. Discutir con él me agota.

 

Finalmente, me dejo caer en el respaldo del asiento del coche y me rindo.

 

—He cenado con mi amiga Miriam en el puerto y llevo bragas. ¿Algo más?

 

—¿Solas?

 

Por un instante tengo la intención de mentir y explicarle que he cenado con el equipo de rugby de la ciudad, pero no tengo ganas de malas interpretaciones.

 

—Pues sí. Solas. Cuando Miriam y yo nos juntamos, nos gusta hablar, hablar y hablar.

 

Mi contestación parece contentarlo y veo que el rictus de su boca se suaviza. Me mira. Lo siento moverse en el asiento y acercarse a mí, como si quisiera besarme.

 

—Dame tus bragas —me dice.

 

—Pero bueno, ¿por qué te tengo que dar mis bragas? —protesto.

 

Edward sonríe y me besa. ¡Por fin una tregua! Después de besarme se separa de mí.

 

—Porque la última vez que estuve contigo no las llevabas y no te he dado permiso para que te las pongas.

 

—Vaya. Entonces, ¿me estás diciendo que debería haber salido por Barcelona sin bragas? —Veo que mi broma no le hace gracia, y murmuro, quitándomelas con rapidez—: Toma las puñeteras bragas.

 

Las coge con sus manos y se las mete en el bolsillo del pantalón de lino que lleva. Está guapísimo con ese pantalón ancho y la camiseta azulona. Me mira mis piernas. Las toca y su mirada sube hacia mis pechos.

 

—Veo que no llevas sujetador.

 

—No. Con este vestido no me hace falta.

 

Asiente. Me toca los pechos por encima del vestido.

 

—Siéntate frente a mí.

 

Sin rechistar me cambio de asiento y quedo frente a él. Alarga la mano y toca mis piernas.

 

—Me encanta tu suavidad.

 

Mi corto vestido me llega hasta los muslos y él lo sube unos centímetros más. Luego me hace abrir las rodillas.

 

—Excelente y tentador.

 

Noto que comienzo a respirar más fuerte. Voy a cerrar las piernas pero él no me deja.

 

—Mantenlas abiertas para mí.

 

Siento que se avecina sexo y me desconcierta no saber cuándo, ni cómo. Pero toda yo comienzo a excitarme. Lo deseo. El coche se detiene. Edward me baja el vestido y, dos segundos después, la puerta se abre. Estamos ante un local de copas cuyo letrero reza «Chaining».

 

Edward me da la mano para bajar de la limusina y el aire se enreda entre mis piernas. Me estremezco. Mi vestido es muy corto y sin bragas me siento casi desnuda. Edward me pone una mano en la espalda y el portero del local abre la puerta. Edward le dice algo y éste nos deja pasar. Una vez en el interior, la música y el murmullo de la gente nos envuelve. Noto la mano de Edward sobre mi trasero y eso vuelve a excitarme. Me guía hasta la barra y allí pedimos algo de beber. El camarero le pone a él un whisky solo y a mí un ron con Coca-Cola. Le doy un enorme trago. Estoy sedienta. Miro a mi alrededor, movida por la curiosidad, y veo cómo la gente habla y ríe animada, cuando siento que se acerca a mi oído.

 

—Tu mal comportamiento de esta noche conlleva un castigo.

 

Lo miro, sorprendida.

 

—Señor Cullen, me gustas mucho pero como se te ocurra tocarme un pelo de una forma que yo considere ofensiva, te aseguro que lo pagarás.

 

Con su superioridad de siempre sonríe. Da un trago a su copa, se acerca hasta mi cara y murmura poniéndome la carne de gallina:

 

—Pequeña, mis castigos nada tienen que ver con lo que estás suponiendo. Recuérdalo.

 

Sin dejar de mirarnos bebemos de nuestras copas y mi sed, unida a mis nervios, me lleva a acabar rápidamente con mi bebida. Edward, al ver aquello me coge la cabeza y me besa con posesión. Me enloquece y cuando abandona mi boca murmura:

 

—Sígueme.

 

Lo sigo, encantada, mientras él abre camino y no permite que nadie me roce. Su protección me encanta. Es excitante. Segundos después entramos en otra sala. Ésta está menos concurrida. La música no está tan alta y la gente parece más tranquila. De nuevo, nos acercamos a la barra. Esta vez nos colocamos en una esquina y él vuelve a pedir las mismas bebidas de antes. El camarero las prepara y las deja enfrente de nosotros, y junto a ellas deposita una especie de cubitera con agua y unas servilletas de lino.

 

Edward coge un taburete alto y me invita a sentarme. Encantada, lo hago. Mis zapatos ya comienzan a atormentar mis pies. Al sentarme, cruzo mis piernas.

Me da pánico que vean que no llevo bragas. Edward me abraza. Coloca sus manos sobre mi cintura y yo se las pongo alrededor del cuello. Momento romántico. Esta vez soy yo quien acerca mi boca a la de él, saco mi lengua. Le chupo el labio superior pero, cuando voy a hacer lo mismo en su labio inferior, sube su mano de mi cintura a mi nuca y me besa de nuevo con posesión. Mete su lengua en mi boca y la asalta con auténtica pasión, lo que hace que vuelva a sentirme como si fuera de plastilina entre sus brazos.

 

—Abre tus piernas para mí, Bella.

 

Lo miro unos segundos y, después, lanzo una mirada a mi alrededor. Calibro que la oscuridad del lugar y la posición al final de la barra no dejarán ver que no llevo bragas, aunque abra mis piernas. Sonrío. Descruzo mis piernas y, sin dejar de mirarlo, hago lo que me pide y apoyo los tacones en la barra del taburete.

 

Edward posa sus manos en mis rodillas y noto cómo las sube muy… muy lentamente. Acerca su boca a la mía y, sobre mis labios, siento que me dice «Me encantas». Cierro los ojos y sus manos se deslizan por la cara interna de mis muslos. Me muevo inquieta. Quiero más. Estoy nerviosa por hacer aquello en un sitio con gente, pero me excita. Él se da cuenta y pega su boca a mi oreja.

 

—Tranquila, pequeña. Estamos en un club de intercambio de sexo y aquí todo el mundo ha venido a lo mismo.

 

Eso me asusta.

 

¿Un club de intercambio de sexo?

 

Me paralizo.

 

Horror, pavor y estupor. Edward gira mi taburete y me hace mirar a la gente que hay a nuestro alrededor. De pronto soy consciente de que, en la barra, varios hombres de distintas edades nos miran. Nos observan.

 

—Todos ellos están deseando meter la mano bajo tu corto vestidito —susurra Edward en mi oído—. Sus gestos me demuestran que se mueren por chuparte los pezones, desnudarte y, si yo les dejo, penetrarte hasta que te corras. ¿No ves su cara? Están excitados y desean atrapar tu clítoris entre sus dientes para hacerte chillar de placer.

 

Mi pulso se acelera.

 

¡Estoy cardíaca!

 

Nunca he hecho nada parecido, pero me excita. Me excita mucho. Mi respiración se entrecorta. Imaginar lo que Edward me está narrando me hace tener calor. Mucho calor. Intento dar la vuelta al taburete, pero Edward lo mantiene quieto.

 

—Dijiste que querías que te contara todo lo que me gusta, pequeña, y lo que me gusta es esto. El morbo. Estamos en un club privado de sexo donde la gente folla y se deja llevar por sus apetencias. Aquí la gente se desinhibe de todo y solamente piensa en el placer y en jugar.

 

Siento que el cuello me pica… ¡Los ronchones! Pero Edward se da cuenta, me sujeta las manos y me sopla.

 

—En lugares como éste —continúa—, la gente ofrece su cuerpo y su placer a cambio de nada. Hay parejas que hacen intercambio, otras que buscan un tercero para hacer un trío y otras que, simplemente, se unen a una orgía. En este local hay varios ambientes y ahora estamos en la antesala del juego. Aquí uno decide si quiere jugar o no y, sobre todo, elige con quién.

 

Edward gira el taburete. Me mira a la cara y añade sin cambiar su gesto:

 

—Bella, estoy como loco por jugar. Me explota la entrepierna y me muero por follarte. Somos una pareja y podemos traspasar la puerta del fondo del club.

 

Mi boca está seca. Pastosa. Cojo la copa y le doy un buen trago.

 

—Tú ya has estado aquí, ¿verdad?

 

—Sí, en este local y en otros parecidos. Ya sabes que me gusta el sexo, el morbo y las mujeres.

 

Muevo mi cabeza en un gesto afirmativo. Nos quedamos en silencio unos breves segundos.

 

—¿Qué hay tras esa puerta?

 

—Una sala oscura donde la gente toca y es tocada sin saber por quién. Después hay una pequeña sala con sillones separada por cortinajes negros para quienes no quieren llegar hasta las camas, dos jacuzzis, varias habitaciones privadas para que folles con quien quieras sin ser visto y una habitación grande con varias camas a la vista de todos junto al segundo jacuzzi, donde todo el que quiera se puede unir a la orgía.

 

Siento que las piernas me tiemblan. ¿Dónde me ha metido este loco? Me alegro de estar sentada o me caería al suelo. Edward se da cuenta de mi estado y me aprieta contra él.

 

—Pequeña… nunca haré nada que tú no apruebes antes. Pero quiero que sepas que tu juego es mi juego. Tu placer es el mío y tú y yo somos los únicos dueños de nuestros cuerpos.

 

—Qué poético —consigo decir.

 

Edward bebe de su copa con tranquilidad mientras siento que mi corazón bombea exageradamente. Todo aquello es un mundo extraño para mí, pero me doy cuenta de que no me asusta, sino que me atrae.

 

—Escucha, Bella. Entre nosotros, cuando estemos en lugares como éste o acompañados de gente entre cuatro paredes habrá dos condiciones. La primera, nuestros besos son sólo para nosotros, ¿te parece bien?

 

—Sí.

 

Eso me alegra. Odio que bese a otra y luego me bese a mí.

 

—Y la segunda es el respeto. Si algo te incomoda o me incomoda debemos decirlo. Si no quieres que alguien te toque, te penetre o te chupe, debes decírmelo y yo rápidamente lo pararé y viceversa, ¿de acuerdo?

—Vale —y en un hilo de voz murmuro—: Edward… yo… yo no estoy preparada para nada de lo que has dicho.

 

Veo que sonríe y me hace un gesto comprensivo con la cabeza.

 

Después mete su mano entre mis piernas, la pasa por mi mojada vagina y musita:

 

—Estás preparada, deseosa y húmeda. Pero tranquila, sólo haremos lo que tú quieras. Como si sólo quieres mirar. Eso sí, cuando lleguemos al hotel te follaré porque estoy a punto de explotar.

 

El calor que siento en mi rostro y en mi cuerpo es terrible. ¡Voy a estallar! Edward está muy caliente y siento cómo sigue paseando su mano entre mis muslos y pone la palma de su mano en mi vagina.

 

—Estás empapada… jugosa… receptiva. ¿Te excita estar aquí?

 

Negarlo es una tontería y asiento:

 

—Sí. Pero lo que más me excita son las cosas que dices.

 

—Mmmmm… ¿te excita lo que digo?

 

—Mucho.

 

—Eso significa que estás dispuesta a acceder a todos mis juegos y caprichos y eso me gusta. Me enloquece.

 

Noto que su mano presiona mi vagina. Inconscientemente suelto un gemido.

Con su otra mano libre, Edward coge la mía y la pone sobre su erección. Toco por encima del pantalón y toda yo me derrito. Está duro. Increíblemente duro. Me besa. Me succiona los labios.

 

—Voy a dar la vuelta al taburete para mostrarte a esos hombres —dice, a escasos centímetros de mi cara, cuando se separa de mí—. No cierres los muslos y no te bajes el vestido.

 

Me abraso. Me quemo. Me acaloro. Y, cuando Edward hace lo que dice y quedo abierta de piernas ante ellos, una explosión salvaje toma mi interior y respiro agitadamente. Tres hombres me observan. Me comen con sus ojos. Sus miradas suben de mis muslos a mi vagina y noto su excitación. Desean poseerme y en cierto modo lo hacen con la mirada. Anhelan tocarme. De pronto, contra todo pronóstico, me siento explosiva y perversa y mis pezones se ponen duros como piedras mientras continúo con las piernas separadas enseñándoles mi intimidad. Edward, desde detrás, pega su mejilla a la mía y noto que sonríe.

 

Comienza a pasar sus manos por mis muslos y me los abre más. Me expone más a ellos. Pasa su dedo por mi hendidura, mete un dedo delante de ellos y después lo saca y lo lleva a mi boca. Lo chupo y, como una vampiresa del cine porno, me relamo mientras observo las miradas perversas de los tres hombres. En ese instante, Edward gira rápidamente el taburete y me mira a los ojos.

 

—¿Te gusta la sensación de ser mirada?

 

Asiento. Él asiente también.

 

—¿Te gustaría que uno o varios de esos tipos y yo nos metiéramos en un reservado contigo y te desnudáramos? —Me acelero y Edward continúa—: Te abriría las piernas y te ofrecería a ellos. Te chuparán y tocarán mientras yo te sujeto y…

 

Mi vagina se contrae y vuelvo a asentir. Cierro los ojos. Sólo de escuchar sus palabras ya me encuentro al borde del orgasmo. Quiero hacer todo lo que dice. Quiero jugar con él a lo que desee. Estoy tan caliente que me siento dispuesta a hacer cualquier cosa que quiera que haga, porque, una vez más, Edward puede con mi voluntad. Me besa mientras siento la mirada de esos tres tipos en mi espalda. Edward se recrea en ello. Me introduce un dedo en la vagina. Luego dos y comienza a moverlos en mi interior. Abro más las piernas y me muevo a sabiendas de que ellos observan lo que hago. Quiero más. Ardo. Me inflamo y, cuando estoy a punto del orgasmo, Edward se detiene.

 

—Mi castigo por tu comportamiento de hoy será que no harás nada de lo propuesto. Nadie te tocará. Yo no te follaré y ahora mismo nos vamos a ir al hotel. Mañana, si te portas bien, quizá te levante el castigo.

 

Abrasada por el momento, apenas puedo dejar de jadear, mientras la indignación comienza a crecer en mí.

 

¿Por qué me hace eso?

 

¿Por qué me lleva a esos límites para luego dejarme así?

 

¿Por qué es tan cruel?

 

Edward me baja el vestido, coge una de las toallitas de hilo que están en la barra y se seca las manos. Iceman ha vuelto. Me invita a bajar del taburete y me arrastra hacia el exterior del local.

 

La limusina llega inmediatamente y nos montamos. Hacemos todo el trayecto hasta el hotel sin hablar. Edward no me mira. Sólo mira por la ventanilla y veo que su mandíbula está tensa. Acalorada y enfadada por lo ocurrido, no sé qué pensar. No sé qué decir. He estado a punto de hacer algo que nunca había pasado por mi mente y ahora me siento defraudada por no haberlo hecho.

Cuando llegamos al hotel, Edward me acompaña hasta mi suite. Quiero invitarlo a entrar. Quiero que me haga lo que lleva diciéndome toda la noche. Lo necesito. Pero no se acerca a mí. En cuanto entro en la habitación, sin traspasar el límite de la puerta, él me mira y dice antes de cerrar:

 

—Buenas noches, Bella. Que duermas bien.

 

Cierra la puerta. Se va y yo me quedo como una imbécil, excitada, frustrada y enfadada.

Capítulo 16: Capitulo 16 Capítulo 18: Capitulo 18

 
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