NO TE BUSCABA PERO TE ENCONTRÉ (+18)

Autor: Yusale
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 31/07/2013
Fecha Actualización: 17/01/2014
Finalizado: SI
Votos: 20
Comentarios: 138
Visitas: 72935
Capítulos: 35

Isabella Swan, una fotógrafa de Boston, celebra el éxito de su última exposición en un exclusivo after hours de la ciudad. Entre el acalorado gentío siente la presencia de un sensual desconocido que despierta en ella las fantasía más profundas. Pero nada relacionado con esa noche ni con ese hombre resulta ser l o que parece. A la salida, Isabella presencia un asesinato y, a partir de ese momento, la realidad se convierte en algo oscuro y mortífero, adentrándose en un submundo que nunca supo que existía, habitado por vampiros urbanos enfrentados.

Edward Cullen es un vampiro, un guerrero de la Raza, que ha nacido para proteger a los suyos -así como a los humanosque existen en una vida paralela a la suya- de la creciente amenaza de los vampiros renegados. Edward no puede arriesgarse a unirse a una humana, pero cuando Isabella se convierte en el objetivo de sus enemigos, no tiene más opción que llevársela a ese otro mundo que él lidera, en el que serán devorados por un deseo salvaje e insaciable

Ni la historia, ni los personajes son mios, la historia le pertenece a Lara Adrian cuyo libro se llama El Beso de la Medianoche, y los personajes por supuesto son de Stephanie Meyer.

 

Aqui les dejo el link de mis otras historias

UN EMBARAZOS DOS AMORES (TERMINADA)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3392

 

 

ENTRE EL ODIO Y EL AMOR (TERMINADO)

http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3796

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Capítulo 2: 1

En la actualidad

—Impresionante. Fíjate en el uso de la luz y de las sombras...

— ¿Ves cómo esta imagen sugiere la tristeza del lugar y cómo, a pesar de ello, consigue ofrecer una promesa de esperanza?

—... una de las fotógrafas más jóvenes que se van a incluir en la nueva colección de arte moderno del museo.

Isabella Swan estaba apartada del grupo de asistentes a la exposición y sorbía una copa de champán caliente mientras otro grupo de personajes importantes de rostros anónimos se mostraba entusiasmado por las dos docenas de fotografías en blanco y negro que colgaban  de las paredes de la galería. Echó un vistazo a las fotografías desde el otro extremo de la habitación, divertida en cierta manera. Eran buenas fotografías, un poco inquietante dado que el tema eran molinos abandonados y desolados astilleros de las afueras de Boston, pero no conseguía ver lo que todo el mundo veía en ellas.

Pero nunca lo veía. Isabella, simplemente, hacía las fotografías, y dejaba su interpretación y, al fin, su valoración, a los otros. Introvertida por naturaleza, el hecho de recibir tantos elogios y tanta atención la incomodaba... pero le permitía pagar las facturas. Y muy bien, de hecho. Esa noche también pagaba las facturas de su amigo Jacob, el propietario de la moderna y pequeña galería de arte de  Newbury Street que, ahora que faltaban diez minutos para la hora de cierre, todavía estaba repleta de posibles compradores.

Atontada después de todo el proceso de dar la bienvenida y de saludar y de sonreír educadamente a toda esa gente que, desde las acaudaladas esposas de Back Bay hasta los góticos tatuados y cargados de piercings, trataba de impresionarse mutuamente —y a ella— con los análisis de su trabajo, Isabella no podía esperar a que la inauguración terminara. Había estado escondida entre las sombras durante la última hora, pensando en  escurrirse hasta la comodidad de la ducha caliente y de la mullida almohada de su apartamento al este de la ciudad.

Pero les había prometido a unos cuantos amigos —Jacob, Tanya y Ángela— que iría con ellos a cenar y a tomar una copa después de la inauguración. Cuando la última pareja de visitantes hubo hecho su compra y se hubo marchado, Isabella se encontró con que la arrastraban fuera y la metían en un taxi antes de haber tenido la oportunidad de pensar en una excusa.

—¡Qué noche tan increíble! —El pelo rubio del andrógino de Jacob le cayó sobre la cara cuando se inclinó por delante de las dos mujeres para tomar la mano de Isabella—. Nunca ha habido tanto tráfico en la galería en un fin de semana... ¡y las ventas de esta noche han sido impresionantes! Te agradezco mucho que me hayas permitido exhibirte.

Isabella sonrió ante la excitación de su amigo.

—Por supuesto. No hace falta que me des las gracias.

—No lo has pasado demasiado mal, ¿verdad?

—¿Cómo podría haberlo pasado mal, si la mitad de Boston está a sus  pies? —dijo Tanya antes de que Gabrielle pudiera contestar—. ¿Era el gobernador con quién te he visto hablar mientras tomabas unos canapés?

Isabella asintió con la cabeza.

—Se ha ofrecido a encargar algunos originales para su casa de campo de Vineyard.

—¡Qué amable!

—Sí —repuso Isabella sin mucho entusiasmo.  Tenía un montón de tarjetas de visita en el bolsillo, lo cual representaba por lo menos un año de trabajo constante, si lo quería. Entonces, ¿por qué sentía la tentación de abrir la ventana del taxi y de lanzarlas al viento?

Dejó vagar la mirada hacia la noche, fuera del coche, y observó con  extraña indiferencia las luces y las vidas que éste dejaba atrás. Las calles estaban repletas de gente: parejas que caminaban de la mano, grupos de amigos que reían y charlaban todos ellos pasaban un buen rato. Cenaban en las mesas de fuera de los restaurantes de moda y se detenían a contemplar los escaparates de las tiendas. Allá donde mirara, la ciudad latía con todo su color y su vida. Isabella lo absorbía todo con ojos de artista y, a pesar de ello, no sentía nada. Esa explosión de vida, también de  la suya, parecía continuar rápidamente hacia delante sin ella. Últimamente, y cada  vez más, tenía la sensación de estar atrapada en una rueda que no dejaba de hacerla girar en un ciclo interminable de tiempo  que pasaba sin un propósito claro.

—¿Pasa algo, Bella? —le preguntó Ángela, a su lado,  en el asiento trasero del taxi—. Estás muy callada.

Isabella se encogió de hombros.

—Lo siento. Sólo... no lo sé. Estoy cansada, supongo.

—Que alguien invite a esta mujer a una copa... ¡inmediatamente!— bromeó Tanya, la enfermera de cabello oscuro.

—No —replicó Jacob, taimado y felino—. Lo que nuestra Bella necesita de verdad es un hombre. Eres demasiado seria, cariño. No es sano que dejes que el trabajo te consuma de esta manera. ¡Diviértete un poco! ¿Cuándo te acostaste con alguien por última vez?

Hacía demasiado tiempo, pero Isabella no llevaba la cuenta. Nunca le habían faltado las citas cuando las había deseado, y el sexo —en  esas raras ocasiones en que lo tenía— no era una cosa que la obsesionara como a algunos de sus amigos. Por falta de práctica que tuviera en esos momentos en esa área, no creía que un orgasmo fuera a curar aquello que, fuera lo que fuese, le provocaba ese estado de inquietud.

—Jacob tiene razón, ya lo sabes —estaba diciendo Tanya—. Tienes que soltarte, hacer alguna locura.

—No hay momento mejor que el presente —añadió Jacob.

—Oh, no lo  creo —dijo Isabella, negando con la cabeza—. La verdad  es que no  tengo ganas de  alargar mucho la noche, chicos. Las inauguraciones siempre me quitan mucha energía y...

—Jefe. —Sin hacerle caso, Jacob se colocó en el borde del asiento y dio unos golpecitos en el plexiglás que separaba al taxista de los pasajeros—. Cambio de planes. Hemos decidido que tenemos ganas de ir de celebración, así que cancelamos el restaurante. Queremos ir a donde va la gente interesante y moderna.

—Si les gustan las salas de baile, han abierto una nueva en el extremo norte de la ciudad —dijo el taxista, sin dejar de mascar el chicle mientras hablaba—. He estado llevando pasajes allí toda la semana. La verdad es que he llevado a dos esta misma noche... un moderno after hours llamado La Notte.

—Oh, oh, ≪la notte≫ —bromeó Jacob, mirando divertido por encima del hombro y arqueando las elegantes cejas—. Suena maravillosamente vicioso, chicas.  ¡Vamos!

La discoteca, La Notte, se encontraba en un edificio victoriano que se conocía desde hacía mucho tiempo como la iglesia de Saint John's Trinity Parish y que debido a los recientes escándalos sexuales que salpicaban a algunos sacerdotes, la archidiócesis de Boston consiguió  que fuera cerrado, al igual que otros muchos lugares similares en toda la ciudad. Ahora, mientras Isabella y sus amigos se abrían paso por la sala abarrotada, esas vigas albergaban la música trance y tecno que sonaba, estridente, por los altavoces enormes que rodeaban la cabina del dj, en el balcón que se encontraba sobre el altar. Unas luces estroboscópicas lanzaban destellos contra las tres vidrieras con forma arco. Los rayos de luz atravesaban la densa nube de humo que pendía en el aire, y parpadeaban al ritmo de  un  tema que parecía interminable. En la pista de baile, y casi en cada uno de los  metros cuadrados del piso principal de La Notte y de la galería que lo rodeaba, la gente se apretujaba y se retorcía con una sensualidad inconsciente.

—¡La santa fiesta! —gritó  Tanya para hacerse  oír por encima de la música mientras levantaba los brazos y avanzaba bailando por entre la densa multitud.

No habían acabado de cruzar por donde se encontraba el primer grupo de gente cuando un chico delgado le entró a la valiente morena y se inclinó para decirle algo al oído. Tanya soltó una profunda carcajada y asintió con la cabeza con gesto  entusiasmado.

—El chico quiere bailar —se rio, dándole el bolso a Isabella —. ¡Quién soy yo para negarme!

—Por aquí —dijo Jacob, señalando una pequeña mesa cercana a la barra, mientras su amiga se alejaba con su  acompañante.

Los tres se sentaron y Jacob pidió una ronda. Isabella escrutó la pista de baile en busca de Tanya, pero la nube de gente la había engullido. A pesar de que la sala estaba abarrotada de gente, Isabella  no podía quitarse de encima una repentina sensación de que estaban sentados en el centro de atención. Como si estuvieran de alguna manera bajo estrecha vigilancia por el simple hecho de encontrarse en la sala. Era absurdo pensar eso. Quizá había estado trabajando demasiado, o había pasado demasiado tiempo sola en casa, ya que encontrarse en un lugar público la hacía sentir tan consciente de sí  misma. Tan paranoica.

—¡Por Bella! —exclamó Jacob, haciéndose oír a pesar del estruendo de la música mientras levantaba el vaso de Martini en un gesto de brindis.

Ángelatambién levantó el  suyo y brindó  con Isabella.

—Felicidades por la gran inauguración de esta noche.

—Gracias, chicos.

Mientras sorbía la mezcla de un color amarillo neón, la sensación de ser observada volvió. O, mejor dicho, aumentó. Sintió que la miraban desde el otro extremo de la oscuridad. Levantó la vista por encima del borde del vaso de martini y percibió el brillo de las luces estroboscópicas en unas oscuras gafas de sol.

Unas gafas que escondían una mirada que, sin duda, se encontraba fija en ella desde el otro extremo de  la multitud.

Los rápidos pulsos de las luces mostraron unos rasgos afilados entre las oscuras sombras,  pero el ojo de Isabella lo captó al segundo. El cabello le caía, suelto, en mechones puntiagudos por encima de una frente amplia e inteligente y sobre unos pómulos angulosos. Una mandíbula fuerte y de trazo severo. Y su boca... su boca era generosa y sensual, incluso a pesar de que dibujaba una sonrisa cínica, casi cruel.

Isabella apartó la vista, nerviosa, y sintió una ola de calor en las piernas. Su rostro se le quedó como grabado a fuego en la mente durante un instante, como una imagen se graba en una película. Dejó la copa encima de la mesa y se atrevió a mirar otra vez hacia donde se encontraba él. Pero ya no estaba.

Al otro extremo de la barra se oyó un fuerte estruendo e Isabella giró la cabeza para mirar por encima del hombro. En una de las pobladas  mesas,  el alcohol se precipitaba al suelo desde un montón de cristales rotos que cubrían la superficie lacada de negro. Cinco tipos vestidos con cuero negro tenían una discusión con otro tipo que llevaba una camiseta sin mangas de los Dead Kennedys y un vaquero gastado y roto. Uno de los tíos que vestía de cuero negro tenía un brazo sobre los hombros de una rubia platino que estaba borracha y que parecía conocer al punki. Su novio, al parecer. Él quiso tomar a la chica por el brazo, pero ella le apartó con un golpe e inclinó la cabeza a un lado para permitir que uno de los tipos la besara en el cuello. Ella miraba desafiante  a su novio, furioso, sin dejar de juguetear con el cabello castaño  del tipo que parecía pegado a su garganta.

—Esto se ha liado —dijo Ángela, volviéndose en el momento en que la situación parecía complicarse más.

—Parece que sí —añadió Jacob mientras se terminaba el martini y hacía una seña a un camarero para que les trajera otra ronda—. Es obvio que la mamá de esa pava olvidó decirle que no conviene marcharse sin el chico con quien se ha venido.

Isabella observó la situación un momento más, el tiempo suficiente para  ver que otro tío de cuero se acercaba a la chica y la besaba en los labios, que ella le ofrecía. Ella aceptó a ambos al mismo tiempo, mientras acariciaba el pelo oscuro del tipo que la besaba en el cuello y el pelo claro del tipo que le chupaba los labios como si fuera a comérsela viva. El novio punki le gritó unos insultos a la chica, se dio media vuelta y se abrió paso a empujones por entre la multitud.

—Este sitio me  está agobiando —confesó  Isabella que, justo en ese momento, acababa de ver a algunos clientes de la sala preparándose sin disimulo unas rayas de coca en  un extremo de la larga  barra de mármol.

Sus amigos parecieron no oírla a causa del constante estruendo de la música. Tampoco parecían compartir la incomodidad de Isabella. Había alguna cosa que no iba bien allí dentro, e Isabella no podía quitarse de encima la sensación de que, al final, la noche iba a ponerse fea. Jacob y Ángela empezaron a charlar de grupos de música locales y dejaron a Isabella sola, sorbiendo el vaso de martini y esperando, al otro extremo de la mesa, encontrar la oportunidad de dar una excusa y marcharse.

Sintiéndose básicamente sola, Isabella dejó vagar la mirada por la masa de cabezas oscilantes y cuerpos ondulantes, buscando disimuladamente esos ojos tras las gafas de sol que la habían observado antes. ¿Estaría él con esos tipos... sería uno de los moteros que estaban provocando todo ese follón? El iba vestido como ellos, y tenía el mismo aspecto peligroso que tenían ellos.

Fuera quien fuese,  Isabella no veía ni rastro de él en esos momentos.

Se recostó en el respaldo de la silla y, de repente, dio un respingo  al sentir que unas manos se posaban sobre sus hombros desde detrás.

—¡Aquí estáis! ¡Chicos, os he estado buscando por todas partes! — exclamó Tanya, casi sin aliento  pero animada al mismo tiempo, mientras se inclinaba sobre la mesa—. Vamos. He conseguido una mesa para todos al otro extremo de la sala. Brent y algunos  de sus amigos quieren venir de fiesta con nosotros.

—¡Guay!

Jacob ya se  había puesto en pie, listo para ir. Ángela cogió el nuevo  vaso de martini  con una mano y con la otra, la mano de Tanya. Al ver que Isabella no se movía para seguirles, Ángela se detuvo

—¿Vienes?

—No. — Isabella se puso en pie y se colgó el bolso del hombro—.  Id vosotros  y divertíos. Yo estoy agotada. Creo que voy a buscar un taxi y me voy directa a casa.

Tanya la miró haciendo un puchero infantil.

—¡Bella, no te puedes ir!

—¿Quieres  que te acompañe a casa? —se ofreció Ángela, a pesar de que Isabella se daba cuenta de que deseaba quedarse con los demás.

—Estoy bien. Disfrutad, pero id con cuidado, ¿de acuerdo?

—¿Seguro que no te quieres quedar?  ¿Otra copa, solamente?

—No. De verdad que necesito salir y tomar un poco el aire.

—Tú misma, entonces —le dijo Tanya, fingiendo reñirla. Se acercó y le dio un rápido beso en la mejilla. Cuando se apartó, Isabella notó un ligero olor a vodka y, por debajo de éste, un olor de alguna cosa menos evidente. Alguna cosa almizclada, y extrañamente metálica—. Eres una aguafiestas, Bella, pero te quiero.

Tanya le guiñó un ojo y pasó los brazos por los hombros de Jacob y Ángela. Con aire juguetón tiró de ambos en dirección a la masa de gente que bullía en la sala.

—Llámame mañana —le dijo Jacob por encima del hombro mientras el trío era engullido por la masa.

Isabella inició inmediatamente el camino hacia la puerta de salida, ansiosa por salir de allí. Cuanto más tiempo pasaba allí dentro, más parecía subir el volumen de la música. La sentía retumbar en la cabeza y le hacía difícil pensar con claridad. Le costaba fijarse en lo que había a su alrededor. La gente la empujaba desde todos los lados mientras ella intentaba abrirse paso, apretujándose contra la pared de cuerpos que se contoneaban y giraban sin dejar de bailar. La empujaron y la apretaron, la tocaron y la manosearon manos invisibles en la oscuridad, hasta que, finalmente, llegó al vestíbulo, delante  de  la entrada de la sala y consiguió salir atravesando la pesada doble puerta.

La noche era fría y oscura. Inhaló con fuerza, intentando despejarse la cabeza de todo el ruido y  el humo y el inquietante ambiente de La Notte. La música todavía se oía ahí fuera, y las luces estroboscópicas todavía centelleaban desde el otro lado de las vidrieras de colores, pero Isabella se relajó un poco ahora, al sentirse libre.

Nadie le prestó atención mientras se apresuraba  hacia la esquina y esperaba a encontrar un taxi. Sólo había unas cuantas personas fuera, algunas de ellas caminaban por la otra acera y otras subían en fila por los escalones de cemento que conducían a la sala de baile. Detectó un taxi amarillo que se dirigía hacia allí y levantó la mano para llamarlo.

—¡Taxi!

Mientras el taxi  vacío atravesaba el tráfico nocturno y  se acercaba hacia ella, las puertas de la discoteca se abrieron con la fuerza de un huracán.

—¡Eh, tío! ¡Qué mierda haces! —En las escaleras, detrás de Isabella, la voz de un hombre sonaba atemorizada—. Si vuelves a tocarme, te voy a...

—¿Me vas a qué? —increpó otra voz en tono provocador, grave y amenazador, acompañada de un coro de risas.

—Sí, venga, punki capullo de mierda. ¿Qué vas a hacer?

Isabella, que ya tenía la mano en el tirador de la puerta del taxi,  giró la cabeza medio alarmada y medio atemorizada por lo que iba a ver.  Se trataba de la pandilla del club, los motoristas o lo que fueran, vestidos con cuero negro y gafas de sol. Los seis rodeaban al novio punki como  si fueran una manada de lobos y le daban empujones por turnos, jugando con él como si fuera su presa.

El chico intentó darle un puñetazo a uno de ellos y falló, y la situación empeoró en un abrir y cerrar de ojos.

De repente, la refriega se acercó a donde estaba Isabella. La pandilla de gilipollas empujó al  punki contra el capó del taxi y empezaron descargarle puñetazos en el rostro. De la nariz y la boca del chico salieron disparadas gotas de sangre y algunas de ellas mancharon a Isabella. Ella dio un paso hacia atrás, anonadada y horrorizada. El chico se debatía para escapar, pero sus atacantes le sujetaban y le golpeaban con una furia que a Isabella le resultaba difícil de comprender.

—¡Fuera del jodido coche! —gritó el taxista por la ventanilla abierta—. ¡Dios santo!  ¡Iros  a otra parte! ¿Me oís?

Uno de los asaltantes giró la cabeza hacia el taxista, le dirigió  una  terrible sonrisa y propinó un fuerte puñetazo en el parabrisas, que se rompió en mil pedazos. Isabella vio que el taxista se santiguaba y que murmuraba unas palabras inaudibles, dentro  del coche. Se oyó el cambio de marchas y luego el chirrido agudo de las ruedas  en el mismo momento en que el taxi hizo marcha atrás para sacarse de encima la carga del capó.

—¡Espere! —gritó Isabella, pero era demasiado tarde.

El transporte a casa y la  posibilidad  de huir de esa escena brutal habían desaparecido. Con el miedo atenazándole la garganta, observó al taxi que se alejaba a toda velocidad por la calle y cuyas luces desaparecieron  en la noche.

En la esquina, los seis motoristas no mostraban ninguna compasión por su víctima: estaban tan concentrados en dejar inconsciente al punki a base de golpes que no prestaron atención a Isabella.

Ella se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras hasta la entrada de La Notte mientras rebuscaba el móvil en el bolsillo. Encontró el delgado aparato y lo abrió. Mientras abría las puertas de la sala y entraba corriendo en el vestíbulo, marcó el 911, atenazada por el pánico. Por encima del estruendo de la música, de las voces, además del zumbante sonido de su propio corazón, Isabella solamente oyó el sonido de espera del  otro lado del hilo telefónico. Se apartó el teléfono del oído...

«No hay señal.»

—¡Mierda!

Volvió a marcar el 911, sin suerte.

Corrió hacia la zona principal de la sala, gritando, desesperada, en medio del ruido.

—¡Por favor, que alguien me ayude!  ¡Necesito ayuda!

Nadie parecía oírla. Golpeó a la gente en los hombros, tiró de las mangas y estuvo a punto de sacudirle el brazo a un tipo tatuado con pinta de militar, pero nadie le prestó atención. Ni siquiera la miraron. Simplemente continuaron bailando y charlando como si ella ni siquiera se encontrara allí.

¿Era un  sueño? ¿Se trataba de alguna perversa pesadilla en la cual ella era la única que había visto los actos de violencia que sucedían allí fuera?

Isabella desistió de intentar llamar la atención de los desconocidos y decidió buscar a sus amigos. Mientras se abría paso a través de la oscura sala, continuaba marcando la tecla de rellamada, rezando para conseguir cobertura. No consiguió llamar y pronto se dio cuenta de que tampoco iba a encontrar a Jacob y a los demás en medio de esa masa de gente.

Frustrada y confundida, corrió de vuelta a la entrada del club.

Quizá pudiera detener a un motorista, encontrar a un  policía, ¡cualquier cosa!

El aire helado de la noche la golpeó en cuanto abrió las pesadas puertas y salió fuera de nuevo. Bajó corriendo el primer tramo de escaleras, resollando, insegura de con qué se iba a encontrar: una mujer sola contra seis miembros de una pandilla que posiblemente estuvieran drogados. Pero no les vio.

Se habían ido.

Un grupo de clientes de la sala subían las escaleras animadamente. Uno de ellos hacía como que tocaba una guitarra y sus amigos hablaban de ir a alguna otra fiesta rave más tarde.

—Eh —llamó Isabella, casi esperando que pasarían de largo. Pero se detuvieron y le sonrieron a pesar de que, a sus veintiocho años, era casi una década más vieja que ellos.

El chico que marchaba al frente del grupo la saludó con un gesto de cabeza.

-¿Sí?

—¿Alguno de vosotros...? —dudó un momento, sin saber si debería sentirse aliviada al darse cuenta de que, después de todo, no se trataba de un sueño—. ¿Alguno de vosotros ha visto la pelea que había aquí hace unos minutos?

—¿Había una pelea? ¡Impresionante! —dijo el líder del grupo.

—No, tía —repuso otro—. Acabamos de llegar. No hemos visto nada.

Pasaron por su lado y subieron el resto de escaleras mientras Isabella se preguntaba si estaba empezando a perder la cabeza. Caminó hasta la esquina. Había sangre en el suelo, pero el punki y sus agresores habían desaparecido.

Isabella se quedó de pie debajo de una farola y se frotó los brazos para quitarse el frío del cuerpo. Se dio la vuelta y miró a ambos lados de la calle, buscando alguna señal de la violencia de la que había sido testigo unos minutos antes.

Nada.

Pero entonces... lo oyó.

El sonido provenía de un estrecho callejón a su derecha. Flanqueado por un muro de cemento que llegaba a la altura del hombro de una persona y que actuaba como pantalla acústica, unos gruñidos casi imperceptibles llegaban hasta la calle desde el callejón casi completamente oscuro. Isabella no pudo identificar esos  sonidos desagradables que le helaron la sangre en las venas, despertaron su alarma más instintiva y profunda y le pusieron en tensión todos los nervios del cuerpo.

Sus piernas continuaron moviéndose. No lo hacían en dirección contraria a la fuente de esos inquietantes sonidos, sino en dirección a ellos. El teléfono en la mano le pesaba como si fuera un ladrillo. Caminaba aguantando la respiración. No se dio cuenta de que no estaba respirando hasta que había penetrado un par de pasos en el callejón y su mirada se hubo posado en un grupo de figuras que se encontraba más adelante.

Los matones vestidos de cuero negro y con gafas de sol.

Estaban agachados, sobre las rodillas y las manos, manoseando algo, tirando de algo. A la tenue luz que llegaba desde la calle, Isabella distinguió un jirón de tela en el suelo, al lado de la carnicería. Era la camiseta del punki, destrozada y manchada.

El dedo que  Isabella todavía tenía sobre el teclado del móvil se movió sigilosamente hacia la tecla de rellamada. Se oyó un callado zumbido al otro extremo de la línea y luego la voz del telefonista de la policía retumbó en la noche como la salva de cañón.

—Novecientos once. ¿Cuál es su emergencia?

Uno de los motoristas giró la cabeza al notar la repentina interrupción. Unos ojos fieros y llenos de odio se clavaron en Isabella como  puñales. Tenía el  rostro completamente ensangrentado. ¡Y sus dientes! Eran afilados como los de un animal: no eran dientes, sino colmillos que apuntaron hacia ella en el momento en  el que él abrió  la  boca y siseó una palabra de sonido terrible en un idioma extraño.

—Novecientos once —volvió a decir el telefonista—. Por favor, informe de su emergencia.

Isabella no era  capaz de hablar. Estaba tan aturdida que casi no podía ni respirar. Se acercó el móvil a los labios, pero no consiguió pronunciar ni una palabra.

La llamada de socorro había sido inútil.

Dándose cuenta de ello, y aterrorizada hasta los huesos, Isabella hizo la única cosa lógica que se le ocurrió. Con la mano temblorosa, dirigió el aparato hacia la pandilla de motoristas sádicos y apretó el botón de «capturar imagen». Un pequeño destello de luz iluminó el callejón.

Oh, Dios. Quizá todavía  tuviera la oportunidad de escapar de esa noche infernal. Isabella apretó el botón otra vez, y otra, y otra, mientras se retiraba hacia atrás por el callejón en dirección a la calle. Oyó el murmullo de unas voces, oyó unos insultos, el sonido de pies en el callejón, pero no se atrevió a mirar hacia atrás. Ni siquiera lo hizo al oír un agudo chirrido de acero a sus espaldas, seguido por unos chillidos de agonía y de rabia que no eran de este mundo.

Isabella corrió en la noche impulsada por la adrenalina y el miedo y no se detuvo hasta que encontró un taxi en Comercial Street. Subió a él y cerró la puerta con un fuerte golpe. Resollaba, descolocada de miedo.

—¡Lléveme a la comisaría más cercana!

El taxista apoyó un brazo en el respaldo del asiento  del copiloto y se volvió hacia ella. La miró con el ceño fruncido.

—¿Está bien, señorita?

—Sí —repuso ella automáticamente. Después añadió—: No. Necesito informar de... Jesús. ¿De qué tenía intención de informar? ¿Del frenesí caníbal de una pandilla de motoristas rabiosos? ¿O de la otra explicación posible, la cual ni siquiera era mucho más creíble?

Isabella miró al taxista expectante a los ojos.

—Por favor, deprisa. Acabo de presenciar un asesinato.

Capítulo 1: PRÓLOGO Capítulo 3: 2

 
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