NO TE BUSCABA PERO TE ENCONTRÉ (+18)

Autor: Yusale
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 31/07/2013
Fecha Actualización: 17/01/2014
Finalizado: SI
Votos: 20
Comentarios: 138
Visitas: 72940
Capítulos: 35

Isabella Swan, una fotógrafa de Boston, celebra el éxito de su última exposición en un exclusivo after hours de la ciudad. Entre el acalorado gentío siente la presencia de un sensual desconocido que despierta en ella las fantasía más profundas. Pero nada relacionado con esa noche ni con ese hombre resulta ser l o que parece. A la salida, Isabella presencia un asesinato y, a partir de ese momento, la realidad se convierte en algo oscuro y mortífero, adentrándose en un submundo que nunca supo que existía, habitado por vampiros urbanos enfrentados.

Edward Cullen es un vampiro, un guerrero de la Raza, que ha nacido para proteger a los suyos -así como a los humanosque existen en una vida paralela a la suya- de la creciente amenaza de los vampiros renegados. Edward no puede arriesgarse a unirse a una humana, pero cuando Isabella se convierte en el objetivo de sus enemigos, no tiene más opción que llevársela a ese otro mundo que él lidera, en el que serán devorados por un deseo salvaje e insaciable

Ni la historia, ni los personajes son mios, la historia le pertenece a Lara Adrian cuyo libro se llama El Beso de la Medianoche, y los personajes por supuesto son de Stephanie Meyer.

 

Aqui les dejo el link de mis otras historias

UN EMBARAZOS DOS AMORES (TERMINADA)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3392

 

 

ENTRE EL ODIO Y EL AMOR (TERMINADO)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3796

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 4: 3

Este capítulo se lo dedico a CINTY, gracias por tu comentario

 

Capítulo tres

Habían pasado dos días enteros.

Isabella intentó quitarse de la cabeza todo el horror de lo que había visto en el callejón de La Notte. ¿Qué importancia tenía, de todas maneras? Nadie la había creído. No la había creído la policía, que todavía no había mandado a nadie a verla tal y como habían prometido, y tampoco la habían creído sus amigos.

Jacob y Ángela, que habían visto a los matones de chaqueta de cuero increpando al punki dentro de  la sala, dijeron que el grupo se había marchado sin haber provocado ningún otro incidente en ningún momento de la noche. Tanya había estado demasiado absorta con Ken el chico a quién había conocido en la pista de baile de la sala y no se había dado cuenta de que había habido  un altercado en la sala. Según  los policías que se encontraban en comisaría el sábado por la noche, todo el mundo a quien el coche patrulla había interrogado en La Notte había dado la misma historia: una breve escaramuza en el bar, pero no había ningún testigo que hubiera presenciado signos de violencia ni dentro ni  fuera de la sala.

Nadie había visto el ataque del que ella había informado. No había habido  ninguna admisión en ningún hospital ni en ningún depósito de cadáveres. Ni siquiera había una denuncia de daños del taxista que se había encontrado en la esquina.

Nada.

¿Cómo era posible? ¿Estaría realmente delirando?

Era como si los ojos de Isabella fueran los únicos que se hubieran encontrado abiertos esa noche.  O bien ella era la única que había presenciado algo inexplicable o bien estaba perdiendo la cabeza.

Quizá un poco de ambas cosas.

Isabella no podía enfrentarse a lo que esa idea implicaba, así que buscó consuelo en lo único que le ofrecía un poco de alegría. Tras la puerta cerrada de su cuarto oscuro construido a medida, en el sótano de la casa, Isabella sumergió una hoja de papel fotográfico en una bandeja con líquido de revelado. De la pálida nada, una imagen empezó a cobrar forma debajo de la superficie del líquido. La observó cobrar vida: la irónica belleza de unos tentáculos de marfil que se expandían por encima de  un antiguo y abandonado psiquiátrico de ladrillos viejos  y cemento, de estilo gótico, que hacía poco que había descubierto en las afueras de la ciudad. Salió mejor de lo que esperaba, y tentó a  su imaginación de artista con la posibilidad de realizar una serie entera dedicada a ese lugar desolado e inquietante. La dejó a un lado y reveló otra foto, ésta de un primer plano de un pino joven que crecía de una grieta abierta en el pavimento de un patio trastero durante mucho tiempo abandonado.

Esas imágenes la hicieron sonreír mientras las sacaba del líquido y las colgaba de la cuerda de secado. Tenía casi doce más como ésas arriba, sobre su mesa de trabajo, crudos testimonios de la tozudez de la naturaleza y de la locura de la codicia y la arrogancia del hombre.

Gabrielle siempre se había  sentido un poco como una extranjera, como una silenciosa observadora, desde que era una niña. Ella lo atribuía al hecho de que no tenía padres; no tenía familia en  absoluto,  excepto la pareja que la había adoptado cuando ella era una problemática niña de doce años que se había pasado  la vida de orfanato en orfanato. Los Swan, una pareja de clase media alta que no tenía hijos propios, se habían compadecido bondadosamente  de ella, pero incluso su aceptación había  sido distante. Isabella fue mandada inmediatamente a internados,  a campamentos de verano y, finalmente, a una universidad fuera del estado. Sus padres, los que habían ejercido como tales, murieron juntos en un accidente de coche mientras ella estaba lejos en la universidad.

Isabella no asistió al funeral, pero la primera fotografía de verdad que hizo era  de dos lápidas que se encontraban bajo la sombra de un arce en el cementerio de la ciudad, en Mount Auburn. Desde entonces, no había dejado de hacer fotos.

A Isabella no le gustaba lamentarse por su pasado, así que apagó la luz de la habitación oscura y se dirigió hacia arriba para pensar en qué hacer para la cena. No llevaba ni dos minutos en la cocina cuando sonó el  timbre de la puerta.

Jacob se había quedado, generosamente, con ella las dos últimas noches para asegurarse de que Isabella estaba bien. Él estaba preocupado por ella y se mostraba protector como el hermano que no había tenido. Esa mañana, al marcharse, se había ofrecido para volver otra vez, pero Isabella le había insistido en que podía quedarse sola. La verdad era que necesitaba un poco de soledad y, ahora  que el timbre de la puerta volvía a sonar, notó cierta irritación ante la posibilidad de que no pudiera quedarse sola tampoco esa noche.

—Voy enseguida —dijo en voz alta desde el vestíbulo del apartamento.

Miró, por pura costumbre, por la mirilla de la puerta pero en vez de encontrarse con la ondulada mata de pelo rubio de Jacob, Isabella vio una oscura cabeza con rasgos impactantes que pertenecían a un hombre desconocido  que esperaba en la entrada. En el rellano de enfrente, justo delante de su escalera de entrada, había una luz que reproducía una antigua lámpara de gas y su suave destello  anaranjado envolvía al hombre como con una capa dorada, como si envolviera a  la misma noche. Ese hombre tenía algo que resultaba de mal agüero y al mismo tiempo cautivador en sus pálidos ojos grises, que ahora miraban directamente al estrecho círculo de cristal, como si pudiera verla a ella al otro lado de la mirilla.

Isabella abrió la puerta, pero pensó que era mejor no quitar la cadena de seguridad. El hombre se acercó a la abertura  y observó la tirante cadena que se tensaba entre ambos. Cuando la miró a los ojos de nuevo, le sonrió un poco, como si le pareciera divertido que ella creyera poder impedirle el paso con tanta facilidad en el caso de  que él quisiera entrar de verdad.

—¿La señorita Swan?

Su voz resultó una caricia para todos sus sentidos, como  si fuera de un rico terciopelo negro.

-¿Sí?

—Me llamo Edward Cullen. —Esas palabras salieron por entre sus labios con un timbre suave y mesurado que, por un momento, calmó parte de la ansiedad que ella sentía. Al darse cuenta de que ella no decía nada, él continuó—: He sabido que tuvo usted algunas dificultades hace un par de noches en la comisaría. Solamente quería pasar por aquí para asegurarme de que estaba usted bien.

Ella asintió con la cabeza.

Era evidente que la policía no la había descartado por completo, después de todo. Como ya hacía dos días que no tenía noticias de ellos, Isabella no esperaba ver a nadie del departamento, a pesar de la promesa de mandarle a alguien para que vigilara. Tampoco podía estar segura de que ese tipo, de un oscuro pelo liso y brillante y de facciones marcadas, fuera un policía.

Pero tenía un aspecto lo bastante adusto para ser un policía, pensó, y a parte de ese aspecto oscuro y peligroso, no parecía tener intención de hacerle ningún daño. Pero, después de todo por lo que había pasado, Isabella pensó que sería inteligente excederse en cautela.

—¿Tiene usted alguna identificación?

—Por supuesto.

Con un gesto deliberado y  casi sensual, él desplegó una fina billetera de piel y la levantó ante la abertura de la puerta. Fuera estaba casi completamente oscuro y probablemente fue por ello que Isabella necesitó unos segundos para enfocar la vista en la brillante placa de policía y en  la foto identifica ti va que se encontraba a su lado y que mostraba su nombre.

—De acuerdo. Entre, detective.

Despasó la cadena de la puerta y luego abrió la puerta y le dejó entrar. Los hombros de él casi abarcaban la totalidad de la entrada. De hecho, su presencia pareció llenar todo el recibidor. Era un hombre grande, alto y de cuerpo fuerte, envuelto en un largo abrigo negro; la  ropa oscura y el pelo negro y sedoso absorbían la suave luz de la lámpara que colgaba del techo. Tenía un porte seguro, casi real, y una expresión grave, como si estuviera más  dotado para dirigir a una legión de caballeros armados que para arrastrarse hasta Beacon Hill para dar consuelo a una mujer que sufría alucinaciones.

—No creí que viniera nadie. Después del recibimiento que me ofrecieron en comisaría este fin de semana, creí que la inteligencia de Boston me habría catalogado como a un caso perdido.

Él ni lo reconoció ni lo negó, simplemente entró con paso seguro y tranquilo en la sala de estar y, en silencio, paseó la mirada por todo el  espacio. Se  detuvo  ante la mesa  de trabajo, donde se encontraban las últimas imágenes que ella había colocado en hileras. Isabella atravesó  la habitación detrás de él y observó la reacción de él ante su trabajo. Él había levantado una ceja oscura mientras estudiaba las fotografías.

—¿ Son suyas ? —le preguntó, dirigiendo sus pálidos y agudos ojos hacia ella.

—Sí —contestó Isabella —. Forman parte de una serie que voy a titular Renovación urbana.

—Interesante.

Él volvió a mirar las fotos y Isabella se sintió súbitamente incómoda ante esa respuesta indiferente  y medida.

—Solamente estoy trabajando con esto ahora mismo... no es nada que pueda ser mostrado todavía.

Él soltó un gruñido de asentimiento sin dejar de observar las fotografías en silencio.

Isabella se acercó, en un intento de captar mejor la reacción de él o su ausencia de reacción.

—Hago mucho trabajo por encargo en la ciudad. De hecho, es probable que haga unas  fotos de la casa del gobernador en Vineyard a finales de mes.

«Cállate», se dijo a sí misma. ¿Por qué estaba intentando impresionar a ese tipo?

El detective Cullen no parecía demasiado impresionado. Sin decir nada, alargó una mano y, con dedos demasiado elegantes para su profesión, con gesto elegante recolocó dos de las imágenes de encima de la mesa. Inexplicablemente, Isabella se imaginó esos largos y hábiles dedos sobre su piel desnuda, enredados entre su pelo,  siguiendo la forma de su nuca... obligándola a echar la cabeza hacia atrás hasta que ésta descansara sobre el fuerte brazo de él  y esos fríos  ojos grises  se la tragaran.

—Bueno —dijo ella, volviendo a la realidad—. Supongo que preferirá usted ver las fotos que hice fuera del club el sábado por la noche.

Sin esperar ninguna respuesta, fue hasta la cocina y tomó el móvil que se encontraba encima del mármol. Lo activó, abrió una de las fotos en pantalla y ofreció el aparato al detective Cullen.

—Ésta es la primera instantánea que hice. Me temblaban las manos, por eso está un poco movida. Y la luz del flash difuminó mucho los detalles. Pero si la observa con atención, verá que hay seis figuras oscuras agachadas en el suelo. Son ellos, los asesinos.

Su víctima  es ese bulto que están maltratando, delante de ellos.

Le estaban... mordiendo. Como animales.

Los ojos de Cullen se mantuvieron fijos en la imagen; su expresión continuó mostrándose adusta, imperturbable. Isabella abrió la siguiente fotografía.

—El flash les sobresaltó. No lo sé, creo que debió de cegarles o algo. Cuando hice las siguientes instantáneas, algunos de ellos se detuvieron y me miraron. No puedo distinguir los rasgos del todo, pero ésta es la cara de uno de ellos. Esas extrañas rayas de luz son el reflejo de sus ojos. — Se estremeció al recordar el brillo amarillento de esos ojos malignos e inhumanos—. Me estaban mirando directamente.

Más silencio por parte del detective. Tomó el móvil de los dedos de Isabella y abrió las siguientes imágenes.

—¿Qué piensa usted? —Preguntó ella, esperando obtener una confirmación—. Usted también puede verlo, ¿verdad?

—Veo... algo, sí.

—Gracias a Dios. Sus colegas de comisaría intentaron hacerme creer que estaba loca, o que yo era una especie de perdedora drogada que no sabía de qué estaba hablando. Ni siquiera mis amigos me creyeron cuando les  conté lo que había  visto esa noche.

—Sus amigos —dijo él, con una expresión deliberadamente meditativa—. ¿Quiere usted decir alguien además del hombre con quien estaba usted en comisaría... su amante?

—¿Mi amante? —Se rio al oírlo—. Jacob no es mi amante.

Cullen levantó  la cabeza y apartó la mirada de la pantalla del teléfono móvil para mirarla a los ojos.

—Ha pasado las dos últimas noches con usted a solas, aquí, en este apartamento.

¿Cómo lo sabía? Isabella sintió una punzada de enojo ante la idea de que estaba siendo espiada por alguien, aunque fuera la policía, y que probablemente lo hubieran hecho más por sospechar de ella que con intención de protegerla. Pero allí, de pie al lado del detective Edward Cullen, en la sala de estar, parte de ese enojo desapareció y se vio sustituido por un sentimiento de tranquila aceptación, de una  sutil y lánguida cooperación. Extraño, pensó, pero se sentía bastante indiferente ante esa idea.

—Jacob se ha quedado conmigo un par de noches porque estaba preocupado por mí después de lo que sucedió este fin de semana. Es mi amigo, eso es todo.

≪Bien.≫

Los labios de Cullen no se movieron, pero Isabella estaba segura de haber oído su respuesta. Su voz inaudible, su complacencia al  saber que no se trataba de su amante, parecía resonar en algún lugar dentro de ella. Quizá era su deseo, pensó. Hacía mucho tiempo que no tenía  nada parecido a un novio, y solamente estar al lado de Edward Cullen le provocaba cosas  extrañas en la mente. O, mejor dicho, en su cuerpo.

Él la miraba, y Isabella sintió un agradable foco de calor en el vientre. Su mirada la penetró como penetra el calor, de forma tangible e íntima. De repente, una imagen se formó en su mente: ella y  él, desnudos y enredados el uno con el otro bajo la luz de la luna, en su dormitorio. Una instantánea oleada de calor la llenó. Sentía los músculos duros de él en la yema de  los dedos, el firme cuerpo de él moviéndose encima del suyo...  su grueso pene llenándola, abriéndola, explotando dentro de ella.

Oh, sí, pensó, casi retorciéndose sin moverse de sitio. Jacob tenía razón. Verdaderamente llevaba demasiado tiempo de celibato.

Cullen parpadeó lentamente; las densas y negras pestañas ocultaron unos tormentosos ojos plateados. Como la brisa fría acaricia la piel desnuda, Isabella sintió que parte de  la tensión de sus piernas se disipaba. El corazón le latía con fuerza; la habitación parecía extrañamente cálida.

Él apartó la mirada y giró la cabeza y los ojos de Isabella se encontraron con su nuca, en el punto en que ésta se encontraba con el cuello de su camisa de sastre. Tenía un tatuaje en el cuello, o, por lo menos, le parecía que era un tatuaje. Unos remolinos intrincados y unos símbolos que parecían geométricos, hechos con tinta en un tono sólo ligeramente más oscuro que el de su piel, desaparecían por debajo de la densa mata de pelo. Ella se preguntó cómo sería el resto del tatuaje y si ese bonito diseño tenía algún significado especial.

Sintió casi una urgencia irrefrenable por continuar esas interesantes líneas con  los dedos. Quizá con la lengua.

—Cuénteme qué  les dijo a sus amigos acerca del ataque que vio usted en esa sala.

Ella tragó saliva y sintió que la garganta se le secaba. Mene la cabeza como para  volver a concentrarse en la conversación.

—Sí, de acuerdo.

Dios, ¿qué le  estaba pasando? Isabella ignoró el extraño ritmo que había cobrado su pulso y se concentró en los sucesos de la otra noche. Volvió a contar la historia para el detective, igual que lo había hecho para los dos agentes y, luego, para sus amigos. Le contó todos los detalles horribles y él escuchó  atentamente, permitiendo que ella lo contara todo sin ser interrumpida. Ante la fría aceptación que encontró en sus ojos, el recuerdo que Isabella tenía del asesinato, parecía hacerse más preciso, como si la lente de su memoria se hubiera ajustado y hubiera aumentado los detalles.

Al terminar, vio que Cullen estaba volviendo a abrir las fotos de su teléfono móvil.  La expresión de su boca había pasado de ser adusta a grave.

—¿Qué cree usted que muestran estas imágenes exactamente, señorita Swan?

Ella levantó la vista y se encontró con la mirada de él, con esos  inteligentes y penetrantes ojos que se clavaban en los suyos.  En un instante una palabra se formó en la mente de Isabella: una palabra increíble, ridícula y terroríficamente  clara.

≪Vampiros.≫

—No lo sé —dijo  con poca convicción, levantando la voz por encima del susurro que sentía en su propia  cabeza—. Quiero decir, no estoy segura de qué pensar.

Si el detective todavía no había creído que estaba loca, lo creería si pronunciaba el nombre que no se le iba de la mente y la dejaba helada de terror. Esa era la única explicación que podía encontrar para esa horripilante matanza que había presenciado la otra noche.

≪¿Vampiros?≫ Jesús. Se había vuelto loca de verdad.

—Tengo que llevarme este aparato, señorita Swan.

— Isabella —le dijo ella. Le sonrió y se sintió extraña  al hacerlo—.

¿Cree usted que los forenses, o quienes hagan este tipo de cosas, serán capaces de limpiar las imágenes?

Él hizo una ligera inclinación con la cabeza, sin llegar a asentir, y luego se metió el móvil de ella en el bolsillo.

—Se lo devolveré mañana al final de la tarde. ¿Estará usted en casa?

—Claro.

¿Cómo era posible que él fuera capaz de hacer que una simple pregunta pareciera una orden?

—Le agradezco que haya venido, detective Cullen. Han sido unos días difíciles.

—Edward —dijo él, observando el rostro de ella un momento—. Llámeme Edward.

Parecía que el calor que emanaba de sus ojos llegara hasta ella, al mismo tiempo que veía en ellos una estoica comprensión, como si ese hombre hubiera visto horrores mayores de los que ella podría comprender nunca. No podía encontrar una palabra para definir la emoción que la embargaba en ese momento, pero se le había acelerado el pulso y le pareció que la habitación se había vaciado de todo aire. El continuaba mirándola, esperando, como si esperaba que ella satisficiera inmediatamente su petición de que pronunciara su nombre.

—De acuerdo..., Edward.

— Isabella —contestó él, y oír el sonido de su nombre en los labios de él la hizo temblar y sentir una aguda conciencia de sí misma. Algo que había en la pared, detrás de ella, llamó la atención de él y dirigió la vista hacia el punto donde una de las fotografías más celebradas de Isabella estaba colgada. Apretó los labios ligeramente en un gesto sensual que delataba diversión y quizá cierta sorpresa. Isabella se dio la vuelta para mirar la imagen de un parque del interior de la ciudad que estaba helado y se veía desolado, cubierto por una gruesa capa de nieve típica del mes de diciembre.

—No le gusta mi trabajo  —dijo ella.

Él meneó un poco la cabeza.

—Lo encuentro... intrigante.

Ella sintió curiosidad ahora.

—¿Por qué?

—Porque usted encuentra belleza en los lugares más insólitos —dijo al cabo de un largo momento, con la atención ahora dirigida hacia ella—. Sus fotos están llenas de pasión.

—¿Pero?

Para su perplejidad, él alargó la mano y le pasó un dedo por la línea de la mandíbula.

—No hay personas en ellas, Isabella.

—Por supuesto que...

Ella había empezado a negarlo, pero antes de  que las palabras le salieran de los labios, se dio cuenta de que él tenía  razón. Dirigió la mirada a cada una  de las fotos que tenía enmarcadas en su apartamento y repasó  mentalmente todas las que  se encontraban colgadas en galerías de arte, museos y colecciones privadas de toda la ciudad.

Él tenía razón. Las imágenes, fuera cuál fuese el tema, siempre eran lugares vacíos, lugares solitarios.

Ninguna de ellas contenía ni un sólo rostro, ni siquiera la sombra de vida humana.

—Oh, Dios mío —susurró, anonadada al darse cuenta de ello.

En  unos pocos instantes,  ese hombre había definido su trabajo como nunca nadie lo había hecho antes. Ni siquiera  ella se había dado cuenta de la verdad tan evidente de su arte, pero Edward Cullen, de forma inexplicable, le había abierto los ojos. Era como si hubiera mirado directamente en su alma.

—Tengo que irme ahora  —dijo él, dirigiéndose ya hacia la puerta.

Isabella le  siguió, deseando que se quedara más tiempo. Quizá volviera más tarde. Estuvo a punto de pedirle que lo  hiciera, pero se obligó a sí misma a mantener un mínimo la compostura. Cullen ya casi había cruzado la puerta cuando, de repente, se detuvo en el pequeño espacio del recibidor. Su cuerpo grande se encontraba muy cerca del de ella, pero a Isabella no le importó. Ni siquiera se atrevió a respirar.

—¿Sucede algo?

Las delgadas fosas nasales de él se ensancharon casi imperceptiblemente.

—¿Qué tipo de perfume lleva usted?

Esa pregunta la puso nerviosa. Había sido tan inesperada, tan íntima. Notó que se le ruborizaban  las mejillas, a pesar de que no tenía ni  idea de por qué.

—No llevo perfume. No puedo hacerlo. Soy alérgica.

—¿De verdad?

Los labios de él dibujaron una sonrisa forzada, como si sus dientes se hubieran hinchado demasiado dentro de su boca. Se inclinó hacia ella, lentamente, e inclinó la cabeza hasta que quedó muy cerca del cuello de ella. Isabella oyó el rasposo sonido de la respiración de él —y notó la caricia de ésta sobre su piel, fría primero y caliente luego— mientras él  se llenaba los pulmones con su olor y lo  soltaba por los  labios. Sintió el cuello muy caliente y  hubiera jurado que notaba el rápido roce de sus labios sobre la vena de su cuello, que se ensanchaba en un desacompasado pulso bajo la influencia de  esa cabeza que se acercaba tan íntimamente a ella. Oyó un gruñido muy bajo cerca de su oído y algo que parecía una maldición.

Cullen se alejó inmediatamente, sin  mirarla a los ojos. Tampoco ofreció ninguna excusa ni ninguna disculpa por el extraño comportamiento.

—Huele usted como el jazmín —fue lo único que le dijo.

Y luego, sin  mirarla, atravesó la puerta y penetró en la oscuridad de la calle.

Era un error buscar a esa mujer.

Edward lo sabía, lo sabía incluso mientras esperaba en los escalones del apartamento de Isabella Swan esa misma tarde y le enseñaba una placa de detective  y  la foto de la tarjeta de identificación. No era suya. La verdad era que se trataba solamente de una manipulación hipnótica que obligó a creer a esa mente humana que él era quién decía ser.

Era un truco muy sencillo para los más viejos de su raza, como él, pero era un truco que pocas veces se rebajaba a utilizar.

Y a pesar de ello, allí estaba él otra vez, un poco más tarde de medianoche, comprometiendo su código de honor un poco más mientras intentaba abrir la cadena de seguridad de la puerta de entrada. Encontró que no estaba puesta. Sabía que no lo estaría: él la había sugestionado mientras hablaba con ella esa tarde, al demostrarle lo que deseaba hacer con ella y al encontrarse con su respuesta de sorpresa, aunque receptiva, en sus lánguidos ojos marrones.

Hubiera podido tomarla  en  ese  momento.  Ella le habría acogido de buen grado, estaba seguro de eso, y el hecho de estar seguro del intenso placer que hubieran compartido en ese proceso casi había sido su perdición.  Pero la obligación de Edward se debía, en primer lugar, a su raza y a los guerreros que se habían unido a él para combatir el creciente problema de los renegados.

Era una pena que Isabella hubiera presenciado la matanza de la discoteca y hubiera informado de ello a la policía y a sus amigos  antes de que hubiera podido borrar su memoria, pero además había conseguido tomar unas fotografías. Eran unas fotografías con grano y casi ilegibles, pero resultaban igual de dañinas. Tenía que salvaguardar esas imágenes antes de que ella pudiera enseñárselas a nadie más. Él lo había hecho bien en ese aspecto, por lo menos. De hecho, tendría que encontrarse en el laboratorio con Jasper para identificar al  matón que había escapado,  o tendría que estar registrando la ciudad, armado, con Emmett, James, Carlisle y los demás, a la caza de otros hermanos de raza enfermos. Y eso era lo que estaría haciendo cuando hubiera terminado con la última parte del asunto relacionado con la encantadora Isabella Swan.

Edward se coló en el interior del viejo edificio de ladrillo en Willow Street y cerró la puerta detrás de él. El incitante olor de Isabella le inundaba el olfato y le atraía hacia ella igual que lo había hecho esa noche fuera de la discoteca y en la comisaría de policía, en el centro de la ciudad. Recorrió su apartamento en silencio, atravesó el piso principal y subió las escaleras hasta la habitación del piso de arriba. Las claraboyas que había en el techo abovedado dejaban entrar la pálida luz de la luna que caía con suavidad sobre las elegantes curvas del cuerpo de Isabella. Dormía desnuda, como si esperara su llegada. Tenía las largas piernas enredadas en las sábanas y el cabello se le esparcía, alrededor de la cabeza, por encima de la  almohada y formaba unas lujuriosas olas de bronce.

Su olor le envolvió, dulce y seductor, provocándole dolor en los colmillos.

Jazmín, pensó, sonriendo con expresión sardónica: una flor exótica que abre sus fragantes  pétalos solamente bajo la influencia de la noche.

«Ábrete para mí ahora, Isabella.»

Pero decidió que no iba a seducirla, no lo haría de esa manera. Esa noche solamente quería probar un bocado, lo  justo para satisfacer su curiosidad. Eso era lo único que iba a permitirse. Cuando hubiera terminado, Isabella no recordaría haberle conocido, tampoco recordaría el horror que había presenciado en el callejón hacía unas noches.

Su propio deseo tenía que esperar.

Edward se acercó a ella y dejó descansar la cadera en el colchón, a su lado. Acarició la suavidad encendida del pelo de ella. Pasó los dedos por la esbelta línea  de uno de sus brazos.

Ella se movió, gimió con dulzura, reaccionando a su ligero contacto.

—Edward—murmuró, adormilada, no del todo despierta, pero inconscientemente segura de que él se encontraba en la habitación con  ella.

—Es sólo un sueño —susurró  él, asombrado al oír su  nombre en los labios de ella a pesar de que no había utilizado ninguna artimaña vampirica para hacer que lo pronunciara.

Ella suspiró profundamente y  se apretó contra él.

—Sabía que volverías.

—¿Lo sabías?

—Aja. —Fue solamente un ronroneo que le salió de la garganta, ronco y erótico. Mantenía los ojos cerrados y su mente todavía estaba atrapada en el laberinto de los sueños—. Quería que volvieras.

Edward sonrió al oír eso y le acarició una ceja con la yema de los dedos.

—¿No me tienes miedo, preciosa?

Ella hizo un rápido movimiento negativo con la cabeza y apretó la mejilla contra la palma de la mano de él. Tenía los labios ligeramente entreabiertos y los pequeños dientes blancos brillaban bajo la luz que caía sesgada desde el techo. Su cuello era elegante, de línea orgullosa, como una columna real de alabastro que se levantara desde los frágiles huesos de los hombros. Qué sabor tan dulce  debía de tener, qué  suave tenía que ser bajo su lengua.

Y sus pechos... Edward no pudo resistirse a ese oscuro pezón aterciopelado que asomaba desde debajo de la sábana que le envolvía el torso de forma caprichosa. Jugó un poco con el pequeño capullo entre los dedos, tiró de él suavemente y casi gruñó de deseo al notar que se endurecía bajo su tacto.

Él  también se había puesto duro. Se lamió los labios, sintiendo un deseo creciente, ansioso por poseerla.

Isabella se retorció con un gesto lánguido, enredada entre las sábanas. Edward apartó con suavidad la sábana de algodón y la dejó completamente desnuda ante él. Era  exquisita, tal y como sabía que sería. Pequeño, pero fuerte, su cuerpo era ágil y joven, flexible y hermoso. Unos firmes músculos daban forma a sus elegantes piernas; sus manos de artista eran largas y expresivas, y se movieron con un gesto inconsciente mientras Edward le pasaba un dedo por encima del esternón hacia la concavidad del vientre. Allí su piel era como el terciopelo y estaba cálida, demasiado tentadora para resistirse.

Edward se  colocó encima de ella en la cama, y le pasó las manos por debajo del cuerpo. La levantó, haciendo que se arqueara hacia  él encima del colchón. Besó la suave curva de su cadera y luego jugó con la lengua por encima del pequeño valle de su entrepierna. Ella aguantó la respiración y él penetró en esa pequeña concavidad: la fragancia  del deseo de ella le inundó los sentidos.

—Jazmín —dijo él con voz ronca contra la piel cálida de ella. La acarició con los dientes y descendió un poco más.

El gemido de placer que ella dejó escapar cuando la boca de él invadió su sexo le despertó una violenta corriente de lujuria por todo el cuerpo. Ya estaba duro y erecto; la polla le latía contra la barrera de sus ropas. Notaba la humedad de ella en sus labios y su hendidura le envolvía y le quemaba la lengua. Edward la sorbió igual que hubiera sorbido un néctar, hasta que el cuerpo de ella se convulsionó con la llegada del orgasmo. Y continuó lamiéndola y volvió a conducirla hasta el climax, y luego otra vez.

Ella quedó inerte en sus brazos, relajada y temblorosa. Edward también temblaba, al igual que sus manos mientras volvía a depositarla con suavidad encima del colchón. Nunca había deseado tanto a una mujer. Se dio cuenta de que quería algo más al notar, divertido, que le surgía el impulso de protegerla. Isabella respiraba agitadamente y con suavidad mientras el último orgasmo remitía, y se enroscó tumbada sobre un costado, inocente como una garita.

Edward bajó la mirada hacia ella y la observó con furia silenciosa, luchando contra la fuerza de su deseo. El dolor sordo de los colmillos alargándose desde las encías le hacía apretar los labios. Tenía la lengua seca y el deseo formaba un nudo en su vientre. La lascivia de sangre y el deseo de colmarse le agudizó la vista y le envolvió como unos tentáculos seductores. Las pupilas se le dilataron como las de un gato en sus pálidos ojos.

«Tómala», le incitó esa parte de él que era inhumana, de otro mundo.

«Es tuya. Tómala.»

Solamente la cataría: eso era lo que se había prometido. No le haría daño, solamente aumentaría el placer de ella y se daría un poco a sí mismo. Ella ni siquiera recordaría ese momento cuando llegara el amanecer. Como su anfitriona de sangre, ella le ofrecería un sustancioso trago de vida y cuando se despertara, más tarde, somnolienta y saciada, lo haría felizmente ignorante de la causa.

Ése era un pequeño acto de misericordia, se dijo a sí mismo, a pesar de que todo su cuerpo se tensaba por el deseo de alimentarse.

Edward se inclinó encima del cuerpo lánguido de Isabella y con ternura le apartó las ondas de cabello que le cubrían el cuello. Sentía su propio corazón que le latía con fuerza en el pecho y que le urgía a satisfacer la sed que le quemaba. Solamente la probaría, nada más. Sólo por placer. Se acercó con la boca abierta, los sentidos inundados por el penetrante olor a hembra. Presionó los labios contra la calidez de ella, colocó  la lengua en el punto en el que su delicado pulso latía. Sus colmillos rascaron la suavidad de terciopelo del cuello de ella y también le latían, como otra parte exigente de su anatomía.

Y en el instante mismo en que sus colmillos afilados iban a penetrar la frágil piel de ella, su aguda vista reparó en una pequeña marca de nacimiento que tenía justo detrás de la oreja.

Casi invisible, la diminuta marca de una lágrima cayendo en la cuenca de una luna creciente hizo  que Edward se apartara conmocionado. Ese símbolo, tan raro entre las mujeres humanas, solamente significaba una cosa...

Compañera de raza.

Se apartó de la cama como tocado por un rayo y emitió una sibilante maldición en  la oscuridad.  El deseo por Isabella todavía latía  dentro de él a pesar de que intentaba  resolver las consecuencias de lo que había estado haciendo podía provocar en ambos.

Isabella Swan era una compañera de raza, una humana que tenía unas características de sangre y de ADN únicas y complementarias con los de su raza. Ella y las pocas que había como ella eran las reinas entre las hembras humanas. Para la raza de Edward, una raza formada solamente por hombres, esta mujer era adorada como una diosa, como una dadora de vida, destinada a vincularse por sangre y a llevar la semilla de una nueva generación de vampiros.

Y en su imparable lujuria por saborearla, Edward había estado a punto de tomarla para sí.

_________________________________________________________

Hola chicas, aqui les dejo otro capítulo de la historia, muchas gracias a Cinty por su comentarios y su voto, así como también le agradezco a la otra persona que también votó por esta historia, me agrad saber que les gusta.

A las lestoras silenciosas gracias por leer, esta es mi tercera historia espero se paseen por las otras dos, usualmente actualizo los jueves, pero mañana no puedo por eso lo he hecho hoy miércoles.

Como siempre espero con ansias sus comentarios.

Chaito y cuidense

Capítulo 3: 2 Capítulo 5: 4

 
14447017 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios